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Yo
lo encontraba al azar en ciertas librerías, paseando entre
arquitecturas de papel y letras con un paso tranquilo, disfrazándose
gustosamente de anonimato, procurando despojarse de su carga de
fama y de prestigios, como si se hubiera retirado a una laica vida
monástica, como si quisiera despegarse de sus propios libros,
ir sembrando secretamente por el mundo el olvido de Juan Rulfo.
Cada vez más de apretadas cenizas, de raíces secas,
cada vez más su cuerpo resumido en lo esencial, más
ceñida la carne al hueso, más afantasmado como personaje
de sí mismo, Rulfo paseaba la mirada por los libros y los
libros, por el infinito de los libros amén, y no debía
tener, pero me temo que lo tenía, remordimiento de haber
escrito sólo dos, pero dos que valen por docenas, que son
frutos sin perdición, con fuerte concentración de
jugos de la tierra, de relámpagos y oscuridades y susurros
y miradas como disparos o súbitas apariciones de cuchillos.
Su tensa y amarga voz de hombre apartado, reiteradamente orillado
hasta de cualquier orilla, su voz como mascullada, nunca se alzaba
demasiado e iba recortando sus relatos orales con un filo entre
estoico y airado, desgranando las palabras desde una trinchera de
penumbra.
¿Rulfo, dice usted? No sé qué dirán
otros, pero yo sé que iba perfilando minuciosamente la forma
de su ausencia, día con día borrando un poco su figura
y su nombre de la realidad común, la de todos, y desdoblándose
noche con noche en ese alguien que no vemos, ese alguien que está
allá, en ese piso de arriba, detrás de esa ventana
encendida entre las mil y mil ventanas encendidas de la ciudad,
ese alguien que podemos ver con los ojos de la suposición
tal como debe estar sentado solo en un cuarto oyendo desde la alta
noche hasta las cercanías del alba discos y más discos
de música culta, en la cual se le va, como sabemos por su
hijo Juan Pablo, no poca parte de su hacienda, y desde luego la
gran inmensidad de sus desvelos: música medieval, cantos
gregorianos, los barrocos, Bach, seguramente océanos de Bach.
Y de no estar Juan allá en el cuarto encendido oyendo música,
imaginamos que estará leyendo no sé qué suerte
de viejos cronicones coloniales, actas de registro del nacer y del
morir en pueblos detrás de incontables llanos y lomas y montañas,
los pueblos hundidos en esa mina sin fondo de la que extraña
sus personajes, los pueblos en los que el tiempo está empozado
en cada agujero de topo en la tierra, la tierra que es piedra, desollada
piedra, por más que lo pétreo se halle en vertiginoso
proceso de calcinación, de giratoria y veloz dispersión
en polvo terminal y nuevamente inicial y otra vez terminal. Con
ese modo tan lento pero seguro que tiene el tiempo para ir confabulando
tramas, Rulfo lograba una manera rapidísima de narrar, casi
esencialmente hecha de vacíos, de espacios en blanco, de
muy expresivas cosas no dichas, apenas aludidas, y no sólo
sobre el papel, donde al fin y al cabo se puede borrar y tachar
y suprimir frases y hasta páginas enteras, sino también
en ese otro espacio de creación, en el hablar detrás
de la columnilla de apenas humo surgiendo de la taza de café,
humo en volutas que quieren hacerse signos de interrogación,
como oídos inmateriales, y se escuchaba a Rulfo hablar como
en sus páginas hablan sus alteregos:
—Andaba yo en aquellos años por entre puros pueblos
perdidos detrás de unos montes pelones…
Porque esto es lo que reconocíamos en él, en su cabello
que ya griseaba, en su rostro concentrado que una antigua y persistente
preocupación parecía empequeñecer, en sus manos
flacas y finas que con tanta delicadeza mantenían suspensa
en el cigarrillo la columna de ceniza cada vez más larga.
Limpio y sobriamente bien vestido, de camisas impecables, de corbatas
discretas, sin embargo se le veía a Rulfo como rebozado en
polvo del camino y de los montes pelones, un Juan sin tierra buscando
el terrón de tepetate erosionado por los implacables soles
cenitales, los mediodías solitarios y arduos, un Juan de
la tierra apedreado por las duras estrellas cuya relojería
palpitante y fría pende sobre los pueblos perdidos, los pueblos
muertos, los pueblos olvidados de la voluntad del municipio, silenciados
en las escrituras de la historia, los pueblos muertos, fantasmas,
a los que nunca acabamos de llegar, de los que nunca acabamos de
salir, porque pesa la palabra del cacique cruzado de brazos y sombrío
y hay un lejano irreal galope rondando furiosamente el lugar todas
las noches; pueblos que son un solo repetido pueblo en diálogo
de silencios consigo mismo, y hay un perro flaco recorriendo callejones
de ecos empozados y diálogos de ecos que persisten aun después
de que murió la voz que los produjo, mientras persiste el
silencio como un zumbido de la nada, pueblos donde la noche es más
fuerte, con entrevisiones del derrumbadero humano.
Prefería Rulfo vestir con predominio de gris. Prefería
andar de gris en cuerpo y alma, invisibilizándose por efecto
de camuflaje dentro del gris del aire, de las paredes, del cemento.
Gris que te busco gris. Los inspectores de famas lo buscaban para
preguntarle por qué sólo dos libros y cuándo
daría otro libro, y él intentaba hacerse a un lado,
hablar de otra cosa, porque sin duda pesaban y ardían mucho
los libros que de él se exigían, y cómo explicar
que basta con haber escrito lo esencial, dos obras únicas,
irrepetibles, insustituibles, según el consejo del poeta:
“Di tu palabra y rómpete.” Es cosa de intensidad:
las casi ni trescientas páginas de El llano en llamas y Pedro
Páramo juntos (qué resumen de Rulfo: páramo
y llamas) siguen ahondando en la región futura y sin tiempo
de las letras mexicanas. Di tu palabra y bórrate, quizá
pensaba Juan Rulfo. Vivía porque no se sobrevivía.
Su obra y él respiraban apartados, cada uno por su lado.
Arturo Souto Alabarce te preguntó un día, en el Kiko’s
de frente al Caballito: “¿Ya has leído El llano
en llamas?” Otaola te dijo: “¿Quieres saber lo
que es un libro alucinante?, mira, lee éste”, y te
prestó El llano en llamas. Lo leíste en una noche,
lo releíste a la noche siguiente, lo devolviste a Otaola
y lo compraste para volver a leerlo. Luego compraste, leíste
Pedro Páramo, estuviste preso unas infinitas horas en el
pueblo del libro, en el pueblo soleado o alunado, moribundo o ya
fantasma de una canija vez, estuviste en Comala alzada y derrumbada
“como un montón de piedras” en torno a la inasible
figura protagónica inscrita en hueco en el tejido, la figura
de ese cacique totalitario, de alma sin humedad, que salvo en unas
páginas aquí y allá apenas está por
sí mismo en el relato general, porque el libro escucha el
telefoneo susurrado de los fantasmas, de los muertos que él
mató de una manera y otra y que reviven pero sin buena salud,
voces que lo evocan o invocan, que tratan de ponerlo en pie, resucitarlo
para juzgarlo, condenarlo, vituperarlo, en algún sentido
adorarlo, en la gran noche de relámpagos que quieren ser
latidos, que quieren imitar la vida. ¿Cómo sería,
te preguntaste, el autor de esas narraciones crispadas, obsesivas,
que ocurrían en jaliscienses paisajes despellejados, con
olor a tierra enjuta, en pueblos donde la noche y la soledad son
más fuertes, entre hombres y mujeres como hechos de apretado
humo, de alcoholes oscuros y crueles y tiernos y amorosos y rencorosos?
Pedro Páramo lo leíste en la noche, de un tirón,
alucinado con sus voces espectrales, sus personajes de humo, sus
pasiones carbonizadas y en rescoldo, y te preguntabas quién
había escrito esas páginas que eran a la vez narración
y poesía en prosa, y vivo teatro sin cuerpos, cajón
de espantos.
A Rulfo lo encontraste una tarde, solo, tomando una cocacola, en
uno de los separos o “caballerizas” del café
Chufas de López (penumbra, mesas de hierro y marmolina y
asientos de madera; oscura y lustrosa dentro de separos de madera
rematados por escuálidas y repetidas figurillas del Quijote,
y meseros ceremoniosos de pantalón negro lustroso, de chaquetilla
blanca y raída (meseros mexicanos, españolizados algunos
por el contacto con una clientela en mayor parte española
y refugiada). Y Rulfo no era como lo habías imaginado, no
era moreno y alto y fuerte, de rasgos mestizos, sino más
bien un hombre menudo, de tipo europeo, blanco y hasta con algún
tono rosa en las mejillas, y encogido de hombros, con un aire tímido,
con un fino rostro como achicado por una honda y calcinante preocupación,
y con una elegancia vestimentaria modesta y seca. Te le presentaste
con algún miedo de estar interrumpiéndole un silencio
ascético. Estaba cuidadosamente dejando formarse un suplementario,
frágil cilindro de ceniza en el extremo del cigarrillo que
sostenía delicada, aristocráticamente, con cuidadosos
dedos. Y temiste que con sólo tu voz pudieras destruirle
el cilindro de ceniza pacientemente mantenido en el cigarrillo como
si el tabaco y el tiempo debiesen ser o fuesen infinitos.
—¿Usted escribe?, preguntó.
—Estoy tratando, dijiste.
—¿Y qué escribe?
—Cuentos, y también he empezado una novela.
—Qué bueno, pero le voy a dar un consejo: si de veras
quiere ser escritor mejor no se junte con escritores. Eso es lo
peor si quiere escribir de veras. No ande en las capillitas de los
intelectuales, los intelectuales de orita son jotos, y cuando no
son jotos son pendejos, o cabrones, o lo más seguro es que
sean las tres cosas. No lea a los de aquí, lea a Faulkner,
lea a Ramuz, lea a Cipriano Campos Alatorre, ésos sí
le van a servir.
—Yo he leído una cosa de Ramuz, dijiste.
—Qué cosa.
—El gran espanto en la montaña.
—Ésa es muy buena, pero lea también Derboranza,
ésa es mejor, ¿y a qué horas escribe usted?
—A cualquier hora.
—No haga eso. Hay que disciplinarse. La mejor hora para escribir
es temprano en la mañana, cuando están sosegados el
cuerpo y el cerebro y cuando está usted solo, solos usted
y su alma, porque después anda usted enredado en sus trabajos
y con las gentes, y ya usted no es usted, se agorsoma uno. Y peor
si va con los otros escritores y con los intelectuales, entonces
ya no tiene uno remedio, se puede hasta volver joto. Pero siéntese,
tómese una coca.
—Gracias, tomaré una horchata.
—Mejor. Yo tengo el pinche vicio éste de la Cocacola.
Pero es buena la Cocacola. Esto y Faulkner es lo mejor que hacen
los gringos… ¿Usted cómo me dijo que se llama?
—José de la Colina.
—Ah, hijo del diplomático.
—No…
—Del empresario éste de la lucha libre.
—No, soy español de nacimiento, vine a México
después de la guerra civil española.
—Con razón se le ve tan blanquito, como que no le da
mucho el sol, ¿no?
Pensaste que tampoco a Rulfo parecía darle mucho el sol,
que era como un hombre-topo que hubiera salido un momento de su
madriguera.
—¿Y le sale esto de escribir?, preguntó.
—A veces estoy en racha y escribo muchas páginas de
seguida, pero otras me atranco.
—Le voy a dar otro consejo: cuando se sienta enrachado, párele
ahí, las rachas son muy engañosas, se siente uno genio
y empieza a escribir puras babosadas. Cuando se le figure que está
haciendo la novela más grande de todos los siglos, ahí
nomás párele usted, porque está usted en un
puro espejismo. Mejor déjelo por ese día, y váyase
a dormir. Al otro día no se ponga luego-luego a escribir,
mejor haga ejercicio, salga a caminar, camine mucho, hasta que se
canse y le dé hambre, y luego cómase un buen bisteck,
y vuelva a caminar o tome una siesta, y sólo entonces, y
si tiene ganas de escribir, pero sólo si de veras tiene ganas,
ahora sí póngase a escribir.
Estabas ya muy extrañado, te lo habían descrito hombre
de muy pocas palabras pero ahí estaba hablando largo y tendido,
y no sabías qué decirle, te parecían muy extrañas
todas esas cosas: bistecks, caminatas, siestas, que a tu juicio
muy poco tenían que ver con la inspiración, con el
estilo, con el soplo sublime de la literatura.
—¿Y qué hace uno cuando se atranca?, preguntaste.
—Cuando uno se atranca es porque ya le tocaba atrancarse,
así que mejor no insista, en serio, váyase a dormir
o a pasear, y coma bien, no lea, no se le ocurra andar con escritores
e intelectuales, espérese a volver a sentir las ganas de
escribir, no se fuerce, sobre todo no se fuerce. ¿En qué
trabaja usted?
—Hago programas de radio.
—No me diga que es usted locutor.
—No, los programas los escribo.
—No se lo aconsejo, lo mejor es tener un trabajo que no se
relacione con escribir: lo que sea, carpintero o chofer de camión,
o padrote, o caco, lo que sea, no importa cuánto tiempo trabaje
usted en esas cosas. Si de veras va a ser usted escritor, siempre
se guardará un tiempecito para escribir. Hasta siendo ratero
y estando en la cárcel se puede escribir, como dicen que
hizo Cervantes, y claro que no le aconsejo que sea usted ratero,
es un decir. O mejor métase de coime a un burdel, lo aconseja
Faulkner. Puede que sea lo mejor: se escriben cosas de hombre, no
de jotos. ¿Ha leído a Faulkner? Faulkner, no haga
caso de que sea gringo: es el más grande, y no es joto, Faulkner
dice que el mejor trabajo para un escritor es de coime en un burdel,
porque en las mañanas, cuando las pirujas están dormidas,
tiene usted tiempo para escribir, y en las noches conoce usted a
la gente más interesante de la ciudad. ¿Ha leído
a Faulkner?
—Algo. Santuario… El sonido y la furia…
—Léalo todo, pero en buenas traducciones. Pero que
no vayan a ser argentinas, esos ches cuando no son jotos son unos
cursis y unos pedantes, dicen “garantido” y “pollera”
y siempre están llorando tangos. Y, otra cosa: no lea a Borges.
Ora en México todos están leyendo a Borges, ése
es demasiado argentino, ahorita es la peor plaga de la literatura
en español. Y tampoco lea Sur, es una revista de pedantes
y jotos exquisitos. ¿A usted qué escritores le gustan?
—Me gusta Valle Inclán.
—Muy bueno, sólo que no lea Tirano Banderas, es un
puro relajo, parece que lo hubiera escrito para el cine gringo:
no se sabe si los personajes son mexicanos o peruanos o de la Patagonia,
mejor lea las Sonatas, ésas son buenas, aunque un poquito
floreadas.
—He leído el Tirano y las Sonatas…
—¿Y a quién más lee?
—A Ramón.
—A cuál Ramón. ¿López Velarde?
—Ramón Gómez de la Serna.
—No lo lea, ése escribe que’squ’el jabón
es el pez más dificil de pescar en el baño y babosadas
de ésas. ¿Y qué más lee?
—Ahora estoy leyendo a Saroyan.
—Ése es muy blando, muy empalagoso, a cada rato sus
personajes están llorando o diciendo que aman a toda la humanidad.
Mejor lea a Erskine Caldwell, pero nomás no se empache de
lecturas, el empacho de lectura apendeja más que el empacho
de comida, y haga ejercicio, el alpinismo es muy bueno, y salga
lo más que pueda de la ciudad, las ciudades matan a los escritores,
están llenas de intelectuales y escritores y jotos. ¿Usted
es de los refugiados españoles?
—Sí.
—Pero ni modo que haya estado en la guerra, está usted
muy guayabito.
—No, en la guerra no estuve, pero me tocó la guerra,
de niño.
—Escriba de eso, escriba de cosas fuertes y que usted haya
vivido. No le crea a Arreola, orita todos quieren escribir como
Arreola. Arreola es bueno, pero los arreolitas quieren hacer literatura
de encajitos, puro trutrú, puras mariconerías y babosadas.
Y mejor no quiera vivir de lo que escribe. Métase a una oficina
donde no trabaje mucho o que nomás haga como que trabaja,
pero mejor métase a una fábrica, a una carpintería,
o hágase padrote si quiere y si tiene las facultades. El
chiste es que trabaje usted donde no haya que escribir. Nomás
escriba lo que usted siente que tiene que escribir. ¿De qué
son sus cuentos?
—Pues, de personas que conozco, o que me imagino que conozco.
—Sígale por ahí, no escriba de fantasmas, ni
de policías, ni de intelectuales, mucho menos escriba de
maricones, si usted escribe de maricones un día se le va
a caer la manita, y con la manita caída se escribe muy mal,
cositas muy floreaditas. Le aconsejo que escriba a mano, sin manita
caída, y después lo pase a máquina, porque
con la letra de máquina agarra usted distancia de lo que
escribió. Y no lea en seguida lo que escribió, espérese
al día siguiente, cuando esté bañado y rasurado
y bien desayunado, y luego déjelo reposar unos días
más, déjelo enfriar, que cuando lo vuelva a leer le
parezca que no lo escribió usted, que lo escribió
otro, y luego corríjalo de estilo, quítele todas las
palabras que sobren. Cuando uno empieza a escribir siempre hay tres
palabras pendejas por una palabra buena, o siquiera una palabra
que sirva. Yo creo que hay que quitar como dos terceras partes de
lo que escribió uno de puro ramalazo, así nomás
de primera mano, pero de cualquier modo siempre hay algo que quitar,
para que los árboles duren hay que podarlos. Y si cuando
escribe se está usted engolosinando con lo que escribió,
lo mejor es que tire todo a la basura… Lo azucarado no sirve,
nomás crea diabetes…
Luego leíste, acabado de publicar y en un solo desvelo, el
Pedro Páramo (porque lo decíamos así: el Pedro
Páramo, como se dice el Quijote o el Ulises), esa murmurante
colmena de fantasmas, novela a la vez paralítica y veloz,
un tejido de monólogos espectrales en que cada muerto habla
desde su tumba incomunicante, entre paréntesis de silencios,
todos contando historias paralizadas en apagones o reanimadas por
súbitos lampos: historia de novela gótica desarticulada
y trasplantada al abrupto paisaje mexicano, dicha por un coro gemebundo
o iracundo de voces en torno a un personaje tanto más fuerte
y oscuro y fascinante por cuanto no está presente en la novela,
es sólo la silueta de una ausencia, es sólo el recuerdo
y los relatos de unos muertos, el fantasma más poderoso y
a la vez más huidizo de un intenso
poema en prosa disfrazada de novela.
Y
recuerdo a Rulfo:
El cuerpo menudo, frágil, los hombros encogidos, el cuerpo
algo flotante en trajes de una modesta elegancia, con preferencia
por las telas oscuras o grises. Una frente abulbada y noble, con
un leve copete ondulado, y la delicada y a la vez muy firme línea
de la mandíbula, y las manos flacas y bien formadas, venosas,
y la dentadura algo errabunda, mascadora de las palabras, y un aire
de empleadito inteligente y rinconeado. Hombre de silencios reconcentrados,
minerales, a veces engañosos, como si reprimieran torrentes
de palabras que súbitamente saltaran en monólogos
como largos géisers. Y recuerdo que su máscara de
hombre callado y hasta hosco se iba desmoronando al segundo café
americano, a la segunda cocacola, al tercer cigarrillo, y entonces
era como si alguna humedad, algún verdín, alguna respiración
vegetal y líquida, le recorriera el pétreo, polvoriento
paisaje interior.
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