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IV.
El paradigma de simplicidad
Para comprender el problema de la complejidad hay que saber, antes
que nada, que hay un paradigma de simplicidad. La palabra paradigma
es empleada a menudo. En nuestra concepción, un paradigma
está constituido por un cierto tipo de relación lógica
extremadamente fuerte entre nociones maestras, nociones clave, principios
clave. Esa relación y esos principios van a gobernar todos
los discursos que obedecen, inconscientemente, a su gobierno.
Así es que el paradigma de simplicidad es un paradigma que
pone orden en el universo, y persigue al desorden. El orden se reduce
a una ley, a un principio. La simplicidad ve a lo uno y ve a lo
múltiple, pero no puede ver que lo Uno puede, al mismo tiempo,
ser Múltiple. El principio de simplicidad o bien separa lo
que está ligado (disyunción), o bien unifica lo que
es diverso (reducción).
Tomemos como ejemplo al hombre. El hombre es un ser evidentemente
biológico. Es, al mismo tiempo, un ser evidentemente cultural,
meta-biológico y que vive en universo de lenguaje, de ideas
y de conciencia. Pero, a esas dos realidades, la realidad biológica
y la realidad cultural, el paradigma de simplificación nos
obliga ya sea a desunirlas, ya sea a reducir la más compleja
a la menos compleja. Vamos entonces a estudiar al hombre biológico
en el departamento de Biología, como un ser anatómico,
fisiológico, etcétera, y vamos a estudiar al hombre
cultural en los departamentos de ciencias humanas y sociales. Vamos
a estudiar al cerebro como órgano biológico y vamos
a estudiar al espíritu, the mind, como función o realidad
psicológica. Olvidamos que uno no existe sin el otro; más
aún, que uno es, al mismo tiempo, el otro, aunque son tratados
con términos y conceptos diferentes.
Con esa voluntad de simplificación, el conocimiento cientifíco
se daba por misión la de desvelar la simplicidad escondida
detrás de la aparente multiplicidad y el aparente desorden
de los fenómenos. Tal vez sea que, privados de un Dios en
quien no podían creer más, los cientificos tenían
una necesidad, inconscientemente, de verse reasegurados. Sabiéndose
vivos en un universo materialista, mortal, sin salvación,
tenían necesidad de saber que había algo perfecto
y eterno: el universo mismo. Esa mitología extremadamente
poderosa, obsesiva aunque oculta, ha animado al movimiento de la
Física. Hay que reconocer que esa mitología ha sido
fecunda porque la búsqueda de la gran ley del universo ha
conducido a descubrimientos de leyes mayores, tales como las de
la gravitación, el electro-magnetismo, las interacciones
nucleares fuertes y, luego, débiles.
Hoy todavía los científicos y los físicos tratan
de encontrar la conexión entre esas diferentes leyes, que
representaría una verdadera ley única. La misma obsesión
ha conducido a la búsqueda del ladrillo elemental con el
cual estaba construido el universo. Hemos, ante todo, creído
encontrar la unidad de base en la molécula. El desarrollo
de instrumentos de observación ha revelado que la molécula
misma estaba compuesta de átomos. Luego nos hemos dado cuenta
de que el átomo era, en sí mismo, un sistema muy complejo,
compuesto de un núcleo y de electrones. Entonces, la partícula
devino la unidad primaria. Más tarde nos percatamos de que
las partículas eran, en sí mismas, fenómenos
que podían ser divididos teóricamente en quarks. Y
en el momento en que creíamos haber alcanzado el ladrillo
elemental con el cual nuestro universo estaba construido, ese ladrillo
ha desaparecido en tanto ladrillo. Es una entidad difusa, compleja,
que no llegamos a aislar. La obsesión de la complejidad condujo
a la aventura científica a descubrimientos imposibles de
concebir en términos de simplicidad.
Lo que es más, en el siglo xx tuvo lugar este acontecimiento
mayor: la irrupción del desorden en el universo físico.
En efecto, el segundo principio de la Termo-dinamica, formulado
por Carnot y por Clausius, es, primeramente, un principio de degradación
de energía. El primer principio, que es el de la conservación
de la energía, se acompaña de un principio
que dice que la energía se degrada bajo la forma de calor.
Toda actividad, todo trabajo, produce calor; dicho de otro modo,
toda utilización de la energía tiende a degradar dicha
energía. Luego nos hemos dado cuenta, con Boltzman, de que
eso que llamamos calor es, en realidad, la agitación en desorden
de moléculas y de átomos. Cualquiera puede verificar,
al comenzar a calentar un recipiente con agua, que aparecen vibraciones
y que se produce un arremolinacmiento de moléculas. Algunas
vuelan hacia la atmósfera hasta que todas se dispersan. Efectivamente,
llegamos al desorden total. El desorden está, entonces, en
el universo físico, ligado a todo trabajo, a toda transformación.
V.
La complejidad y la acción
1.
La acción es también una apuesta
Tenemos a veces la impresión de que la acción simplifica
porque, ante una alternativa, decidimos, optamos. El ejemplo de
acción que simplifica todo lo aporta la espada de Alejandro
que corta el nudo gordiano que nadie había sabido desatar
con sus manos. Ciertamente, la acción es una decisión,
una elección, pero es también una apuesta.
Sin embargo, en la noción de apuesta está la conciencia
del riesgo y de la incertidumbre. Toda estrategia, en cualquier
dominio que sea, tiene conciencia de la apuesta, y el pensamiento
moderno ha comprendido que nuestras creencias más fundamentales
son objeto de una apuesta. Eso es lo que nos había dicho,
en el siglo xvii, Blaise Pascal acerca de la fe religiosa. Nosotros
también debemos ser conscientes de nuestras apuestas filosóficas
o políticas.
La acción es estrategia. La palabra estrategia no designa
un programa predeterminado que baste para aplicar ne variatur en
el tiempo. La estrategia permite, a partir de una decisión
inicial, imaginar un cierto número de escenarios para la
acción, escenarios que podrán ser modificados según
las informaciones que nos lleguen en el curso de la acción
y según los elementos aleatorios que sobrevendrán
y perturbarán la acción.
La estrategia lucha contra el azar y busca la información.
Un ejército envía exploradores, espías, para
informarse, es decir, para eliminar la incertidumbre al máximo.
Más aún, la estrategia no se limita a luchar contra
el azar, trata también de utilizarlo. El genio de Napoleón
en Austerlitz fue el de utilizar el azar metereológico, que
ubicó una capa de brumas sobre los pantanos, considerados
imposibles para el avance de los soldados. Él construyó
su estrategia en función de esa bruma para tomar por sorpresa,
por su flanco más desguarnecido, al ejército de los
imperios.
La estrategia saca ventaja del azar y, cuando se trata de estrategia
con respecto a otro jugador, la buena estrategia utiliza los errores
del adversario. En el fútbol, la estrategia consiste en utilizar
las pelotas que el equipo adversario entrega involuntariamente.
La construcción del juego se hace mediante la deconstrucción
del juego del adversario y, finalmente, la mejor estrategia si
se beneficia con alguna suerte gana. El azar no es solamente
el factor negativo a reducir en el dominio de la estrategia, es
también la suerte a ser aprovechada.
El problema de la acción debe también hacernos conscientes
de las derivas y las bifurcaciones: situaciones iniciales muy vecinas
pueden conducir a desvíos irremediables. Cuando Martín
Lutero inició su movimiento, pensaba estar de acuerdo con
la Iglesia y sólo quería simplemente reformar los
abusos cometidos por el papado en Alemania. Luego, a partir del
momento en que debe ya sea renunciar, ya sea continuar, franquea
un umbral y, de reformador, se vuelve contestatario. Una deriva
implacable lo lleva eso es lo que pasa en todo desvío
a la declaración de guerra, a las tesis de Wittemberg (1517).
El dominio de la acción es muy aleatorio, muy incierto. Nos
impone una conciencia muy aguda de los elementos aleatorios, las
derivas, las bifurcaciones, y nos impone la reflexión sobre
la complejidad misma.
2.
La acción escapa a nuestras intenciones
Aquí interviene la noción de ecología de la
acción. En el momento en que un individuo emprende una acción,
cualesquiera que fuere, ésta comienza a escapar a sus intenciones.
Esa acción entra en un universo de interacciones y es finalmente
el ambiente el que toma posesión, en un sentido que puede
volverse contrario a la intención inicial. A menudo, la acción
se volverá como un boomerang sobre nuestras cabezas. Esto
nos obliga a seguir la acción, a tratar de corregirla si
todavía hay tiempo y tal vez a torpedearla, como hacen
los responsables de la nasa que, si un misil se desvía de
su trayectoria, le envían otro misil para hacerlo explotar.
La acción supone complejidad, es decir, elementos aleatorios,
azar, iniciativa, decisión, conciencia de las derivas y de
las transformaciones. La palabra estrategia se opone a la palabra
programa. Para las secuencias que se sitúan en un ambiente
estable, conviene utilizar programas. El programa no obliga a estar
vigilante. No obliga a innovar. Así es que cuando nosotros
nos sentamos al volante de nuestro coche, una parte de nuestra conducta
está programada. Si surge un embotellamiento inesperado,
hace falta decidir si hay que cambiar el itinerario. Es por eso
que tenemos que utilizar múltiples fragmentos de acción
programada para poder concentrarnos sobre lo que es importante,
la estrategia con los elementos aleatorios.
No hay un dominio de la complejidad que incluya el pensamiento,
la reflexión, por una parte, y el dominio de las cosas simples
que incluiría la acción, por la otra. La acción
es el reino de lo concreto y, tal vez, parcial de la complejidad.
La acción puede, ciertamente, bastarse con la estrategia
inmediata que depende de las intuiciones, de las dotes personales
del estratega. Le sería también útil beneficiarse
de un pensamiento de la complejidad. Pero el pensamiento de la complejidad
es, desde el comienzo, un desafío.
Una visión simplificada lineal resulta fácilmente
mutilante. Por ejemplo, la política del petróleo crudo
tenía en cuenta únicamente al factor precio sin considerar
el agotamiento de los recursos, la tendencia a la independencia
de los países poseedores de esos recursos, los inconvenientes
políticos. Los políticos habían descartado
la historia, la geografía, la sociología, la política,
la religión, la mitología, de sus análisis.
Esas disciplinas se tomaron venganza.
3.
La máquina no trivial
Los seres humanos, la sociedad, la empresa, son máquinas
no triviales: es trivial una máquina de la que, cuando conocemos
todos sus inputs, conocemos todos sus outputs. Podemos predecir
su comportamiento desde el momento en que sabemos todo lo que entra
en la máquina. De cierto modo, nosotros somos también
máquinas triviales, de las cuales se puede, con amplitud,
predecir los comportamientos.
En efecto, la vida social exige que nos comportemos como máquinas
triviales. Es cierto que nosotros no actuamos como puros autómatas;
buscamos medios no triviales desde el momento en que constatamos
que no podemos llegar a nuestras metas. Lo importante es lo que
sucede en momentos de crisis, en momentos de decisión, en
los que la máquina se vuelve no trivial: actúa de
una manera que no podemos predecir. Todo lo que concierne al surgimiento
de lo nuevo es no trivial y no puede ser predicho por anticipado.
Así es que, cuando los estudiantes chinos están en
la calle por millares, la China se vuelve una máquina no
trivial. ¡En 1987-1989, en la Unión Sovietica, Gorbachov
se condujo como una máquina no trivial! Todo lo que sucedió
en la historia, en especial en situaciones de crisis, son acontecimientos
no triviales que no pueden ser predichos por anticipado. Juana de
Arco, que oía voces y decidió buscar al rey de Francia,
tuvo un comportamiento no trivial. Todo lo que va a suceder de importante
en la política francesa o mundial surgirá de lo inesperado.
Nuestras sociedades son máquinas no triviales en el sentido,
también, de que conocen, sin cesar, crisis políticas,
económicas y sociales. Toda crisis es un incremento de las
incertidumbres. La predicción disminuye. Los desórdenes
se vuelven amenazadores. Los antagonismos inhiben las complementariedades.
Los conflictos virtuales se actualizan. Las regulaciones fallan
o se desarticulan. Es necesario abandonar los programas, hay que
inventar estrategias para salir de la crisis. Es fundamental abandonar
las soluciones que solucionaban las viejas crisis y elaborar soluciones
novedosas.
4.
Prepararse para lo inesperado
La complejidad no es una receta para conocer lo inesperado, pero
nos vuelve prudentes, atentos, no nos deja dormirnos en la mecánica
aparente y en la trivialidad aparente de los determinismos. Ella
nos muestra que no debemos encerrarnos en el contemporaneísmo,
es decir, en la creencia de que lo que sucede ahora va a continuar
indefinidamente. Debemos saber que todo lo importante que sucede
en la historia mundial o en nuestra vida es totalmente inesperado,
porque continuamos actuando como si nada inesperado debiera suceder
nunca. Sacudir esa pereza del espíritu es una lección
que nos da el pensamiento complejo.
El pensamiento complejo no rechaza, de ninguna manera, la claridad,
el orden, el determinismo. Pero los sabe insuficientes, sabe que
no podemos programar el descubrimiento, el conocimiento, ni la acción.
La complejidad necesita una estrategia. Es cierto que, los segmentos
programados en secuencias en las que no interviene lo aleatorio,
son útiles o necesarios. En situaciones normales, la conducción
automática es posible, pero la estrategia se impone siempre
que sobreviene lo inesperado o lo incierto, es decir, desde que
aparece un problema importante.
El pensamiento simple resuelve los problemas simples sin problemas
de pensamiento. El pensamiento complejo no resuelve, en sí
mismo, los problemas, pero constituye una ayuda para la estrategia
que puede resolverlos. Él nos dice: Ayúdate,
el pensamiento complejo te ayudará.
Lo que el pensamiento complejo puede hacer es darle a cada uno una
señal, una ayuda memoria, que le recuerde: No olvides
que la realidad es cambiante, no olvides que lo nuevo puede surgir
y, de todos modos, va a surgir.
La complejidad se sitúa en un punto de partida para una acción
más rica, menos mutilante. Yo creo profundamente que cuanto
menos mutilante sea un pensamiento, menos mutilará a los
humanos. Hay que recordar las ruinas que las visiones simplificantes
han producido, no solamente en el mundo intelectual, sino también
en la vida. Suficientes sufrimientos aquejaron a millones de seres
como resultado de los efectos del pensamiento parcial y unidimensional.
* Tomado de la página de Internet: galeon.hispavista.com/pcazau/artep_morin.htm
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