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I
Le decíamos, por ejemplo, que al anochecer el aleteo y el
graznido de los cuervos lograba enloquecer a los viajeros. Decir
que esos pájaros llegaban a la ciudad por millares equivalía
a no haber dicho nada. Era necesario ver las ramas de los altos
eucaliptos, de los frondosos castaños a punto de desgajarse,
donde se coagulaba aquel torvo espesor de plumas, picos y patas
escamosas para descubrir lo absurdo de reducir ciertos fenómenos
a cifras. ¿Significaba algo decir que una bandada de miles
de cuervos revoloteaba con estrépito bajo el cielo de Samarcanda
antes de posarse en sus arbolados parques y avenidas? ¡Nada!
Era necesario ver aquellas turbas de azabache para que los números
dejaran de contar y se abriera paso una informe pero perceptible
noción de infinito.
A la hora de la caída de los cuervos comentaba
Juan Manuel no es raro que alguna turista portuguesa se arroje
desde un balcón del octavo piso del hotel Tamerlán,
o que un diplomático escandinavo de excursión por
la ciudad comience también él a graznar, a mover los
brazos y a aletear, a dar saltos en un intento de remontar el vuelo,
hasta que llegue un enfermero y lo conduzca al sitio donde le aplicarán
la imprescindible inyección sedante.
Es el graznido feroz que emite el cuervo proseguía
yo en el momento de ser descuartizado. Porque allá,
a la hora del crepúsculo, ves caer de los árboles,
como frutos descompuestos, pájaros desventrados con las alas
quebradas, fragmentos de cabezas, de patas, una nube de plumas,
¡un espectáculo, te lo juro, del carajo!, mientras
arriba, en las espesas frondas, los sobrevivientes saltan amedrentados
de rama en rama o se agazapan en un intento de mimetización
sin atreverse siquiera a emprender la huida.
Porque una especie de cigüeña del desierto de
largos picos, finos pero poderosamente dentados intervenía
él, la cicónida dentiforme, se abate sobre ellos
y los hace añicos. Tú debes saberlo, porque, según
he leído, llega a volar desde las costas de Libia y a posesionarse
de amplias extensiones de Calabria. El pavor hace emitir a las aves
su graznido más deplorable. ¿Las has visto atacar?
Feri, el húngaro, durante su convalecencia estuvo a punto
de enloquecer ante el estruendo de esas carnicerías canoras.
Nos miraba con cierto enfado, y luego, decidida a participar en
nuestro diálogo, declaraba con desparpajo:
Más bien me parece que las gaviotas de Laponia son
las que acostumbran alimentarse con la carne de otros pájaros.
¿Gaviotas de Laponia?... ¿El larus argentatus
laponensis? preguntaba con absoluta seriedad Juan Manuel.
La verdad es que jamás he oído hablar de esa especie.
Bueno, ustedes saben, en cuestiones de ornitología soy por
completo un lego
¿Estás segura de que se llama
gaviota de Laponia? Mis libros de consulta son muy elementales y
no la registran. Deberé consultar algo más técnico.
El grito de los cuervos se parece a veces al llanto de un
niño; otras, las más, al grito de un ahorcado.
Luego nos olvidábamos de los pájaros y sin la menor
transición comenzábamos a divagar sobre la sacra,
misteriosa y opulenta ciudad de Samarcanda. Sobre su historia, su
arquitectura, su cultura. Lo que en realidad importaba era que ella
no hablase, mantenerla en silencio el mayor tiempo posible.
No tiene la gracia ni el prestigio cultural de Bujara admitimos
pocos días antes de que emprendiera el viaje. Bujara
es la ciudad de Avicena, Samarcanda la de Tamerlán y Gengis
Kan. Ésa es la diferencia, y es enorme, ¿te das cuenta?
II
Tengo la seguridad de que cuando estuve por primera vez en Varsovia
mi ignorancia sobre Bujara era absoluta. Quizás hubiera percibido
vagamente su nombre en alguna novela. ¿Existe tal vez un
hechicero de Bujara en Las mil y una noches? Es posible
que hubiera visto por descuido el nombre en la vitrina de algún
negocio de alfombras. Pero desde el día en que Issa apareció
con sus folletos de viaje, Juan Manuel y yo nos entregamos, cada
quien por su cuenta, a rastrear todos los datos que teníamos
a nuestro alcance sobre las ciudades uzbecas del Asia Central para
imprimirle mayor verosimilitud a los relatos.
Apenas unas semanas atrás, poco antes de emprender el viaje
a esa región, oí a un teósofo mexicano de paso
por Moscú decir que Bujara era uno de los ombligos del Universo,
uno de los puntos (creo que hablaba de siete) en que la tierra logra
establecer contacto con el cielo. No sé qué haya de
cierto en ello, pero cuando a la hora del crepúsculo llegué
a la ciudad y percibí la configuración cóncava
de la bóveda celeste llegué a sentirme en el centro
del mismo planeta. Posiblemente todo ello influyó para que,
al trasponer las murallas que rodean la ciudad antigua, la sensación
de imantación y magia que desprendía fuera más
poderosa: llegaba al zoco, a la kasbah, a los inextricables barrios
de la judería con el mismo total asombro que la frecuentación
de algunos libros o de ciertas películas me produjo en la
infancia.
El corazón de Bujara parece no haber conocido ningún
cambio en los ocho siglos últimos. Caminé con Dolores
y Kyrim por ese laberinto de callejuelas que con dificultad admiten
el tránsito de dos personas a la vez. Estrechísimos
senderos que sorpresivamente desembocan en amplias plazas donde
se yerguen las mezquitas de Poi-Kalyan, de Bala-i Jaúz, el
Mausoleo de los Samánidas y el de Chashma-Ayb, el espigado
y hercúleo minarete de Kalyan, los restos del antiguo bazar.
A cierta hora, avanzada la noche, el viajero deambula por callejones
desiertos (flanqueados por casas de un piso o excepcionalmente de
dos, sin ventanas, en cuyas puertas de madera labrada cada centímetro
está trabajado, distintas todas entre sí pues cada
una narra de algún modo la historia y señala la estirpe
de la familia que la habita, renovadas cada ciento cincuenta o doscientos
años con las mismas grecas, leyendas y signos que ostentaban
en el siglo XVIII, en el XV, o en el XII) y oye como procedente
de otras épocas el eco de sus propios pasos.
Contemplo las postales que compré en Bujara. Lo cierto es
que no reconozco del todo esos lugares; pude o no haber estado en
ellos. Me deslumbra, sin duda, saber que conocí las maravillas
que cual hábil tallador barajo ante mis ojos; apenas logro
reproducir la ciudad; recuerdo sobre todo el ruido de mis pasos,
las conversaciones con Dolores y Kyrim, el aire de embriaguez, de
deleite que me invadió cada vez que una de esas callejuelas
se abría para dar paso a las suaves formas de un mausoleo;
recuerdo la música del Islam que se filtraba por algunas
ventanas, también ella posiblemente muy poco transformada
desde que los antepasados de los actuales moradores erigieron ese
centro religioso de pronto convertido en un emporio comercial donde
confluían caravanas de los distintos confines del Turquestán,
y de más lejos aún: de la China, de Bizancio, de la
Rusia incipiente; se entendían por señas, emitían
palabras que sólo unos cuantos comprendían, desplegaban
entre las arcadas del bazar y en los lugares adyacentes sus mercaderías,
mostraban dinero, cordeles anudados, canjeaban, en una serie de
tianguis complicadísimos, canutos de polvo de oro y trozos
de plata; las monedas de Toledo se confundían con las acuñadas
en Creta, en Constantinopla, con las del Oriente entero. Después
de caminar una noche por Bujara, los fastos de Samarcanda, conocidos
al día siguiente, ¡tanto oro, tanto esplendor, tal
extensión de muros, tal altura de cúpulas!, me parecieron
en comparación cosa de nuevos ricos, un raro sueño
de grandeza que preludiaba a cierto Hollywood. ¡Como si Tamerlán
hubiera intuido la posterior existencia de Griffith o de De Mille
y se divirtiera en mostrarles el camino!
¡Pero no todo fue silencio y quietud en la noche de Bujara!
Se iniciaba el mes de noviembre. Finalizaba en el Uzbekistán
la cosecha de algodón y en sus ricas ciudades se celebraban
las bodas. Hubo un momento en que Bujara se hundió en el
estruendo y la locura. Y fue entonces, al contemplar una de las
procesiones nupciales, cuando debí sentir el aleteo, su primer
roce, sin lograr siquiera precisarlo, de una historia ocurrida veinte
años atrás cuando Juan Manuel y yo conversábamos
en Varsovia con una pintora italiana, una mujer más bien
detestable, y le sugeríamos viajar a Samarcanda. Ahora advierto
que debió ser Bujara la ciudad que teníamos que recomendarle;
todo lo que entonces inventábamos para animarla se me antoja
posible en Bujara. Cuando le hablábamos de Samarcanda lo
que de alguna manera se bosquejaba en nuestra imaginación
era la otra ciudad.
Mientras recorríamos callejones en nuestro intento de llegar
al centro de la ciudad, el verdadero ombligo del Universo al que
seguramente se refería el teósofo, Kyrim contaba con
fruición historias atroces oídas en casa de amigos
de su padres; con toda seguridad esos relatos se vienen transmitiendo
de generación en generación y así pasarán
a los siglos por venir; tratan de crímenes espeluznantes,
de cadáveres descuartizados de modo complicadísimo.
La fruición del narrador revela esa crueldad que posee en
los más insólitos momentos a las tribus del desierto;
pero, como los de Las mil y una noches, tales relatos carecen de
sangre real, son una especie de metáforas de la fatalidad,
de las cuitas y fortunas que integran el destino humano (¡porque
Alah será siempre el más sabio!) y en vez de empavorecernos
nos crean una especie de soltura, de reposo.
No es difícil que cuando Issa, la pintora italiana, hizo
el viaje al Asia Central haya conocido Bujara. Es posible que haya
contraído allí la enfermedad que le arrebató
la razón y de cuyos detalles nunca logramos enterarnos del
todo.
III
Le contábamos historias cuya extravagancia las más
de las veces la exasperaba, aunque algunas la divertían.
Le hacíamos olvidar sus estúpidos conflictos sentimentales
con Roberto, el estudiante venezolano de quien inexplicablemente
se había hecho amante. Una cosa era que se acostase con él
y otra que lo llevara a todas partes, le hiciera decir sus estupideces
y aun se las celebrara. Pero si ya eso era absurdo, más lo
era que Roberto respondiera a tal pasión. Aquella mujer neurótica,
amarga y rapaz no tenía la menor relación con las
jóvenes rubias de carita redonda con quienes se le veía
siempre: las alegres meseras de una cervecería situada no
lejos de la Plac Konstitucij.
Cuando Juan Manuel vino a Varsovia nos reuníamos a conversar
en el pequeño café interior del hotel Bristol. Hubo
un momento, después de conocer a la pintora, en que casi
dejamos de frecuentarlo; Issa bebía demasiado, hablaba demasiado;
lo único que le interesaba era contar su vida, repasar sus
glorias pasadas (¡que suponíamos falsas!) y en determinado
momento hacernos escuchar la retahíla innumerable de agravios
que guardaba contra Roberto, el cual prometía pasarla a recoger
y casi siempre la dejaba plantada.
Antes de tratarla, la había visto algunas noches cenar en
el restaurante del Bristol. Siempre sola. Con un aire desolado y
a la vez cargado de desprecio hacia el mundo circundante. Fui enterándome
al azar de ciertas circunstancias. Era una mujer muy rica. Estaba
emparentada con grandes industriales del norte de Italia. Pintaba.
O más bien había pintado en tiempos pasados; había
expuesto en varias galerías importantes de Europa (lo que
le había costado una fortuna). No se sabía con exactitud
qué hacía en Polonia. Al parecer había llegado
en persecución de un amante varsoviano; luego había
continuado en el país por inercia. Tal vez temía volver
al seno de la familia y a su ciudad cargada de fracasos y esperaba
que el reconocimiento a su obra ocurriera por milagro. Un día
la encontré sentada con Roberto, a quien yo conocía
vagamente. El venezolano se levantó a saludarme con una afabilidad
que debió parecerme sospechosa. Me llevó a la mesa
y me presentó a su amiga. Anunció que debía
salir por unos minutos y nos dejó solos. Esperamos hasta
que el restaurante cerró, pero él no pasó a
buscarla. A partir de ese momento no logré quitármela
de encima. Me convirtió contra mi voluntad en su confidente,
en su auditorio. El cansancio que me producía era de lo más
agobiante.
Los celos comenzaron a perturbarla de modo alarmante. Lloraba en
público, hacía escenas. Un día se presentó
con aire menos tétrico que de costumbre y nos anunció
que estaba decidida a curarse de ese amor que le daba tan pocas
satisfacciones. Consideraba que la mejor manera era poner la distancia
de por medio. No, no creía que hubiese llegado el momento
de volver a Italia; se trataba de viajar, de conocer nuevos lugares,
y ese día, al pasar por la oficina de la Wagons Lit no había
podido contenerse. Había reservado un boleto para sumarse
a una excursión que recorrería Moscú, Kiev
y Leningrado. Llegó con unos cuantos folletos turísticos
en la mano. Volaría a Moscú en unas tres semanas.
Explicó que no trabajaba bien, que se había empeñado
en un gran óleo que podía ser su obra maestra, pero
que la desgana la había vencido de repente, la estrechez
de su estudio la ahogaba; además, la grosería de Roberto,
quien se había ido a las montañas sin tomarse siquiera
la molestia de avisárselo, salvo en el último momento
y eso por teléfono, la había abatido más de
lo que hubiera podido imaginar. Cuando regresara no la encontraría
en Varsovia; estaría en la estepa. El viaje iba a ayudarla
a recobrar la energía necesaria para romper con aquel patán
y volver a trabajar con el rigor al que decía estar acostumbrada.
Juan Manuel comenzó a hojear uno de los prospectos turísticos:
anunciaba el itinerario que Issa había elegido y otro que
incluía varias ciudades más, entre ellas Samarcanda.
A toda página, en color, se veía una foto del conjunto
de Registán.
¿Y eres capaz de no haber elegido esta ruta?
exclamó, después de leer unos párrafos
del folleto. ¿Por falta de dinero o de curiosidad?
¿Sabes si tendrás acaso otra oportunidad de viajar
a esos lugares? ¡Piénsalo un poco! ¿Sabías
que Samarcanda es contemporánea de Babilonia? ¡La única
ciudad de su tiempo que se mantiene hasta el día de hoy habitada!
Samarcanda es un lugar donde ocurren cosas extrañas. ¿Te
acuerdas de Feri, el pianista húngaro que vivía el
año pasado en Dziekanka? Fue a pasar las vacaciones de verano
con unos compañeros suyos originarios de aquellas regiones.
A su regreso contó cosas alucinantes.
Comenzamos a hacer uso de toda la utilería que yace en nuestros
desvanes cuando tratamos de referirnos a ese tipo de sitios, mezcla
de lugares comunes, de visiones fáciles, de imprecisiones
que confunden el Cáucaso con Bizancio, Bagdad con Damasco,
el Cercano con el Lejano Oriente, y a hablar de príncipes
yakutios y samoyedos, de ritos bárbaros y refinamientos atroces
que tenían por escenario Samarcanda y por informador y protagonista
al joven Feri, el cual había vivido experiencias extraordinarias
desde el momento en que bajó del tren y descubrió
que los amigos que debían recibirlo, sus viejos compañeros
del conservatorio de Budapest, no estaban en el andén; en
cambio, un anciano y un joven de bigote espeso con capas de cuello
de astrakán, gorros de la misma piel y botas de cuero negro
hasta las rodillas, parecían estudiarlo con detenimiento
como si trataran de reconocerlo, de identificarlo. Feri pensó
que podrían ser familiares de sus amigos que por alguna causa
imprevista los sustituían en el recibimiento, se les acercó
y les preguntó en un ruso bastante rudimentario si habían
ido a esperarlo; les aclaró que era Feri Nagy, y dio el nombre
de los jóvenes que estudiaron con él en Budapest.
Le contestaron afirmativamente en ruso; luego mantuvieron entre
sí un diálogo escueto, que a él le pareció
excesivamente formal, en su lengua. El más joven tomó
la maleta y con gesto ceremonioso lo invitó a seguirlos.
Feri dijo que se internaron en la ciudad asiática,
un verdadero zoco de callejones estrechos, murallas truncas, puertas
regiamente labradas que dejaban vislumbrar patios interiores poblados
de granados, de rosales y de muchedumbres infantiles capaces de
producir una alharaca casi tan ensordecedora como las de los cuervos
que después vio todos los crepúsculos en los jardines
de la ciudad. Los niños se asomaban a las puertas, gordos
y cabezones, emitían sonidos extraños en su idioma
como advirtiéndole que debía regresar, que aún
estaba a tiempo de volver a la estación y tomar el primer
tren que lo alejara de Samarcanda. Según dijo, el sonido
se parecía a una frase que en húngaro significa: ¡Vuelve
a tu casa, Satán!.
Uno de nosotros describió la casa donde llegaron, en nada
diferente a las demás. En una esquina, un muro ciego y una
puerta; en un segundo piso, una mínima ventana defendida
con barrotes de hierro. Entraron, cruzaron el patio, sembrado también
de rosales y granados y sólo diferente a los demás
por la carencia de niños. El viejo y el joven de abrigos
de cuellos de astrakán caminaban muy erguidos, y con idéntica
marcialidad de movimientos subieron por una estrecha escalera que
conducía a una terraza. Cruzaron esa terraza hasta llegar
a un cuarto muy simple, casi monacal, cuyo mobiliario consistía
sólo en una cama angosta y una pequeña mesa con una
jofaina. El anciano dio una o dos palmadas y lanzó una andanada
de gritos destemplados que en nada se conciliaban con la severidad
de sus maneras. Apareció una joven con un cántaro
de agua y llenó el recipiente. A Feri siempre le había
resultado molesto asearse en presencia de terceros, pero no tuvo
más remedio que quitarse la camisa y lavarse cara, cuello
y brazos frente a los dos hombres que, parados en la puerta de la
habitación, habían tomado una actitud más de
custodios que de anfitriones. Sacó de la maleta una camisa
y estaba a punto de vestirse cuando volvió a entrar la joven
con una chilaba árabe y por indicaciones del viejo que eran
casi órdenes no le quedó otro remedio que ponérsela.
Se sentía de lo más ridículo. ¿Tú
conociste a Feri? volvió a preguntar Juan Manuel.
¿No? Era un muchacho muy joven, muy tímido, incapaz
de oponer resistencia alguna. Me lo puedo imaginar muy bien en esa
situación, obedeciendo toda orden que le dieran sin siquiera
discutirla. Porque, además, ¿en qué lengua
podía responder? Cada vez que intentaba decir algo en ruso
le respondían que sí, que cómo no, que desde
luego, pero continuaban hablando entre sí en aquel idioma
del que no comprendía una sola palabra.
Luego pasaron al salón. Un joven de su edad, vestido a la
europea al grado de que cualquiera lo hubiera confundido con un
muchacho de la Europa meridional, alguien de Palermo o de Atenas,
por ejemplo, le dio la bienvenida y lo llevó a sentarse al
lado de la princesa.
¿Qué princesa? preguntó al fin
con un asomo de interés la italiana.
Le tuvieron que explicar que Feri había ido a parar a casa
de una familia de nobles circasianos.
En Samarcanda se encuentran aún descendientes de algunas
de las familias más antiguas del mundo.
Estaban sentados en alfombras entre cerros de almohadones y cojines.
Todo en el salón era elegante y a la vez muy sucio. No se
trataba de una elegancia fácil, costaba trabajo detectarla,
saber en qué y dónde residía. Sólo quien
estuviera ya de vuelta de las cosas podía advertirla. El
mortal común sólo hubiera encontrado allí confusión,
suciedad y abigarramiento. La vieja princesa se cubría con
ricos brocados pero estaba descalza y el tufo que desprendía
su cuerpo era inenarrable: una mezcla de sudor, de pies sucios,
de ropa jamás lavada, de aceites rancios y perfumes vulgares.
Los hombres, en cambio, parecían muy limpios. El nieto era
el único vestido a la europea; los demás, mujeres
y hombres, estaban ataviados de la manera más estrafalaria
que cabe imaginar; casi todos tenían botas negras hasta las
rodillas, unos llevaban túnicas doradas, y otros chaquetas
y pantalones de cuero y de gamuza con gorros y cuellos de astrakán;
ellas, con pantalones bombachos apenas ocultos por túnicas
de colores muy vivos. El conjunto, según Feri, quien como
observador era pésimo, parecía la amplificación
de una miniatura persa.
¿Te dice a ti eso algo? interrumpí, dirigiéndome
a Issa. A mí, la verdad, nada. ¿Una miniatura
persa? ¿Qué querría decir? Las miniaturas persas
pueden ilustrar toda clase de situaciones, del harén a la
caza. Los húngaros, tú lo sabes, son asiáticos;
por eso nuestro querido Feri Nagy había comenzado a sentirse
como pez en el agua. No necesitaba las palabras para entenderse
con ellos. Nunca logró describir bien la reunión porque
para él en el fondo nada tenía de extraño.
Le resultaba tan natural como asistir a una comida de cumpleaños
en el Gellert de Budapest, sólo que la princesa, la vieja,
no le gustaba nada.
¿Pero dónde se había metido? ¿En
el bazar?
No has comprendido nada, porque en el fondo eres igual a Feri.
Les da lo mismo estar en un lado que en otro. Todo lo encuentran
natural. ¿Cómo iban a estar en el bazar? ¡Hemos
tratado durante horas de explicarte que se celebraba una reunión
en casa de unos príncipes circasianos!
Para empezar, estoy segura de que allá no existen casas
privadas ni príncipes de ninguna especie. A mí lo
que me parece es que el tal Feri lo único que ha hecho es
contarles mentiras de a kilo y que ustedes se las han creído.
Es posible. Pero te aseguro que las cicatrices no las inventó;
las vimos.
Sí, las vimos; y podemos añadir que no eran
cosa de juego. Bueno, vayamos por orden, comenzaron a pasar platos,
guisos de carnero, manojos de yerbas aromáticas y al mismo
tiempo, sin el menor orden, dulces de miel, de piñón,
de pistache, semillas picantes, tazones de sopa, y a acompañar
la comida con un aguardiente de durazno, según él
exquisito. Hasta cierto momento la vieja se mantuvo, a pesar de
estar a su lado, muy distante de él, lo trataba con arrogancia,
con desprecio, como a un advenedizo introducido en sus salones quién
sabe en gracia de qué trucos, pero a la segunda o tercera
copa comenzó a sonreírle, a decirle frases incomprensibles,
a pasarle dulces con sus dedos regordetes de uñas de un negror
evidentemente perpetuo. El joven vestido a la europea no comió:
tocaba en un rincón un tamborcillo con ritmo monótono
y entonaba una canción oriental muy lánguida, muy
suave; su rostro adquiría por momentos una expresión
casi femenina. A mí, aquella comida, aquellas mezclas de
grasas con miel no me habría producido sino náuseas;
Feri, en cambio, estaba encantado. Todos se fueron acercando a él,
rodeándolo, sonriéndole, sirviéndole copa tras
copa de aguardiente, pasándole costillas de cordero o dulces
con la mano, metiéndole dátiles en la boca. ¡Feri
es un caso! Estaba ya perfectamente familiarizado con el hedor que
al principio tanto le había disgustado, y no sólo
eso, lo aspiraba con fruición, como si fuera un complemento
a la miel de los dulces y al aroma del aguardiente. Sí, en
un momento sintió haber llegado a la tierra prometida; quiso
ponerse de pie y hacer un brindis, pero descubrió que las
piernas apenas lo obedecían. La torpeza de Feri es proverbial,
y para beber, no sabes, es malísimo. Volvió a sentarse
apresuradamente para cubrir sus deficiencias. Los demás estaban
ya para esa hora amontonados en torno suyo, sonrientes, anhelantes,
en espera de sus palabras, de sus gestos. En todos los rostros,
por los cuellos abiertos, corría en abundancia el sudor.
Sólo una muchacha, la misma que le había llevado el
agua y la chilaba al pequeño dormitorio, se retiró
en ese momento a otra esquina del salón y comenzó
a musitar entre dientes una melodía que hacía contrapunto
a la de su compañero, el muchacho vestido a la europea. Los
rasgos de la pareja de músicos eran severos, ausentes, como
si ambos estuvieran en trance, en comparación con los demás
miembros de la familia, quienes soltaban estruendosas carcajadas
para callar de repente; no cabe duda que esperaban que algo ocurriera;
los ojos les brillaban, les brillaban los dientes. Feri no había
visto dentaduras más blancas y relucientes en su vida. Incapacitado,
pues, para levantarse, sacó el pecho hacia delante, extendió
un brazo, levantó la copa y brindó por el amor, por
el canto de los ruiseñores, por la amistad, por el color
de la granada, por el encuentro de esa tarde. Su voz, ¿lo
oíste alguna vez? ¡Qué lástima! ¡Me
parece casi imposible que no lo conocieras! Feri era el rey de Dziekanka;
un muchacho de voz realmente armoniosa, una voz grave de barítono
muy bien cultivada. Cuando hablaba en húngaro parecía
que cantaba. Eran por lo visto las palabras que esperaban los príncipes.
Apenas se calló, los tambores resonaron con frenesí
y el resto de la concurrencia lanzó un grito salvaje, aunque
más bien el adjetivo a emplear no sea salvaje sino antiguo,
se trataba de un aullido arcaico. Una mano le alcanzó otra
copa, sin duda alguna la vieja, quien aprovechó el momento
para emitir una risa procaz y acariciarle una mejilla con sus manos
callosas y sucias. Fue lo último que recordó de esa
noche. Cuando despertó estaba desnudo en el angosto catre
del cuarto donde había sido introducido al llegar. Creyó
que iba a morir. Le dolía el cuerpo de manera terrible; no
todo, porque había partes, las piernas, por ejemplo, que
no le transmitían ninguna sensación. Por un instante
pensó con pavor que le habían sido amputadas. Con
dificultades movió un brazo y se palpó los muslos:
estaban en su sitio. Incorporó un poco la cabeza y pudo ver
su cuerpo entero, manchado como si hubieran derramado un cubo de
tintura de granada sobre él. No le costó demasiado
esfuerzo enterarse de que las manchas eran costras de sangre renegrida,
que tenía el cuerpo horriblemente lastimado, que algunas
de las heridas, hechas por lo visto varios días atrás,
presentaban un aspecto nada tranquilizador, que seguramente habían
pasado ya varios días desde que le fueron infligidas y estaban
a punto de infectarse. Se incorporó como pudo. Se cubrió
el cuerpo con una sábana. No tuvo fuerzas para vestirse.
Bajó las escaleras, cruzó el patio, a esa hora desierto,
y alcanzó la calle. Amanecía. Caminó unas cuantas
cuadras. Algunas ventanas comenzaban a iluminarse. Oyó pasos
cerca de él. Hizo un último esfuerzo y gritó
con todo el vigor de que fue capaz; luego cayó sin sentido.
Despertó en el hospital; no logró precisar si pasaron
horas o días después de su desmayo. Su única
diversión, ¡si aquello podía llamársele
diversión!, mientras le cicatrizaban las heridas, no tan
graves a pesar del aspecto exterior, aunque las de las ingles sí
muy dolorosas, consistía en asomarse por la tarde a un balcón,
ver la puesta de sol y observar la llegada sorpresiva de las cigüeñas
del desierto a hacer su cosecha de cuervos. Cuando lo dieron de
alta buscó con desesperación la casa del festín,
sin lograr localizarla. Fue varias veces a la estación a
la hora de la llegada de los trenes con la esperanza de que el azar
volviera a enfrentarlo con sus anfitriones, pero éstos nunca
aparecieron. Feri es así, completamente oriental: había
encontrado su pequeño cielo y no quería perderlo.
Al fin lo obligaron a abandonar la ciudad, regresó a Varsovia.
Vivía ya en otro mundo. No quiso continuar los estudios.
Hablaba de elíxires, de placeres que nosotros nunca comprenderíamos,
y como nadie le hacía caso terminó por volver a su
país. Perdió interés en el piano, según
dicen, y es una pena porque era en verdad un muchacho muy dotado.
No me cabe duda de que el tal Feri no ha hecho sino divertirse
a costa de ustedes. A mí no se habría atrevido a contarme
toda esa sarta de disparates.
Tal vez; ustedes los europeos se orientan mejor en estas cosas.
De cualquier modo, sea lo que sea la gente, el mero hecho de ver
los monumentos vale la pena. ¡Piensa en los bazares, en los
tejidos! ¡En fin, se trata de percibir otro continente!
Tal vez valga la pena.
Y un día nos anunció que había cambiado su
boleto, que saldría dentro de tres o cuatro días,
y que al regreso nos contaría sus experiencias en Samarcanda.
Nunca llegamos a conocerlas.
IV
En una ocasión Juan Manuel me hizo leer un texto de Jan Kott:
Breve tratado de erotismo. Lo busco en mi estantería de literatura
polaca y encuentro en la edición inglesa la cita en que pensaba
al día siguiente de nuestro recorrido nocturno por Bujara
cuando nos preparábamos a volar a Samarcanda. Recordaba con
Kyrim y Dolores las ceremonias de la boda. Intento traducir: En
la oscuridad el cuerpo estalla en fragmentos, que se convierten
en objetos separados. Existen por sí mismos. Sólo
el tacto logra que existan para mí. El tacto es limitado.
A diferencia de la vista, no abarca la persona completa. El tacto
es invariablemente fragmentario: divide las cosas. Un cuerpo conocido
a través del tacto no es nunca una entidad; es, si acaso,
una suma de fragmentos.
Había tratado de recordar esa cita al salir de Bujara y al
leerla me agradó comprobar que no había equivocado
el sentido. Estábamos en el aeropuerto en una sala de espera
al aire libre. Bajo el emparrado había una serie de pequeñas
mesitas y bancas de madera dispersas en un amplio jardín.
Un grupo de turistas alemanes llenaba el lugar. Todos eran viejos.
El infantil color de rosa de los rostros masculinos transparentaba
en la nariz y hacia las sienes una red de venas diminutas y de vasos
sanguíneos; las piernas robustas de las mujeres semejantes
a las sotas de la baraja española repetían ese mismo
tejido venoso pero los nudos violáceos que formaban tenían
un aspecto mucho menos inocente. Había quienes se tendían
en las bancas esa mañana de comienzos de noviembre para recibir
los últimos rayos del sol del año. Aquel escenario
de parras, rosales y turistas tendidos al sol creaba la atmósfera
más distante que pudiera asociarse a un aeropuerto. Todo
allí negaba la idea de que, dentro de treinta minutos, Dolores,
Kyrim y yo estaríamos a bordo de un aparato que en menos
de una hora nos depositaría junto con la horda rubia en Samarcanda.
Me molestó de golpe la intromisión de aquellos hombres
y mujeres posiblemente de la Bundes Republik. Todo en ellos, las
risas ruidosas, las voces detonantes, la torpeza de movimientos,
me pareció vulgar y por ello repelente. Mil quinientos años
atrás, cuando ya Bujara existía como ciudad, los antepasados
de aquellos intrusos desgarraban con los dientes los ciervos que
abrigaban sus bosques. No obstante la calidad de la ropa, las costosas
cámaras fotográficas, el evidente deseo de marcar
una superioridad, sus gestos y modales, comparados con los de los
locales, implicaban una novedad en la historia, algo estrafalario
y profundamente chillón.
Me acometió una racha ciega de mal humor. No fue sólo
que la presencia de extraños mancillara la ciudad; al fin
de cuentas yo era uno de ellos aunque tratara de afirmarme en la
idea de que también los mexicanos éramos en el fondo
asiáticos. Lo que más me irritaba era que en el recuento
que hacía con mis dos compañeros de viaje, Kyrim y
Dolores, los hechos memorables de la noche anterior, las ceremonias
nupciales que habíamos presenciado, se me hubieran borrado
datos esenciales que sólo reconstruía, y eso precisamente
al escuchar la narración que ellos hacían. Traté
de oír nuevamente los gritos, los tambores, traté
de visualizar los saltos y cabriolas de los jóvenes, el color
de una chaqueta de un rojo destemplado, los pasos enloquecidos casi
paródicos de una danza, los ojos brillantes por una ebriedad
producto no sólo del alcohol sino de una excitación
compartida multitudinariamente; vi una túnica de brocado
dorado que contrastaba con los jeans y las chaquetas modernas de
la mayoría de los celebrantes. Pero se me escapaba el fuego,
la gran hoguera, que seguramente significaba, pensé al oír
el relato de mis amigos, una prueba de purificación y de
vigor. Kyrim, quien había pasado buena parte de su vida en
Tachkent y era de los tres el único conocedor de la región,
nos aclaró que aquellas ceremonias no tenían nada
que ver con el Islam sino que se remontaban a etapas históricas
anteriores; eran reminiscencias del periodo en que la región
conoció el auge del culto de Zoroastro.
Habíamos dejado atrás la ciudad vieja. Caminábamos
de vuelta al hotel por una amplia avenida y decidimos sentarnos
a descansar en una banca. Comenté que nada me gustaría
tanto como asistir esa noche a una función de teatro; sería
la manera, al contemplar a los espectadores y observar sus reacciones
ante el espectáculo, de tener una vislumbre del tejido social
de Bujara. Ver cómo entraba el público, dónde
se sentaba, cómo se vestía, en qué sección
predominaban los adultos, en cuál los jóvenes, por
qué y de qué manera reían, cuál era
la intensidad de los aplausos. En otras partes lo había hecho:
había visto una ópera turcmena en Azhjabad, una obra
pueril y conmovedora que se llamaba Aína, y un drama muy
parecido al As I lay dying, de Faulkner, escrito por un autor siberiano
contemporáneo, en un teatro de Irkusk. No se me antojaba
ver nada de teatro uzbeko, ni tadzhico, ni ruso en Bujara. ¡Pero
cómo me hubiese gustado conocer las reacciones del público
ante lo que le fuera más lejano, más ajeno, La viuda
alegre, por ejemplo; la espuma degradada y maravillosamente banalizada
de los ritos! ¡Coincidir con una gira del teatro de opereta
de Tachkent, de Duzhambé o de Moscú había resultado
una experiencia paradisiaca!
De pronto se oyó a lo lejos un estruendo, un súbito
aullido, un redoble de tambores seguido de un silencio impresionante.
Suspendimos la conversación. A lo lejos, saliendo de una
de las barbacanas que dan paso a la ciudad amurallada, apareció
un grupo de gente iluminado por antorchas. De pronto la multitud
estaba ya frente a nosotros. Dos muchachos y un viejo precedían
la procesión; tras ellos un grupo de tambores y dos o tres
trompetas de dimensiones descomunales; y más atrás
aún, una muchedumbre abigarrada de unas doscientas a doscientas
cincuenta personas daban pequeños saltos en un mismo lugar
como si rebotaran sobre el pavimento. Los rostros y ademanes de
los danzantes eran muy sobrios, casi inexpresivos; luego echaron
a correr durante un buen trecho. Nos pusimos de pie y fuimos siguiendo
el desfile. Los tres bailarines (siempre un viejo y dos jóvenes)
que dirigían la marcha se turnaban; bailaban frenéticamente,
se bamboleaban en el aire, torsaban el cuerpo como si estuvieran
a punto de caer para volver a levantarse antes de tocar el suelo,
restableciendo un equilibrio perfecto. Después de unos cien
metros, repito, se incorporaban a la muchedumbre y otro nuevo trío
emergía de ella para desempeñar el papel de solistas.
Por momentos la procesión marchaba con gran rapidez; en otros,
se arrastraba a paso lento, según el ritmo que impartieran
las trompetas. Luego redoblaban los tambores y la masa humana parecía
por un momento inmovilizarse, daba saltos sobre un mismo lugar,
sin emitir voces, con las caras casi transfiguradas por el éxtasis.
Cuando recomenzaban a tocar las inmensas trompetas la multitud emitía
una especie de rugido extraño, algo bestialmente primario,
un eco desprendido de la etapa iniciática del hombre, y entonces
todo el mundo avanzaba a la carrera, sin perder jamás el
ritmo de danza, para volver a detenerse, escuchar los tambores y
en fin repetir una y otra vez todo el ritual. Sólo los solistas,
bailarines y acróbatas, que abrían el cortejo, danzaban
sin cesar, tanto en los momentos de tregua como en los de avance.
Los seguimos un poco, caminando a su lado por la acera, atónitos,
sorprendidos, alucinados.
Kyrim propuso como último paseo de esa noche visitar un parque
donde se hallaban las antiguas tumbas de los Samánidas. Atravesamos
un bosquecillo de abedules. A lo lejos se oía el estruendo
de la manifestación, mezclado a la música uzbeca o
turcmena procedente de algunos radios. A nuestro alrededor no había
nadie. Éramos los únicos paseantes en aquel bosque.
La oscuridad hacía invisibles las tumbas. Las historias de
degüellos y mutilaciones contadas poco antes por Kyrim en las
callejuelas de la ciudad vieja comenzaron a pesar ominosamente sobre
nosotros. Al salir del parque volvimos a oír el estruendo
y a ver a lo lejos a la multitud. El grupo, al parecer, ya no avanzaba.
Un resplandor iluminaba una construcción baja, más
amplia que las demás, igualmente ciega al exterior, frente
a cuya puerta se arremolinaba un grupo mucho más numeroso
del que habíamos visto desfilar.
Caminamos hasta allá. El grupo efectivamente ya no avanzaba:
saltaba y gritaba con frenesí descomunal alrededor de lo
que al día siguiente Dolores y Kyrim me hicieron recordar
era una hoguera. No logro explicarme cómo había podido
olvidar en sólo unas cuantas horas todo lo referente a esa
pira que constituía el elemento central de la escena. Podía
recordar, en cambio, como si estuvieran aún ante mis ojos,
la intensidad de algunas miradas ebrias, los saltos y cabriolas,
un fragmento de una túnica de brocado de oro, una chaqueta
escarlata, el ritmo monocorde del tambor, los gritos, la expresión
del joven novio, a quien tomaban por los brazos y sacudían
al son de la danza, la plácida cara de algunas mujeres que
se asomaban desde el patio donde seguramente velaban la pureza de
la novia. Habíamos vuelto al comienzo de los tiempos. Una
intensidad desconocida me devolvía a la tierra. Hubiera querido
saltar con los nativos, vociferar como ellos. Cuando Dolores y Kyrim
me hablaron de la gran fogata donde la muchedumbre aullante hizo
saltar varias veces al novio, me extrañó la parcialidad
de mi visión. ¿Cómo podía haber olvidado
el fuego, no reparar en él cuando era el elemento fundamental
de la fiesta?
Igual que en el tratado de Jan Kott sobre el erotismo, la fragmentación
de la visión podía aplicarse a todo tipo de experiencia
sensorial intensa. Como aprehendido por el tacto, el mundo se disgrega,
los elementos se separan, se desencadenan y sólo son perceptibles
uno o dos detalles que por su vigor anulan el resto. ¿Por
qué, por ejemplo, un trozo de brocado rojo bajo una cara
monstruosa? ¿O cierto turbante de una suciedad sebosa y no
la hoguera que aún ahora no logro reconstruir con precisión?
Luego, y eso sí lo recordé muy bien, el joven desposado
entró por la puerta bajo una doble hilera de hachones ardientes
que formaban el techo del universo y era entregado a las mujeres
que lo conducirían hasta la desposada. Tan pronto como el
cortejo entró en la casa, los gritos y el ruido de tambores
y trompetas cesaron, y se oyó una música lánguida,
ondulante; era el salto del hombre de la selva a los refinamientos
del Islam. Por razones que no tiene caso relatar, no aceptamos la
invitación que nos hicieron unos jóvenes para participar
en los festejos; para mí lo importante ya había ocurrido.
Y fue en el aeropuerto de Bujara (mientras esperábamos el
avión que debía llevarnos a Samarcanda y se hablaba
del fuego y yo me angustiaba por haberlo olvidado) cuando comenzaron
a surgir los viejos recuerdos que habían estado tratando
de afluir desde la noche anterior: los años de estudiante
en Varsovia, las inolvidables conversaciones con Juan Manuel en
el café de Bristol, las incitaciones a aquella pintora fastidiosa,
prepotente y ridícula de quien todo el mundo huía
como de la peste, para que extendiera su viaje por el país
soviético hasta el Asia Central, la inexistente aventura
de Feri y, sobre todo, una inmensa nostalgia por la juventud perdida.
Volvió a recrudecer mi odio a la manada de turistas que absorbían
el sol y a sentir por un instante un mínimo relámpago
de intranquilidad ante la posible participación en la historia
de aquel viaje de la italiana a esa misma región efectuado
veinte años atrás.
No tuvimos ninguna culpa; nada puede hacerme sentir responsable
dije, y vi que mis compañeros se me quedaban mirando
sin saber de qué hablaba.
V
¿De qué podíamos sentirnos culpables? ¿De
que poco a poco Issa se fuera entusiasmando con lo que le decíamos
sobre el exotismo de los lugares que más tarde visitaría,
de los vestigios artísticos del pasado que poco después
iba a conocer, de las pintorescas costumbres y el paisaje distinto
que le iba a ser dado presenciar? Porque era imposible que de verdad
creyera la historia de Feri, el joven pianista húngaro inventado
para distraerla, para entontecerla, para librarnos al menos por
un rato de sus lamentos, de la lista de agravios que hacía
en ausencia de Roberto, su amante infiel, quien a esas horas, las
que pasábamos charlando en el café, estaría
bailando con alguna de las meseras cuyas emanaciones de sudor y
cerveza tanto parecían atraerlo. ¿Culpa alguna? Sería
absurdo pensarlo. Ni siquiera entonces me pasó tal idea por
la mente.
El viaje de la pintora tenía una duración de tres
semanas. Fue un descanso saberse libres de ella. Terminadas las
vacaciones, Juan Manuel volvió a Lodz a seguir sus cursos
y yo acepté una invitación para pasar una temporada
en Przemysl, una pequeña ciudad eclesiástica del sureste
polaco, donde la soledad me permitió hacer y rehacer los
relatos de un libro que pensaba editar a mi regreso a México.
De repente había comenzado a tomar en serio la literatura.
Creía ingenuamente que en adelante podría dedicarme
casi en exclusividad a ella. Uno de los cuentos, de corte vagamente
gótico, se inspiraba un poco en la figura de la pintora italiana;
comencé por imaginármela encerrada en una casa del
lugar. El tema era muy simple y al tratarlo intentaba explicarme
algo que por lo general me deja atónito cuando la realidad
me lo presenta: la pasión de ciertas mujeres por hombres
repugnantes. La protagonista de ese pequeño relato, una artista
italiana que pasa una temporada en Varsovia, conoce a un individuo
de origen polaco (podía ser un australiano o un americano),
un tipo muy primitivo moral e intelectualmente, con una sensibilidad
nula, sin familia en Polonia pero decidido a residir en Przemysl,
la ciudad de sus antepasados.
El narrador, que ha conocido a la protagonista en una etapa anterior,
la encuentra por azar en un restaurante de la plaza del mercado
viejo, acompañada por un hombre ya entrado en años
cuya enorme cabeza calva no guardaba ninguna proporción con
su cuerpo insignificante. Se sienta con ellos a la mesa. El tipejo
no deja hablar a nadie. Cuenta anécdotas de vulgaridad escalofriante,
dice una sarta de estupideces sobre todo tema posible y sin cesar
se mofa de lo que considera pretensiones intelectuales de su amiga.
Las pocas palabras que ella logra insertar en la conversación
son recibidas con comentarios y risotadas groseras de aquel energúmeno
cuya calva descomunal enrojece en esos momentos y se baña
en un sudor espeso.
El narrador se levanta minutos después asqueado de la pareja.
Más repugnante casi que los modales de él le resulta
la sumisión de la mujer, la expresión devota con que
escucha las ordinarieces que él emite. Le asombra la disimilitud
moral y mental de aquel par y el perfecto equilibrio que al parecer
logran establecer.
Años después, al visitar Przemysl recuerda que es
la ciudad que su amiga mencionó como el futuro sitio de residencia.
Comienza por ociosidad, primero con desgana y luego con la curiosidad
más desbocada, a hacer averiguaciones sobre la pareja. Un
crimen ha tenido lugar. Nunca lograría conocer las causas.
El final, bastante macabro e inexplicable, quedaba en un mero juego
de conjeturas.
Al regresar de Przemysl le telefoneé a Juan Manuel y nos
pusimos de acuerdo para encontrarnos en Varsovia. Llegó cabizbajo
y malhumorado. Había vivido en esas semanas una historia
de amor con una estudiante de cine a quien un director famoso le
había encomendado un papel importante en su nueva película,
convirtiéndola de golpe en estrella. Pasaba su tiempo en
cafés y restaurantes en disquisiciones muy literarias sobre
la diferencia entre las reacciones de la mente y las del cuerpo
en los momentos en que el amor termina. Todo lo que se acepta racionalmente,
decía con la conciencia de que no estaba descubriendo ningún
Mediterráneo pero con absoluta convicción, encuentra
la refutación de los sentidos. Algunas veces nos extrañó
que Issa no se nos acercara para agobiarnos con sus impresiones
de viaje. De ninguna manera se nos ocurrió buscarla.
No fue sino hasta un viaje posterior de Juan Manuel cuando nos encontramos
a Roberto con una de sus alegres taberneras. Estaba un poco borracho.
Al principio no entendimos gran cosa de lo que hablaba; después
de hacerle repetir varias veces la historia fuimos atando cabos.
Issa había vuelto. Estaba en el hospital. Los médicos
le habían contado un relato muy raro. Parecía que
una madrugada había sido hallada en una de esas ciudades
asiáticas que había visitado, envuelta en una sábana
y con el cuerpo totalmente destrozado, como si una jauría
de animales la hubiera atacado y mordido; la verdad es que estaba
hecha una criba. La habían tenido que internar en una clínica
para curarle contusiones y heridas, luego la habían embarcado
en un avión y al llegar a Varsovia hubo que volver a meterla
en el hospital. Nadie entendía de qué hablaba. Introducía
frases muy raras en la conversación en quién sabe
qué lengua. Había ido a verla dos veces, pero Issa
no permitía que ni él ni nadie se acercara a su lecho.
La tenían casi todo el tiempo dormida a base de sedantes.
Habían llegado de Italia su madre y su sobrino para cuidarla
y llevársela tan pronto como se repusiera un poco. Lo que
más le fastidiaba era que la pintora le debía cerca
de cuatrocientos dólares por un abrigo de cuero que le compró
en Bulgaria y la familia ni siquiera le permitía hablar del
asunto. Eso le serviría de lección, repetía,
para no ser tan pendejo la próxima vez y conformarse con
el ganado local.
Eso fue todo. Nos dio cierta aprensión buscarla. ¿Qué
caso tenía visitarla si no podía ni deseaba ver a
nadie? Nunca supimos qué le ocurrió ni dónde
había estado. Me pregunto si habrá visitado Bujara.
Si habría ocurrido allí el percance que tanto la afectó.
Se la llevaron a Italia algún tiempo después y nunca
volvimos a saber de ella.
Un magnavoz comenzó a anunciar el próximo vuelo. Las
bestias arias, y nosotros con ellas, comenzamos a desperezarnos,
a buscar las contraseñas del vuelo, a caminar desganadamente
hasta el cercado que separaba el jardín del campo de aterrizaje.
Moscú, noviembre de 1980
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