|
A
Juan Villoro
I.
El mono mimético
La lectura de Alfonso Reyes me
descubrió, en el momento
adecuado, un ejercicio recomendado por uno de sus ídolos
literarios, Robert Louis Stevenson, en su Carta a un joven que desea
ser artista, consistente en un ejercicio de imitación. Él
mismo lo había practicado, y con éxito, durante su
periodo de aprendizaje. El autor escocés comparaba su método
con las aptitudes imitativas de los monos. El futuro escritor debía
transformarse en un simio con alta capacidad de imitación,
debía leer a sus autores preferidos con atención más
cercana a la tenacidad que al deleite, más afín a
la actividad del detective que al placer del esteta; tenía
que conocer con qué medios se logran determinados resultados,
detectar la eficacia de algunos procedimientos formales, estudiar
el flujo del tiempo narrativo y el difícil manejo de los
detalles para aplicar esos descubrimientos a su propia escritura,
una novela digamos, con trama semejante a la del autor elegido,
con personajes y situaciones parecidos, donde la única libertad
permitida es el empleo de un lenguaje propio: el suyo, el de su
familia, tal vez el de su región. ¡La gran escuela
del ejercicio y la imitación! añadía
Reyes de que habla el originalísimo Lope de Vega en
La Dorotea:
¿Cómo compones? Leyendo,
y lo que leo imitando,
y lo que imito escribiendo,
y lo que escribo borrando,
de lo borrado escogiendo.
Una enseñanza indispensable, siempre y cuando aquel escritor
aún en rama supiera saltar del tren en el momento preciso,
romper el estrecho vínculo que lo ligaba con el estilo elegido
como punto de partida, y esforzarse a intuir que ha llegado el tiempo
de hacer suyos temas, personajes, ritmo y todo lo que requiere la
escritura. Para entonces tendrá que saber que el lenguaje
es el factor decisivo, que de su manejo dependerá su destino.
Y será el estilo, esa emanación del idioma y del instinto,
quien a fin de cuentas creará y modulará la historia.
Cuando a mediados de los años cincuenta comencé a
esbozar mis primeros cuentos, dos lenguajes ejercieron un poder
sobre mi incipiente visión literaria: el de Borges y el de
Faulkner. El esplendor de ambos era tal, que por un tiempo oscureció
a todos los demás. Esa subyugación me permitió
ignorar los riesgos telúricos de la época, la grisura
costumbrista y también la falsa modernidad de la prosa narrativa
de los Contemporáneos, a cuya poesía por otra parte,
era yo adicto. En ese grupo de espléndidos poetas algunos
sobresalían también por sus ensayos. La prosa en que
Villaurrutia escribía los suyos era sumamente eficaz, segura,
ligera e irónica, la de Cuesta era el vehículo ideal
para su inteligencia en llamas, y las columnas periodísticas
de Novo constituían un modelo de ritmo, de malicia, inteligencia
y modernidad. Todos ellos habían aprovechado en sus inicios
la lección de Alfonso Reyes y de Julio Torri. Sin embargo,
cuando incursionaban en el relato, al igual que sus compañeros
de grupo, inexorablemente fracasaban. Creían repetir los
efectos brillantes de Gide, Giraudoux, Cocteau y Bontempelli, a
quienes veneraban, como un medio para escapar del rancho, y lo lograron,
pero al precio de desbarrancarse en el tedio y, a veces, en el ridículo.
El esfuerzo era evidente, las costuras resaltaban demasiado, la
estilización se convertía en una caricatura del ingenio
de los autores europeos a cuya sombra se amparaban. Si alguien me
conminara hoy día, pistola en mano, a releer la Proserpina
rescatada, de Jaime Torres Bodet, probablemente preferiría
caer abatido por las balas que sumergirme en aquel mar de estulticia.
Debí haber tenido dieciocho años cuando leí
por primera vez a Borges. Recuerdo la experiencia como si hubiera
ocurrido pocos días atrás. Viajaba a la ciudad de
México después de pasar unas vacaciones en Córdoba.
En Tehuacán, el autobús hacía una escala para
comer. Era domingo y por esa razón compré el periódico:
Lo único que me interesaba en aquella época de la
prensa era el suplemento cultural y la cartelera de espectáculos.
El suplemento era el legendario México en la Cultura, sin
duda el mejor de México en este siglo, dirigido por Fernando
Benítez. El texto principal en ese número era un ensayo
sobre el cuento fantástico argentino, firmado por el escritor
peruano José Durand. Para ejemplificar los conceptos del
ensayista, aparecían dos cuentos argentinos: Los caballos
de Abdera, de Leopoldo Lugones y La casa de Asterión,
de Jorge Luis Borges, escritor para mí en absoluto desconocido.
Comencé con el cuento fantástico de Lugones, una muestra
de modernismo elegante, y pasé luego a La casa de Asterión.
Fue, quizás, la más deslumbrante revelación
en mi vida de lector. Leí el cuento con estupor, con gratitud,
con absoluto asombro. Al llegar a la frase final me quedé
sin aliento. Aquellas simples palabras: ¿Lo creerás,
Ariadna? dijo Teseo. El minotauro apenas se defendió,
dichas como de paso, casi al azar, revelaban de golpe el misterio
que ocultaba el relato: la identidad del enigmático protagonista,
su resignada inmolación. Jamás había imaginado
que nuestro idioma pudiese alcanzar semejantes niveles de intensidad,
levedad y rareza. Al día siguiente, salí a buscar
otros libros de Borges; encontré varios, empolvados en los
anaqueles traseros de una librería. En aquellos años,
los lectores mexicanos de Borges se podían contar con los
dedos. Años después leí los relatos escritos
por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, firmados con el seudónimo
de H. Bustos Domecq. Penetrar en esos cuentos escritos en lunfardo
suponía un arduo reto. Había que agudizar la intuición
lingüística y dejarse llevar por la cadencia sensual
de las palabras, la misma de los tangos bravos, para no perder demasiado
el hilo de la historia. Se trataba de enigmas policiacos desentrañados
desde la celda de una cárcel argentina por un amateur del
crimen, don Honorato Bustos Domecq, hombre de pocas luces pero saludable
sentido común, lo que lo emparentaba con el padre Brown de
Chesterton. Nos encontramos con un lenguaje lúdico, polisemántico,
un goce para el oído, como el del Borges strictu sensu, pero
Bustos Domecq le permite a su idioma expandirse en una cercanía
eufónica entre las palabras, un cauce torrencial y farragoso
trazado por la inercia o el capricho, que de poco a poco esboza
los trazos de un enigma, hasta llegar invertebrada, secreta y chabacanamente
a la ansiada solución. En cambio, el orden verbal de los
libros del Borges de carne y hueso es preciso y obediente a la voluntad
del autor; esos adjetivos harían pensar en alguna tristeza,
pero de ella lo salva la asombrosa imaginación verbal y una
ironía contenida. He leído y releído los cuentos,
la poesía, los ensayos literarios y filosóficos de
este hombre genial, pero jamás lo concebí como una
influencia directa en mi escritura, como lo fue Faulkner, aunque
en una relectura reciente de mi Divina garza, me pareció
escuchar ciertos repiques semejantes a los de Bustos Domecq, algo
de su ritmo, de sus juegos.
Para lograr la simetría, debería de escribir algo
sobre el lenguaje de Faulkner, de su influencia voluntariamente
aceptada en el periodo iniciático. Su sonoridad bíblica,
su grandeza de tono, su complejísima construcción,
en donde una frase puede cubrir varias páginas ramificándose
vorazmente dejándonos a sus lectores sin aliento, son inigualables.
La oscuridad proveniente de esa espesa arborescencia, cuyo sentido
sólo se revelará muchas páginas o capítulos
después, no es un mero procedimiento narrativo, sino la carne
misma del relato. Esa oscuridad nacida del cruce inmoderado de frases
de diferente orden es su manera de potenciar un misterio que por
lo general los personajes minuciosamente encubren.
Para los fines de este texto aquella influencia de la que siempre
fui consciente en mis primeros cuentos, o, aún más,
de la que me aproveché sin el menor remordimiento para después
abandonarla casi sin despedirme, equivale al método de Stevenson.
Fui un mono aplicado que por cierto tiempo intentó mimetizarse
con el autor de El sonido y la furia. Advertí desde el inicio
que intentar ser un segundo Faulkner implicaba de antemano un suicidio.
La alquimia de su estilo es de tal manera individual, a pesar de
que sus fuentes puedan ser múltiples, que seguir a su sombra
convertiría a un novelista en un mediocre copista, en una
mala sombra. También la radical especificidad de la lengua
de Borges ha acabado con muchos escritores deslumbrados a los cuales,
en el mejor de los casos fue convirtiendo paulatinamente en fantasmas.
Acabo de leer un viejo texto sobre mis lecturas de púber
y adolescente y me asombra la incompatibilidad de géneros
y niveles. Leía los poemas homéricos y al mismo tiempo
Las llaves del reino de Cronin; las Memorias de ultratumba de Chateaubriand
y las novelas de Lin Yutang; La guerra y la paz de León Tolstoi
y Llegaron las lluvias de Louis Bromfield, Gran Hotel, de Vicky
Baum, y también una novela con ribetes libertinos: Forever
Amber, de cuyo autor ni siquiera encuentro el nombre, sobre las
peripecias de una lujosa cortesana inglesa en los alegres días
de la restauración de Carlos II. La frecuentación
en la adolescencia de libros de alta cultura y novelas populares,
lo que ahora llaman literatura light, no parece haberme hecho demasiado
daño; por el contrario, reforzó el carácter
hedónico que para mí reviste la lectura, y una marcada
indisposición a reverenciar excesivamente los cánones
vigentes.
II.
Algunas variaciones sobre la lectura
El libro realiza múltiples tareas, soberbias y deplorables;
distribuye conocimientos y miserias, ilumina y engaña, libera
y manipula, enaltece y rebaja, crea o cancela opciones de vida.
Sin él, esto está claro, ninguna cultura sería
posible. Desaparecería la historia y nuestro futuro estaría
cubierto por nubarrones siniestros. Quienes odian los libros también
odian la vida. Por terribles que sean los tratados del odio elaborados
por el hombre, en su casi totalidad la letra impresa hace inclinar
la balanza hacia la luz y la generosidad. Don Quijote triunfará
siempre sobre Mein Kampf. En cuanto a las humanidades, a las artes,
a las invictas bellas letras, los libros seguirán siendo
su espacio ideal, sus columnas de apoyo.
Hay quienes leen para matar el tiempo. Su actitud ante la página
impresa es meramente pasiva: se afligen, sollozan, se divierten,
se retuercen de risa. Buscan los espacios donde el lector primario
suele refocilarse siempre. Para satisfacerlos, las tramas deberán
producir la mayor excitación a un costo de mínima
complejidad; los personajes serán unívocos: óptimos
o pésimos, no hay posibilidad de una tercera vía;
los primeros serán en exceso virtuosos, magnánimos,
laboriosos, observadores acérrimos de las normas sociales
y legales, bondadosos, aunque su filantropía desdore a veces
el conjunto con efectos melosos demasiado cargantes. En cambio,
la perversidad, cobardía y mezquindad de los infaltables
villanos no conocerá límites, y aunque éstos
de vez en vez se esfuercen en regenerarse, su instinto maléfico
se impondrá sobre su voluntad y jamás los dejará
en paz; acabarán destrozando a quienes los rodean y luego
se volverán contra sí mismos en un afán de
destrucción incesante. Los lectores adictos a ese combate
de buenos vs. malos acuden al libro para entretenerse y matar el
tiempo, nunca para dialogar con el mundo, con los demás ni
con ellos mismos.
En las novelas populares, a partir de los folletines decimonónicos
de Ponson du Terrail, de Eugenio Sué, de Paul Feval, las
huérfanas comienzan a aparecer a granel, indefensas todas,
porque a la tragedia de la orfandad a menudo la literatura añade
sádicamente otras inconveniencias: la ceguera, la mudez,
el mal genio, la avaricia, la parálisis y la amnesia, sobre
todo la amnesia. Cuando las huérfanas han perdido la memoria
y además son ricas se convierten, para los cazadores que
las atrapan, en verdaderos tesoros. Es evidente que la amplia fauna
que deambula en ese tipo de narraciones se ha doctorado en la maldad.
Una especialidad es fingirse esposos o amantes abandonados, quienes
al tropezar con una de aquellas frágiles criaturas y conocer
sus circunstancias comienzan a reclamar hijos inexistentes que salieron
con ellas a pasear varios años atrás; las convencen
casi siempre y las amenazan con delatarlas por haber asesinado con
lujo de sevicia a esos hijos a quienes tanto detestaban; les informan
que durante las semanas previas a su desaparición ellas no
hacían sino hablar del odio enfermizo que sentían
por esa maldita prole salida de su vientre e imploraban a Dios con
ferocidad de hienas que las librara de aquellos hijos detestables.
De ese modo, aprovechando el horror que ellas sienten de sí
mismas y el pánico que les introducen, las obligan a vivir
con ellos, las esclavizan carnalmente, se apoderan de sus haberes,
las conminan a firmar ante un notario una resma de papeles donde
se comprometen a entregar los bienes inmuebles, las joyas depositadas
en cajas de seguridad, sus cuentas bancarias, los documentos de
inversión esparcidos en docenas de bancos nacionales e internacionales
a aquellos lobos insaciables, que no eran sino eso los tales maridos
y amantes fingidos tan sospechosa y repentinamente encontrados.
Algunas, a quienes consideraban las más crédulas,
las convencían de que en su pasada encarnación término
con que aludían a la vida anterior a la amnesia habían
sido monjas, y en esa condición habían cometido sacrilegios
inenarrables, perversidades sin cuenta, hasta llegar un día
a estrangular a la portera del convento, al jardinero o hasta a
la madre superiora para luego, durante largos años, andar
perdidas por el mundo hasta ser ulteriormente reconocidas y colocadas
en posesión de la cuantiosa fortuna que las esperaba en una
institución bancaria.
En El mago de Viena, esa espectacular novela que navega hoy día
con la bandera de literatura light, nos introduce en
una laboriosa colmena humana con un centro de poder absolutamente
autárquico y múltiples dependencias; como es natural,
cada sector está incomunicado con los otros. Salvo unos cuantos
miembros, todos los demás se sorprenderían, es más,
se escandalizarán, de llegar a conocer a los demás.
Personas de todas las clases sociales están incorporadas
en ese trust criminal La base alberga a los peores rufianes de los
barrios más broncos; en cambio, la cúspide, cuyo papel
es servir de fachada protectora al imperio del mal, ostenta a las
anfitrionas perfectas, las bellezas supremas del momento, los títulos
nobiliarios, los grandes modistas y sus modelos, los futbolistas
más cotizados, el mundo de las finanzas y del espectáculo.
Y en medio de aquellos extremos, trabaja un tejido de profesionistas
geniales: un multicerebro cuya función es perfeccionar la
realidad. En fin, la pirámide perfecta, comandada por un
enigmático chamán, convertido en leyenda por las miles
de historias que circulan en torno suyo. Su casa está ubicada
en la calle de Viena, delegación Coyoacán. Auxiliado
por su equipo, ese ser portentoso ha logrado rastrear el paradero
de centenares de mujeres amnésicas extraviadas, estudiado
sus antecedentes familiares y económicos, sus trágicas
circunstancias; mujeres a las cuales no persigue truculentamente
como en las novelas de folletón, sino que las convence con
notable eficacia al presentarles un racimo de supergalanes brasileños,
italianos, cubanos o montenegrinos, que para el caso es lo mismo,
y revelarles que esos son los antiguos maridos o exnovios con quienes
se habían casado o estuvieron a punto de hacerlo días
antes de salir de casa y contraer una amnesia persistente para no
volverse a saber de ellas durante algunos años.
Lo más sorprendente es que ninguna de esas damas se sobresaltara
ni tuviera luego la más mínima duda de la identidad
de aquellos hombres; todas afirmaban, hasta las monjas, dígame
usted, haber reconocido al hombre de su vida por el aroma de la
loción, del desodorante, de la vaselina, y las menos púdicas
por el de las ingles, corroborando así la tesis tantas veces
sostenida por el chamán sobre el poder mnemotécnico
de los perfumes.
Maruja La Noche-Harris, la tan controvertida crítica literaria,
por decirlo de alguna manera, hizo una apología total del
libro. Sostuvo la tesis peregrina de que era una parábola
de la virginidad, la de la memoria por supuesto, ese flagelo impuesto
a nuestra época por la informática. La memoria, ya
lo sabemos, se ha vuelto artificial; podemos depositarla en un aparato
cualquiera, y volver a recobrarla cuando se nos antoje con sólo
oprimir un botón, de modo que si una joven mujer, romántica
y soñadora como tantas, sale a la calle y se pregunta algo
para disipar el tedio que por lo general le provoca el paseo, no
logra orientarse pues sus respuestas han quedado en la computadora.
Ahí yacen las fechas de nacimiento de sus hijos, sus nombres,
sus signos zodiacales, la fecha en que llegaron los aztecas al sitio
donde se erigió la gran Tenoxtitlan, los nombres y características
de los más soberbios hoteles de Cancún, Puerto Vallarta,
Ixtapa-Zihuatanejo y Cartagena de Indias en Colombia, los de las
carabelas de Colón y de sus capitanes, las añoradas
lecciones de don Vladimiro Rosado Ojeda sobre la parsimoniosa transfiguración
de la arquitectura románica a la del Bauhaus a las que asistió
de jovencita, los vicios de cada uno de los emperadores romanos,
la lista de las películas en donde apareció Tyrone
Power, las calles pintorescas de Londres
¡Todo! ¡Definitivamente
todo! Y en el momento en que descubre que nada puede responder por
no tener a la mano la memoria, sucumbe por fuerza al pánico.
Hace un esfuerzo casi mortal para plantearse esas preguntas filosóficas
cuya respuesta nadie puede evadir: ¿Quién soy?, ¿de
dónde vengo?, ¿a dónde voy?, y cae al suelo.
Cuando vuelve en sí, está en una clínica, no
recuerda su nombre, mucho menos las señas de su casa, ni
el sitio al que se dirigía. Para colmo, alguno de los curiosos
que supuestamente asistió en el pronto socorro debió
robarle el bolso con sus documentos de identificación. En
ese momento nace una mujer innominada, carente de familia, domicilio,
recuerdos, una desempleada, y, lo peor, una mujer educada para no
hacer nada.
La señora La Noche-Harris deduce de la lectura de El mago
de Viena el imperioso retorno a los antiguos tiempos de la memorización,
ya que un cerebro con recaídas frecuentes en la nada queda
bajo el dominio absoluto de las instituciones, los dogmas, el poder
público y el privado, el eclesiástico, el familiar,
y, sobre todo, el peor de todos, el de los sentidos, alusión
elegante si la hay, a la abundancia de celestinas, proxenetas y
lenones que pululan en la novela.
Un severo distanciamiento, tal como lo exige Sklovski, una disolución
inteligente del pathos y un procedimiento generosamente paródico
de los recursos de la novela rosa contribuyen a la arquitectura
del notable final: del bunker habitado por el chamán en la
calle de Viena, cada tres o cuatro meses sale un convoy de trailers,
tan amplios o más que un carro de ferrocarril, automóviles
y motociclistas en dirección a pistas de aterrizaje y puertos
marítimos clandestinos. Además de mercancías
prohibidas, contienen cargamentos de mujeres hermosas que viajarán
a Arabia Saudita, Kuwait y los Emiratos del golfo pérsico,
Japón y Nueva Zelandia. En cada puerto un escuadrón
de la expedita y eficaz mafia al servicio del mago de Viena las
repartirá, como en los servicios de puerta a puerta, en domicilios
palaciegos o en lupanares tan fastuosos que podrían parecer
palacios de Las mil y una noches. No es necesario añadir
que además de las huérfanas de familias pudientes,
aquellas muñecas lujosas que al recobrar la memoria recuperaron
sus fortunas, para cederlas unos cuantos meses a los sementales
elegidos por el chamán, eran enviadas otras varias docenas
de bellezas lujuriosas, nacidas evidentemente en cunas más
modestas. No es cortés revelar todos los detalles del final,
basta sólo decir que narra la victoriosa revuelta de aquellos
galanes multinacionales contratados y adiestrados para servir como
objetos sexuales, peor: como robots fornicatorios, que actuaron
una breve temporada como maridos o amantes de una cadena de amorosísimas
mujeres a las cuales cada cierto tiempo se veían obligados
a perder. De la conciencia de su degradación surgió
la rebelión. Sus corazones demostraron no estar blindados
por armaduras de acero y dieron cabida a las flechas de Cupido.
Lenta, pero ineludiblemente, esos hombres se aproximaron a la luz:
su instinto pagano, su naturaleza romántica y su congénita
caballerosidad los indujeron al combate. Una noche lincharon al
chamán y a sus secuaces, incendiaron la inmensa casa de la
calle de Viena, liberaron a las mujeres amadas de sus celdas, y
también a un centenar de desconocidas, declararon su hazaña
en una mesa de prensa y revelaron los turbios negocios internacionales
que en la calle de Viena, delegación Coyoacán, se
cocinaban. El juicio no fue complicado, en pocas semanas después
aquellos valientes fueron absueltos por un juez de lo más
decente, un humanista, quien comprendió que no se trataba
de un simple y sórdido golpe de estado sino de una sana liberación
de energías impulsada por el amor. En efecto, ese mismo juez
que absolvió a los galanes celebró poco después
sus nupcias con las santitas que los idolatraban.
Maruja La Noche-Harris declaró en la presentación
del libro que considerar a El mago de Viena como novela light producía
un efecto reductor. Podía ser light si sólo se pensaba
en su absoluta y deliciosa amenidad, pero por su tema pertenecía
a la estirpe literaria más digna de nuestro siglo: Kafka,
Svevo, Broch, el maestro contemporáneo Vila-Matas. La prensa
publicó algunos de los conceptos de la crítica literaria
al día siguiente:
Como todo gran libro podemos leer El mago de Viena por lo
que se propone decirnos. Su superficie nos deleita; seguimos con
interés el destino de los innumerables personajes ya sea
al entrar en un salón, o sufrir la pasión del amor,
visitar el cuartel general, o en el acto de conocer los desastres
e insensateces de la guerra de sexos, disfrutar las alegrías
del irónico final feliz, a través de una lectura horizontal
infinitamente meticulosa. Pero además, podemos considerar
la superficie novelesca como un velo detrás del cual se esconde
una verdad secreta: entonces concentramos nuestra atención
en ciertos puntos que nos parecen esconder un espesor mayor.
La lectura de ese párrafo confundió a cuantos en otras
ocasiones habían tropezado por desdicha con la prosa abrupta
y en ocasiones más bien cuartelaria de La Noche-Harris, pero
en fin, enterarse de que alguien logra perfeccionarse en un oficio
no deja de producir alegría. Dos días después,
un periodista comprobó que aquel párrafo correspondía
a una biografía de Tolstoi escrita por Pietro Citati. La
Noche-Harris había aplicado a El mago de Viena palabras que
el biógrafo italiano dedicaba nada menos que a La guerra
y la paz; la aportación de la crítica fue mínima,
cuando Citati escribe los desastres e insensateces de la guerra,
ella amplía el concepto de esta manera: los desastres
e insensateces de la guerra de los sexos, lo que contagia
todo el párrafo de un jovial aleteo de locura.
No logro saber si El mago de Viena pueda considerarse como el mejor
ejemplo de un producto industrial, pero al menos, me parece, se
le aproxima. Por lo pronto ha bonificado holgadamente a su editorial,
a las librerías y a su autor. Nada tiene eso de preocupante:
tal tipo de narración ha existido siempre. Desde que hay
novela, una amplia gama de subgéneros han logrado cobijarse
bajo sus faldas. Balzac, Dickens, Tolstoi, autores portentosos si
los hay, coexistieron también con narradores inmensamente
leídos, pero ayunos de prestigio. Escribían y publicaban
historias semejantes a las que produce la actual literatura light,
y tenían por consumidores a multitudes ávidas de un
tratamiento que alternara fuertes escalofríos con rachas
de sentimentalismo blando. El lenguaje tendría que ser más
bien rudimentario, puesto que el analfabetismo era entonces espectacular,
y había que favorecer a quienes tenían aún
problemas con la letra impresa. Aquellos autores se hacían
ricos pero no alcanzaban la fama, la prensa apenas los mencionaba,
circulaban en ámbitos distintos a los de i literatti. Su
vida era anónima y eso a nadie, ni siquiera a ellos, les
parecía irregular. Durante mucho tiempo la relación,
o mejor dicho la falta de relación entre ambos grupos fue
transparente. Por lo general, se sentían satisfechos del
lugar en que estaban situados. Ahora las cosas son diferentes, lo
que tiene mucho de ridículo, y algo de antipático.
Los creadores de literatura light exigen el trato que sería
normal dar a Stendhal, a Proust, a la Woolf. ¿Qué
tal?
A pesar de los complejos intereses que se mueven en torno al libro,
de los sofisticados mecanismos mercadotécnicos, de la salvaje
competitividad de algunos círculos, sigue existiendo un público
sensible a la forma, lectores exigentes cuyo paladar no toleraría
historias tan truculentas ni la lacrimosa salsa del folletón,
un público que se enamoró de la literatura desde la
adolescencia, y contrajo ya antes, en la niñez, la adicción
a viajar por el espacio y el tiempo a través de los libros.
Y entre ese público que sí sabe leer, se encuentra
un grupo minúsculo, pero que es en verdad un supergrupo,
el de los escritores, o los adolescentes y jóvenes que van
a ser escritores en un futuro próximo. Para ellos, la lectura
es uno de los mayores placeres que les depara la vida, pero también
la mejor escuela que cursó cualquiera de esos púberes
en vísperas de publicar en un suplemento cultural, en una
revista modestísima o en una plaquette de suprema elegancia,
los poemas, cuentos o ensayos con que debutarán en el mundo
de las letras. Las lecturas iniciales son decisivas para el destino
de un futuro escritor. Y él, años más tarde,
descubrirá la importancia que tuvieron esas horas en que
debió prescindir de mil reuniones para quedarse a solas con
Ana Karenina, La cartuja de Parma, El conde de Montecristo, Madame
Bovary, Grandes esperanzas, hasta llegar a Ulises, ¡Absalón,
Absalón!, Al faro, Pedro Páramo, donde más
o menos uno se da de alta.
Gracias a esas lecturas y a las muchas que aún le faltan,
el futuro escritor podrá concebir una trama tan imposible
como la de El mago de Viena, exasperar hasta lo imposible su chabacanería,
su vulgar extravagancia, transformar su lenguaje en un palimpsesto
de ignorancia y sabiduría, de majadería y exquisitez,
hasta lograr un libro absurdamente refinado, un relato de culto,
un bocado para los happy few, parecido a los de César Aira,
Enrique Vila-Matas, Francisco Hinojosa, Mario Bellatín, o
Jorge Volpi.
No se cuál sea hoy la formación de los jóvenes.
La imagino muy diferente a la de los escritores de mi generación
debido a la revolución visual y electrónica. Me entretuve
hace poco en repasar los varios volúmenes de magníficas
entrevistas publicadas por la Paris Review. Son entrevistas de grandes
poetas y novelistas de distintos países e idiomas. Se publicaron
durante tres décadas, a partir de los años cincuenta.
La mayoría de los autores tendría hoy entre ochenta
y cien años, o aun más, si vivieran. Casi todos participaron
en la transformación de la literatura y el arte del siglo
veinte. Hablan con insistencia de sus lecturas, en especial las
del periodo de formación, y todos, sin excepción,
fueron lectores precoces, insaciables, omnívoros y por lo
mismo se refieren con pasión a los maestros antiguos, desde
el legado helénico y los clásicos de su idioma a las
figuras indispensables de la literatura universal. Cervantes está
casi siempre presente en sus declaraciones. William Faulkner leía
sin tregua El Quijote, por lo menos una vez al año. Otros
nombres mencionadísimos: Flaubert, Baudelaire, Stendhal,
Tolstoi, Dostoievski, Chéjov, Poe, Conrad, Dickens y Sterne.
Cada uno de los entrevistados sostiene haber leído con especial
interés las obras surgidas en los periodos de mayor esplendor
que ha conocido la literatura de su país. Mi generación,
en México, se alimentó con los clásicos españoles,
que son también los nuestros, y los de otras literaturas
hasta el siglo xix, y más tarde con la gran expresión
literaria que llegó hasta nosotros traducida inmediatamente
posterior a la segunda guerra mundial: Kafka, Joyce, la Woolf, Faulkner,
Scott Fitzgerald, Pavese, Svevo, Gadda, Vittorini, Gide, Malraux,
Sartre, Camus, y los hispanoamericanos, Borges, Onetti, el primer
Carpentier.
Los intelectuales españoles, exiliados en México después
de la guerra civil tuvieron una gran importancia en nuestra formación.
Fuimos alumnos de ellos, leímos sus libros y sus colaboraciones
en la prensa literaria; asistimos a algunas de sus tertulias. Ellos
ratificaron nuestra fe en el idioma, e intensificaron nuestra deuda
con la cultura española y la europea en la que se formaron.
La generación de 1927 fue galdosiana de modo natural. La
obra del gran novelista canario preludia el ideario de los hombres
de la República. En la conversación con mis maestros
aparecía constantemente su nombre y referencias a su obra;
y algunos de los mejores textos sobre el viejo maestro fueron escritos
en México: en especial los de Cernuda, Bergamín, María
Zambrano. En España, por el contrario, la generación
que corresponde a la mía, nutrió en su juventud y
lo mantiene hasta hoy un intenso desdén por Galdós
y, en general, por la literatura española que estudiaron
en la escuela.
III
La lectura en sí, la relectura: Hamlet
Nadie lee de la misma manera. Me abochorna enunciar semejantes trivialidades,
pero no desisto: la diversa formación cultural, la especialización,
las múltiples tradiciones, el temperamento individual y mil
otras razones pueden decidir que un libro produzca impresiones diferentes
en lectores diferentes. Acabo de leer Las manzanas doradas de Eudora
Welty, una excepcional narradora del Sur de los Estados Unidos a
quien admiro desde hace muchos años. La leo y releo con la
mayor atención; en sus narraciones las cosas parecen muy
sencillas, insignificancias de la vida cotidiana o momentos terribles
que parecen insignificancias; sus personajes son excéntricos,
y al mismo tiempo muy modestos como es todo el entorno. Uno podría
pensar que estarían desesperados en el minúsculo mundo
que habitan, pero es posible que ni siquiera hayan reparado en la
existencia de ese mundo. Son auténticamente raros.
Provincianos, sí, pero excéntricos de pura raza. Otra
notable escritora del Sur, Katherine Ann Porter, señaló
en alguna ocasión que los personajes de Eudora Welty eran
figuras encantadas que para bien o para mal están rodeadas
de un aura de magia. Pero en sus páginas esos pequeños
monstruos humanos no aparecen en absoluto como caricaturas sino
que están retratados con naturalidad y dignidad.
He comentado en varias ocasiones con amigos escritores las virtudes
de esta dama; la conocen poco, no les interesa; dicen haber leído
algún que otro cuento suyo del que recuerdan poco. Están
en lo cierto cuando de inmediato, como a la defensiva, afirman que
carece de la grandeza de William Faulkner, su célebre coterráneo
y contemporáneo, cuyas tramas y lenguaje han sido parangonados
tantas veces con las historias y el lenguaje de la Biblia. Los libros
de la señorita Welty están muy lejos de ser eso, es
más, son su revés: un desfile de presencias diminutas,
paródicas, trágicogrotescas, que se mueven como marionetas
trepidantes en algún pueblo o pequeña ciudad de Mississipi,
de Georgia o de Alabama durante los años treinta o cuarenta
de este siglo. Los lectores de esta autora no son legión.
Para los elegidos y en casi todos los lugares donde he vivido
he encontrado a algunos de ellos leerla, hablar de ella, recordar
detalles de algún cuento equivale a un perfecto regalo. Esos
lectores, por lo general, están vitalmente relacionados con
el oficio literario, son escritores, traductores, editores, gente
de esa especie desapacible y exigente.
Para los participantes de esos minúsculos núcleos
de entusiastas de Eudora Welty, como también los de Ronald
Firbank, Ivy Compton-Burnett, Flann O´Brien, del Borges anterior
a los cincuenta años, y Antonio Palacio, el ecuatoriano salido
de las sombras, de Giorgio Manganelli, Tommaso Landolfi o Carlo
Emilio Gadda, ahora de César Aira, y siempre Laurence Sterne,
dispersos por el amplio mundo, encerrados en refinadas torres de
marfil o en inclementes estudios de bajo precio, basta que un entusiasta
mencione el nombre de alguno de esos ídolos de culto para
que otros se conviertan de inmediato en sus aliados. Les resulta
un misterio inexplicable el que algunos de sus amigos, escritores
como ellos, sensibilizados por el estudio y la práctica diaria
de la literatura, no logren compartir su fervor por aquellas figuras
de excepción, y en cambio rindan culto a escritores que parecerían
serlo sólo por caprichos de la época o por una determinada
operación publicitaria.
Para ellos, como para mí, resulta también desconcertante
que escritores hoy del todo ilegibles hubiesen gozado hace cinco
o seis décadas de una excepcional celebridad. No eran fabricantes
de best sellers, sino que representaban la sabiduría y la
moral del siglo; cualquier pensamiento suyo, apenas emitido, creaba
jurisprudencia en el universo entero. Uno de ellos sería
Giovanni Papini. En el mundo de habla castellana fue un Dios. Ahora,
en ninguna parte, y mucho menos en Italia, se le tolera; hasta mencionarlo
resulta de mal gusto, como si se hiciera alusión a una enfermedad
vergonzosa. Borges lo consideraba un maestro, hasta el fin de su
vida defendió con tenacidad la grandeza de aquel
autor ahora desprestigiado, es más, agradecía la influencia
que la farragosa prosa del florentino había ejercido en la
suya. Uno sólo puede contemplar azorado los dos polos irreconciliables,
el petulante estruendo de Papini y la precisa transparencia del
argentino.
Con el tiempo, cada lector reconoce pertenecer a una determinada
familia literaria. Una vez establecido el parentesco difícilmente
cambia, aunque puede darse el caso de que en ciertas ocasiones alguien
confunda ciertos rasgos de su estirpe. En la adolescencia o la primera
juventud, cuando todo lector es aún un venero de generosidad,
alguno pudo leer con placer, con entusiasmo y hasta copiar en un
cuaderno íntimo párrafos enteros de un libro que releídos
años después, cuando su gusto se ha afinado, descubre
con asombro, con escándalo, quizás hasta con horror,
aquella equivocación imperdonable. ¡Admirar como una
obra maestra ese bodrio repugnante! ¡Considerar fuente de
vida ese torpe lenguaje que sin duda había nacido muerto!
¡Qué vergüenza!
Hay circunstancias en que la decapitación de una gloria se
ve refrendada, por los lectores que la veneraban pocos años
atrás, y no sólo los de su país e idioma, sino
en los del mundo entero, lo que no deja de ser otra rareza. En mi
adolescencia, en mi juventud, Aldous Huxley era una eminencia internacional,
un cruzado decidido a luchar porque el género narrativo estuviese
regido por una suprema inteligencia. Contrapunto y sobre todo el
profético Un mundo feliz se leían como best sellers,
lo que era un disparate. Huxley llegó a significar la exigencia
estética más rigurosa. Era también un paladín
de la libertad, pero su prédica poseía tal soberbia
que lo hacía parecer más bien un personaje de la contrarreforma.
Llegó hasta hacernos dudar de las virtudes literarias de
Charles Dickens, a quien trataba con desprecio inaudito, al grado
de considerar La tienda de antigüedades como una novela rosa,
la más plañidera y deplorable del mundo; se lanzó
también contra Edgar Allan Poe, al que consideraba un versificador
de medio pelo, vulgar y efectista. Hoy día el nombre de Huxley
se ha eclipsado, pertenece más bien a la historia literaria,
pero en la literatura viva su lugar es modesto. En cambio, Dickens
y Poe continúan su fascinante marcha hacia las estrellas.
Un libro leído en distintas épocas se transforma en
varios libros. Ninguna lectura se asemeja a las anteriores. Al descubrir,
como en el caso de Papini u otros más, que esa escritura
nada tenía que ver con nuestras preocupaciones o nuestros
sueños, que nos resulta átona y hueca, deducimos que
debió haberse impuesto sólo por circunstancias morales,
religiosas, políticas de la época, y bastó
que cambiara la plataforma para descubrir que estaba desprovista
de forma, destinada irremediablemente a perderse en el vacío.
Aun la revisitación de obras aseguradas por varios siglos
de indiscutible excelencia puede proporcionar sorpresas. Como el
baño en el río de Heráclito la relectura de
un clásico jamás será la misma, a menos que
el lector sea un auténtico papanatas. El Hamlet que un estudiante
atónito y deslumbrado leyó en la adolescencia, inmediatamente
después de ver la versión al cine de Lawrence Olivier,
tiene poco que ver con una tercera relectura hecha a los veintiséis
años, cuando una rigurosa revisión de la obra le hacía
concebir el destino humano como una búsqueda incesante de
armonía universal, aunque, para realizar ese fin habría
que sacrificar su vida y la vida y la felicidad de seres como Hamlet,
Ofelia y Laertes, jóvenes ardientes, inmolados en el combate
contra la vileza y la podredumbre, para dejar paso a Fortinbrás,
el héroe aguerrido de Noruega, que restauraría en
Dinamarca la armonía. Sin dolor y sin esfuerzo, el horizonte
jamás podría aclararse. El nombre de aquel lector
no tiene importancia, ni siquiera sus circunstancias, aunque conocer
uno y otras podría permitir trazar la crónica de una
larga relación entre un hombre y sus libros predilectos;
hablar, además, de la pulsión que se establece entre
lectura y relectura. Diré sólo que estudió
una carrera para la que no tenía la mínima vocación,
ya que sus padres la eligieron por él. Durante los años
de estudiante asistió como oyente a la facultad de filosofía
y letras con mayor diligencia que a la de jurisprudencia, de la
que era alumno. No le preocupa gran cosa el trabajo, vive con holgura
gracias a rentas que recibió en herencia. Dice y repite a
quien lo quiere oír que no sólo vive para leer sino
que lee para vivir. La lista de sus lecturas es descomunal, ecuménica
y arbitraria, tanto en los géneros como en los estilos, las
lenguas, las épocas. Se complace maniáticamente en
hacer listas, de los autores, de sus títulos, de las veces
que ha leído cada uno de los libros, de todo. Hay en eso,
me imagino, un grano de locura. Lee y relee a toda hora, y apunta
los detalles en enormes cuadernos. La lista de escritores más
frecuentados, aquellos con quienes se siente como si estuviera en
su casa, es la siguiente, en orden de mayor a menor: Anton Chéjov;
ése es indiscutiblemente su autor favorito, podría
leerlo cada día, en todo momento, conoce algunos de sus monólogos
de memoria; es, además, el autor que le resulta más
insondable de todos sus preferidos. Sabe que en la obra de ese ruso
excepcional, bajo una aparente transparencia, se esconde un núcleo
acorazado que lo convierte en el más oscuro, más lejano,
más misterioso de todos los autores que ha leído.
Los siguientes son, por orden, repito: Shakespeare, Nikolai Gogol,
Benito Pérez Galdós, Alfonso Reyes, Henry James, Bertolt
Brecht, E. M. Forster, Virginia Woolf, Agatha Christie, Thomas Mann,
Jorge Luis Borges, Laurence Sterne, Carlo Goldoni, George Bernard
Shaw, Carlos Pellicer, Luigi Pirandello, Witold Gombrowicz, Arthur
Schnitzler y Alexander Puschkin. Por supuesto, hay autores a quienes
prefiere más que a los enlistados: Marcel Schwob, Juan Rulfo,
Miguel de Cervantes, Tirso de Molina, Tolstoi, Stendhal, Choderlos
de Laclos, para citar sólo a algunos. Desde luego, sería
una locura preferir a Agatha Christie, que aparece en la lista de
los más leídos, a Miguel de Cervantes, que no lo está.
Y es evidente que Gustavo Esguerra, ¡al fin saltó el
nombre!, a quien conozco bien, prefiere las obras teatrales de Lope,
de Calderón o de Tirso a las de Goldoni, como también
admira más a Hermann Broch o a Carlo Emilio Gadda que a varios
de los enlistados. De la misma manera ha visto y leído Hamlet
más que otras piezas de Shakespeare que prefiere, como La
tempestad, Troilo y Crescida, Como gustéis, El rey Lear.
Pero el destino, a saber por qué, lo dispuso así,
y lo llevó a codearse más con unos que con quienes
debería. Bueno, mi amigo Esguerra descubrió el Hamlet
a los doce años y lo siguió frecuentando hasta apenas
unas cuantas horas antes de morir. Cada lectura añadía
y eliminaba nuevos matices a las anteriores.
La undécima lectura ocurrió en el sesenta y ocho,
después de la matanza de Tlatelolco, de la Universidad tomada
por el ejército, de la marcha de los tanques por las calles
de México. Fue una lectura crispada y eminentemente política,
donde algo huele a podrido en Dinamarca y Dinamarca
es una prisión eran las frases predominantes.
Cuando Shakespeare escribió Hamlet el terror sofocaba a Londres.
En 1601, la conspiración de Essex, su mecenas y amigo, fue
descubierta y él ejecutado. Las crujías de la Torre
de Londres se llenaron día tras día con la más
ilustre juventud de Inglaterra. La reina no perdonó a su
antiguo favorito, y ni siquiera su decapitación la dejó
satisfecha. Había que acabar con la semilla, sus familiares
y amigos, los filósofos y los poetas de quienes se rodeaba.
Poco se sabe de Shakespeare durante los dos años que duró
esa pesadilla. Fue, eso sí, la única pluma del reino
que no cantó las glorias de Isabel de Inglaterra en 1603,
a la hora de su muerte. Esa relectura influye en las siguientes,
en especial la última, que el ya anciano Gustavo Esguerra
terminó de leer en el lecho de un hospital pocas horas antes
de expirar. En esa lectura volvió a sorprenderle que al final
Hamlet aceptara la invitación de Claudio, el rey espurio,
el asesino de su padre, el corruptor de su madre, su enemigo acérrimo,
para jugar una partida de esgrima con Laertes, lo que lo hizo preguntarse
si Shakespeare habría considerado a esa altura de la obra
que el propósito que lo llevó a escribirla estaba
ya cumplido, y por lo mismo, su único interés era
llegar al fin. ¡Y qué medio mejor para iniciar ese
laborioso desenlace que situar a Hamlet intercambiando unos golpes
de espada con el agobiado Laertes, a cuyo padre, Polonio, había
asesinado, y a cuya hermana, la delicada, frágil y desdichada
Ofelia había hecho perder la razón y también
la vida! Para llegar al fin, era necesario que una de las espadas
estuviera envenenada, la misma que en la sesión de esgrima
carecería de un botón en la punta, y por si algo fallaba,
también el vino estaría envenenado, como emponzoñada
estaba entera la atmósfera en Dinamarca.
Es la parte inverosímil del drama, la más reacia a
la comprensión.
¿Sería aquel duelo falsamente deportivo un mero soporte
a la carpintería del drama? ¿Obedecería Hamlet
a su demiurgo y al mismo tiempo se rebelaría ante su pluma?
¿Tendría que aceptar un duelo preparado por el rey,
quien ha apostado una alta suma a la victoria de su hijastro, lo
que implicaría una ofensa a todo lo que hasta entonces Hamlet
ha representado, y a Laertes, con quien jugaría deportivamente
después de haberle matado al padre, y causar el suicidio
de su hermana? ¿O podría ser un sutil procedimiento
con el que el autor trataría de insinuarnos que, si bien
Claudio es un monstruo por haber asesinado al legítimo rey,
y Gertrude, al desposarlo se ha convertido en su cómplice
y es tan culpable como él, tampoco Hamlet, en quien desde
el principio el autor nos ha obligado depositar nuestra fe, es el
joven héroe capaz de devolver el orden a este desvariado
mundo sino un joven irremediablemente frívolo, que ha matado
como sin querer, por descuido, a varias personas, algunas totalmente
inocentes, y no al culpable designado por el fantasma de su padre?
¿O sencillamente querría mostrarnos que el príncipe
no es del todo culpable, sino que sus insufribles pesares han acabado
por deteriorar sus facultades mentales? ¿Así de fácil?
Tal vez sí, hay que recordar que cuando lo conocimos era
un joven filósofo llegado de la Universidad de Wittemberg,
acosado por angustias y dudas infinitas, poco después se
nos presenta como el artífice de un castigo ejemplar destinado
a los asesinos de su padre, y también como un falso demente.
¿Por qué no suponer entonces que al final las presiones
y el desorden de este mundo y del otro, donde habitan los muertos
y de donde recibe instrucciones, han acabado por sumirlo en la locura?
¿Es posible que de tanto simular haya optado por refugiarse
en ella, y escapar así de toda la pesadumbre que lo embarga?
El viejo lector, mi amigo, el moribundo Gustavo Esguerra, se pregunta
en su lecho de enfermo si acaso la aceptación de Hamlet para
jugar aquella absurda partida de sables podría ser una mera
convención escénica de aquellos tiempos donde tan
a menudo la desmesura supera a la coherencia, y contaba con la aceptación
del autor tanto como con la de un público complaciente siempre
y cuando le ofrecieran una función brillante, opulenta en
movimientos, tropos y figuras varias, todo ello empapado con sangre
derramada como lo apetecía la época, al final de aquella
excesiva tragedia. Hamlet se comportará como el hombre que
deberá restablecer el orden en el universo que ha sido dislocado
brutalmente. Los culpables serán eliminados, Shakespeare
ideó ese duelo deportivo sabiendo que el desenlace está
a la vista. En una única escena morirán el rey y la
reina, y junto a ellos Hamlet y Laertes, los amigos divididos a
quienes sólo la presencia de la muerte volvería a
unir. Pasaría por allí el valiente Fortinbrás,
limpio de culpas despediría con palabra rotunda al cadáver
del príncipe y se ceñiría tranquilamente la
corona. Las tinieblas se retirarían de Dinamarca, el olor
a podredumbre se evaporaría. En aquel viejo reino, librado
de tribulaciones, comenzaría de nuevo la historia. Más
que la edición de sus obras, a Shakespeare como hombre de
teatro le interesaba la puesta en escena. En una buena representación,
la aceptación de Hamlet a cruzar espadas con Laertes no produce
ningún reparo, como pasa en la lectura. Por el contrario,
en escena funciona espléndidamente y compone un final perfecto.
Esguerra relaciona la escena con otra desorbitadamente efectista,
donde el príncipe se arroja a la tumba donde yace el cadáver
de Ofelia; presiente una posible conexión entre ambas situaciones,
pero no logra establecerla. En esa búsqueda cruzan por su
memoria algunas frases pronunciadas por la trémula huérfana
mientras deambula sin derrotero por los pasillos de Elsinore.
A Gustavo Esguerra, como a todo lector, le fue imposible captar
todos los misterios contenidos en una obra de Shakespeare. En su
juventud, lo deslumbraron las intensas tramas y la música
verbal. ¡No podía ser de otra manera! Cada lector,
según sus capacidades, va descifrando a través del
tiempo algunos de sus enigmas. Hacia mediados de los años
sesenta, le llegó a las manos el libro de Jan Kott: Shakespeare,
nuestro contemporáneo. En sus páginas se convenció
de la importancia de penetrar a través del texto shakespearino
la experiencia contemporánea, su inquietud y su sensibilidad:
En Hamlet se barajan muchos asuntos: política, poder
y moral, debates sobre la unidad de la teoría y la práctica,
sobre la finalidad suprema y el sentido de la vida; hay una tragedia
amorosa, familiar, estatal, filosófica, escatológica
y metafísica. Hay de todo, hasta estética teatral.
Además, la tragedia contiene un sobrecogedor estudio psicológico,
un argumento sangriento, un duelo, una gran carnicería. Uno
puede elegir a su gusto el tema que le interese.
Uno de los verbos más conjugados en Hamlet es espiar.
En el escenario todos son espiados, sin excepción y sin reposo.
En el castillo de Elsinore hay siempre alguien detrás de
una cortina, oyendo, espiando. El grito desgarrado de Hamlet: ¡Ofelia,
márchate a un convento!, es la confirmación
de que en un mundo regido por el crimen no hay lugar para el amor.
Hamlet parece obedecer a su creador, pero intenta también
escapársele siempre. Por eso es posible examinarlo y entenderlo
de diferentes maneras. En la última hora de su vida, Gustavo
Esguerra recordó, ya lo he dicho, unas líneas de Ofelia
en cuya existencia le pareció no haber reparado nunca. Una
frase se inserta en el cuarto acto, precisamente en la escena donde
la triste niña tropieza con los reyes, perdida ya en un alucinado
laberinto verbal. Su demencia es evidente, y sin embargo en ese
denso drama de crímenes y castigos la sibilina frase parece
aludir a algo muy importante, muy concreto, tal vez una advertencia
al corazón del auditorio: Dicen que la lechuza era
hija del panadero. Señor, sabemos lo que somos, pero no lo
que podemos ser. El viejo Esguerra, exhausto, la repite, en
voz cada vez más angustiosa. A su lado se encuentran un médico
y una enfermera. Acaban de aplicarle una inyección. El médico
mueve la cabeza, lo que implica que todo está perdido. El
paciente tiene aún fuerza para repetir:
Dicen que la lechuza era hija del panadero. Señor,
sabemos lo que somos, pero no lo que podemos ser, una frase que
encajaría perfectamente en un drama de Pirandello, ¿no
le parece, doctor?
|