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PALABRA NUEVA
Paseos de Montaña *
Pablo Sol Mora
Pablo Sol Mora es crítico literario. Estudió Letras His-
pánicas en la Universidad Veracruzana y El Colegio de
México. Ha sido profesor en Francia y Estados Unidos.
Ha colaborado en publicaciones como la Nueva Revista de
Filología Hispánica, Letras Libres y La Jornada Semanal.
Y me paseo por pasearme
Ensayos, IX, III
Montaigne, se ha dicho muchas veces, no es un autor: es un lugar, una región donde habitan la alegría, la inteligencia y la libertad. A ella volvemos cuando, fatigados del ajetreo y la frivolidad, queremos descansar un poco, tonificarnos y recordar los principios de aquello que realmente importa, el único oficio común a todos: saber ser humano, vivir esta vida y, en sus propias e inmortales palabras, “gozar lealmente de nuestro ser” (XIII, III). Hace poco, en las circunstancias descritas, decidí hacer una excursión a la Montaña. Tenía planeado pasar unos días y acabé quedándome meses, fascinado y feliz. Las que siguen son algunas de mis notas de viaje, apuntes tomados al paso, y no tienen otro propósito que el de invitar al lector a regresar a ese país privilegiado o, por qué no, a emprender por primera vez el viaje, que sí, hasta para los clásicos hay una primera vez.
I
En 1571, un antiguo consejero del Parlamento de Burdeos se retira a sus dominios y hace grabar en su estudio una inscripción latina que dice más o menos así:
El año de Cristo de 1571, a la edad de treinta y
ocho años, la víspera de las calendas de marzo, aniversario de su nacimiento, Michel de Montaigne,
cansado desde hace tiempo de la servidumbre de
la corte y los cargos públicos, gozando aún de plena salud, se retiró en el seno de las doctas vírgenes, donde, en medio de la calma y la seguridad,
pasará los días que le resten de vida, consumida
ya en más de la mitad. Si el destino lo permite,
terminará esta morada y sosegado retiro ances-
tral consagrado a su libertad, su tranquilidad y
su ocio.
Grave y algo precipitado propósito, pues, como sabemos bien, este retirado prematuro no dejará de aban-
donar su encierro más de una vez cuando el deber
(esa cosa pública de la que se dice harto), la salud o el
placer lo llamen. Pocas cosas resultaron más nocivas
para la posteridad de Montaigne que la imagen piado-
sa del solitario recluido en su torre –ajeno al mundo,
renuente a la acción, paralizado por el escepticismo–,
desde donde con desapego considera los asuntos hu-
manos (una imagen que no requiere la lectura de los
Ensayos y que suele excluirla).
Las razones detrás del retiro son varias (sincera fa-
tiga de la magistratura, reciente herencia del dominio
familiar, accidente a caballo que lo tuvo al borde de la muerte), pero quizá la más profunda se remontaba a
años atrás, a 1563, cuando ocurrió el fallecimiento del
amigo irremplazable, Étienne de La Boétie. A partir
de entonces, Montaigne, más que vivir, sobrevivirá;
una especie de tedium vitae se apoderará de él. SainteBeuve recordaba oportunamente una cita de Plinio
el Joven: “He perdido al testigo de mi vida… temo, a
partir de ahora, vivir más negligentemente”.
La ociosidad del retiro probó no ser tan sencilla
al principio como había imaginado. Tal vez tenía en
mente estas dificultades iniciales cuando tiempo des-
pués escribió: “Retírense en ustedes mismos, pero
prepárense antes para recibirse; sería una locura con-
fiarse a ustedes mismos si no se saben gobernar. Hay
forma de fracasar en la soledad como en la compa-
ñía” (XXXIX, I). Según él mismo cuenta, apenas ha-
bía comenzado cuando, vencido por la soledad, cayó
en una profunda melancolía (Montaigne no poseía,
por naturaleza, un temperamento dado a este humor,
pero no estaba exento de él, y quizá justo por eso lo
resentía especialmente). Fue esta crisis la que originalmente lo orilló a escribir. Sabemos, por otra parte, que
su intención era retirarse en compañía de las “doctas
vírgenes”, o sea, las musas.
Escribir, de acuerdo, pero qué y cómo. En esa
búsqueda, Montaigne vacilará no poco. En los prime-
ros ensayos (que lo son por partida doble), particular-
mente en sus primeras versiones, son perceptibles los
tanteos y las dudas. Asistimos, no hay que olvidarlo, a
la invención de un género. Hay todavía ahí demasia-
dos ejemplos, demasiadas historias, demasiada erudi-
ción ordinaria. Montaigne se contiene, se oculta un
poco detrás de esa pantalla, no acaba de ser del todo
–como escribirá más adelante– la materia de su libro. Y,
sin embargo, a veces se le suelta la mano, en especial
cuando escribe sobre temas que lo tocan en lo vivo: la
ociosidad, la muerte, la soledad, la imaginación. Ahí
comienza a perfilarse el verdadero Montaigne, el que
dominará en los siguientes ensayos y encontraremos
plenamente realizado en el libro III. Lo que importa
destacar ahora, en todo caso, es la decisión del retiro,
por inconstante que fuera (y no podía haber sido de
otra forma) que se encuentra en la raíz de los Ensayos.
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