Por las ideas que expone, transcribimos textualmente la nota de Juan Manuel García Ruíz, recién publicada en El País, que narra cómo un científico español, actualmente en Japón, está viviendo el terremoto desde un refugio improvisado en el barrio de Omahi, en Sendai.
«Estoy en un refugio improvisado en una escuela en el barrio de Omahi, en puro centro de la ciudad. Hace algo más de cuatro horas estaba en mi despacho de profesor Invitado en la Universidad de Tohoku. Todo estaba en orden después del susto de hace un par de días en que la tierra tembló, nos levantó de la silla, pero no nos sacó a la calle.
«Es fuerte pero esta lejos. No es el que esperamos», dijo mi colega el profesor Katsuo Tsukamoto mientras la Facultad se movía como un tiovivo. Hoy sí. Hoy el centro del seísmo estaba a diez kilómetros de profundidad y casi en la vertical de la ciudad. Según pronto supimos, 8,9 grados. Me dio tiempo a pensar que debía desenchufar la tetera, los ordenadores, la lámpara. Poco más. Me uní a los que ya corrían hacia la escalera de seguridad. Pillé un casco de los que vi en el camino y baje a trompicones. Cuando llegué abajo la tierra seguía temblando. Me fui hacia un claro con muro al que me agarré. Traté de alejarme del muro para sentirlo mejor, para sentirlo más. Pero no me supe mantener en pie, tuve miedo y volví al muro. Y la tierra seguía temblando.
Mire al edificio que acababa de abandonar y que con su estructura antisísmica mantenía el tipo ante semejantes ataque, pues la tierra seguía temblando. Más de dos largos minutos, lo que tardará en leer este párrafo. Ya con las piernas temblando me uní a un grupo que empezaba a formarse en el jardín anexo. No hubo gritos. No hubo histeria, tanto que comenté si estaban acostumbrados, pero un colega comentó inmediatamente que había sido el mayor de su vida. Todo se organizó inmediatamente. Alguien tomó el mando. Con un altavoz empezó a dar órdenes que yo no entendía. Mi anfitrión estaba de viaje en Tokio, pero mis estudiantes que sabían inglés me tuvieron informado.
Después de que un piquete comprobara los destrozos, pudimos subir de seis en seis, comenzando desde el piso superior, a recoger nuestros abrigos pues empezó una fuerte nevaba.
Comenzó a llegar información sobre el seísmo. Todo el mundo tenía en mente Kobe y estaban preocupados por sus familias y sus casas, pero increíblemente la ciudad no parecía estar dañada, solo algunos incendios. El frío arreciaba y alguien ordenó cobijarnos a la entrada de un refugio que parecía menos dañado. Allí, mis alumnos empezaron a sacar cajas de víveres, agua, galletas y una lata de sardinas que guardo ahora por si hace falta mañana. ¿De dónde habéis sacado eso? «Llevábamos diez años esperándolo, profesor; está todo previsto». Todo organizado y además por gente que estaba entrenada para autoorganizarse. Entendí entonces que esta ciudad se había preparado para combatir a este monstruo que esperaban pacientemente. Y lo había hecho con las mejores armas que tenemos: con ciencia y tecnología.
No podíamos quedarnos en la universidad. Bajamos desde la Colina andando porque el tráfico estaba colapsado. Una pareja de estudiantes se ofreció a acompañarme para comprobar los destrozos en mi casa y llevarle a un refugio. Cuando me entere de que no quedaba en el camino de la suya, protesté, pero me dijeron que habían pasado un año en Bélgica, sabían lo que es no entender el idioma local y no me podían dejar solo. Seguimos caminando bajo la nieve y cuando al cruzar el puente sobre el río atisbamos la ciudad, no pude contener la alegría de ver a la ciudad en pie, sus casas enteras, sus rascacielos enhiestos, con algún rasguño, pero victoriosa. En la cara de los estudiantes noté el orgullo de la victoria. Habían ganado. El camino a mi casa fue una continua lección de comportamiento y al despedirse me dijeron: «Ya sabe profesor: esta noche lo importante es pensar que estamos vivos y que tenemos la obligación de seguir vivos».
Aquí, en el refugio no tengo noticias de la gravedad de los daños, aunque me imagino que el tsunami posterior ha debido ser tremendo. La tierra sigue -cinco horas después- enviando violentas réplicas que nos mantiene en vilo pero con la esperanza de salir de esta. Aunque a veces huela a azufre, no son diablos ni dioses quienes las envían, ni son ejercicios con bombas nucleares, ni es la tierra enfurecida con la humanidad. Esto se llama geología, es ciencia y es tecnología, y lo sabe un pueblo que quizás acaba de ganar una batalla histórica».
Juan Manuel García Ruiz es cristalógrafo, investigador del CSIC en la Universidad de Granada, y actualmente están en Japón, en la Universidad de Tohoku.