Todos somos un lector único, uno en medio de otros que comparten nuestra misteriosa devoción.
Alberto Manguel
En el tren, dos muchachas, inmersa cada una en su libro, como si el mundo exterior no existiese, como si cada una se hallase encerrada en la consabida torre de marfil. Inclino la cabeza para alcanzar a leer los títulos. Una está leyendo Pot-Bouille de Zola, la otra Lenta biografía de Sergio Chejfec. La primera suspira, cierra su volumen, y le dice a su compañera: «¡Cuánto me gustaría leer un buen libro!». La segunda cierra a su vez el suyo y pregunta: «El que estás leyendo ¿no es bueno?». «Es bueno, pero no bueno para mí ¿me entiendes?». Su compañera la mira perpleja. «Para mí», le responde, «todo libro que me gusta es bueno. Los otros los dejo de lado».
Libros buenos y libros malos: todo lector lee en un bosque de libros calificados de antemano. Por aquí han pasado batallones de Linneos clasificando rigurosamente cada espécimen de sobresaliente sin reservas, de excelencia moderada, de muy bueno, bueno o regular, de malo con reservas, muy malo, abominable. Según el contexto (diletante, universitario, periodístico, de tertulia o comercial) las etiquetas cambian. Buenos son aquellos clásicos, en su mayor parte hoy disfrutados por un puñado de excéntricos arqueólogos, cuyos nombres conocemos epidérmicamente. Buenos son los libros premiados en arreglos prenupciales, que sin sorpresa alguna ascienden las gradas de ese efímero Parnaso que son las listas de best sellers. Buenos son (ésta es la definición que busco) las obras que, secretamente, cada lector elige para sí, como esa que busca la lectora de Zola, soñando con un encuentro erótico que no querrá seguramente compartir con nadie más.
La bondad de un clásico reside en su calidad de palimpsesto: mientras más capas de lectura acumula, mejor es, porque mejor, más interesante, más complejo va pareciéndole a las sucesivas generaciones que no se resignan a olvidarlo. Cada lector avisado encuentra en él aspectos nuevos, vetas no exploradas, sentidos insólitos, pero también una suerte de familiaridad, una sensación de reencuentro. Un clásico nos abre puertas inesperadas sobre vistas ya conocidas, paisajes de infancia: leemos en él lo que de alguna manera ya estaba en nosotros. La lectora de Zola habrá quizás sentido ese «escalofrío del reconocimiento» (como lo llamaba Henry James) al encontrarse con ese pasaje en el que el padre de la joven Marie declara no haberle autorizado a su hija la lectura de novelas, salvo el André de George Sand, «obra sin peligro, hecha de imaginación, y que enaltece el alma», y se habrá permitido una sonrisa como lectora no ya de Zola, sino de Rosa Montero. Y luego, inesperadamente, habrá recordado en el final de Rebelión en la granja de Orwell al llegar a la última frase de Pot-Bouille, «c’est cochon et compagnie», que resume las 400 páginas del libro y las extiende hacia el futuro.
Su compañera, la lectora de Chejfec, admitiría sin duda esa calidad de palimpsesto, pero quizás agregaría que, por sobre todo, un clásico es un libro que alaba la pobreza esencial de la materia que lo constituye. Es decir, para ella, un clásico libro que glorifica la maravillosa impotencia del lenguaje que lo escribe. Justamente porque las palabras de las que está hecho no alcanzan nunca a decir lo que la intuición vislumbra, la imaginación cree concebir, la mente está a punto de comprender, ciertos libros, valerosamente armados, conscientes de sus limitaciones y orgullosos de sus faltas, se prestan, generación tras generación, a un siempre inédito intento de lectura. Precisamente porque en literatura no logra decirse todo (o sólo logra decirse muy poco) el lector puede llenar los entrelineados y silencios con batallones de significados y muchedumbres de interpretaciones. «Sólo palabras son las que yo pongo aquí, y únicamente eso», dice el narrador de Chejfec, y el lector sabe que miente. Entre «sólo palabras» y «únicamente eso» está toda la literatura escrita y por escribir.
Mis lectoras viajeras, claro, podrían ser otras. En lugar de Zola y Chejfec podrían haber estado leyendo La bodega de Noah Gordon y El guardián de la flor de loto de Andrés Pascual. En ese caso, su búsqueda de lo bueno no necesitaría extenderse al ámbito hermenéutico o lingüístico: podría limitarse al de las estadísticas. Una rápida consulta de las listas de más vendidos les confirmaría que los libros que han elegido son efectivamente buenos en un sentido cuantitativo: tienen el voto de la mayoría o, al menos, han sido promocionados con mayor energía por sus editores, o han sido preparados según fórmulas alimenticias que pueden llamarse buenas porque alivian el apetito y endulzan el paladar, pero no nutren ni fortalecen. El 10 de diciembre último, el presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, reunió al sindicato nacional de la edición francesa para proponerles autorizar la publicidad comercial de libros en la televisión, cosa que, por supuesto, sólo las grandes editoriales se podrían costear -y aun ellas sólo para sus best sellers-. Sarkozy resumió así sus argumentos: «Les diré qué cosa es un buen libro: un buen libro es un libro que se vende bien». A lo cual Ralph Waldo Emerson ya había contestado hace casi siglo y medio: «La gente no merece libros buenos, si es que le deleita tanto los malos».
Me doy cuenta ahora de que las dos definiciones previas de libros buenos -libros que el trascurrir de los siglos deja en nuestras bibliotecas y que allí permanecen, y libros que se agolpan en las tiendas gracias a un vendaval mediático, y que desaparecen casi inmediatamente- adolecen de un destino numérico. Son porque muchos han querido que sean para la eternidad, o para un verano. La tercera definición que propongo es más severa, menos popular, más discriminatoria. Sin referirnos a la autoridad y juicios de los lectores que nos han precedido, y haciendo oídos sordos a las voces que anuncian un cuarto de hora de fama para algún título nuevo, a veces, a solas con un libro, descubrimos que ha sido escrito para nosotros.
Con azoramiento, con regocijo, con gratitud, leemos de pronto en cierto párrafo, en cierta línea, la confesión de nuestros secretos más guardados, de nuestros deseos más ocultos, de nuestras intuiciones más indecibles. Allí, entre las cubiertas de ese volumen que el azar (por así llamar a ese bibliotecario sagaz y perseverante) ha puesto en nuestras manos, estamos nosotros, singularmente, retratados en letras de fuego. Clásico, best seller, volumen desconocido hallado por casualidad, olvidado compañero de infancia o amigo de un amigo que pensó que nos gustaría leerlo, el libro bueno, el buen libro, en el sentido más profundo que podemos dar al término, es aquel que es bueno para ese lector único que todos somos, en medio de otros lectores únicos que comparten nuestra misteriosa devoción.
Tomado de El país 16/02/2008