Espido Freire
Edgar Allan Pöe mató a muchas mujeres, de maneras muy diversas, pero con ninguna se ensañó tanto como con madame L’Espanaye y su hija Camille. A las dos las condenó a una muerte sangrienta, brutal y a una vida sin belleza ni gracia, a ser un mero interrogante para una inteligencia inquieta, la que realmente interesaba al autor y hacia la que nos guía una mano firme: el horror del asesinato pierde fuerza ante la fascinación del enigma, y la manera en la que Dupin enlaza datos. Ya nada puede hacerse, ni tampoco hay parientes que lloren o reclamen la muerte de las dos mujeres. Sus vecinos temen únicamente por ellos mismos. Desvalidas ante la sociedad, polichinelas desmembrados, sirven al menos para el entretenimiento de los perspicaces. Sin embargo, hay algo en ellas que las hermana con Dupin y su amigo, el narrador: como copias grotescas de los varones que las investigan, también ellas vivían juntas, en paz y armonía tras una puerta cerrada. |
La misma oscuridad que les ha cerrado los ojos es la que buscan los dos jóvenes, una noche prematura y artificial que imitan con velas y cortinas. En Paris, en sus muchas calles, aguardan las aventuras: pero no siempre salen al encuentro de quienes las buscan. La lógica habría dictado que los dos petimetres estudiosos, algo confiados, muy esnobs, se cruzaran con la muerte. En otra ocasión. Quizás en la siguiente esquina.
Pöe olvida aquí todo elemento fantástico. No hay presentimientos, ni fantasmas que ululan. La pobre Camille, encajada en el hueco de la chimenea, no fingirá estar muerta, ni padecerá de catalepsia, como una muñeca rusa, está en una caja de piedra dentro de otra caja, la habitación cerrada, en la que todo lo que queda es sangre y destrozos. El modo en el que Dupin inspecciona la vida ajena nos lo presenta arrugando ligeramente la nariz ante la ineficacia ajena, pero con una impudicia curiosa en la que no se dedica una palabra delicada, una mirada humana a lo que ha ocurrido.
No sabemos, quizá no sabremos nunca, qué penosas circunstancias condujeron a este jovencito de alta cuna a la situación en la que se encuentra. Se nos dice que sus fuerzas no son bastante para que recupere su fortuna, ni su ambición otra que la de pasar decentemente, sin más antojos que sus libros y un amigo con el que ejercitar su mente y sus teorías. Testigo constante, pero sin coraje como para actuar en su favor o el de los otros, Dupin continuará abrigado por las tinieblas, al acecho de un misterio nuevo que resolver que aparte su atención de su pasado no resuelto. Sin sus deducciones se encuentra solo en un mundo incomprensible, que tolera que, de pronto, madames y mademoiselles aparezcan destrozadas en habitaciones selladas.Y cualquier cosa (deducciones, adivinaciones, intuiciones, líneas concatenadas de acontecimientos) es preferible a esa certeza.
Tomado de: Sumplemento Cultural de Reforma 18/01/2009