La crisis económica en Inglaterra ha provocado una serie de recortes presupuestales. El gobierno central ha limitado los recursos que entrega a las localidades y éstas deciden en dónde aplican la tijera. Un buen número de condados ingleses ha decidido terminar con el financiamiento de las bibliotecas públicas. Según los ahorradores, en estos tiempos no se justifica el gasto en esos símbolos de la antigua cultura. La gente tiene hoy acceso a otras fuentes de información, por lo que no necesita de esos edificios repletos de libros. Si quieren preservar sus bibliotecas, los vecinos habrán de dedicarse voluntariamente a cuidarlas. Hace un par de semanas, el novelista Philip Pullman puso el grito en el cielo: sofocar las bibliotecas públicas es una monstruosidad, un atentado a la civilización, una tragedia para la vida en común.
Pullman, el autor de la trilogía La materia oscura, tomó la palabra—literalmente. Pronunció un discurso en Oxford en defensa de las bibliotecas públicas que rebotó de inmediato por los conductos de la red. De pronto, miles y miles leían y comentaban su alegato. Asfixiar presupuestalmente a las bibliotecas no puede ser obra más que del fundamentalismo. Como el obispo Teófilo destruyó la Biblioteca de Alejandría por ser depósito de la cultura pagana, los fundamentalistas del mercado están dispuestos a rematar las bibliotecas por no resultar rentables. Estos dogmáticos del lucro, no entienden otra razón que el provecho económico. No tiene valor lo que no produce una ganancia cuantificable e inmediata. ¿Qué sentido tiene guardar un libro de filosofía que no ha sido consultado en diez años? ¿Por qué no eliminar de los estantes todos esos libros impopulares y preservar solamente los que se leen frecuentemente? Si quieren bibliotecas, bastaría con una buena colección de best-sellers.
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Un mundo distraído
Bárbara Celis
La tercera parte de la población mundial ya es ‘internauta’. La revolución digital crece veloz. Uno de sus grandes pensadores, Nicholas Carr, da claves de su existencia en el libro ‘Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?’ El experto advierte de que se «está erosionando la capacidad de controlar nuestros pensamientos y de pensar de forma autónoma».
El correo electrónico parpadea con un mensaje inquietante: «Twitter te echa de menos. ¿No tienes curiosidad por saber las muchas cosas que te estás perdiendo? ¡Vuelve!». Ocurre cuando uno deja de entrar asiduamente en la red social: es una anomalía, no cumplir con la norma no escrita de ser un voraz consumidor de twitters hace saltar las alarmas de la empresa, que en su intento por parecer más y más humana, como la mayoría de las herramientas que pueblan nuestra vida digital, nos habla con una cercanía y una calidez que solo puede o enamorarte o indignarte. Nicholas Carr se ríe al escuchar la preocupación de la periodista ante la llegada de este mensaje a su buzón de correo. «Yo no he parado de recibirlos desde el día que suspendí mis cuentas en Facebook y Twitter. No me salí de estas redes sociales porque no me interesen. Al contrario, creo que son muy prácticas, incluso fascinantes, pero precisamente porque su esencia son los micromensajes lanzados sin pausa, su capacidad de distracción es enorme». Y esa distracción constante a la que nos somete nuestra existencia digital, y que según Carr es inherente a las nuevas tecnologías, es sobre la que este autor que fue director del Harvard Business Review y que escribe sobre tecnología desde hace casi dos décadas nos alerta en su tercer libro, Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (Taurus).
«Aún no somos conscientes de todos los cambios que van a ocurrir cuando realmente el libro electrónico sustituya al libro»
Los libros que han marcado el paso hacia el nuevo milenio
Jordi Garcia
Los críticos de Babelia han elegido, cada uno en su especialidad, diez obras fundamentales editadas en España, a partir de 1991. Veinte años en los que este suplemento ha ido dando las claves de la actualidad literaria y que ahora recogen su esencia en este canon.
Novela y diarios en español
El embrujo de Shanghai
Juan Marsé (Plaza & Janés, 1993)
La escritura o la vida
Jorge Semprún (Tusquets, 1995)
Estrella distante
Roberto Bolaño (Anagrama, 1996)
Una comedia ligera
Eduardo Mendoza (Seix Barral, 1996)
Plata quemada
Ricardo Piglia (Anagrama, 1997)
Pretérito imperfecto. Autobiografía
Carlos Castilla del Pino (Tusquets, 1997)
La fiesta del Chivo
Mario Vargas Llosa (Alfaguara, 2000)
La tentación del fracaso. Diarios
Julio Ramón Ribeyro (Seix Barral, 2003)
Tu rostro mañana I, II y III
Javier Marías (Alfaguara, 2002-2007)
Anatomía de un instante
Javier Cercas (Mondadori, 2009)
Dulce para el lector, agrio para el autor
Álvaro Pons
No es exagerado decir que los aficionados al cómic vivimos un momento dulce. Pese a que la crisis ha pasado obligada factura en el número de novedades que llegan a las librerías, el panorama es utópico: se publica más que nunca, desde reediciones de clásicos a obras más vanguardistas; la consideración social del noveno arte ha dado un salto espectacular, impulsada tanto por la instauración del Premio Nacional de Cómic como por el auge de la novela gráfica, que han favorecido, junto a la avalancha de adaptaciones cinematográficas y televisivas, la presencia habitual del cómic en los medios de comunicación… Una situación absolutamente inconcebible hace apenas unos años, cuando ser reconocido como lector de cómic suponía, poco más o menos, ser sospechoso de ir asesinando viejecitas a golpes de catana.
Sin embargo, tan paradisíaco escenario sigue teniendo un debe fundamental: pese a todos los avances, pese al reconocimiento del autor de cómics como un creador equiparable a cualquier otro, las posibilidades de que un autor de cómics pueda hoy vivir de su obra son prácticamente nulas. Es cierto que no es difícil publicar hoy en día, de hecho, la multiplicidad de pequeñas editoriales y la aparición de nuevos y económicos métodos de autoedición digital hacen relativamente sencillo poder ver editada una obra siempre que cumpla una mínima calidad, pero lo escaso de las tiradas y un sistema de retribución basado en porcentajes sobre las ventas hacen que económicamente sea una ruina. Una obra que bien puede haber llevado un año de intenso trabajo puede suponer para el autor una remuneración de apenas 2.000 euros brutos, transformando la creación en un ejercicio vocacional. Una situación sorprendente en un medio donde el oficio de dibujante estuvo durante décadas asentado en una industria consolidada de la cultura popular que parece haber menguado hasta desaparecer. Tampoco hay que ser apocalípticos: no es imposible que un dibujante viva de hacer cómics, pero deberá aceptar trabajar -casi siempre por encargo y rara vez en sus propios proyectos- para otros países donde la industria del cómic sí es viable, como Francia o EE UU.