Por Juana Inés Dehesa
«¿Y aquí, a Germancito, dónde lo llevamos?», fue la pregunta que hizo Mariana, mientras levantaba a pulso lo que hasta el sábado pasado fue el departamento de interés social que habitaron las cenizas de mi papá: una urna negra, a un tiempo siniestra y horrenda, flanqueada en cada vértice por columnas doradas; un ejemplo perfecto de lo que el célebre difunto llamaba «charroco tardío».
Como suele suceder cada vez que habla Mariana, suscitó el desconcierto. En eso nadie había pensado. Con una precisión y una atención al detalle que ni el asesinato de Osama, entre Adriana, Rosa Elvira y mis hermanos logramos organizar finalmente el viaje a Tlacotalpan. Iríamos sus cuatro hijos, su hermana, el licenciado Max Peniche, que es un hermano que le nació en Yucatán, Adriana, y su cercanísimo y fidelísimo «personal de apoyo»: Pancho, Rosa Elvira, Janet, Chivis y Fita. Sería el 14 de mayo, vestiríamos de blanco y trataríamos por todos los medios de evitar el llanto y la tristeza.