Universidad Veracruzana

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Literatura, lectura, lectores, escritores famosos



Reseña de «Una historia de la lectura» de Alberto Manguel

Hay gentes que aman los libros.

Son seres que gustan del silencio, del recogimiento y de la quietud. Algunos son curiosos y catan las novedades; otros, más escépticos y a veces de retorcido colmillo, sólo releen para apurar su tiempo. Los hay que coleccionan libros, los que los dedican y aun quienes los escriben. Tales gentes pueblan sus casas a la medida de sus libros: «Me complace saber que estoy rodeado por algo que se asemeja a un inventario de mi vida dándome indicios sobre mi futuro» (p. 271). Alberto Manguel, argentino que reside en Canadá, ha escrito un libro (de excelente traducción y edición en español) sin pretensiones académicas. Los escuetos datos de la solapa le describen como un escritor y traductor que tiene en su haber una Guía de lugares imaginarios y una novela. No pertenece, pues, a la grey universitaria, erudita y pretendidamente rigurosa, sino al vasto territorio del ensayo al que es difícil pedir cuentas. Este libro se sitúa en un interregno insólito.

El uso del artículo indefinido para su Historia de la lectura es un recurso que apela a la falsa modestia. Manguel traza una «historia ecléctica» cuyo portador es el individuo y no «las nacionalidades ni las generaciones cuyas elecciones no pertenecen a la historia de la lectura sino de la estadística» (p. 345). Así se ventila la añeja cuestión del objeto, la adscripción metodológica a una historia particular (social, de las mentalidades, etc.) y, de paso, la precisión teórica que el asunto merece. Puesto que «la cronología de la lectura no puede ser la de una historia política» (¿a cuál se referirá?), Manguel se niega a seguir un orden convencional (p. 39) y se lanza a la aventura. Dice que va a pasar de su historia como lector a la historia del leer, pero lo primero se reduce a unas notas biográficas inconexas.

Lo mejor, su conocimiento de Borges cuando trabajaba en una librería de Buenos Aires y su experiencia como lector del escritor ciego. «Algunos libros hay que saborearlos, otros hay que tragárselos y uno pocos hay que masticarlos y digerirlos», sentenció Francis Bacon. Éste es de los primeros y, como los buenos vinos, merece beberse despacio, con tiempo y ganas, sin más objeto que el puro placer. La edición española tiene un papel suave que realza las numerosas ilustraciones que soportan el relato. Porque trama hay, pero no argumentación. La debilidad de esta deliciosa Historia de la lectura se revela cuando el autor esboza temas importantes (la relación entre la lectura y la construcción de la identidad moderna, la privatización del acto de leer, el desarrollo del antiintelectualismo) sin saber qué hacer con ellos.

Más lecturas hubiera tenido que hacer Manguel, alguna hipótesis y menos comentarios a las preciosas ilustraciones y citas que pueblan su sugerente libro. Lo peor es cuando se aparta del pasado y se asoma al presente, para comparar la memoria personal (hoy tan en desuso debido a la labor de pedagogos, psicólogos y preclaros políticos) con el almacenamiento de datos informáticos; o cuando hace un símil fácil entre los estudiantes de la escolástica y la toma mecánica de apuntes de los alumnos de hoy. No hay por qué dar píldoras a los lectores de este libro, que no parece dirigirse a lectores fáciles, a juzgar por su extensión. Las cabriolas cronológicas, los capítulos sin tema, las concesiones a la actualidad y otros pecados capitales de este libro son, empero, el precio de querer tener todo tipo de compradores.

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