Henry James
Aquel día de abril era templado y luminoso, y el pobre Dencombe, feliz en la presunción de que sus energías se recuperaban, estaba parado en el jardín del hotel, comparando los atractivos de diversos paseos tranquilos, con una parsimonia en la cual, empero, todavía se echaba de ver cierta laxitud. Le gustaba la sensación de Sur, en la medida en que se la pudiera tener en el Norte; le gustaban los acantilados arenosos y los pinos arracimados, incluso le gustaba el mar incoloro. “Bournemouth es el lugar ideal para su salud” había sonado a simple anuncio, pero ahora él se había reconciliado con lo prosaico. El amigable cartero rural, al cruzar por el jardín, acababa de entregarle un paquetito, que él se llevó consigo dejando el hotel a mano derecha y encaminándose con andar circunspecto hasta un oportuno banco que ya conocía, en un recoveco bien abrigado en la ladera del acantilado. Daba al Sur, a las coloreadas paredes de la Isla de Wight, y por detrás estaba guarecido por el oblicuo declive de la pendiente. Se sintió bastante cansado cuando lo alcanzó, y por un momento se notó defraudado; estaba mejor, desde luego, pero, después de todo, ¿mejor que qué? Nunca volvería, como en uno o dos grandes momentos del ayer, a sentirse superior a sí mismo. Lo que de infinito pueda tener la vida había desaparecido para él, y lo que le quedaba de la dosis otorgada era un vasito marcado como lo está un termómetro por el farmacéutico. Se quedó sentado con la vista clavada en el mar, que parecía todo superficie y cabrilleo, harto más superficial que el espíritu del hombre. El abismo de las ilusiones humanas, ése sí que era la auténtica profundidad sin mareas. Sostenía el paquete, que a todas luces era de libros, en las rodillas, sin abrirlo, alegrándose, tras el ocaso de tantas esperanzas (su enfermedad lo había hecho ser consciente de su edad), de saber que estaba ahí, pero dando por hecho que ya jamás podría haber una repetición completa del placer, tan caro a la experiencia juvenil, de verse a sí mismo “recién impreso”. Dencombe, que tenía una reputación, había publicado demasiadas veces y sabía de antemano demasiado bien cómo luciría.
Ese aplazamiento tuvo como vaga causa adicional, al cabo de un rato, a un grupo de tres personas -dos mujeres y un joven- a quienes, más abajo que él, se veía avanzar errabundos, juntos y al parecer callados, a lo largo de la arena de la playa. El joven tenía la cabeza inclinada hacia un libro y de vez en cuando se quedaba parado por el hechizo que sobre él ejercía ese volumen que, como percibía Dencombe incluso a esa distancia, tenía una cubierta chillonamente roja. Entonces, sus compañeras, un poco por delante, lo esperaban a que las alcanzara, hurgando en la arena con sus sombrillas y mirando alrededor el cielo y el mar, paladinamente conscientes de la belleza del día. A aquellas cosas el joven del libro se mostraba ajeno aún más paladinamente; retrasándose, fascinado, absorto, era motivo de envidia para un observador a quien se le había mar chitado toda candidez de su relación con la literatura. Una de las mujeres era voluminosa y entrada en años; la otra exhibía la delgadez de una contrastante juventud y de una situación social seguramente inferior. La mujer voluminosa transportaba la imaginación de Dencombe hacia la época de la crinolina; tenía un sombrero en forma de champiñón, adornado con un velo azul, y la portadora del mismo, en su agresiva imponencia, parecía aferrarse a una moda desvanecida y aun a una causa perdida. Al cabo su compañera sacó de entre los pliegues de un mantón una cojeante silla portátil, que desplegó rápidamente y de la cual tomó posesión la mujer voluminosa. Este acto, junto con algo en los movimientos de la una y de la otra, instantáneamente caracterizó a las ejecutantes -éstas actuaban para recreo de Dencombe- como matrona opulenta y como humilde señorita de compañía. Por lo demás, ¿de qué servía ser un novelista probado si no se era capaz de establecer las relaciones personales existentes entre tales figuras? Como por ejemplo: la imaginativa teoría de que el joven era hijo de la matrona opulenta, y de que la humilde señorita de compañía, hija de clérigo o de funcionario, abrigaba una secreta pasión por él. ¿No era visible eso por el modo como ésta última se había deslizado furtivamente detrás de su benefactora para volver la vista hacia donde él se había permitido quedarse completamente quieto en tanto su madre se sentaba a descansar? Ese libro era una novela; tenía la llamativa tapa de las ediciones económicas, y él, mientras el romanticismo de la vida quedaba desdeñado a su lado, se perdía en el romanticismo de la biblioteca circulante. Maquinalmente se trasladó a donde era más blanda la arena, y se dejó caer en ella para acabar el capítulo a sus anchas. La humilde señorita de compañía, desalentada por la inaccesibilidad masculina, erraba, con la cabeza martirizadamente gacha, en otra dirección, y la señora descomunal, contemplando las olas, ofrecía una borrosa semejanza con una máquina voladora caída en pedazos.
Cuando empezó a desinteresarlo este espectáculo, Dencombe se acordó de que tenía, a fin de cuentas, otro pasatiempo aguardándolo. Aunque tanta celeridad fuera infrecuente por parte de su editor, él ya podía extraer del envoltorio su obra “más reciente”, quizá su obra última y final. La cubierta de La edad madura era certeramente llamativa, el aroma de las rozagantes páginas era el mismísimo olor de la beatitud; pero, de momento, él no pasó de ahí, habiéndose percatado de una rara alienación. Se le había olvidado de qué trataba su propio libro. El último ataque de su vieja dolencia, de la cual había venido ilusamente a protegerse a Bournemouth, ¿había quizá interpuesto un vacío absoluto respecto de lo que había precedido al mismo? Había finalizado la corrección de galeradas antes de salir de Londres, pero la posterior quincena en cama había pasado una esponja sobre los matices. No habría podido salmodiarse a sí propio una sola de sus frases, ni podía dirigirse a ninguna determinada página con curiosidad o seguridad. Se le había ido su tema, quedándole apenas una conjetura. Lanzó un sordo gemido al respirar el frío de su vacío absoluto: éste parecía tan desesperadamente representar la culminación de un siniestro proceso. Las lágrimas visitaron sus apacibles ojos: algo precioso se había evaporado. Tal había sido la congoja más punzante de unos cuantos años a esta parte: la sensación de la mengua del tiempo, de la reducción de las oportunidades; y lo que ahora notaba no era tanto que estuviera escapándosele su última oportunidad, cuanto que ya se le había escapado del todo. Aunque había hecho todo lo que podía, aún no había hecho lo que quería. Ése era el desgarro: que, virtualmente, su carrera había llegado a su término: era tan violento como una mano brutal en la garganta. Se levantó nerviosamente de su asiento, cual criatura invadida por el pavor; luego, en su debilidad, tornó a arrellanarse y abrió tembloroso la novela. Era un solo volumen: él prefería los volúmenes únicos, aspirando a una concisión exquisita. Se puso a leer, y poco a poco, en esa ocupación, fue sintiéndose tranquilizado y serenado. Todo principió a volver a su mente, pero volvía con asombro; volvía, sobre todo, con una belleza elevada y radiante. Leyó su propia prosa, pasó sus propias páginas, y, sentado allí, con el sol de primavera en sus hojas, sintió una peculiar e intensa emoción. Su carrera se había terminado, sin duda, pero, al menos, se había terminado con aquello.
Durante su enfermedad había olvidado el trabajo del año pasado… pero lo que más había olvidado era que fuese tan extraordinariamente bueno. Volvió a zambullirse en su narración, y fue arrastrado a sus profundidades, como por mano de una sirena, hasta donde flotan extraños temas silenciosos en el tenue mundo sumergido de la ficción, la gran cisterna esmaltada del arte. Reconoció su tema y se rindió a su propio talento. Seguramente su propio talento nunca se había mostrado tan acendrado como en aquella ocasión. Sus ineptitudes seguían allí, pero lo que también seguía allí, para su percepción, aunque probablemente, ¡ay!, para la de nadie más, era la maña con que en la mayoría de los casos las había remontado. En el sorprendido goce de esa su destreza, entrevió un posible indulto. De seguro que su fuerza aún no estaba agotada; en ella todavía quedaba vida y servicio. No le había venido fácilmente, había llegado de modo tardío y esquivo. Era hija del tiempo, nutrida por la dilación; él había luchado y sufrido por ella, realizando incontables sacrificios, y ahora que la misma había madurado de veras, ¿iba a cesar de producir, iba a declararse brutalmente derrotada? Para Dencombe hubo una infinita satisfacción en sentir, como jamás anteriormente, que la pertinacia vincit omnia. El resultado producido en su librito era, sin saber muy bien cómo, un resultado que había rebasado sus propósitos conscientes; no parecía sino que él hubiera plantado su genio, se hubiera fiado de su método, y ellos hubieran crecido y florecido con esta bonanza. No obstante, aunque el logro había sido genuino, el proceso había sido bastante trabajoso. Lo que tan intensamente veía hoy, lo que sentía como un cuchillo clavado en sus entrañas, era que sólo ahora, en el tramo final, había llegado a la plena posesión de su capacidad. Su desarrollo había sido anormalmente lento, casi grotescamente paulatino. La experiencia lo había estorbado y retardado y, durante luengos períodos, él no había hecho sino buscar el camino a tientas. Se le había ido demasiada parte de su vida en producir demasiado poco de su arte. Por fin el arte había llegado, pero había llegado detrás de todo lo demás. A ese ritmo, una sola existencia era demasiado corta: sólo lo bastante larga para reunir material, de tal guisa que, para fructificar, para hacer uso de ese material, era menester una segunda existencia, una prórroga. Por esa prórroga fue por lo que suspiró el pobre Dencombe. Hojeando las últimas páginas de su libro se dolió:
-¡Ah, quién tuviera otra oportunidad! ¡Ah, qué no daría yo por una ocasión mejor!
Tomado de:http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/james/edad.htm