Por Carlos Fuentes
Lo conocí por casualidad. Era una noche más que caliente, pegajosa, enojosa, inquieta. Una de esas noches que no alivian el calor del día, sino que lo aumentan. Como si el día acumulase, hora tras hora, su propia temperatura sólo para soltarla, toda junta, al morir la tarde, entregársela, como una novia plomiza y mancillada, a la larga noche.
Salí de mi cuarto sin ventilación, esperando que el balcón me acordase un mínimo de frescura. Nada. La noche externa era más oscura que la interna. A pesar de todo, me dije, estar al aire libre pasada la medianoche es, acaso psicológicamente, más amable que encontrarse encerrado sobre una cama húmeda con el espectro de mi propio sudor; una almohada arrojada al piso; muebles de invierno; tapetes ralos; paredes cubiertas de un papel risible, pues mostraba escenas de Navidad y un Santaclós muerto de risa. No había baño. Una bacinica sonriente, un aguamanil con jarrón de agua –vacío–. Toallas viejas. Un jabón con grietas arrugado por los años.