Viajamos en mi Mustang negro, de líneas supersónicas y tracción de cacharro antiguo. Modelo 75, hoy es 1993. Viajamos dentro mi sobrina Karla de cuatro años y yo, al volante. Karla hincada en el asiento negro de cuero, las manitas en el borde de la ventanilla, mirándolo todo, esa avenida Juárez, ese mundo tan distante de donde vive ella, en Lomas de Frondoso.
Hay una hora de distancia en auto entre Lomas de Frondoso y avenida Juárez. Pero la distancia mayor es de pretensión: allá se trata de olvidarse de la historia, de vivir en un suburbio genérico del primer mundo, casas rodeadas de árboles, edificios de cristal rodeados de estacionamientos, mientras acá es la pura nacionalidad, cada cuadra un edificio de piedra de más de cien años, cada cuadra un monumento a un héroe y su gesta.
Karla se gira sobre las rodillas y señala hacia mi nariz, pero en realidad está mirando por mi ventanilla el hemiciclo marmóreo con Juárez sentado al centro y siendo coronado con una U de laureles por dos ángeles alados. —¡Es Benito! —grita Karla—. ¡Es don Benito y sus secretarias! Leer más…