Universidad Veracruzana

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Los de Abajo

Por Mariano Azuela

PRIMERA PARTE
I
—Te digo que no es un animal… Oye cómo ladra el Palomo… Debe ser algún cristiano…
La mujer fijaba sus pupilas en la oscuridad de la sierra.
— ¿Y que fueran siendo federales? —repuso un hombre que, en cuclillas, yantaba en un rincón, una
cazuela en la diestra y tres tortillas en taco en la otra mano.
La mujer no le contestó; sus sentidos estaban puestos fuera de la casuca.
Se oyó un ruido de pesuñas en el pedregal cercano, y el Palomo ladró con más rabia.
— Sería bueno que por sí o por no te escondieras, Demetrio.
El hombre, sin alterarse, acabó de comer; se acercó un cántaro y, levantándolo a dos manos, bebió
agua a borbotones. Luego se puso en pie.
— Tu rifle está debajo del petate —pronunció ella en voz muy baja.
El cuartito se alumbraba por una mecha de sebo. En un rincón descansaban un yugo, un arado, un
otate y otros aperos de labranza. Del techo pendían cuerdas sosteniendo un viejo molde de adobes,
que servía de cama, y sobre mantas y desteñidas hilachas dormía un niño. Demetrio ciñó la
cartuchera a su cintura y levantó el fusil. Alto, robusto, de faz bermeja, sin pelo de barba, vestía
camisa y calzón de manta, ancho sombrero de soyate y guaraches.
Salió paso a paso, desapareciendo en la oscuridad impenetrable de la noche.
El Palomo, enfurecido, había saltado la cerca del corral. De pronto se oyó un disparo, el perro lanzó
un gemido sordo y no ladró más.
Unos hombres a caballo llegaron vociferando y maldiciendo. Dos se apearon y otro quedó cuidando
las bestias.
—¡Mujeres…, algo de cenar!… Blanquillos, leche, frijoles, lo que tengan, que venimos muertos de
hambre.
— ¡Maldita sierra! ¡Sólo el diablo no se perdería!
— Se perdería, mi sargento, si viniera de borracho como tú…
Uno llevaba galones en los hombros, el otro cintas rojas en las mangas.
—¿En dónde estamos, vieja?… ¡Pero con unal… ¿Esta casa está sola?
—¿Y entonces, esa luz?… ¿Y ese chamaco?… ¡Vieja, queremos cenar, y que sea pronto! ¿Sales o te
hacemos salir?
—¡Hombres malvados, me han matado mi perro!… ¿Qué les debía ni qué les comía mi pobrecito
Palomo?
La mujer entró llevando a rastras el perro, muy blanco y muy gordo, con los ojos claros ya y el cuerpo
suelto.
— ¡Mira nomás qué chapetes, sargento!… Mi alma, no te enojes, yo te juro volverte tu casa un
palomar; pero, ¡por Dios!…
No me mires airada…
No más enojos…
Mírame cariñosa, luz de mis ojos, acabó cantando el oficial con voz aguardentosa.
— Señora, ¿cómo se llama este ranchito? —preguntó el sargento.PRIMERA PARTE
I
—Te digo que no es un animal… Oye cómo ladra el Palomo… Debe ser algún cristiano…
La mujer fijaba sus pupilas en la oscuridad de la sierra.
— ¿Y que fueran siendo federales? —repuso un hombre que, en cuclillas, yantaba en un rincón, una
cazuela en la diestra y tres tortillas en taco en la otra mano.
La mujer no le contestó; sus sentidos estaban puestos fuera de la casuca.
Se oyó un ruido de pesuñas en el pedregal cercano, y el Palomo ladró con más rabia.
— Sería bueno que por sí o por no te escondieras, Demetrio.
El hombre, sin alterarse, acabó de comer; se acercó un cántaro y, levantándolo a dos manos, bebió
agua a borbotones. Luego se puso en pie.
— Tu rifle está debajo del petate —pronunció ella en voz muy baja.
El cuartito se alumbraba por una mecha de sebo. En un rincón descansaban un yugo, un arado, un
otate y otros aperos de labranza. Del techo pendían cuerdas sosteniendo un viejo molde de adobes,
que servía de cama, y sobre mantas y desteñidas hilachas dormía un niño. Demetrio ciñó la
cartuchera a su cintura y levantó el fusil. Alto, robusto, de faz bermeja, sin pelo de barba, vestía
camisa y calzón de manta, ancho sombrero de soyate y guaraches.
Salió paso a paso, desapareciendo en la oscuridad impenetrable de la noche.
El Palomo, enfurecido, había saltado la cerca del corral. De pronto se oyó un disparo, el perro lanzó
un gemido sordo y no ladró más.
Unos hombres a caballo llegaron vociferando y maldiciendo. Dos se apearon y otro quedó cuidando
las bestias.
—¡Mujeres…, algo de cenar!… Blanquillos, leche, frijoles, lo que tengan, que venimos muertos de
hambre.
— ¡Maldita sierra! ¡Sólo el diablo no se perdería!
— Se perdería, mi sargento, si viniera de borracho como tú…
Uno llevaba galones en los hombros, el otro cintas rojas en las mangas.
—¿En dónde estamos, vieja?… ¡Pero con unal… ¿Esta casa está sola?
—¿Y entonces, esa luz?… ¿Y ese chamaco?… ¡Vieja, queremos cenar, y que sea pronto! ¿Sales o te
hacemos salir?
—¡Hombres malvados, me han matado mi perro!… ¿Qué les debía ni qué les comía mi pobrecito
Palomo?
La mujer entró llevando a rastras el perro, muy blanco y muy gordo, con los ojos claros ya y el cuerpo
suelto.
— ¡Mira nomás qué chapetes, sargento!… Mi alma, no te enojes, yo te juro volverte tu casa un
palomar; pero, ¡por Dios!…
No me mires airada…
No más enojos…
Mírame cariñosa, luz de mis ojos, acabó cantando el oficial con voz aguardentosa.
— Señora, ¿cómo se llama este ranchito? —preguntó el sargento.

— ¿Conque aquí es Limón?… ¡La tierra del famoso Demetrio Macías!… ¿Lo oye, mi teniente?
Estamos en Limón.
— ¿En Limón?… Bueno, para mí… ¡plin!… Ya sabes, sargento, si he de irme al infierno, nunca
mejor que ahora…, que voy en buen caballo. ¡Mira nomás qué cachetitos de morenal… ¡Un perón
para morderlo!…
— Usted ha de conocer al bandido ese, señora… Yo estuve junto con él en la Penitenciaría de
Escobedo.
— Sargento, tráeme una botella de tequila; he decidido pasar la noche en amable compañía con
esta morenita… ¿El coronel?… ¿Qué me hablas tú del coronel a estas horas?… ¡Que vaya mucho
a…! Y si se enoja, pa mí… ¡plin!… Anda, sargento, dile al cabo que desensille y eche de cenar. Yo
aquí me quedo… Oye, chatita, deja a mi sargento que fría los blanquillos y caliente las gordas; tú ven
acá conmigo. Mira, esta carterita apretada de billetes es sólo para ti. Es mi gusto. ¡Figúrate! Ando un
poco borrachito por eso, y por eso también hablo un poco ronco… ¡Como que en Guadalajara dejé la
mitad de la campanilla y por el camino vengo escupiendo la otra mitad!… ¿Y qué le hace…? Es mi
gusto. Sargento, mi botella, mi botella de tequila. Chata, estás muy lejos; arrímate a echar un trago.
¿Cómo que no?… ¿Le tienes miedo a tu… marido… o lo que sea?… Si está metido en algún agujero
dile que salga…, pa mí ¡plin!… Te aseguro que las ratas no me estorban.
Una silueta blanca llenó de pronto la boca oscura de la puerta.
—¡Demetrio Macías! —exclamó el sargento despavorido, dando unos pasos atrás.
El teniente se puso de pie y enmudeció, quedóse frío e inmóvil como una estatua.
— ¡Mátalos! —exclamó la mujer con la garganta seca.
— ¡Ah, dispense, amigo!… Yo no sabía… Pero yo respeto a los valientes de veras.
Demetrio se quedó mirándolos y una sonrisa insolente y despreciativa plegó sus líneas.
— Y no sólo los respeto, sino que también los quiero… Aquí tiene la mano de un amigo… Está
bueno, Demetrio Macías, usted me desaira… Es porque no me conoce, es porque me ve en este
perro y maldito oficio… ¡Qué quiere, amigo!… ¡Es uno pobre, tiene familia numerosa que mantener!
Sargento, vámonos; yo respeto siempre la casa de un valiente, de un hombre de veras.
Luego que desaparecieron, la mujer abrazó estrechamente a Demetrio.
— ¡Madre mía de jalea! ¡Qué susto! ¡Creí que a ti te habían tirado el balazo!
— Vete luego a la casa de mi padre —dijo Demetrio. Ella quiso detenerlo; suplicó, lloró; pero él,
apartándola dulcemente, repuso sombrío:
—Me late que van a venir todos juntos.
— ¿Por qué no los mataste?
—¡Seguro que no les tocaba todavía!
Salieron juntos; ella con el niño en los brazos.
Ya a la puerta se apartaron en opuesta dirección. La luna poblaba de sombras vagas la montaña.
En cada risco y en cada chaparro, Demetrio seguía mirando la silueta dolorida de una mujer con su
niño en los brazos.
Cuando después de muchas horas de ascenso volvió los ojos, en el fondo del cañón, cerca del río, se
levantaban grandes llamaradas.
Su casa ardía…

Tomado de: http://www.biblioteca.org.ar/libros/142337.pdf