Por Jaime Nubiola
Son muchas las personas que jamás leen un libro. Suelen explicar que no tienen tiempo para leer, que ya les gustaría a ellos poder sentarse una tarde junto a una chimenea para leer un buen libro. Sin embargo, la atención a la familia, las relaciones sociales, las llamadas telefónicas, las prisas de la vida moderna, la televisión, todas esas circunstancias les quitan la paz necesaria para poder leer con tranquilidad. No les falta razón en lo que dicen, aunque hay algunas otras personas que leen precisamente para poder sobrevivir en ese entorno tan agitado: «Leemos para vivir», afirmaba Belén Gopegui. Todos hemos visto en el metro, con envidia quizás, a esas personas para las que el mejor momento de su jornada es el tiempo de lectura cuando van o vienen del trabajo: en sus rostros se advierte que viven en un mundo mejor que quienes se conforman con dormitar o con echar una ojeada distraída al periódico o a la revista.
El novelista americano Jonathan Franzen denunciaba en Tal vez soñar: Razones para escribir novelas en la era de la imagen que «hace un siglo, un hombre culto leía unos cincuenta títulos de ficción al año; hoy en día, como mucho, quizás cinco». Temo que la estimación de Franzen peque de optimista para nuestro país. El arranque del verano es un buen momento para plantearse esta cuestión, echar mano de una vez por todas al montón de libros que hemos ido acumulando en la estantería para cuando tuviéramos tiempo y meterlos con decisión en la maleta de vacaciones.
¿Por qué leer? «Nacemos para saber —escribió Gracián—, y los libros con fidelidad nos hacen personas». Para quien se dedica al mundo de los negocios la literatura es, sin duda alguna, una manera formidable de potenciar la imaginación; es también muchas veces un buen modo de aprender a escribir de la mano de nuestros autores favoritos, sean clásicos o modernos. Pero la mejor respuesta a la pregunta acerca de por qué leer es —me parece— que la lectura nos hace pensar, nos da qué pensar, y eso nos hace mejores personas.
En estos días estoy leyendo el libro Eichmann en Jerusalén, en el que Hannah Arendt describe con singular maestría el proceso de Adolf Eichmann en 1961, tras su secuestro en Argentina por parte del servicio secreto israelí. Lo que más llama mi atención es su penetrante descripción del carácter de Eichmann, responsable principal de la conducción de centenares de miles de judíos a los campos de exterminio. Eichmann resulta ser no sólo un pobre hombre, capaz de enviar a la muerte a su propio padre si así se le hubiera ordenado —según declaró en el interrogatorio policial—, sino una persona del todo incapaz de considerar cualquier cosa desde el punto de vista de su interlocutor. «Eichmann —escribe Arendt— era verdaderamente incapaz de expresar una sola frase que no fuera un cliché». Cuando el guardia que lo tenía a su cargo le dejó una conocida novela para que se distrajera, la devolvió indignado al cabo de dos días, diciendo «Es un libro del todo malsano». Arendt subtituló su libro Un estudio sobre la banalidad del mal, porque a su parecer Eichmann no supo jamás lo que se hacía. «No, Eichmann no era estúpido —explica—. Únicamente la pura y simple irreflexión —que en modo alguno podemos equiparar a la estupidez— fue lo que le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo». La filósofa judía concluye que una de las lecciones del proceso de Jerusalén fue que «la irreflexión puede causar más daño que todos los malos instintos inherentes, quizás, a la naturaleza humana».
Es severa la conclusión de Hannah Arendt, pero uno de los remedios más eficaces contra la irreflexión es, por supuesto, la lectura. ¿Qué libros leer? Aquellos que nos apetezcan por la razón que sea. ¿Cómo leer? Con un lápiz en la mano para no perder la ocasión de pensar a partir de lo leído. ¿Cuándo leer? Siempre que podamos. Y en el verano se puede más.
Tomado de: http://www.unav.es