Por Javier Sicilia.
El brutal asesinato de mi hijo Juan Francisco, de Julio César Romero Jaime, de Luis Antonio Romero
Jaime y de Gabriel Anejo Escalera, se suma a los de tantos otros muchachos y muchachas que han sido
igualmente asesinados a lo largo y ancho del país a causa no sólo de la guerra desatada por el gobierno
de Calderón contra el crimen organizado, sino del pudrimiento del corazón que se ha apoderado de la
mal llamada clase política y de la clase criminal, que ha roto sus códigos de honor.
No quiero, en esta carta, hablarles de las virtudes de mi hijo, que eran inmensas, ni de las de los otros
muchachos que vi florecer a su lado, estudiando, jugando, amando, creciendo, para servir, como tantos
otros muchachos, a este país que ustedes han desgarrado. Hablar de ello no serviría más que para
conmover lo que ya de por sí conmueve el corazón de la ciudadanía hasta la indignación.
No quiero tampoco hablar del dolor de mi familia y de la familia de cada uno de los muchachos
destruidos. Para ese dolor no hay palabras –sólo la poesía puede acercarse un poco a él, y ustedes no
saben de poesía–.
Lo que hoy quiero decirles desde esas vidas mutiladas, desde ese dolor que carece de nombre porque es
fruto de lo que no pertenece a la naturaleza –la muerte de un hijo es siempre antinatural y por ello
carece de nombre: entonces no se es huérfano ni viudo, se es simple y dolorosamente nada–, desde esas
vidas mutiladas, repito, desde ese sufrimiento, desde la indignación que esas muertes han provocado, es
simplemente que Estamos hasta la madre.
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