Antonio Jiménez Barca
La silenciosa casa parisiense del filósofo Alain Finkielkraut (París, 1949) se encuentra, literalmente, tapizada de libros: hay estanterías con miles cuidadosamente ordenados en el salón, en las habitaciones, en el largo pasillo que conduce a los dormitorios. En 2005, este ensayista y profesor de Historia de las Ideas en la Universidad Politécnica, en una entrevista a un periódico israelí, aseguró -él mantiene que irónicamente- que la selección francesa de fútbol, alabada en su tiempo como modelo de mestizaje al responder al eslogan «blanc-black-boeur» (blanco negro árabe), se había convertido en «black-black-black»: todos negros. Fue acusado de racista. Corrían tiempos particulares: la protesta de los jóvenes inmigrantes de los barrios de la periferia, a los que Finkielkraut no ahorró críticas, había hecho arder miles de coches en una revuelta violenta, descabezada, desesperada y sin objeto. Sintiéndose víctima de un linchamiento, en vez de responder a las críticas, se acordó de varios modelos literarios, de varios personajes y se refugió en ellos: del Ludvik Jahn de La broma, de Milan Kundera (encarcelado por el régimen comunista checo por un chiste y una cadena de malentendidos), y el Coleman Silk, de La mancha humana, de Philip Roth (acusado y apartado de la universidad por utilizar un adjetivo despectivo y racista). De estas lecturas procede Un corazón inteligente, el último ensayo publicado en español por Finkielkraut, el más literario, donde analiza de una manera muy personal 12 novelas, entre las que se cuentan, además de las citadas de Roth y Kundera, obras de Camus o Grossman, entre otros, elegidas entre los miles de libros que integran su inacabable biblioteca.
PREGUNTA. ¿Le fue difícil elegir esos 12 libros?
RESPUESTA. No, me fue difícil escribir sobre ellos, pero no elegirlos. Son novelas que me han acompañado siempre, que he leído y releído, libros de los que sospechaba que tenía algo que decir de ellos. Hay otros que me gustan, claro, pero no son obras de las que me sienta capaz de comentar. Además, está lo ocurrido en 2005. Como sabe, a causa de una broma fui tratado de racista. Vi que me pasaba algo parecido a lo que le pasó a Ludvik y a Coleman Silk. En un primer momento, pensé en contestar a esas acusaciones, pero después me dije: «No, voy a tratar de aclarar primero lo que me ha pasado releyendo estos dos libros». Fue una suerte de catarsis personal. No arreglé cuentas, no respondí, pero esa experiencia me ayudó a crear este libro.
P. ¿Qué es un corazón inteligente?
R. Yo no he inventado la expresión. La he tomado prestada de una cita de Salomón en la Biblia. Él le pide a Dios un corazón inteligente. Ahora me parece que no es a Dios a quien hay que pedírselo, sino a la literatura, que es una suerte de jurisprudencia interminable de la vida humana.
P. ¿Y para qué necesitamos un corazón así?
R. El siglo XX nos ha enseñado el divorcio que hay entre la inteligencia y el corazón. Existe una inteligencia funcional que parece funcionar por encima de todo y una sentimentalidad que justifica todos los crímenes. Solo la literatura puede volver a unir los dos conceptos.
P. ¿Cómo?
R. Las humanidades en general disputan a la ciencia el monopolio de la verdad. Proust dijo que por lo particular se llega a lo general. La literatura es una extraordinaria unión entre lo particular y lo general. Los personajes literarios no son tipos, muestras, generalizaciones: son individuos. Y solo se llega a la verdad humana cuando no se reducen esos individuos a generalizaciones. Las ideologías nos hacen vivir sobre las abstracciones sentimentales. Amamos ciertas identidades: el pueblo, la clase obrera, y detestamos otras: la burguesía, el capital… La literatura es la gran guardiana de la pluralidad, deconstruye las simplificaciones de las ideologías, que, a su vez, son ellas mismas simplificaciones literarias. Necesitamos la literatura para librarnos de esas simplificaciones. Dicho de otra manera: necesitamos la buena literatura para librarnos de la mala.
P. ¿Leer le hace a uno mejor?
R. No necesariamente. No hay ninguna garantía de eso, por desgracia. El siglo XX nos ha enseñado que hay gente muy cultivada capaz de comportarse de una manera detestable. Algunos sacan de eso la conclusión de que la cultura no sirve para nada, de que no puede contener la barbarie. Y abogan ahora por una sociedad poscultural. Pero hay ejemplos de lo contrario en los que hay que fijarse: hubo campos de concentración en los que los prisioneros, gracias a que los nazis permitían la visita de la Cruz Roja, gozaban de cierta libertad. Era una libertad precaria, efímera, pero que les permitía organizar conciertos, obras de teatro, exposiciones… Así, eran capaces de albergar más sentimientos que la desolación y el horror. Como dijo Kundera, desplegaban todo el abanico de sentimientos del ser humano. La literatura, la cultura, sirve para eso: para desarrollar todo el abanico de sentimientos. Por fidelidad a esos prisioneros, debemos defender siempre la cultura. Incluso aunque sepamos que los verdugos aman la música.
Tomado de: http://www.elpais.com