Por José Saramago
No sopla viento, sin embargo la niebla parece moverse en lentos torbellinos como si el propio bóreas en persona, la estuviera soplando desde el más recóndito norte y desde los hielos eternos. Lo que no está bien, lo confesamos, es que, en situación tan delicada como ésta, alguien venga y se ponga a sacarle lustre a la prosa para añadirle algunos reflejos poéticos sin asomo de originalidad. A esta hora los compañeros de la caravana ya han notado la falta del ausente, dos se han declarado voluntarios para retroceder y salvar al desdichado naufrago, y eso sería muy de agradecer si no fuese por la fama de poltrón que le quedaría para el resto de su vida, Imagínense, diría la voz pública, el tipo allí sentado, esperando que apareciese alguien a salvarlo, hay gente que no tiene ninguna vergüenza. Es verdad que estuvo sentado, pero ahora ya se ha puesto en pie y ha dado valientemente el primer paso, la pierna derecha primero, para exorcizar los maleficios del destino y de sus poderosos aliados, la suerte y la casualidad, la pierna izquierda de repente dubitativa, y no era caso para menos, pues el suelo ha dejado de verse, como si una nueva marea de niebla hubiese comenzado a subir. Al tercer paso ya no consigue ver ni siquiera sus propias manos extendidas hacia delante, como para proteger la nariz del choque contra una puerta inesperada. Fue entonces cuando se le presentó otra idea, la de que el camino tuviera curvas a un lado y a otro, y que el rumbo adoptado, una línea que no sólo quería ser recta, una línea que también quería mantenerse constante en esa dirección, acabara conduciéndolo a páramos donde la perdición de su ser, tanto la del alma como la del cuerpo, estaría asegurada, en el último caso con consecuencias inmediatas. Y todo esto, oh suerte malvada, sin un perro para enjugarle las lágrimas cuando el gran momento llegase. Todavía pensó en volver atrás, pedir abrigo en la aldea hasta que el banco de niebla se deshiciera por sí mismo, pero, perdido el sentido de orientación, confundidos los puntos cardinales como si estuviese en un espacio exterior del que nada supiera, no encontró mejor respuesta que sentarse otra vez en el suelo y esperar que el destino, la casualidad, la suerte, cualquiera de ellos o todos juntos, trajeran a los abnegados voluntarios hasta el minúsculo palmo de tierra en que se encontraba, como una isla en el mar océano, sin comunicaciones. Con más propiedad, una aguja en un pajar.