Rafael Pérez Gay
Ningún novelista puede escapar a su propio temperamento. Y menos que nadie Norman Mailer, a quien la sombra de la desmesura lo persiguió hasta el día de su muerte como una bendición y un destino maldito. Quiso escribir la novela absoluta y en el camino produjo más de 40 libros de ficción, ensayo, biografía, piezas teatrales y, desde luego, periodismo.
En el pavoroso mundo de Mailer, lo que no es descomunal no existe. Un viento de tempestad lo impulsó a los 25 años cuando publicó Los desnudos y los muertos y la prensa lo recibió con este tono de celebración extraordinaria: The New York Times: “Estamos ante la mejor novela sobre la Segunda Guerra Mundial”; Cleveland Press: “La más grande novela de guerra escrita en este siglo”; Time: “En la descripción de un horror continuo y de un completo agotamiento físico, no tiene paralelo en la literatura estadounidense”.
Había nacido una de las leyendas más poderosas de la vida pública estadounidense y empezado su camino una obra central de la literatura del siglo XX.
Podría decirse que la vocación de grandeza de Mailer incluía su vida íntima y que cuando reñía con sus esposas, en vez de discutir alzando la voz para reprochar algún cataclismo doméstico, las apuñalaba, pero sería mentira. Mailer sólo le clavó una navaja a su segunda esposa, Adele Morales, durante el festejo de su presentación como candidato a alcalde de Nueva York en el año de 1960.
Por lo demás, ese día Mailer se había bebido él solo toda la provisión alcohólica para más de 300 invitados y algo lo sacó de sus casillas. Desde luego fracasó en las urnas. Batalló con las feministas y le encantaban las mujeres. Cuenta Bárbara Celis que un día confesó lo siguiente en la televisión: “Esperé durante meses que Arthur Miller me invitara a cenar, pero nunca lo hizo y jamás se lo perdonaré. Quería conocer a Marilyn Monroe para podérsela robar. Robársela a su marido. Un criminal nunca te perdonaría que le impidieras cometer el crimen que anida en su corazón”.
El tema único, la obsesión enorme de Mailer fue Estados Unidos. Recorrió todos los géneros para convertirse en el gran cronista del siglo. No hubo asunto que no pasara por la furia productiva de su fuerza literaria: el poder, la guerra, la traición (Los ejércitos de la noche, El fantasma de Harlot, Oswald: misterio americano), el sexo (El parque de los ciervos, Los hombres duros no bailan), la religión (El evangelio según el Hijo), la moral y la muerte (La canción del verdugo, El castillo en el bosque).
Norman Mailer participó en la creación de un género casi tan antiguo como la misma literatura, pero que él ofreció al público como si fuera una novedad, de hecho lo era en su brillante concentración literaria: el nuevo periodismo, esa forma que a finales de los años 60 resolvía cualquier tema público con la misma intensidad con que se abría la puerta de una novela, la prosa al servicio de asuntos que no pertenecían al mundo de la ficción sino a la realidad inaprensible de cada día.
En este momento, mientras reviso mis viejos libros de Mailer, estoy dispuesto a cambiar algunas de sus novelas por varias de sus crónicas magistrales. Me refiero, al menos, a los textos reunidos en un libro extraordinario, The time of our time (publicado por Anagrama en 2005 con el título de América), que reúne como anfibios en el manglar a reportajes, crónicas, textos, ensayos personales, centellas de periodismo perfecto.
Pienso en “Boxeando con Hemingway”, “Nuestro Hombre en Harvard”, incluso en el novelista famoso habilitado como reportero durante la cobertura de la Convención Nacional del Partido Demócrata en 1960 y desde luego en esa breve obra maestra llamada “El combate del siglo”, los esplendores de Mohamed Alí y el ocaso de la realeza de George Foreman.
Norman Mailer se lleva también consigo a uno de los egos más colosales de la literatura moderna. Sin ese exceso de soberbia, su obra habría sido imposible tal y como la conocemos. No por nada, cuando cumplió 80 años escribió esta lección inquietante para todos los escritores: “Un ego razonablemente confiable es crucial para un autor que trabaja mucho, pero un ego mucho más fuerte que sus necesidades literarias es una autopista directa a la mediocridad”.
Tomado del Universal 14 de noviembre de 2007 .