Ignacio Mora González*
Cuando tuvo lugar el terremoto de 1985, que afectó considerablemente a la Ciudad de México, vivía yo en ésta, trabajaba en el Instituto de Ingeniería de la UNAM y tenía a mi cargo los acelerógrafos que para el registro de los temblores fuertes fueron instalados en las principales obras civiles del país.
Recuerdo la frase que entonces expresó un joven compañero de trabajo, originario del hermoso estado de Yucatán, con el acento propio de la gente de esa región: “Mare, lindo, yo me voy a Mérida; allá no pasa nada”. Efectivamente, mi compañero tenía razón porque debido a sus características geológicas la Península de Yucatán se encuentra en un territorio de baja sismicidad; sin embargo, en esta área la tranquilidad se limita a los movimientos telúricos, ya que ha sido escenario de eventos catastróficos de otra índole.
Unos años antes el ingeniero yucateco Antonio Camargo Zanoguera, Jefe de Exploración de Pemex, realizaba estudios geofísicos en la zona del Golfo de México y Península de Yucatán, junto con Glen Penfield, buscando petróleo. Como resultado de estos estudios encontraron la evidencia de un cráter de impacto de aproximadamente 200 km de diámetro, con una antigüedad de 65.5 millones de años, al cual se le conoce con el nombre de Cráter de Chicxulub, por ser ésta la ciudad de Yucatán más cercana a su centro.
Este importante descubrimiento, dado a conocer en el año de 1981, daba certeza a la hipótesis que un año antes presentaron el geólogo Walter Álvarez y su padre el físico Luis Álvarez, premio Nobel, en la que indicaban que hace 65.5 millones de años, a finales del Cretácico y principios del Terciario, ocurrió la desaparición de la faz de la Tierra del 70 por ciento de las especies, incluyendo los grandes dinosaurios, debido al impacto de un meteorito de grandes dimensiones.
Evento crítico
Para hacernos una idea de la magnitud del impacto que formó el Cráter de Chicxulub, podemos referir que se calculó entre 11 y 14 km el diámetro del aerolito, el cual, al momento del choque, provocó la excavación de grandes volúmenes de roca de la corteza y la eyección de material fragmentado, una buena parte expulsado fuera de la gravedad terrestre y otra parte distribuido en forma global en el planeta.
El material más fino formó una nube de polvo que cubrió al mundo entero por varios meses, bloqueó la radiación solar, provocando un descenso en la temperatura, e interrumpió los procesos de fotosíntesis, por lo que se perdió una gran cantidad de vegetación junto con una gran variedad de especies animales.
Una vez que la teoría de los Álvarez (1980) y el reporte del hallazgo de Chicxulub presentado por Camargo y Penfield (1981) se conectaron y afianzaron mutuamente, el interés de los científicos despertó a nivel mundial. Es por eso que a partir de 1991 el cráter ha estado ligado a estudios sobre las extinciones masivas y cambios en la biodiversidad que incluyen, desde luego, a los mamíferos y, entre ellos, a los primates.
Los cambios en nuestro planeta ocurridos en la frontera del Mesozoico al Cenozoico marcan una de las transiciones mayores; en este contexto, el impacto que dio lugar al Cráter de Chicxulub es uno de los eventos críticos que cambiaron la historia de la vida en la Tierra. En las zonas cercanas al impacto, hasta distancias de unos 2000 kilómetros, las repercusiones fueron mayores.
La colisión provocó deformaciones y colapsos de los márgenes de la plataforma de Yucatán y la generación de enormes tsunamis, cuyas secuelas han sido documentadas en una amplia zona del Océano Atlántico. Los depósitos de los tsunamis asociados al impacto del aerolito son los más grandes documentados en el registro geológico, decenas de veces mayores a los depósitos del tsunami del Océano Índico de diciembre de 2004, que afectó una extensa zona, desde Indonesia hasta África.
Fueron dos
Los efectos del impacto en los sistemas de soporte de vida y los mecanismos de extinción han sido intensamente investigados y debatidos a lo largo de estos últimos 36 años. El 14 de abril de 2016, científicos de México, Estados Unidos, China, Japón y seis países de Europa convirtieron al Cráter de Chicxulub en un laboratorio mundial con el proyecto Misión 364, coordinado por el investigador del Instituto de Geofísica de la UNAM, Jaime Urrutia Fucugauchi, en el que se perforó frente a Sisal, Yucatán, un pozo de 1,335 metros de profundidad a través de la plataforma Myrtle y se extrajeron rocas que están siendo analizadas en Bremen, Alemania, para saber cómo se regeneró la Tierra después de la caída del Aerolito de Chicxulub.
Antonio Camargo Zanoguera, ya como investigador independiente y viviendo en la ciudad de Xalapa, Ver., en mayo del 2004 presentó, junto con Julián Juárez S., un trabajo de investigación en la Unión Geofísica Americana en el que, con datos geofísicos de Pemex y con imágenes satelitales para usos de investigación proporcionadas por la NASA y JPL, se describe la evidencia de que el aerolito se fracturó en la atmósfera terrestre (de manera similar como los fragmentos del cometa Shoemaker-Levi, que impactaron a Júpiter en 1994), por lo que hubo en realidad dos impactos mayores con unos cuantos segundos de diferencia, formándose además del Cráter de Chicxulub el Cráter de Izamal (de aproximadamente 85 km de diámetro); y posiblemente algunos fragmentos menores cayeron en el mar. Dicho trabajo también propone no sólo llamarlo como el Aerolito de Chicxulub, sino como el Aerolito Maya de manera general.
Esto me recuerda el cuento de los pollitos, aplicado a los bebes dinosaurios, que corrían tras de su mamá gritando: ¡Mami, mami, el cielo se está cayendo!
*Centro de Ciencias de la Tierra UV, Premio al Decano 2015 UV.
Correo: imora@uv.mx
Edición: Eliseo Hernández Gutiérrez
Ilustración: Francisco J. Cobos Prior
Dir. de Comunicación de la Ciencia, UV
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