Jorge M. Suárez Medellín*
Que el cerebro es un tema propio de la literatura es algo que no debería sorprendernos, en tanto que el arte literario trata de todo cuanto es humano, y nada hay más humano que el cerebro mismo. O para ser más precisos, es justamente el cerebro humano la fuente primigenia de la cual mana toda la literatura. A riesgo de que se nos considere “reduccionistas” (un insulto bastante feo en estos tiempos), podemos afirmar que todos nuestros sueños, todos nuestros pensamientos y deseos, nuestras penas y alegrías, en suma, todo lo que nos identifica como miembros de esta especie, tiene un correlato en los procesos fisiológicos del cerebro.
Por otra parte, decir que toda la complejidad humana se reduce “tan sólo” a un conjunto de procesos fisiológicos cerebrales, es casi como decir que la obra poética de Shakespeare es “tan sólo” un conjunto de palabras. Vaya, que técnicamente es verdad, pero de ninguna manera refleja la complejidad del asunto. Eso sí, por mucho que a veces nos den ganas de exclamar junto con el príncipe Hamlet que “hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, que las soñadas en tu filosofía”, es necesario reconocer que equiparar la mente y la actividad cerebral resulta sin duda útil, por lo menos para efectos de lo que suele interesar a los neurocientíficos.
Por cierto que nadie expresa de manera más colorida esta identidad esencial que el novelista ruso Fiódor Dostoyevski en las palabras de Dmitri Karamázov, cuando platica con su hermano Alekséi Fiódorovich: “Imagínate: dentro, en los nervios, en la cabeza, es decir, estos nervios están en el cerebro […] (¡malditos sean!) hay una especie de pequeñas colas, las colas de esos nervios, y en cuanto empiezan a agitarse […] es decir, comprendes, miro algo con mis ojos y luego empiezan a agitarse, esas colitas […] y cuando se agitan, aparece una imagen […] no aparece de inmediato, sino que pasa un instante, un segundo […] y luego aparece algo como un momento; es decir, no un momento –¡al infierno con el momento!–, sino una imagen; es decir, un objeto, o una acción, ¡maldita sea! Por esto veo y después pienso, por esas colitas, y no porque tenga alma, y que soy una especie de imagen y de retrato. ¡Nada de eso tiene sentido! Ayer me explicó todo esto Rakitin, hermano, y sencillamente me dejó boquiabierto. Esta ciencia, Alyosha, es magnífica. Está surgiendo un hombre nuevo: eso es lo que yo interpreto”.
Enfermedad y creación
Si hoy en día la lectura del fragmento anterior resulta sorprendentemente acertada, imaginemos lo que debe haber sido en 1880 –¡nueve años antes de que Santiago Ramón y Cajal desarrollara su doctrina de la neurona!–, cuando Los hermanos Karamazov se publicó por vez primera. Ante esa claridad, es difícil resistir la tentación de atribuirle a Dostoyevski poderes premonitorios casi sobrenaturales (no en vano fue reconocido por el mismísimo Nietzsche como “el único psicólogo del cual se podía aprender algo”).
Pero, ¿cabría quizás relacionar semejante conciencia del propio cerebro con la epilepsia que aquejaba al escritor desde sus épocas de estudiante? ¿Nos atrevemos acaso a adjudicar parte de la genialidad del autor ruso a las diminutas tormentas eléctricas dentro de su cráneo? Nosotros, obviamente, no llegamos a tanto, mas no faltan los comentaristas con la osadía de sugerir ésas y otras conexiones aún más temerarias.
Por ejemplo, hay quien dice que las famosas vocales coloreadas del poeta vidente por antonomasia, Arthur Rimbaud (“A noir, E blanc, I rouge, U vert, O bleu: voyelles, /Je dirai quelque jour vos naissances latentes…”), podrían deberse a un caso de sinestesia, es decir, a una vulgar activación cruzada de áreas adyacentes del cerebro que procesan diferentes informaciones sensoriales. O que la penetrante sensación de terror que nos asalta al leer El Horla de Guy de Maupassant, tiene su origen en los primeros síntomas de deterioro neurológico causados por la sífilis que padecía su autor.
No negamos, por supuesto, que pueda existir una cierta cuota de verdad en dichas observaciones. Sin duda las neurociencias, usadas con tiento y mesura, pueden proponer pistas útiles para el análisis literario, como en su momento lo han hecho otras disciplinas como la lingüística y la sociología. No obstante, cabe señalar que ni todos los epilépticos pueden redactar Crimen y castigo, ni todos los sinestésicos son capaces de conjurar la riqueza lírica del Barco ebrio, ni mucho menos todos los sifilíticos tienen el honor de haber creado Bola de sebo.
Atenta invitación
Creemos que la atenta introspección propia de los literatos podría ser de gran utilidad para arrojar luz sobre algunos de los fenómenos que quitan el sueño a los neurocientíficos. Así, la conocida anécdota de la magdalena remojada en té de Proust nos proporciona un indicio de la conexión entre el hipocampo, el olfato y la memoria; los exuberantes monólogos internos de Joyce sirven como modelo de diversos procesos cognitivos; y la obsesión de Humbert Humbert por la jovencísima Dolores Haze, magistralmente narrada por Vladimir Nabokov, constituye un magnífico material de reflexión para cualquier estudioso de la conducta sexual desde el punto de vista de la neuroetología.
Conviene recordar que la adecuación al consenso científico actual no es ninguna obligación para el poeta. Si bien –por citar un ejemplo– han quedado obsoletas las teorías psicológicas que dieron lugar a La conciencia de Zeno del triestino Italo Svevo, su innegable calidad literaria permanece intacta hasta el día de hoy, y lo mismo sucede con muchas otras obras afines.
Para terminar, quisiéramos consignar que nuestra intención al redactar estas líneas es apenas ofrecer un pretexto para presenciar la incesante charla entre Calíope y Urania. Si alguna de las referencias antes mencionadas le resulta de interés, estimado lector, lo invitamos a que nos acompañe a la celebración de la Semana Mundial del Cerebro que organiza el Centro de Investigaciones Cerebrales de la Universidad Veracruzana, del 12 al 15 de marzo, en la Unidad de Artes de la ciudad de Xalapa-Enríquez.
Más información en: www.uv.mx/semanadelcerebro
*Centro de Investigaciones Cerebrales UV. Correo: josuarez@uv.mx
Edición: Eliseo Hernández Gutiérrez
Ilustración: Francisco J. Cobos Prior
Dir. de Comunicación de la Ciencia, UV
dcc@uv.mx