María Teresa Leal Ascencio
y Amy Yamilette Loeza Beureth*
La industrialización ha generado muchos productos de uso diario que facilitan nuestra vida, al mismo tiempo que le dan variedad y podríamos decir que hasta sabor.
Históricamente la sal es el primer conservador de alimentos conocido, fue usada con este fin por las remotas civilizaciones de Mesopotamia, China, Mesoamérica, África y Polinesia. Su importancia era de tal magnitud que servía como moneda, es por esta razón que la palabra salario deriva de ella. A la sal le siguieron en importancia los condimentos que podían dar variedad a la dieta diaria, al mismo tiempo que ayudar a conservar los alimentos. El gusto por la diversidad originó una economía basada en los condimentos provenientes del Lejano Oriente, con acceso y rutas controladas que proveían una fuente constante de aditivos alimenticios como el clavo, la pimienta y la canela. El mismo descubrimiento accidental de América provino de una búsqueda de rutas alternativas que escaparan del control férreo del comercio en el Océano Índico.
Con el tiempo los procesos cambiaron: el desarrollo de la pasteurización, el enlatado, la aplicación de otros conservadores, etc., modificaron a los alimentos que comemos; a la par de esta evolución, se incrementó exponencialmente la generación de productos para nuestra vida diaria. Actualmente la complejidad del contenido de las sustancias que consumimos va en aumento, de tal manera que sencillamente ya no sabemos qué ingerimos, qué aplicamos en nuestra piel, cabello, uñas u hogar. Para mantenernos sanos o proveernos de nuestros bienes inmediatos confiamos en la industria química, confiamos en su sabiduría al desarrollar un alimento, cosmético o consumible que está aprobado para el uso que se pretende. La publicidad hace el resto de la tarea.
Urge un análisis serio
Echemos un vistazo a sustancias que nos rodean, invisibles porque no sabemos de su presencia, pero que son constantes dada la multiplicidad de usos actuales. Iniciemos con el dióxido de titanio, que da blancura a lo que nos rodea, blancura que asociamos con pureza, con mejor calidad, con belleza. Se utiliza en pinturas, tintas, plásticos, textiles, papel y pigmentos, pero también en cosméticos, pastas de dientes, protectores solares y en alimentos como colorante alimenticio. Hasta ahora se considera seguro su uso en alimentos, pero existe preocupación respecto al tamaño de partícula que se les añade, ya que las partículas menores a 0,2 micrómetros pertenecen por su diámetro a las llamadas nanopartículas, cuyo efecto es opuesto al que se desea y su ingestión no es considerada segura. ¿De qué tamaño es la partícula de dióxido de titanio que se añade a los alimentos? No está del todo claro, se sospecha que puede contener una pequeña porción de nanopartículas.
Otro aditivo muy común es el azúcar, tanto así que, sin que el consumidor lo hubiera percibido claramente, se inició la adición simultánea de sal y azúcar en las golosinas, siendo ahora la constante. El azúcar contrarresta el exceso de sal, permitiendo concentraciones de sal que ayudan en la conservación del alimento pero que, al mismo tiempo, exceden las recomendaciones de contenido. Como tales, la sal y el azúcar en dichas concentraciones son incapaces de conservar un alimento, lo que hace obligado el uso de preservadores químicos como benzoato, sorbato y propionato de potasio. Esto es, se le ha añadido un exceso de sal que se contrarresta al añadir azúcar, pero se adiciona un preservador dado que es el que asegura que el alimento se conserve. Hemos perdido calidad y añadido química invisible a nuestros alimentos. El tema del azúcar añadido queda fuera de esta reflexión, pero verdaderamente es urgente en nuestro país un análisis serio de qué comemos y por qué se ha vuelto dañino nuestro alimento. La industria alimenticia decide por nosotros y no hay autoridad que cuide nuestra salud.
Panorama aterrador
El alimento ha dejado de ser sano al contener sal en exceso, azúcar innecesaria, conservadores químicos, colorantes, gelificantes, texturizantes, abrillantadores y un sinfín de sustancias añadidas conscientemente. Los aditivos son seguros, se nos dice. La pregunta no es si son seguros, la pregunta es para qué añadir azúcar si no es necesaria, o sal en demasía si tampoco lo es. Se desarrolla un producto pensando en el beneficio económico, no en la salud, ni en la conservación de las propiedades originales que justificaban su consumo.
Si analizamos los cosméticos, el panorama es aterrador. Los colorantes que emplean no están permitidos en alimentos, esto es porque su ingestión no es segura. Sin embargo, se aplican en la piel como si esta no fuera a absorberlos o no fuera a permitirles el paso hacia el organismo. Entre los productos químicos con mayor presencia se encuentra la acetona, el disolvente para pintura de uñas más utilizado, sustancia que durante el uso se inhala y es absorbida a través del tejido de la uña. Es conocido el daño que causa por irritación del tracto respiratorio, el efecto depresivo sobre el sistema nervioso, irritación y degeneración en la piel al contacto.
El plomo en los colorantes de pinturas de uñas, labiales y sombras es conocido por su neurotoxicidad, es decir, sus efectos tóxicos sobre el sistema nervioso central. El propilenglicol como emulsificante de las cremas emolientes y maquillaje líquido, así como aditivo en alimentos para darles viscosidad, produce reacciones alérgicas. El formaldehído como conservador o derivado de un segundo producto que lo libera, en champús, cremas, jabones líquidos, cosméticos para el cabello y endurecedor de uñas, produce dermatitis al contacto, al igual que reacciones alérgicas considerables.
El presente escrito defiende la tesis de que mientras más sencillo, mejor; postula que la industrialización no ha sido necesariamente positiva. Si queremos perfumar una casa, usemos hojas de zacate limón, citronela, pino, albahaca, productos naturales que nos rodearán amable y suavemente. ¡Feliz día sin química oculta!
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Edición: Eliseo Hernández Gutiérrez
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