Universidad Veracruzana

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NO TODO LO QUE BRILLA ES VERDE.

 

Alexandro G. Alonso S.*

Una mañana de 1945, un joven japonés de apenas 16 años salió de la fábrica en la que trabajaba al escuchar el motor de un avión B-29 para verlo, y notó que cayeron tres paracaídas, aunque ninguna persona estaba en ellos. Volvió a la fábrica y unos segundos después una luz más brillante que el sol lo cegó por varios minutos, al menos así lo contó Osamu Shimomura (下村 脩) en el aula magna de la Universidad de Estocolmo hace diez años.

El destello lo causó la explosión de la bomba atómica que destruyó la ciudad y por lo tanto la Universidad de Nagasaki, la escuela de farmacéutica de esa universidad se reubicó cerca de la ciudad de Isahaya cuando terminó la guerra, el joven Shimomura se inscribió en la licenciatura.

Uno de sus profesores notó su talento y lo recomendó como asistente en la Universidad de Nagoya (名古屋) en donde investigó por qué pueden emitir brillo unos pequeños crustáceos, animales casi milimétricos conocidos como Cypridina hilgendorfii (se lee Cypridina hilguendorfi), que llamaron la atención de los científicos japoneses pues emiten un resplandor azul durante la noche en algunas playas. Es decir, estos organismos tienen la propiedad de algunos animales, como las luciérnagas, que se llama bioluminiscencia ya que son seres vivos (bio) que emiten luz (luminiscencia).

 

El método para identificar la sustancia responsable del brillo de Cypridina consistió en pulverizar una gran cantidad de estos animales secos para ir separando sus componentes químicamente hasta que quedara una sustancia tan pura que formara una estructura sólida con forma de pequeños cristales; razón por la que los químicos llaman a este proceso cristalización.

Cristalizar la sustancia responsable del brillo en las playas fue extremadamente difícil ya que se descomponía fácilmente. Shimomura intentó con todos los métodos conocidos hasta que finalmente identificó la estructura de esta sustancia a la que se le conoce como luciferina, la cual reacciona con otra sustancia llamada luciferasa y el oxígeno del aire para emitir brillo.

En 1959, otro investigador interesado en la bioluminiscencia, el profesor Frank Johnson de la Universidad de Princeton en Estados Unidos notó el trabajo de Shimomura y lo invitó a trabajar con él en su laboratorio en donde estudiaban el brillo que emite una especie particular de medusa llamada Aequorea victoria (se lee “acorea victoria). Esta medusa se encontraba en grandes cantidades en un lago que está justo entre Estados Unidos y Canadá. Para pescarlas solamente usaban redes, pero tenían que atrapar muchísimas medusas durante el verano, ya que esta sustancia solo se encuentra en una pequeñísima franja en el borde de la medusa.

Shimomura propuso que quizá el brillo no se debía a ninguna de las sustancias previamente mencionadas, aunque su idea no fue bienvenida, por lo que comenzó a trabajar por su cuenta en intentar identificar alguna otra sustancia mientras el resto del equipo trabajaba del otro lado del laboratorio, creando una situación algo incómoda ya que prácticamente estaba actuando en contra del profesor Johnson.

A pesar de sus intentos, Shimomura no logró aislar la sustancia lumínica, lo que lo llevó a pensar nuevamente cómo podría estar funcionando esa reacción. El científico relata que en su desesperación decidió alejarse de todo y se fue a remar en el lago para separarse de todos y de todas sus ideas.  Como consecuencia pensó en probar con lo más elemental, así que luego de cambiar algunas condiciones básicas del experimento encontró que en algunos casos podía ver luminiscencia y en otros la lograba inhibir.

Lo que aislaron como responsable del brillo no era una luciferina, esta vez se trató de una sustancia que tiene la forma química de una proteína, lo que resultó inesperado. Cuando el aislado de proteína se exponía al agua con calcio aun cuando hubiera muy poco de este elemento se generaba un brillo azul y ya que provenía de la medusa Aequorea victoria, la llamaron aequorina (se lee “acorina”) pero durante el proceso de purificación había otra que aparecía en muy pequeñas cantidades que emitía un particular brillo verde, así que también la purificaron y la llamaron simplemente proteína verde. Unos años después, en 1971, fue renombrada como proteína verde fluorescente o Green Fluorescent Protein (se lee “grin floresen protein”) en inglés o simplemente con sus siglas, GFP.

La importancia de esta proteína fue evidente para los químicos de la época porque se trataba de una sustancia capaz de brillar por sí misma al recibir un poco de luz y sin necesidad de que ocurriera una reacción con otra sustancia.

Algunos años después, en la década de los noventas, este descubrimiento sería el eje de una revolución científica que cambió la forma en que se estudian las enfermedades y las funciones de los seres vivos. La GFP es tan pequeña y tan fácil de modificar que es posible hacer que forme parte de otras proteínas más grandes y como brilla fácilmente eso permite ver dónde están y hacia dónde van las más grandes sin que interrumpa su función. Así abrió toda una rama de estudio y de aplicaciones tecnológicas como nuevas técnicas para usar microscopios o para desarrollar detectores de fenómenos biológicos (bio-sensores).

El cambio que generó la modesta proteína verde fue tan grande que en 2008 Osamu Shimomura, el mismo que en 1945 apenas se salvó de una explosión atómica, recibió el premio más famoso que se le otorga a los químicos, el premio Nobel.

 

 

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aleiex@gmail.com

*Estudiante del Diplomado en Comunicación Pública de la Ciencia

Edición: Dir. de Comunicación de la Ciencia, UV

Ilustración: Francisco J. Cobos Prior

correo: dcc@uv.mx

 

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