Miguel Ángel Pasillas Valdez*
El cuestionamiento al «programa de la modernidad»
Hace poco más de dos décadas que el ámbito de las ciencias sociales fue impactado por la aparición y el posterior desarrollo de la línea de pensamiento conocida como posmodernismo. Empezaron a ser familiares —y eventualmente imprescindibles— autores como Vattimo, Lipovetsky, Lyotard,1 y posteriormente otros estudiosos que se sumaron a la discusión y estudios2 encuadrados en esta concepción específica. La notoriedad fue tanta que muchos filósofos y teóricos sociales, aunque estuvieran en contra de esos planteamientos, participaron también en los debates, ya sea para marcar acuerdos parciales o desacuerdos totales. Ello contribuyó a incrementar el impacto del campo.
Los pensadores de la posmodernidad, si bien, anclados en diversas tendencias de la filosofía, se identificaron como una vertiente innovadora de análisis sobre distintos problemas caros a las ciencias sociales: la epistemología, la historia, las condiciones sociales, los asuntos psicológicos, políticos, éticos, el individuo, etc. Característica peculiar fue la adopción de un tono profundamente escéptico con los grandes autores, problemas y certezas consagrados hasta entonces en diferentes disciplinas sociales y la cultura en general; una nota distintiva radica en que no se trataba de asumir posiciones opuestas o críticas respecto a la manera de concebir un problema o aspiración social, sino en el descreimiento total sobre la existencia del problema mismo, con la intención por desprenderse radicalmente de la lógica de la modernidad; "se tiene por 'postmoderna' la incredulidad con respecto a los metarrelatos. Ésta es, sin duda, un efecto del progreso de las ciencias; pero ese progreso, a su vez, la presupone" (Lyotard, 1984: 10). Respecto al tono "sacrílego", los teóricos de la posmodernidad, no eran los primeros. En este sentido cabe recordar como antecedentes recientes de ese movimiento los trabajos de Baudrillard y Maffesoli, especialmente este último en su libro La Lógica de la dominación,3había hecho afirmaciones no sólo críticas, sino inclusive irreverentes respecto a los grandes valores y convicciones en las teorías sociales, ello quiere decir que se había iniciado ya un proceso de desmitificación de las certezas fundamentales del mundo occidental. No sólo estos autores sino que grandes filósofos también se podían reconocer como antecedentes o inspiradores lejanos de este movimiento, entre ellos Heidegger, Nietzsche, etcétera. Y a partir de estas fuentes, se ubicarían allí a otros grandes pensadores como Foucault, Derridá, entre otros. Todos ellos compartiendo una posición escéptica o al menos crítica respecto al «programa de la modernidad».
Lo que se ha denominado como «programa de la modernidad» fue producto de un secular proceso en el que confluyeron diferentes movimientos sociales y culturales. Por un lado, la batalla librada por el Humanismo contra la religión cristiana por arrebatarle a Dios la centralidad y monorreferencialidad para todas las prácticas sociales. Este movimiento buscaba reivindicar al hombre como un ser competente para ocupar la posición y lograr el destino que él fuese capaz de concebir y realizar; esto no quiere decir que se haya propuesto —o logrado— eliminar completamente de la sociedad una concepción cristiana del mundo, sino iniciar el largo proceso que se denomina "secularización" de la cultura y las prácticas sociales. Otro fenómeno que paulatinamente se desarrolló es el dominio-conocimiento de la naturaleza. Hay un lazo indisoluble entre la tendencia creciente al gobierno de las fuerzas y procesos de la naturaleza y los avances en el conocimiento de la misma; uno era condición para el otro. Al concebirse la naturaleza como objeto —de control y conocimiento— arrancó la carrera que condujo al desencantamiento del mundo natural, cuya expresión más acabada está en las ciencias naturales, que iniciaron un acelerado desarrollo en las etapas del Renacimiento y la Ilustración. La creciente relevancia y aplicación de la Ciencia y la Técnica son entonces otra expresión del programa moderno, que promovía una gran confianza en los aportes de estos dos elementos para resolver los graves problemas y carencias de todo tipo —confianza que no era una utopía irracional o sin fundamentos, sino producto de experiencias que mostraban que, efectivamente, con la ciencia y la técnica había importantes logros en materia de control de las fuerzas de la naturaleza. La competencia del hombre para decidir y edificar su destino, unida al creciente dominio de procesos y condiciones naturales sentaron las bases para que se desarrollara la concepción de que es posible una tendencia irreversible a incrementar la mejoría en todos los sentidos, desde el personal al social, del físico al espiritual; esa tendencia se expresa en la noción de progreso, otra de las convicciones básicas de la modernidad. Y ésta se complementa con la de la historia de la humanidad que realiza una trayectoria ascendente hacia un estadio mejor, más abastecido, más feliz, más justo, etc. La manera de entender el suceder histórico deja de ser circular, cíclica, en la que se cumplen regularmente periodos que vuelven a iniciar el acontecer de los pueblos. A cambio se establece la idea de historia como progreso, donde éste es impulsado, entre otras cosas, por las utopías en las que se dibuja una vida mejor, en las que se prevén futuras prácticas y condiciones. Las utopías sociales expresan la capacidad creativa y las posibilidades de anticipación y transformación que posee el hombre, de tal manera que éste se concibe como el conductor de la historia, y ella como un progresivo avance hacia una situación ideal.
Dos elementos centrales del pensamiento de la modernidad
son la realización del individuo y la racionalidad. El individuo
es concebido como un ser autónomo, capaz de superar la dependencia
de entidades o fuerzas irracionales y de dominar su voluntad, para dirigir
sus acciones al cumplimiento de los proyectos elegidos; es decir, no se
trata de un sujeto determinado completamente por sus condicionamientos
particulares, ni encuadrado definitivamente en límites naturales,
espirituales o divinos. También dejó de pensarse como un
ser dividido irremediablemente entre el cuerpo y el alma, entre inteligencia
e instintos. Es necesario señalar que el desarrollo de actitudes
crecientemente ilustradas es una capacidad, un estado potencial que hay
que lograr, que hay que realizar, lo que quiere decir que no desaparecieron
completamente las explicaciones religiosas o de índole no racional,
sino que éstas pasaron a ocupar un lugar diferente; dice Kolakowski:
La fe pudo sobrevivir ambiguamente al abrigo de la invasión del racionalismo gracias a diversos recursos lógicos y relegada a un rincón donde parecía a la vez inofensiva e indignificante. Durante generaciones enteras, mucha gente logró vivir sin darse cuenta de que eran moradores de dos mundos incompatibles, y proteger gracias a una delgada envoltura el consuelo de la fe, sin dejar de confiar en el Progreso, la Verdad Científica y la tecnología moderna. Tal envoltura acabaría por desgarrarse, cosa que a fin de cuentas logró el ruidoso martillo filosófico de Nietzsche. (Kolakowski, 1990: 16)
Respecto a la razón, allí radica lo que algunos
autores han reconocido como el núcleo del programa de la modernidad,
ya que no sólo se trata de la facultad o cualidad distintiva del
hombre, sino que es una fuerza que se expande por diferentes dominios de
la práctica social, potenciando su desarrollo y generalizando una
manera de pensar en distintos ámbitos. "El siglo XVIII está
saturado de la creencia en la unidad e invariabilidad de la razón.
Es la misma para todos los sujetos pensantes, para todas las naciones,
para todas las épocas, para todas las culturas" (Cassirer, 1981:
20). La confianza expresada claramente en este texto, acerca de que la
razón es la misma en todos los tiempos y lugares, es uno de los
principales blancos que atacan los planteamientos de la posmodernidad como
oposición al reconocimiento de "los universales", por ser propios
del pensamiento moderno, incapaz de aceptar otras formas de racionalidad,
así como por arrogarse el derecho de relegar al ámbito de
lo irracional a formas de expresión que no se ajusten a la misma.
Una muestra más de la expansión de esta forma de pensamiento
en diferentes disciplinas nos la presenta Cassirer en un texto que analiza
el caso de Montesquieu:
La razón procede en este campo [la política] del mismo modo que en el conocimiento de la naturaleza y en el conocimiento psicológico. Consiste el procedimiento en partir de los hechos firmes, logrados por la observación, pero sin permanecer en ellos [...] es decir, la pura coexistencia inicial tiene que revelarse a un conocimiento más agudo como dependencia, y la forma de agregado ser una forma de sistema [...] La marcha a emprender por el pensamiento, lo mismo en la física que en la psicología y en la política, nos conduce de lo particular a lo universal; pero no sería posible si cada particular, en cuanto tal, no estuviera ya sometido a una regla universal, si lo universal no se encontrara, desde un comienzo, implícito en lo particular y como investido en él. (1981: 37)
¿Modernidad o posmodernidad?
Después de esta apretada descripción del «programa de la modernidad», regresamos al debate que en torno a él se ha desarrollado. El primer aspecto que destaca es la imagen ya familiar de un enfrentamiento entre dos bloques compactos y homogéneos —modernos vs. posmodernos. Esto en buena medida lo debemos a los autores que se autodenominan posmodernos, que en un afán por diferenciarse del contrincante, han identificado a un espectro amplio, disperso, no unificado y tal vez contradictorio, como si se tratara de una escuela cohesionada de pensadores y, al mismo tiempo, se han presentado como si los posmodernos también fuesen un bloque unificado. Al respecto señala Rubio Carracedo: "En realidad, habría que comenzar por desmitificar la pretendida unidad del concepto de modernidad. En un sentido amplio, la modernidad coincide con el proyecto de la Ilustración. Pero el proyecto ilustrado era más plural de lo que suele presentarse en los manuales" (1992: 22). La primera precaución entonces, la debemos tener respecto a la utilización del término «programa de la modernidad»,4 porque sugiere una imagen de intencionalidad organizada, y de un agrupamiento articulado en pos de un proyecto claramente delimitado. Podemos pensar en cambio, que se trata de corrientes amplias de pensamiento que pueden tener grandes coincidencias, pero también marcadas divergencias respecto a asuntos particulares.
Un segundo elemento es el referido a la vigencia del «programa de la modernidad»; la existencia de cuestionamientos —que hemos dicho son de larga data— ¿nos permite asegurar que vivimos un periodo post (moderno, industrial, capitalista, etc.)?, o ¿sería más pertinente reconocer que los ideales construidos en los albores de la modernidad están pendientes y aún no han sido alcanzados, pero que continúa vigente el programa?, y como dice Habermas, se trata de un proyecto inconcluso. Por un lado, Lyotard inicia su texto con la afirmación: "Nuestra hipótesis es que el saber cambia de estatuto al mismo tiempo que las sociedades entran en la edad llamada postindustrial y las culturas en la edad llamada postmoderna. Este paso ha comenzado cuando menos desde fines de los años cincuenta, que para Europa señalan el fin de su reconstrucción" (1984: 13). A continuación despliega su esfuerzo por describir lo que considera es la condición posmoderna. Por otro lado, Habermas se pregunta: "¿deberíamos intentar aferrarnos a las intenciones de la Ilustración, por débiles que sean, o deberíamos declarar que todo el proyecto de la modernidad es una causa perdida?" (1981: 95); y un poco más adelante afirma: "Creo que en vez de renunciar a la modernidad y a su proyecto como una causa perdida, deberíamos aprender de los errores de aquellos programas extravagantes que han intentado negar la modernidad" (: 98). Consecuente con ello, este autor ha afirmado varias veces que se reconoce en la tradición de «la crítica» impulsada por la misma Ilustración, y por otro lado, es defensor de la racionalidad y los universales como condición de posibilidad de la ética comunicativa.
En otro plano, encontramos el planteamiento de Kolakowski,
en el sentido de que la crítica de la modernidad, aún con
toda la variabilidad que ella implica, es una especie de órgano
de autodefensa de la civilización; un mecanismo para atenuar las
inseguridades que provoca la velocidad de los cambios, y afirma que: "Sería
tonto, por supuesto, estar 'en pro' o 'en contra' de la modernidad, a secas,
no sólo porque es ocioso tratar de detener el desenvolvimiento de
la tecnología, la ciencia, y la racionalidad económica, sino
porque tanto la modernidad como la antimodernidad pueden expresarse en
formas bárbaras y antihumanas" (1990: 22). Desde este planteamiento,
la polémica es valiosa por lo que aporta al proceso de civilización,
y nos alerta sobre la posible pérdida del núcleo del problema
que está presente en la proclividad a la apresurada toma de postura.
También McCarthy habla sobre el sentido de las posiciones opuestas
entre modernos y posmodernos y sobre los riesgos que implica cambiar una
metanarrativa del progreso por otra metanarrativa de lo accidental:
Hay notable tendencia entre los pensadores postmetafísicos profesos a dedicarse a la metafísica de tipo negativo. Cuando esto ocurre, un conjunto de hipostatizaciones se intercambia por otro: lo único por lo múltiple, lo universal por lo particular, la identidad por la diferencia, la razón por lo Otro de la razón, las estructuras del pensamiento por las infraestructuras del pensamiento, la esencia de la lógica del lenguaje por la esencia heterológica del lenguaje, etc. Una característica común de estas metafísicas negativas es la de una negación abstracta del aparato conceptual del racionalismo individualista: el individuo es representado como si estuviera completamente sumergido en una especie de todo, y el movimiento histórico del todo es visto como gobernado por fuerzas subpersonales o suprapersonales más allá del alcance de la razón. (1992: 15)
Finalmente, quisiera traer aquí los desarrollos de Rubio
Carracedo, quien argumenta que, dada la confianza de los posmodernos en
la actitud crítica,5 la posmodernidad se debe entender
como una fase avanzada de la modernidad que vuelca su capacidad de
crítica sobre sí misma. Se trata de la aplicación
de uno de los grandes valores acuñados en la Ilustración
sobre el mismo proyecto ilustrado. Paradoja en la que se encuentran quienes
pretenden diferenciarse de este movimiento mediante uno de sus aparatos
centrales, ya que hace la crítica movilizando la racionalidad criticada.
También presenta una clasificación de autores posmodernos:
escépticos, epicúreos y afirmativos, a lo largo de su análisis
muestra que, efectivamente se trata de un espectro más o menos amplio
de estudiosos, por lo que no es pertinente tomarlos como si se tratara
de una corriente homogénea respecto a concepciones ni a finalidades.
Un aspecto interesante es la trayectoria que ha dibujado el movimiento
de la posmodernidad: inició como ruptura epistemológica con
las grandes certezas de la Ilustración, de allí hubo un replanteamiento
sobre las concepciones de diferentes campos que explican la actual situación
—condición— sociocultural, y finalmente, se han concentrado los
esfuerzos en los proyectos políticos y cuestiones éticas;
dice Rubio: "Ahora bien, si en tales críticas mutuamente inconsistentes
de la modernidad se trasluce, ante todo, el surgimiento de un nuevo ethos
frente
al 'programa' de la misma, las inconsistencias críticas pasan a
un segundo plano, permaneciendo en el primero sólo en cuanto actitud
crítica, esto es, en cuanto un nuevo talante moral" (1996: 89).
Indudablemente que se trata de una polémica
—modernidad-posmodernidad— muy interesante de seguir y representa una invitación
a la participación —y luego a una toma de postura— porque en ella
se debaten las categorías de pensamiento y los grandes valores que
aceptamos o que eventualmente ponemos en juego quienes estamos involucrados
en alguna tarea académica. Sin duda estas discusiones han contribuido
a dinamizar de una manera muy significativa el campo de las ciencias sociales
y del pensamiento sobre la educación en particular. Desde que han
circulado los planteamientos más consistentes de los posmodernos,
no es posible mantener tranquilamente las convicciones básicas del
pensamiento de la modernidad. Ahora resulta necesario encontrar nuevos
argumentos, dar una vuelta de tuerca a sus bases, para reconocer si nuestras
asunciones resultan sustentables o si presentan serios problemas de consistencia.
Entre los aportes relevantes que han hecho los estudiosos de la posmodernidad,
brevemente podemos señalar:
a) El cuestionamiento a la unilateralidad y omnipotencia de la racionalidad, lo que conlleva el rechazo a la práctica generalizada de expandir la utilización de concepciones racionales a dominios de la práctica social cada vez más diversos o rebeldes a la misma.
b) La crítica de la tendencia a reducir, de forma cada vez más aguda, lo que se entiende por racionalidad. Esta reducción ha llevado a identificar lo racional con el cálculo cuantitativo y la capacidad de predicción y control (razón instrumental).
c) El debate y la crítica a la intención de encontrar fundamentos últimos seguros e incuestionables para diferentes conocimientos y prácticas sociales, de tal manera que no se dude de la legitimidad de afirmaciones, fines y procedimientos diversos.
d) La denuncia a toda pretensión de poseer verdades basadas en supuestos metafísicos.
e) La crítica de la confianza en que la ciencia y la tecnología nos van a conducir infaliblemente a condiciones de mejoría progresiva y a la solución definitiva de los males que aquejan a la humanidad.
f) El cuestionamiento a maneras de relación fideísta con programas emancipadores del hombre o la sociedad que "garantizan" la liberación total y definitiva de la humanidad.
g) El rechazo a propuestas de actuación en los planos éticos y políticos, basados en la aplicación de normas y principios establecidos de manera definitiva y generalizada.
Educación y pedagogía, ¿posmodernas?
Frecuentemente, la educación ha sido impactada por diferentes disciplinas; se encuentran fácilmente formas de pensamiento, conceptos y métodos que se pretenden incorporar a la acción educativa o el discurso pedagógico. Lo más visible de este proceso fue la adopción del término «ciencias de la educación» en fechas más o menos coincidentes con los momentos en que varias disciplinas adquirieron estatuto epistemológico; así la educación y las teorías pedagógicas se cientifizaron. Otra muestra es la constante incorporación a los discursos pedagógicos de perspectivas innovadoras desde las que se realizan determinados análisis o propuestas: "la relación maestro-alumno desde el punto de vista psicoanalítico", "el análisis de la demanda educativa desde la teoría de los escenarios", "el rendimiento educativo y la planificación estratégica", etcétera. También la problemática de la posmodernidad ha impactado el campo del pensamiento educativo de diferentes maneras. Han aparecido textos dedicados a encontrar las articulaciones entre pedagogía o educación y posmodernidad, se han organizado foros para tratar el asunto, hay pedagogos que se han detenido en el estudio y hacen propuestas ubicadas en ese campo teórico, además, existen educadores que han optado por posiciones afines a los teóricos posmodernos.
Una primera mirada nos haría entender esa incorporación como otra manifestación del proceso típico de impacto que habíamos comentado, sin embargo, se requiere pensar más detenidamente si es el mismo proceso pero con otros contenidos, o si se trata de una situación diferente. En virtud de los cuestionamientos específicos que las teorías de la posmodernidad han hecho a las formas dominantes de pensamiento occidental, y por el escepticismo declarado acerca de los problemas y certezas que han sido establecidos en la modernidad, resulta necesario preguntarnos: ¿qué novedad implica la idea de incorporar las teorías de la posmodernidad al campo educativo?, ¿hasta dónde es lógicamente sustentable la existencia una vertiente de pensamiento posmoderno en el campo educativo?, ¿puede haber una pedagogía que asuma los postulados de la posmodernidad?
Aunque este no es el momento ni el lugar para mostrarlo detenidamente, quisiera plantear la siguiente hipótesis: la pedagogía es una disciplina moderna. Se diferencia estructuralmente de otros discursos formativos, como la Paideia o el de la formación religiosa; los discursos sobre la educación de épocas anteriores eran expresiones educativas de los ideales de vida dominantes, contenidos en una cosmovisión abarcadora. Dicho de otro modo, se trataba de expresar en términos educativos los valores y formas de vida aceptados. Pero llega el momento que la pedagogía tiene otro encargo: proponer finalidades educativas y modos de enseñanza que logren, que cuenten con la legitimidad, el reconocimiento y la eficacia necesarias para aparecer como educativas, es decir, se trata de lograr que determinados modos de influencia adquieran el rango, el carácter de educativos y por ello sean aceptados.
Hay una gran diferencia entre derivar de la cultura los conocimientos y pautas de conducta que serán organizadas y transmitidas por los medios educativos vigentes, pautas que ya cuentan con la legitimidad y reconocimiento social, y por otro lado, la necesidad de presentar contenidos, medios educativos y maneras de transmisión que obtengan, que ganen el reconocimiento y legitimidad por la manera en que son propuestos. La labor de la pedagogía es obtener la legitimidad para contenidos y modos de enseñarlos, por medio de un procedimiento sólido de argumentación, además de una fundamentación coherente y de la propuesta de organización de acciones educativas, de tal manera que sean convincentes.
Los procedimientos de argumentación, los fundamentos
que moviliza la pedagogía son —o han de ser— racionales,
es decir, basados en los campos de conocimiento o disciplinas que tienen
relevancia como «conocimientos»; la psicología, la sociología,
la filosofía y la ética son saberes que típicamente
se ponen en juego para fundamentar un ideal pedagógico. Además
son razonables, es decir, convocan la adhesión, son vinculantes.
Los estilos para plantearlos también son racionales; las grandes
teorías pedagógicas argumentan, fundamentan, no apelan
a figuras de autoridad o a creencias incuestionadas. También se
ven ante la necesidad de proponer formas de organización de la enseñanza
que se sustenten por su efectividad y por no atentar contra los procedimientos
aceptados como legítimos para la relación entre maestro y
alumno. Para ello, esas propuestas requieren a su vez estar fundamentadas
en los campos de conocimiento que han estudiado al hombre, su manera de
aprender, las condiciones más favorables para el desarrollo y la
expresión, etcétera. En síntesis, la pedagogía
tiene el encargo de fundamentar y organizar racional, convincentemente,
proyectos de educación, de tal modo que obtengan legitimidad
por la consistencia con que están elaborados y por la efectividad
de los procedimientos que sugiere. En ese sentido es una disciplina «moderna».
Pero también la pedagogía es «moderna» por las
concepciones y ejes fundamentales que promueve. Las teorías pedagógicas
están estructuradas a partir de un conjunto básico de supuestos,
que podríamos sintetizar como la confianza en la posibilidad de
impulsar el progreso del hombre a partir del desarrollo de su potencial
racional, de su incorporación a la sociedad y de asumir la cultura
y valores que le permitan una actuación pertinente en un ambiente
social determinado. Esta concepción fecha a la pedagogía
dentro —o en el mismo periodo— del movimiento de la Ilustración.
Según Hernández-Pacheco:
Podemos decir que la preocupación pedagógica representa un telón de fondo para el pensamiento romántico,6 una perspectiva general para todas las cuestiones antropológicas. Y es coherente con ello que la idea del hombre se interprete como un devenir, como un hacerse, como una progresiva autodeterminación; de modo que se entiende lo que es el hombre desde lo que es el objetivo último de un proceso formativo. (1995: 159)
Si relacionamos las características que este autor va enumerando
respecto a «la idea del hombre», con los aspectos que configuran
el «programa de la modernidad», rápidamente encontraremos
profundas coincidencias. A partir de esto, replanteamos las preguntas anteriores:
¿es posible concebir una pedagogía que no proponga el incremento
de la capacidad racional de los hombres?, ¿que no busque el mejoramiento
de los estudiantes, apoyado en los conocimientos socialmente legitimados?,
¿que no pretenda contribuir al progreso del hombre, la cultura,
la sociedad? En suma, ¿hay una pedagogía que se haya desprendido
de las preocupaciones que enfatiza el «programa de la modernidad»?
La consecuencia de estos planteamientos es que no es posible sustentar lógicamente la existencia de una pedagogía que no movilice los principios que son rechazados por los posmodernos en su oposición a la lógica de la modernidad. Es un sinsentido hablar de una pedagogía que no sea normativa y prescriptiva, que no sea teleológica, que no acuda a fundamentos que le confieran legitimidad a sus propuestas, que no confíe en la veracidad de un conjunto de conocimientos, etcétera, porque esos son los ejes estructurantes de la pedagogía; por ejemplo, ésta es la disciplina encargada de aportar normas y prescripciones en materia de educación. Usualmente se confunde el hecho de estar en desacuerdo con determinada normatividad, con la presencia de normas como elemento inerradicable de lo pedagógico, y esto genera la ilusión de que optar por un «modelo antiautoritario» trae automáticamente aparejada la desaparición de normas o fines; esta ilusión genera el desconocimiento de que el modelo antiautoritario de determinada concepción pedagógica también es una norma. Confundir el cambio de las orientaciones específicas de los elementos constitutivos con la superación o eliminación total de los aspectos constitutivos, es muy frecuente en el medio de pedagogos. En muchos sentidos es el caso de los «pedagogos posmodernos», cuando, por ejemplo, creen que por reconocer conocimientos que otros relegan, evaden la práctica de consagrar, de dar relevancia, de apoyar la legitimidad y valorar al conocimiento.
Respecto a los retos que enfrentan las finalidades
y prácticas educativas en la época, en la «condición
posmoderna», es necesario recordar que progresivamente se han deteriorado
las condiciones escolares y extraescolares, de relaciones maestro-estudiante,
de legitimidad de los conocimientos y maneras de aprenderlos que eran vigentes
en la sociedad hasta hace poco tiempo y que permitían el funcionamiento
más o menos incuestionado7 del accionar educativo: "A
partir del momento en que el saber ya no tiene su fin en sí mismo,
como realización de la idea o como emancipación de los hombres,
su transmisión escapa a la responsabilidad exclusiva de los ilustrados
y los estudiantes la idea de 'franquicia universitaria' es hoy de otra
época" (Lyotard, 1984: 93). Es decir, otros mecanismos y sectores
de la sociedad han entrado en competencia con las instituciones de educación
en la tarea de definir finalidades educativas y de transmitir informaciones
o ejercer influencias formativas sobre los individuos. En esta competencia,
las formas escolares y educativas pierden capacidad de influjo sobre las
personas, ya sea por la ineficacia —comparada con otros mecanismos— de
sus medios o por la progresiva pérdida de legitimidad y autoridad
de sus procedimientos y encargados de la transmisión. Según
Lipovetsky:
La indiferencia crece. En ninguna parte el fenómeno es tan visible como en la enseñanza en donde en algunos años, con la velocidad del rayo, el prestigio y la autoridad del cuerpo docente prácticamente han desaparecido. El discurso del Maestro ha sido desacralizado, banalizado, situado en el mismo plano que el de los mass media y la enseñanza se ha convertido en una máquina neutralizada por la apatía escolar, mezcla de atención dispersada y de escepticismo lleno de desenvoltura ante el saber. (1990: 38)
Lyotard, uno de los autores reconocidos por hacer una especie de
carta de presentación de la «condición posmoderna»,
coincide con el autor de La era del vacío, cuando dice respecto
a las situaciones de enseñanza:
Pero lo que parece seguro, es que en los dos casos, la deslegitimación y el dominio de la performatividad son el toque de agonía de la era del profesor: éste no es más competente que las redes de memorias para transmitir el saber establecido, y no es más competente que los equipos interdisciplinarios para imaginar nuevas jugadas o nuevos juegos. (1984: 98)
Para los involucrados en el campo de la educación el mensaje
es bastante claro; los planteamientos de los posmodernos no permiten adoptar
sus postulados y continuar laborando en el medio con normatividades más
suaves, más light, ni encender los focos rojos, sino que
implica de una vez, prender los cirios. Posmodernidad y pedagogía
son antitéticos, condición posmoderna y educación
se repelen. Entonces, ¿qué significan las posiciones
posmo
en estos campos?, ¿por qué no se puede leer la radicalidad
de esas críticas? Aceptar que el diagnóstico es certero,
implica reconocer la historicidad de la pedagogía y de la institución
de la educación y consecuentemente, el inicio de la despedida; por
el contrario, aceptar que el diagnóstico es certero e incorporarlo
al discurso pedagógico, es encontrar otra «alternativa»,
y con ello ir en contrasentido de los postulados aceptados. Nos viene bien
el señalamiento de Kolakowski, quien dice: "La desesperanza es la
caída frecuente de quienes una vez creyeron en una solución
perfecta y última y que han perdido la certidumbre" (1990: 48).
Pedagogía, universales y contextos
Un ángulo específico de la polémica modernidad-posmodernidad en educación, es el referido al debate entre lo universal y lo local o el contexto, se trata de un reflejo del debate en el campo filosófico entre universalistas y comunitaristas. Como es sabido, una de las banderas principales del discurso de la posmodernidad, consiste en rechazar los universales como fundamento último de conocimientos o proyectos de acción, en virtud de su incapacidad para dar cuenta de lo local, de lo particular. Aceptar la vigencia de lo universal implicaría acordar con la imposición, la tiranía de lo abstracto, lo formal, lo trascendente, sobre las situaciones y procesos concretos, vivos, limitados. Se trataría de una condición de insensibilidad a lo diverso, lo múltiple, lo que se expresa de maneras distintas, con prácticas diferentes a las reconocidas por la racionalidad universalista. Sería una limitación cognitiva de quienes votan por los universales, por la incapacidad de entender lo distinto; incapacidad que tiene implicaciones morales y políticas, ya que defender la vigencia de los universales tendría como consecuencia inmediata ubicarse del lado de los grupos de poder dominantes y por lo mismo, participar en la represión de los grupos marginados, de los diferentes y, en general de todo lo particular que no se ajuste a lo universalmente aceptado o legitimado. En el plano moral, la aceptación de valores universales también tendría como consecuencia la condena, la descalificación de prácticas por el simple hecho de no adecuarse a las normas y a la formalidad vigentes. Se trataría de defender o tratar de consagrar la aplicación de principios y normas abstractas, ahistóricas, incuestionadas a todos los casos y situaciones, con la consecuencia de desconocer los locales o particulares.
Dice García, respecto a los juicios y razonamientos morales: "Con este calificativo pretendemos diferenciarlos de otros tipos de razones, alejándolos así de contextos particulares y preferencias subjetivas. En este sentido decimos que unimos con ellos una exigencia de universalidad: pretendemos que valgan para todos los hombres y en cualquier situación" (1992: 21). Este planteamiento nos remite a pensar en las demandas que requiere una situación de interacción (es decir, que valgan para todos los hombres en cualquier situación) entre los hombres, en la que se trata de establecer acuerdos y de lograr maneras satisfactorias de convivencia para los involucrados. La pregunta es ¿qué es lo que garantiza que los participantes en una situación de interacción —por ejemplo, educativa— mantengan una actitud de corresponsabilidad con el otro?
Las respuestas suelen ir por dos vías: por un lado, está el cálculo individual, racional acerca de peligros y ventajas a las que me expongo por relacionarme con el otro; si el posible resultado es a mi favor, en el sentido de que obtendré beneficios mayores que los riesgos, entonces la decisión en cualquier sentido se basa en el cálculo personal, individual. Por otro lado, está la posibilidad de reconocer que tanto el otro como yo compartimos criterios o principios de comportamiento que nos hacen esperar razonablemente que tenemos cosas en común y por lo mismo, estamos en condiciones de interactuar, o al menos de iniciar un diálogo para reconocer coincidencias y discrepancias. También eventualmente, podemos encontrar respuestas en las que estén mezclados los dos grupos de motivos. En el primer caso, apelamos al cálculo individual para fundamentar la decisión; en el segundo, confiamos en que compartir principios posibilita la interacción. En el primer caso, el reto es contar con la capacidad de cálculo necesaria y las bases confiables para la actuación autónoma; en el segundo, se requiere que los sujetos acepten las normas para desarrollar actitudes de corresponsabilidad e interacciones. El primero favorece la libertad o independencia en la decisión, el segundo la convivencia y la comunicación.
Con el problema planteado estamos, de otra manera, ante los mismos dos polos de la discusión anterior, por un lado el reconocimiento de universales que favorecería la comunicación, y por el otro, el énfasis en los motivos personales, que priorizan la autonomía. Cualquiera de estas dos posiciones tienen distintas consecuencias para una concepción educativa. Sin embargo, desde este punto de vista, la presencia de los universales en la pedagogía no implica necesariamente adoptar la posición que implica el rechazo, el desconocimiento o la ausencia de lo particular, lo contextual. Y esto se debe a las características mismas de las teorías pedagógicas, a la estructura de los planteamientos pedagógicos. Intentaré mostrarlo brevemente:
En un trabajo anterior ensayé caracterizar
a la pedagogía como un dispositivo de legitimación para
las prácticas que se presumen educativas,8 a
continuación presento esquemáticamente el planteamiento,
para mostrar que aceptar la importancia de los universales en pedagogía
no necesariamente implica el desconocimiento de lo local, de las condiciones
particulares o contextuales de la práctica educativa. Es necesario
señalar también que lo que planteamos es la tarea, el reto
que enfrenta la pedagogía, asunto diferente de afirmar si en todos
los casos lo logra o no.
1. El primer problema de la tarea pedagógica es que no siempre resulta evidente que las prácticas de socialización posean un carácter intrínsecamente educativo, la intervención pedagógica es la que las configura como tales. (Ver la discusión de más arriba respecto a la pedagogía como una práctica de argumentación racional).
2. La pedagogía tiene el encargo de interpretar los ideales sociales y de expresarlos en términos formativos, de modo tal que adquieran el carácter de ideales educativos. Los ideales tienen las siguientes características:
a) Son una suerte de consagración tanto de prácticas que han resultado históricamente valiosas, como de aspiraciones decantadas a través de periodos más o menos largos; es decir, tienen bastante constancia o permanencia, de tal manera que aparecen más como producto de experiencias y luchas generales del hombre, que de grupos sociales particulares, restringidos.
b) Se presentan —los ideales educativos— como universales, como un bien o condición deseable de todos y para todos los miembros de la sociedad. Es una intencionalidad que no busca favorecer a una persona o grupo específico ni representar un interés particular. Esa condición hace del ideal educativo algo potencialmente vinculante.
c) En tanto ideal educativo, está planteado en términos universales, abstractos, puros; es decir, sin atenuantes y modificaciones que reflejen las condicionantes de determinados espacios o contextos sociales.
3. La pedagogía es un dispositivo de legitimación de las prácticas educativas que opera de la siguiente forma:
a) El ideal educativo está expresado en términos abstractos y puros, en ese nivel es coherente. Esos ideales contienen valores universales. Un hombre educado es el que posee esos valores, que reunidos en una persona, resultan —o pueden resultar— contradictorios entre sí. Es tarea de la pedagogía identificar los conflictos entre los valores, jerarquizar los que considere más importantes y optar o seleccionar entre los que considere fundamentales.
b) Un segundo momento consiste en interpretar, matizar, adecuar los valores educativos expresados en el ideal pedagógico —nivel universal—, dependiendo de las intenciones y condiciones particulares o contextuales. Se trata de transcribir el ideal según las particularidades de la práctica social para la que se pretende formar, de modo tal que la traducción de lo universal en particular adquiera formas y contenidos específicos, que se vean delimitados por las situaciones particulares.
c) Un tercer nivel del trabajo pedagógico es proponer formas y modos de educación que convierta esos principios universales en prescripciones, normas y criterios de enseñanza para un proyecto particular, local.
4. La pedagogía tiene el reto de armonizar todos los elementos en juego en los tres niveles anteriores, de tal modo que las prácticas educativas específicas sean una expresión particular y coherente del ideal educativo.
Esta manera de concebir lo pedagógico como dispositivo de
legitimación de las prácticas educativas, busca poner en
evidencia los mecanismos de articulación entre los principios o
valores universales —contenidos en los ideales educativos— y el contexto
donde operará la propuesta pedagógica. Queda pendiente resolver
el cuestionamiento de si se trata de "aplicar" los universales en un contexto
al que sólo se acude para realizar un "mejor diagnóstico"
y con ello confirmar que se trata de la predominancia de los principios
universales. La respuesta no depende de mi posición al respecto,
sino del modo de proceder de la pedagogía, tendríamos que
encontrar casos que mostraran lo contrario. Por lo pronto, este planteamiento
no se invalida ante el reclamo de desconocer lo particular, el contexto,
las prácticas reales, por los siguientes motivos:
1. Ante la crítica de que "el planteamiento adolece de un problema constitutivo de los principios universales: presentar valores o principios de un grupo o sector social particular como si fuesen universales". Tal como está señalado, esta concepción parte del supuesto de que los universales son prácticas, experiencias, o aspiraciones —ideas reguladoras— que han estado presentes en la historia de la humanidad por largos periodos y de que están presentes en distintas sociedades, es decir, se trata de prácticas, principios de actuación, maneras de relación o finalidades decantadas históricamente y producidas por el género humano, por lo que no se pueden adjudicar a ningún grupo ni sociedad particular. Han tenido, asimismo un amplio consenso, por lo que son vinculantes.
2. Esta concepción acerca del proceder de la pedagogía tampoco es cuestionable por el carácter de formalidad, propio de todo planteamiento universalista abstracto, en virtud de que si bien en un primer momento reconoce la existencia de los universales de manera abstracta, pura, también propone un segundo momento y nivel de fundamentación que consiste en la traducción de esos universales a partir de los intereses y condiciones particulares; de allí se desprende que la presencia de universales no es una formalidad vacía, sino un esfuerzo por mantener, para efectos de transmisión educativa los grandes valores y logros de la humanidad, expresados y movilizados en términos y de maneras que respondan a condiciones locales.
3. Tampoco el reclamo de trascendencia invalida el planteamiento, porque tiene dos momentos o niveles posteriores a la recuperación de los universales en ideales educativos. Esos dos momentos implican un nivel de interpretación, de traducción según el contexto y, un nivel de prescripción de formas específicas de operación como procedimientos de enseñanza. En ambos casos, las propuestas están necesariamente hechas a la medida de lo práctico y se alejan de lo abstracto.
Para concluir, quisiera mostrar un atrapamiento adicional en el
que están involucradas algunas de las críticas que con frecuencia
se plantean a quienes aceptan la importancia de los universales en el campo
educativo. Además de los reclamos por la incapacidad de los presupuestos
universalistas para tomar en cuenta las condiciones contextuales, las críticas
suelen venir acompañadas de una invitación a «analizar»
las consecuencias de la presencia de los universales y de propuestas para
«debatir» las diferencias, lo inconmensurable de cada situación,
con respecto a normas, a parámetros universales. El caso de invitar
a analizar o criticar, ya ha sido comentado en el punto ¿modernidad
o posmodernidad?, con relación al asunto de la paradoja que significa
tratar de rechazar una lógica de razonamiento, empleando la misma
lógica. Respecto a las propuestas a debatir la inconmensurabilidad
de las diferencias, estamos ante el mismo caso; ¿cómo es
posible debatir acerca de las diferencias entre dos contextos, sin aceptar
la posibilidad de las identidades? Desde el reconocimiento de identidades
y a partir del contraste entre las mismas, es como podemos reconocer las
diferencias. Pero, además, el atrapamiento mayor en los universales,
y que usualmente no es percibido por los posmodernistas, consiste en que
una propuesta de debate, de diálogo, tiene como supuesto necesario
el hecho de compartir un lenguaje y el supuesto de aceptar que los que
debaten se ajustan a reglas, a normas en el uso del mismo y de los procedimientos
para el debate. La invitación a la polémica entonces, contiene
al mismo tiempo la invitación a un comportamiento racional, con
principios universales, vinculantes. La racionalidad, los universales pueden
ser insatisfactorios, son debatibles, pero ¿cómo nos desprendemos
de ellos?
Notas
* Profesor asociado, adscrito al Proyecto de investigación curricular, Uiicse, ENEP Iztacala, México, UNAM.
1 Ver por ejemplo: Las aventuras de la diferencia, La era del vacío y La condición postmoderna respectivamente de cada autor.
2 Cfr. Picó, J. Comp.(1988) Modernidad y postmodernidad, México, Alianza.
3 Maffesoli, M. (1977) La Lógica de la Dominación, Barcelona, Península.
4 A estas alturas resultará evidente que hemos utilizado en repetidas ocasiones esta expresión. En este trabajo, lo seguiremos haciendo, en virtud de que los términos "programa de la modernidad", "posmodernidad", entre otras, nos ubican en el contexto del debate que tratamos de analizar. No obstante, quede constancia del señalamiento de que no se trata de bloques organizados ni de programas en el sentido estricto del término.
5 Es ampliamente reconocido el aporte de Kant —uno de los "fundadores" de la modernidad— en el sentido de la centralidad que ocupa la crítica en su sistema de pensamiento; al respecto señala Kolakowski: "Debemos atenernos a lo que fue constitutivo de la doctrina kantiana del conocimiento y la moral, y que hizo de su criticismo un suceso decisivo en la cultura europea" (1990: 66).
6 Hernández-Pacheco considera que el Romanticismo es un movimiento muy amplio que incluye filosofía, poesía, literatura, etc., inclusive plantea que hay profundas relaciones entre esas expresiones, por ejemplo: "Todo lo que es Hegel, más allá del aparato técnico dialéctico, la filosofía real, esto es, la filosofía del derecho, del arte, de la religión, de la historia, es impensable sin esa síntesis total de cultura y filosofía que antes que él habían realizado ya los románticos [...]" (1995: 23). Sobra decir que Hegel es uno de los pilares del movimiento de la Ilustración, núcleo de la modernidad.
7 Al decir incuestionado, estamos planteando que había una aceptación de base, un reconocimiento acerca de la importancia y valor de la educación, lo que no implica que no hubiera posibilidad de hacer críticas a sus elementos específicos que debieran mejorar o cambiarse.
8 Ver "Pedagogía, la legitimación
del «ideal educativo»" de Miguel Ángel Pasillas en Bartomeu,
et
al. (1995) En nombre de la pedagogía, México,
UPN, Col. Archivos.
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