Revista de Investigación Educativa 14
enero-junio, 2012

ISSN 1870-5308, Xalapa, Ver
Instituto de Investigaciones en Educación, Universidad Veracruzana

       
     
De la teoría del habitus a una sociología psicológica[1]
       
 

Bernard Lahire

Profesor de Sociología
Miembro del Institut Universitaire de France
Université Lumière-Lyon 2

Traducción:

Guadalupe Navarrete García

Estudiante
Seminario de traducción de textos científicos y literarios del francés al español y su didáctica
Instituto de Investigaciones en Educación, Universidad Veracruzana, México

Mtra. María del Pilar Ortiz Lovillo

Coordinadora
Seminario de traducción de textos científicos y literarios del francés al español y su didáctica
Instituto de Investigaciones en Educación, Universidad Veracruzana, México
piortiz@uv.mx

Dr. Jorge Vaca Uribe

Coordinador
Seminario de traducción de textos científicos y literarios del francés al español y su didáctica
Instituto de Investigaciones en Educación, Universidad Veracruzana, México
jvaca@uv.mx

Jeanne Dumas

Estudiante
Seminario de traducción de textos científicos y literarios del francés al español y su didáctica
Instituto de Investigaciones en Educación, Universidad Veracruzana, México

 

Recibido: 3 de agosto de 2011
Aceptado: 31 de agosto de 2011

 

En consecuencia, puesto que hay una amplia región de la conciencia cuya
génesis es ininteligible para la psicofisiología en sí misma, no se debe
concluir que ésta se haya formado sola y que por consiguiente es refractaria a
la investigación científica, sino solamente que corresponde a otra ciencia
positiva que se podría llamar sociopsicología.

Emilio Durkheim, De la división social del trabajo.

¿Dónde y cómo aprehender lo social? Es una pregunta que no han dejado de plantearse los investigadores en ciencias sociales y que ha dado lugar a una increíble diversidad de respuestas según las tradiciones sociológicas. Además, ¿las ciencias del mundo social tienen objetos predilectos en el mundo? Una epistemología realista se inclinaría a pensar que ciertos objetos del mundo son “sociales” y otros no (o lo son menos). Así, los movimientos colectivos, los grupos, las clases, las instituciones serían “evidentemente” objetos para las ciencias sociales, mientras que el comportamiento de un individuo singular, las neurosis, las depresiones, los sueños, las emociones y los objetos técnicos que nos rodean serían objetos de estudio para psicosociólogos, psicólogos, psicoanalistas, médicos, ingenieros, ergónomos… Ahora bien, sabemos que en la práctica científica efectiva los investigadores tienden a traspasar esas fronteras realistas. De hecho, como lo enunciaba Saussure con firmeza, el punto de vista crea el objeto y no es el objeto el que esperaría prudentemente, en la realidad, a que el punto de vista científico venga a revelarlo.

No es excluyendo a priori un tema cualquiera de su campo de estudio como las ciencias sociales pueden avanzar hacia una mayor autonomía científica. Como para la literatura más “pura” que, para manifestar la ruptura con las demandas externas, afirma la primacía del modo de representación sobre el objeto representado, las ciencias sociales deben mostrar que no hay ningún límite empírico a lo que pueden estudiar; es decir, que no hay objetos más socio-lógicos, más antropo-lógicos o más históricos que otros, sino que lo esencial reside en el modo científico (sociológico, antropológico, histórico…) de abordar el tema.[2]

Pero estas extensiones cognitivas de aquello que una disciplina científica puede adoptar como objetos de estudio no son fáciles de operar. De hecho, es imposible, en la mayoría de los casos, aplicar mecánicamente a los nuevos temas o cuestiones los conceptos o los métodos probados anteriormente. Es aquí donde los temas de estudio resisten más de lo que la idea de una epistemología nominalista podría sugerirnos. La superposición de antiguos esquemas interpretativos a nuevas realidades puede simplemente contribuir a reforzar la creencia en la incapacidad intrínseca de la disciplina para estudiar esas realidades. Otro riesgo radica en el uso que le da la sociología a los esquemas interpretativos provenientes de tradiciones disciplinarias ajenas al propio desarrollo científico, en forma de una importación fraudulenta y en consecuencia no controlada.

De lo social individualizado

La dificultad de la aprehensión de lo social en su forma individualizada se debe así a dos riesgos permanentes que son, primero, al hecho de creer poder estudiar el nuevo tema de estudio reciclando simplemente lo antiguo (conceptos y métodos) y, segundo, al hecho de pensar que se han logrado los fines científicos mezclando una sociología de aquí (de origen sociológico) y de allá (de origen psicológico).

Si dejamos de lado el segundo tipo de riesgo (que, por ejemplo, dio lugar a desafortunadas tentativas de acercamiento del marxismo al psicoanálisis en los años setenta), el cual necesitaría una amplia exposición sobre los obstáculos de la inter- o multidisciplinariedad (Lahire, 1998a), el primer tipo ha permanecido insistentemente invisible a los ojos de los investigadores. En efecto, el cambio de escala –del análisis de grupos, movimientos, estructuras o instituciones a la de individuos singulares que a la vez “viven en” y “son constitutivos de” esos macro-objetos– no ha sido tan brutal como para forzar la vista de los investigadores, provocarles dolores de cabeza y, al mismo tiempo, hacerlos tomar conciencia. El desplazamiento ha sido insensible, imperceptible y, debido a esto, se ha dificultado el ejercicio de la lucidez teórica. Incluso es sin darse cuenta y sin medir las consecuencias, que la sociología se interesó en individuos sociales como tales (en los estudios de caso o de trabajo que presentan, entre otros tipos de “datos”, imágenes individuales, sostenidos metodológicamente por las prácticas de historias de vida o las entrevistas a profundidad), además de interesarse en grupos, categorías, estructuras, instituciones o situaciones (cualquiera que sea su dimensión y su tipo). El movimiento hubiera sido más visible si los investigadores no tuvieran el hábito de reivindicar la pertinencia de su propósito, cualquiera que sea la escala de contextualización (del grupo social más grande al individuo más simple).[3]

Entre los trabajos existentes, los de Pierre Bourdieu, más que todos los otros, han designado y caracterizado teóricamente estas “pequeñas máquinas productoras” de prácticas (en el sentido amplio del término), estas “matrices” que retienen en el cuerpo de cada individuo el producto de las experiencias pasadas. Esos modelos teóricos podían parecer satisfactorios cuando, por ejemplo, las nociones (y las realidades a las que ellas remiten) de estructuras cognitivas, psíquicas o mentales, esquemas, disposiciones, habitus, incorporación e interiorización, no estaban en el centro del estudio, sino que solamente servían en los reportes de las encuestas como conmutadores necesarios para dar razón de las prácticas al evocar burdamente la socialización pasada incorporada. Los términos tomados de la psicología (piagetiana principalmente) permitían designar un vacío o una ausencia entre las estructuras objetivas del mundo social y las prácticas de los individuos. El habitus podía entonces ser tanto grupal como individual. Eso no planteaba ningún problema particular, pues no se le prestaba una atención específica y la teoría no proponía estudiar verdadera y empíricamente estas realidades. Eso bastaba ampliamente para el trabajo sociológico y sin duda basta, aún hoy, para la mayoría de los investigadores. En efecto, numerosos sociólogos continúan practicando la sociología incluso sin tener la necesidad de dar un nombre a estas matrices corporales (cognitivas, sensitivas, evaluativas, ideológicas, culturales, mentales y psíquicas) de comportamientos, de acciones y de reacciones. Incluso algunos piensan que se está aquí en presencia de las “cajas negras” (como las nociones de “socialización” o de “habitus”) frente a las que toda sociología científica y explicativa debería abstenerse absolutamente (Boudon, 1996).

Pero no se podía hablar de estructuras cognitivas, psíquicas o mentales, de esquemas, de disposiciones, habitus, incorporación o interiorización, sin arriesgarse a llamar la atención y el cuestionamiento crítico de los investigadores. Todo lo que fue tomado de manera acrítica hasta ese momento como obvio para cierta tradición sociológica, puede entonces ser reconsiderado: ¿explicación disposicional? ¿Esquema? ¿Disposición? ¿Sistema de disposiciones? ¿Fórmula generadora o principio unificador de prácticas? ¿Habitus? ¿Transponibilidad o transferibilidad de esquemas? ¿Herencia cultural? ¿Transmisión de capital cultural? ¿Interiorización de estructuras objetivas? ¿Incorporación de estructuras sociales? Al universalizar las adquisiciones de un estado de la psicología de su tiempo (no enteramente desarrollado, claro está), Pierre Bourdieu importó al seno de su teoría, de forma petrificada y casi igual después de treinta años, conceptos psicológicos que sólo eran –como todo concepto científico– una síntesis del estado de los trabajos psicológicos más avanzados en el desarrollo del niño. Más que suponer la existencia de tales procesos socio-cognitivos, omitiendo imprudentemente la larga y laboriosa serie de actos de investigación que sería indispensable poner en marcha, se debe regresar al camino de la interrogación científica empíricamente fundada. Se abre entonces el campo de una sociología psicológica para la que una parte del mundo científico ha contribuido, poco a poco, a crear las condiciones de emergencia y cuyo programa científico voy a precisar (Lahire, 1998b, p. 223-239).

Estudiar lo social individualizado, es decir, lo social refractado en un cuerpo individual que tiene como particularidad traspasar instituciones, grupos, escenas, campos de fuerza y de luchas diferentes, es estudiar la realidad social bajo su forma incorporada, interiorizada. ¿Cómo la realidad exterior, más o menos heterogénea, es hecha cuerpo? ¿Cómo las experiencias socializadoras pueden cohabitar en el mismo cuerpo? ¿Cómo tales experiencias se instalan de manera más o menos durable, en cada cuerpo y cómo intervienen en los diferentes momentos de la vida social o en la biografía de un individuo? Mientras que la sociología se conforma con explicar los grupos de individuos a partir de una práctica o de un campo particular de prácticas (los asalariados de una empresa, los cónyuges, los lectores, los usuarios de tal institución cultural, los votantes, etc.) puede ahorrarse el estudio de estas lógicas sociales individualizadas. Sin embargo, desde que se interesa en el individuo (no como átomo y base de todo análisis sociológico sino como producto complejo de múltiples procesos de socialización), no es posible satisfacer los modelos de actor, de acción y de cognición, implícitos o explícitos, utilizados hasta ahora. Es el historiador Giovanni Lévi quien subraya con pertinencia el hecho de que “nosotros no podemos (…) aplicar los mismos procedimientos cognitivos a los grupos y a los individuos” (Lévi, 1989, p. 1335).

La vida de las disposiciones

El desarrollo de una sociología psicológica implica que la noción misma de “disposición” sea examinada, puesto que es primordial para pensar el pasado incorporado a escala individual. Ahora bien, al mirar el uso que se hace de ella en los trabajos sociológicos, nos damos cuenta de inmediato del hecho de que no ha tenido hasta el momento una importancia considerable para el análisis del mundo social.[4] El sociólogo aumenta así ocasionalmente su conocimiento del mundo social en los usos rutinarios de este concepto. Por ejemplo, mientras Pierre Bourdieu explica que no existe una práctica más distintiva que frecuentar un concierto o tocar un instrumento “noble” de música, por la “rareza de las condiciones de adquisición de las disposiciones correspondientes” (Bourdieu, 1979, p. 17), afirmó algo sobre la función de distinción de ciertas prácticas culturales, sobre su rareza, pero no mencionó nada con respecto a las “disposiciones correspondientes” a éstas prácticas. Del mismo modo, cuando declara que las obras literarias de Mallarmé o de Zolá llevan la marca de las “disposiciones socialmente constituidas de sus autores” (Bourdieu, 1979, nota 6, p. 19), el lector interesado está absolutamente “dispuesto” a creerlo, pero no se nos propone ningún análisis de las disposiciones de estos autores, de lo que se entiende precisamente por “disposiciones” ni de la manera en la que se podrían reconstruir tales disposiciones. Las disposiciones sociales de los escritores, pertinentes para comprender sus obras, ¿son disposiciones sociales generales adquiridas familiarmente o son el producto específico de la socialización literaria, lo que significaría que no “todo” lo que se refiere a la experiencia socializadora de los autores es pertinente para reconstruir o para aprehender sus “comportamientos” literarios?

Revisar sistemáticamente el conjunto de contextos de uso de la noción de disposición en La distinción, nos lleva a plantear cada vez más tales cuestiones. El uso del término, sin más precisiones, puede ser específico ya que el autor designa tipos de disposiciones sólo con la ayuda de sustantivos y adjetivos calificativos: la “disposición cultivada”, las “disposiciones ordinarias y la disposición propiamente estética”, el “moralismo pequeño-burgués”, las “disposiciones regresivas y represivas” de las fracciones en declive de la pequeña burguesía, la “disposición pura”, las “disposiciones constitutivas del habitus cultivado”, las “virtudes ascéticas y la buena voluntad cultural” de la pequeña burguesía asalariada, la “disposición que apela a las obras de arte legítimas”, las “disposiciones ascéticas de los individuos en ascenso”, el “aristocratismo ascético de las fracciones dominadas de la clase dominante”, el “hedonismo higienista de los médicos y de los ejecutivos modernos”, una “disposición austera y casi escolar”, la “moral hedonista del consumo”, la “moral ascética de la producción”, el “progresismo optimista”, el “conservadurismo pesimista”; una “disposición sabia e incluso erudita”, la “disposición distante, indiferente, impertinente respecto del mundo o de los otros”; las “disposiciones y los modales finos como características de burgueses”; el “hedonismo realista” de las clases populares; la “disposición política conservadora”; el “conservadurismo liberal de las fracciones de la clase dominante”; las “disposiciones reaccionarias”; el “esnobismo ético” y las “disposiciones de ejecutante”.

La noción puede entrar, por otro lado, en la economía general del razonamiento teórico: el “modo de percepción que pone en marcha cierta disposición y cierta competencia”; las “experiencias diferenciales que hacen los consumidores en función de las disposiciones que ellos deben a su posición en el espacio económico”; el “habitus de clase como forma incorporada de la condición de clase y de los condicionamientos que ésta impone”; sus “propiedades que pueden existir en el estado incorporado, bajo la forma de disposiciones”; la “homogeneidad de las disposiciones asociadas a una posición”; “dialéctica que se establece a lo largo de una existencia entre las disposiciones y las posiciones”; “todas las propiedades incorporadas (disposiciones) u objetivadas (bienes económicos o culturales)”; las “disposiciones sociales cuentan más que las ‘competencias’ escolarmente garantizadas”; las “disposiciones del habitus se especifican, para cada uno de los grandes dominios de la práctica, realizando tal o cual posibilidad estilística ofertada por cada campo”; la “afinidad entre las potencialidades objetivamente inscritas en las prácticas y las disposiciones”; el “ajuste a las posiciones de las disposiciones ligadas a las trayectorias”; “desde el punto de vista de su origen social y de todas las disposiciones correlativas”; las “disposiciones socialmente inculcadas”; las “disposiciones heredadas”; las “disposiciones que están en el principio de la producción de opiniones”.

Pero en ningún caso se dispone de ejemplos de construcción social, de inculcación, de incorporación o de “transmisión” de estas disposiciones. No se tiene ninguna indicación de la manera en la que se puede reconstruir, ni de la manera en la que actúan (es decir, en la que son activadas o suspendidas según los dominios de las prácticas o los contextos más restringidos de la vida social). Simplemente son deducidas de las prácticas sociales (alimentarias, deportivas, culturales...) observadas con más frecuencia –estadísticamente– en los encuestados.

El único estudio de caso más o menos preciso del que disponemos es el dedicado a Martin Heidegger, pero resulta muy decepcionante desde el punto de vista de la reconstrucción de las condiciones y modalidades de la constitución de su habitus filosófico. “El habitus de Heidegger, escribe Pierre Bourdieu, profesor de filosofía ordinaria de origen campesino y que vivió en la Alemania de Weimar, integra, en la unidad de un sistema de disposiciones generadoras, por una parte, las propiedades características de, primero, una posición en la estructura de las relaciones de clase, la de Mittelstand (clase que se vive y pretende estar fuera de clases y de la fracción universitaria de ésta, fracción sin par en una clase subjetivamente fuera de clases); luego, una posición en la estructura del campo universitario, la del filósofo, miembro de una disciplina aún dominante –aunque amenazada– y finalmente, una posición en el campo filosófico; por otro lado integra las propiedades correlativas de la trayectoria social que conduce a esta posición, la del universitario de primera generación, mal insertado en el campo intelectual” (Bourdieu, 1975, p. 150). Así es como se define el habitus de Heidegger, del contexto más global al más específico: su pertenencia de clase, luego la fracción de clase a la que él pertenece, su oficio de filósofo, su lugar particular en el mundo de la filosofía y su relación socialmente milagrosa con el mundo intelectual. ¿Acaso esto sería suficiente para aprehender la “fórmula generadora de sus prácticas”? ¿...Y la socialización familiar de Martin Heidegger? ¿Y su socialización escolar?, ¿religiosa?, ¿sentimental?, ¿amistosa?, ¿política?, y así sucesivamente.

Desde este punto de vista, el análisis (inconcluso sin embargo) de Norbert Elias sobre la economía psíquica de los lazos que se traman entre Leopold Mozart y su hijo, Wolfgang Amadeus Mozart, es más rica, aunque no utilice un sólido equipo conceptual. Elias nos describe un joven Wolfgang Amadeus sometido, a partir de los tres años, a un régimen de trabajo riguroso, una “disciplina implacable” a base de ejercicios regulares preparados por el padre, director de orquesta adjunto en Salzburgo. Él muestra cómo, a muy temprana edad, su vida se va a reducir esencialmente a la música y cómo el padre va a tejer lazos afectivos muy fuertes con su hijo a través de la música: “Wolfgang recibía una prima de amor suplementaria por cada uno de sus logros musicales” (Elias, 1991a, p. 93). Convencido de que el más singular de los rasgos de una persona sólo se puede comprender si se reconstituye el “tejido de las imbricaciones sociales” en las que se inserta, y que comprender los comportamientos de un individuo supone la reconstrucción de los deseos que trata de satisfacer y que “no están inscritos en él antes de cualquier experiencia” (Elias, 1991a, p. 14), Elias da un ejemplo, aunque muy rápido, de lo que podría ser una sociología psicológica de la constitución de las primeras disposiciones.

A partir de la comprobación actual de la inutilidad de la noción, se pueden obtener dos conclusiones opuestas: una consiste en pensar que se puede hacer sociología sin este tipo de conceptos y que la economía conceptual (en el doble sentido del término) de los modelos explicativos debe tender hacia una depuración del modelo (exit nociones de disposición, esquema o habitus consideradas superfluas); la otra es la que formulo aquí y que nos conduce al programa de una sociología psicológica y lleva a pensar que en lo sucesivo hay que poner a prueba en las investigaciones empíricas tal concepto retórico para elevarlo al estatus de concepto científicamente útil. Si la sociología pretende seguir siendo sociología disposicional, más que situarse del lado de los enfoques ahistóricos y disocializantes del mundo social (reducido a una gramática o a una lógica de la acción presente, a los sistemas de acción, al orden presente de la interacción...), debe rebasar la sola invocación ritual del pasado incorporado, tomando por objeto la constitución social y el modo de vida de ese pasado.

Nos podemos preguntar entonces, por ejemplo, ¿cómo se forman las disposiciones (o los esquemas)? ¿Acaso estas disposiciones pueden debilitarse progresivamente, e incluso, desaparecer completamente, por falta de actualización (Peirce decía que las disposiciones pueden “agotarse”)? ¿Pueden ser destruidas, eventualmente, por un trabajo sistemático de contra-socialización (pensemos en todas las buenas voluntades misioneras, sectarias, totalitarias o escolares de destrucción de hábitos existentes, considerados como malos hábitos que erradicar)? La posibilidad de evaluar los grados de constitución y de reforzamiento de las disposiciones de acuerdo principalmente con la frecuencia y la intensidad del entrenamiento seguido, para distinguir así disposiciones débiles (creencias pasajeras y que se desvanecen, hábitos efímeros o débilmente constituidos) y fuertes, ¿es factible? ¿Cómo se organizan o se articulan las múltiples disposiciones incorporadas que no forman necesariamente un “sistema” coherente y armonioso?

Se ve a través de esta primera serie de preguntas que uno no se aparta verdaderamente de las cuestiones más clásicas de la sociología de la educación, y que incluso se precisan y afinan. En efecto, es difícil comprender totalmente una disposición si no se reconstruye su génesis (es decir, las condiciones y las modalidades de su formación). Aprehender las matrices y los modos de socialización que han formado tal o cual tipo de disposiciones sociales debería ser parte integrante de una sociología de la educación concebida como una sociología de los modos de socialización (escolares como extra-escolares) y articulada a una sociología del conocimiento (en el sentido amplio del término “conocimiento”). Además esto es un punto de sociología general inscrito en la reflexión weberiana: «En la medida en que la acción social es llevada a cabo por los hombres (“detrás de la ‘acción’ está el hombre”), Weber siempre consideró que el análisis social debía integrar precisamente la cuestión del “hombre”, lo que él llama el “punto de vista antropocéntrico”, planteando la pregunta del “tipo de hombre” que las relaciones sociales son capaces de formar a largo plazo.» [5]

Formas de la interiorización y de la exteriorización

El programa científico de una sociología psicológica vendría a llenar el vacío dejado por todas las teorías de la socialización o de la inculcación, retóricamente la “interiorización de la exterioridad” o la “incorporación de las estructuras objetivas” sin jamás verdaderamente darle cuerpo a través de la descripción etnográfica (o historiográfica), ni el análisis teórico (Bernstein, 1992). Preocupados por mucho tiempo principalmente por la cuestión de la reproducción social por parte de la familia, la escuela y las diferentes instituciones culturales y sociales, los sociólogos se conformaron con comprobar una desigualdad frente a las instituciones legítimas (escuela y otras instituciones culturales) y/o una herencia cultural y social intergeneracional (familia). Para resumir, se podría decir que a fuerza de insistir sobre el “se reproduce”, se termina por descuidar “lo que se reproduce” y el “cómo, según qué modalidades, se reproduce”. Resultado: una teoría de la reproducción “llena”, pero una teoría del conocimiento y de los modos de socialización “vacía”. ¿Qué es con precisión la “escuela”? ¿Cuáles son los lazos de interdependencia específicamente “escolares”? ¿Qué es lo que se transmite escolarmente? ¿Cómo funciona esta “transmisión”?[6] Las preguntas pueden igualmente plantearse del lado de la familia y de toda institución cultural.[7]

Una parte de las encuestas de sociología de la educación y de la cultura lleva progresivamente a hacer diferencias entre las modalidades de la “interiorización de lo social” o, más exactamente, de la interiorización o de la incorporación de hábitos, de maneras de hacer, de ver, de sentir. Nos damos cuenta, principalmente por sus maneras de hablar de sus prácticas culturales, que los encuestados no incorporaron el conjunto de sus hábitos de la misma manera. Las investigaciones empíricas deberían, en consecuencia, permitir precisar las diferentes maneras en las que son vividos los hábitos incorporados y su actualización.

En efecto, no todo se vive con base en la idea de la “necesidad hecha virtud”,[8] es decir, en la idea del amor a lo necesario, del placer experimentado al practicar, al consumir…, eso a lo que no se ha podido escapar. Esta relación ilusionada con el mundo impide considerar que las cosas pudieran ser de otra manera, que otra decisión pudiera tomarse. Ya que la imposición cultural ha sido tan bien interiorizada inicialmente, la decisión se impone en sí misma y parece natural y evidente. El modelo de la “necesidad hecha virtud” es aquel de la imposición objetiva exterior transformada en motor interno, en gusto (o en pasión) personal, en necesidad vital. Por ejemplo, ciertos niños de medios populares parecen tener interiorizado precozmente el “éxito escolar” como una necesidad interna, personal (Lahire, 1995a, “Les belles reussites”, p. 239-269). Para ello es necesaria una complexión psíquica particular (ligada a una economía socio-afectiva singular que el análisis sociológico de las relaciones de interdependencia permite reconstruir) que, sin duda, no constituye el caso más frecuente. Desde este punto de vista, parece que mientras más precoz, regular e intensa haya sido la socialización (es decir, la instalación corporal de hábitos), habrá más oportunidades de ver aparecer esta lógica de la “segunda naturaleza”, del “es más fuerte que yo”.

El mismo modelo supone también que la disposición sea fuerte (no débil o medianamente fuerte) y anule casi toda distancia respecto del papel que se desempeña. La adhesión a la práctica es tal que toda duda queda eliminada. No se resiste, no se es atraído por otros deseos, trabajado por otras pulsiones, cansado por la inversión en la práctica... El modelo de la “necesidad hecha virtud” designa, de hecho, una modalidad particular de existencia de lo social incorporado y de su actualización. Pero la manera ilusionada de vivir sus hábitos no es la única, ni mucho menos.

Así, los individuos socializados pueden haber interiorizado de manera duradera un cierto número de hábitos (culturales, intelectuales…) y, sin embargo, no tener ningún deseo particular de aplicarlos. O bien, los aplicarán por rutina o automatismo, por hábito, o peor, por obligación (“lo hago porque me presionan” o “me obligo”), sin pasión ni ilusión; eso significa que se debe distinguir claramente, con más frecuencia de lo que se hace, competencias y apetencias, “capacidades para hacer” tal o cual cosa y gusto o ganas de hacerlo. Contrariamente a la idea común en sociología que consiste en pensar que sólo nos gusta lo que dominamos, las encuestas sobre las prácticas culturales permiten destacar dos dimensiones muy distintas. Por ejemplo, el descubrimiento de lectores fuertes o de amantes de la lectura entre los estudiantes que tienen competencias débiles en francés e, inversamente, el de lectores débiles, poco interesados por la cultura literaria entre los estudiantes más competentes, en la secundaria como en el bachillerato, permite disasociar competencias y apetencias. Si las competencias culturales son frecuentemente una condición favorable para la aparición de una práctica asidua y apasionada de la lectura, estas no son siempre suficientes para crear al lector fuerte o al lector apasionado (Singly, 1993). Así mismo, en el nivel equivalente de competencias, las mujeres actúan más en el dominio de las prácticas ordinarias de lo escrito que los hombres. Ellas desarrollan sus competencias más por posición (en el universo familiar) que por formación (escolar) (Lahire, 1995b).

Por otro lado, ciertos hábitos pueden haber estado instalados en el cuerpo de un individuo por mucho tiempo de tal forma que, en un nuevo contexto de vida (por ejemplo, cualquier evento biográfico: matrimonio, nacimiento, divorcio, muerte de un pariente, nuevo trabajo) desearía eliminar lo que él considere como “malos hábitos”. Todo sucede como si la nueva situación lo llevara a sentir una parte de sus disposiciones o de sus hábitos como externos a él.

Entonces, los hábitos pueden ser interiorizados y no ser actualizados más que como coerción u obligación; pueden serlo como pasión, deseo, necesidad o incluso como rutina no consciente, sin verdadera pasión ni sentimiento de coerción particular. Todo eso dependerá a la vez de la manera en la cual fueron adquiridas estas disposiciones o estos hábitos,[9] del momento de la biografía individual en el que fueron adquiridos y, por último, del “contexto” actual de su (eventual) actualización. Así, los hábitos que fueron interiorizados precozmente, en condiciones favorables a su buena interiorización (sin fenómeno de amenaza contradictoria, sin interferencia de la “transmisión cultural” por las disonancias culturales entre los padres o entre lo que los adultos dicen y hacen, entre lo que dicen y la manera en la que lo dicen….) y que encuentran condiciones positivas (socialmente gratificantes) de aplicación, pueden dar lugar a lo que llamamos la pasión, la necesidad o el anhelo.

Bien podrían dejarse de lado ciertos matices importantes desde el punto de vista del grado de la interiorización y de la instalación de los hábitos, de las condiciones en las cuales lo fueron, de las modalidades de su adquisición y del de las condiciones en que fueron puestos en funcionamiento, considerando de manera muy rígidamente durkheimiana que, emitidos en el ilusorio lenguaje del amor, de la rutina o de la coerción, los comportamientos individuales no son, en todos los casos, más que la exteriorización del producto de la interiorización de las coerciones sociales. Entonces se dejará de lado del sentido común y de la ideología todo el discurso sobre la elección, el deseo, la pasión, la espontaneidad, sin darse cuenta que aquí se niegan las dimensiones finas de las condiciones, modalidades y efectos de la socialización.

¿Por qué, salvo algunas excepciones, la interiorización de los modelos de comportamiento sexuados se vive de manera distinta a la del modo de interiorización de una coerción, de una obligación? Sin embargo, no hay nada más exigente y arbitrario (cultural e históricamente…) que los modelos sexuados, ya que el mundo social constituye algo así como una institución total que socializa de manera permanente a los individuos con esas diferencias. El mundo social está sobresaturado continuamente de diferencias sexuadas, pero es precisamente porque estas diferencias son a la vez precoces y omnipresentes que las coerciones son raramente sentidas como tales, o en todo caso, mucho menos fuertes que otros tipos de obligaciones sociales. Por ejemplo, si los hábitos y modelos escolares de comportamiento y de pensamiento son vividos por los niños y los adolescentes sobre todo como obligaciones, es porque la escuela, cualquiera que sea el grado de integración familiar, sigue siendo con frecuencia un universo relativamente “ajeno” y restrictivo, sobre todo cuando exige que el grado de ascesis sea el máximo, como en tiempos de preparación de exámenes o de concursos. Si los niños estuvieran sometidos a un régimen duro de ascesis escolar intensiva en la escuela primaria, en la preparatoria y en una parte de la enseñanza superior tal vez sería vivida como normal, lo que no es más que un caso excepcional, evidentemente.

Transferencia y latencia

Los trabajos sociológicos de Pierre Bourdieu también dan por obvia la idea de transferibilidad o de transposición y el carácter “generalizable” de los esquemas o disposiciones socialmente constituidos. Pero, ¿la noción de transferibilidad aumentó la imaginación sociológica, o, dicho de otra manera, hizo posible encuestas en ciencias sociales que sin ella hubieran sido impensables? Nada es menos seguro. Para verificar que efectivamente hubo transferencia se deberá estudiar precisamente un modo de socialización y ver los efectos precisos de su difusión. Por ejemplo, la socialización escolar produce efectos de socialización que se consideran generalmente, en el medio de los sociólogos de la educación, duraderos y transferibles. ¿Pero qué es lo que se transfiere de la situación escolar a otras situaciones extra-escolares? ¿Un sentido de la legitimidad de los productos culturales (e.g. un sentido de la “pequeña” y de la “gran” literatura)? ¿Una concepción general del conocimiento, una relación con el saber? ¿Más bien cierto número de gestos de estudio o de hábitos intelectuales? ¿Un sentimiento personal de importancia (de autoestima alta) que puede conferir esta institución legítima a todos aquellos que se integran a ella? Es difícil decir que tales procesos de transferencia hayan sido puestos realmente a prueba en las investigaciones empíricas.

Sin embargo, los sociólogos se han apoyado frecuentemente en tal noción, tanto como en la de “generalizabilidad” de las disposiciones y de los esquemas, para reforzar una cierta pereza empírica. Si cada encuesta sobre tal o cual práctica permitiera verdaderamente aprehender las disposiciones generales, que se presuponen transferibles a otras situaciones, entonces se evitaría, en efecto, un largo y fastidioso historial de investigación,[10] el mismo que una sociólogía psicológica se propone contribuir a realizar.

Tomada de la psicología piagetiana, la noción de transferibilidad suscita hoy en día la desconfianza creciente de una parte de los psicólogos contemporáneos (Loarer, Chartier, Huteau & Lautrey, 1995). Pero es sobre todo el proceso de generalización abusiva o prematura el que constituye el problema esencial subyacente al uso de tal noción. En efecto, lo que da problemas es la idea según la cual los esquemas o las disposiciones serían todos y en toda ocasión transferibles y generalizables.[11] El investigador se salta pasos en el proceso normal de la encuesta y evita así la difícil comparación de las prácticas de un dominio de prácticas con las de otro, o incluso de una situación con la otra al interior de una misma esfera de actividad, que por sí misma permitiría decir, 1) si la transferencia efectivamente tuvo lugar y 2) de qué naturaleza es. Deducir apresuradamente del análisis de las prácticas de un individuo o de un grupo social, en un contexto social determinado (cualquiera que sea la escala del contexto), esquemas o disposiciones generales, habitus que funcionarían igualmente en cualquier otra parte, en otros lugares y en otras circunstancias, constituiría entonces un error de interpretación.

Las diferencias de comportamiento observables de un contexto al otro ¿no serían más que el producto de la refracción de un mismo habitus (de un mismo sistema de disposiciones) en contextos diferentes? De hecho, la forma no discutida (y puesta muy poco a prueba empíricamente) de transferir de manera generalizada, impide concebir y por lo tanto observar la existencia de esquemas o de disposiciones de aplicación muy local (propias a situaciones sociales o a dominios de practicas particulares) de modos de categorización, de percepción, de apreciación, o de acción sensoriomotora parciales, apegadas a objetos o a dominios específicos. Este estatus reduce un complejo proceso de “exteriorización de la interioridad” a un funcionamiento único y simple, a saber, el de la asimilación/acomodación: asimilación de situaciones a esquemas incorporados y acomodación (corrección) de esquemas anteriormente adquiridos a las variaciones y a los cambios de situación.

¿Y si, en lugar de generalizarse, las disposiciones estuvieran a veces simplemente inhibidas o desactivadas para dejar el lugar a la formación o a la activación de otras disposiciones? ¿Y si pudieran limitarse a no ser más que disposiciones sociales específicas, en un dominio de pertinencia bien circunscrito, ya que el mismo individuo aprende a desarrollar disposiciones diferentes en contextos sociales diferentes? ¿Y si en lugar de un simple mecanismo de transferencia de un sistema de disposiciones se tratara de un mecanismo más complejo de latencia/puesta en acción o de inhibición/activación de disposiciones que supone, evidentemente, que cada individuo singular sea portador de una pluralidad de disposiciones y atraviese una pluralidad de contextos sociales?

Los esquemas interpretativos de los comportamientos humanos que Jon Elster formula a partir de su lectura del texto de Alexis de Tocqueville, De la democracia en América, me parecen característicos de una interpretación del mundo social que, sin saberlo, afronta el problema de la pluralidad de esferas de actividad atravesadas por cada individuo, portador él mismo de una pluralidad de disposiciones. Elster escribe: “Los hábitos y los deseos pueden reforzarse, compensarse y limitarse los unos con los otros por tres mecanismos que yo llamaré el efecto de desbordamiento, el efecto de compensación y el efecto de suma nula” (Elster, 1990, p. 181). El de desbordamiento es un efecto de transferencia: “los hábitos adquiridos en una esfera son transferidos a otra”. El de compensación supone por parte del individuo que “lo que no encuentra en una esfera, lo busca en otra”. Finalmente, el efecto de suma nula está ligado a la imposibilidad de tener una infinidad de inversiones sociales pues la inversión en una esfera de actividad explica que esté ausente o que la reduzca en las otras.

Se podría juzgar con cierta dureza este aparente desorden teórico, que puede tanto “apelar a la presencia del fenómeno mental A en la esfera X para explicar por qué A también está presente en la esfera Y: es el efecto de desbordamiento” como “apelar a la ausencia de A en X para explicar su presencia en Y: es el efecto de compensación” o incluso “apelar a su presencia en X para explicar por qué éste está ausente en Y: es el efecto de suma nula” (Elster, 1990, p. 185). Pero entonces se dejarán de lado ciertas características del funcionamiento del mundo social en una sociedad diferenciada. De hecho, el efecto de transferencia se explica por la analogía de las situaciones pasadas y presentes: mientras que construyeron una parte de sus disposiciones en ciertas situaciones, los individuos las ponen en práctica en situaciones análogas. El efecto de compensación no puede comprenderse si no se admite que el individuo es portador de disposiciones heterogéneas (e incluso contradictorias): forzado a suspender, a inhibir una parte de sus disposiciones sociales en una esfera de actividad (e.g. la vida pública), éste las deja expresarse en otra esfera (e.g. la vida privada). Finalmente, el efecto de suma nula no puede comprenderse en el mismo plano. Reposa principalmente en la constatación antropológica según la cual el volumen de tiempo del que disponemos es una cantidad finita. El tiempo que gastamos en un dominio no será invertido en otros: así, si nuestras disposiciones sociales nos obligan a invertir con ardor en el universo profesional, el universo doméstico será en proporción dejado de lado. La pluralidad de los mundos o de los marcos sociales es entonces también un problema para cada individuo que debe compartir su tiempo entre estos diferentes universos.

¿Cómo vive el individuo la pluralidad del mundo social así como su propia pluralidad interna? ¿Qué produce esta pluralidad (exterior e interior) en la economía psíquica o mental de los individuos que la viven? ¿Qué disposiciones invierte el individuo en los diferentes universos (en el sentido más amplio del término) que ha de cruzar? ¿Cómo distribuye su energía y su tiempo entre estos mismos universos? He aquí una serie de preguntas que una sociología psicológica, a escala del individuo, necesariamente se plantea.

Lo singular plural

¿Quien creerá que un individuo sea una cosa tan simple o tan dócil
que pueda, así, actualizar a lo largo de su trayectoria un habitus
inherente a él, como un punto actualiza a lo largo de la curva la
función matemática que la define?

Jean-Claude Passeron, Le raisonnement sociologique

Por un simple efecto de escala, la aprehensión de lo singular como tal, es decir, el individuo como producto complejo de diversos procesos de socialización, obliga a ver la pluralidad interna del individuo: lo singular es necesariamente plural. La coherencia y la homogeneidad de las disposiciones individuales consideradas por las sociologías en la escala de grupos o de instituciones se transforma en una visión más compleja del individuo menos unificado y portador de hábitos (esquemas o disposiciones) heterogéneos y, en ciertos casos, contradictorios.[12]

Las ciencias sociales (y principalmente la sociología, la historia y la antropología) han mantenido por largo tiempo una visión homogeneizadora del individuo en sociedad. Buscar su visión del mundo, su relación con el mundo o “la fórmula generadora de sus prácticas” (el habitus) ha sido considerado, y lo sigue siendo en gran parte, como un proceso obvio. Por ejemplo, en la obra que defiende filosóficamente la idea del sistema de disposiciones coherente y homogéneo, Emmanuel Bourdieu toma el ejemplo del célebre trabajo de Erwin Panofsky sobre Galileo (Panofsky, 1992), quien pone en evidencia el hecho de que “las múltiples inversiones intelectuales” del gran físico “no se reducen a una yuxtaposición de actividades separadas y que forman, al contrario, un sistema de prácticas homólogas” (Bourdieu, 1998, p. 7). La fórmula generadora de las prácticas científicas del físico es designada así por Panofsky: se trata del “purismo crítico”. E. Bourdieu concluye entonces que “a través de la idea de ‘purismo crítico’, Panofsky aprehendió la propiedad fundamental en función de la cual se organiza todo el comportamiento del gran físico, confiriéndole su coherencia y su estilo propio” (Bourdieu, 1998, p. 8). Sin embargo, Panofsky no dice exactamente que el “estilo” propio de “Galileo” se condense en esta fórmula disposicional (el “purismo crítico”). No habla de “todo el comportamiento” de Galileo, sino del comportamiento erudito del Galileo-físico. La diferencia es enorme. ¿Este “purismo crítico” constituye la disposición social general que podrá dar razón de los comportamientos domésticos, amistosos, amorosos, alimentarios e indumentarios de Galileo? Es dudoso. Del mismo modo, mientras se evoca el habitus literario de un novelista como Gustave Flaubert (Bourdieu, 1992) o el habitus filosófico de un autor como Martin Heidegger (Bourdieu, 1975), se puede preguntar en qué medida estos últimos importan el mismo sistema de disposiciones en toda una serie de situaciones sociales extra-literarias o extra-filosóficas. El conjunto de sus comportamientos sociales –cualquiera que sea el ámbito considerado– ¿sería reductible a este sistema? La observación de los comportamientos reales muestra que tal presuposición está lejos de ser obvia y de confirmarse.

Sin embargo, ciertas sociologías post-modernas, invirtiendo la perspectiva, parecen al contrario deleitarse con la idea de dispersión, de división, de fragmentación o de diseminación infinitas del actor. Ahora bien, no se trata de resolver de una vez por todas, a priori, la cuestión (del grado) de la unicidad o de la pluralidad del actor individual, sino de preguntarse cuáles son las condiciones socio-históricas que hacen posible la producción de un actor plural o de un actor caracterizado por una profunda unicidad. La elección de la unicidad o de la fragmentación constituye casi siempre un postulado no discutido y se basa, en ciertos casos, más en presuposiciones éticas que en constataciones empíricas. De hecho, la coherencia (relativa) de los hábitos (de los esquemas o de las disposiciones) que puede haber interiorizado cada individuo, dependerá de la coherencia de los principios de socialización a los que fue sometido. Cuanto más un individuo ha sido colocado, simultánea o sucesivamente, en el seno de una pluralidad de contextos sociales no homogéneos, y algunas veces incluso contradictorios, y cuanto más esta experiencia ha sido vivida de manera precoz, más se está en presencia de un individuo con un patrimonio no homogéneo ni unificado de disposiciones, de hábitos o de capacidades, que varía según el contexto social en el que debe evolucionar.

Las múltiples inscripciones contextuales

Con excepción de algunas investigaciones en sociolingüística particularmente sensibles a las variaciones contextuales (David Efron, William Labov, John Gumperz...), raros son los trabajos sociológicos que se han hecho con el objetivo de comparar las prácticas de un mismo individuo (y no globalmente de un grupo de individuos) en esferas de actividad diferentes, de universos sociales diferentes, de tipos de interacción diferentes. Al estudiar a los individuos en escenarios particulares, en el marco de un solo ámbito de prácticas (y siguiendo una división sub-disciplinaria muy discutible científicamente: sociología de la familia, de la educación, de la cultura, del arte, del trabajo, de la salud, de la juventud; sociología religiosa, política, jurídica...), se apresuran frecuentemente, sin razón, a deducir del análisis de los comportamientos observados en estos escenarios disposiciones generales, habitus, visiones del mundo o relaciones generales con el mundo.

Una parte del programa sociológico que yo propongo implica exigencias metodológicas nuevas. Para aprehender la pluralidad interna de los individuos y la manera en la que procede y se “distribuye” según los contextos sociales, se debe contar con dispositivos metodológicos que permitan observar directamente o reconstruir indirectamente (por diversas fuentes) la variación “contextual” (en el sentido amplio del término) de los comportamientos individuales. Solos, tales dispositivos metodológicos permitirían juzgar en qué medida ciertas disposiciones son transferibles de una situación a otra y otras no, o incluso cómo funciona el mecanismo de inhibición-suspensión / activación-aplicación de las disposiciones y evaluar el grado de heterogeneidad u homogeneidad del patrimonio de hábitos incorporados por los individuos durante sus socializaciones anteriores. Si la observación directa de los comportamientos sigue siendo el método más pertinente, rara vez es posible, en la medida en la que “seguir” a un individuo en las situaciones diferentes de su vida es a la vez una tarea pesada y deontológicamente problemática. Pero incluso la entrevista y el trabajo de archivo pueden ser reveladores –cuando se es tan sensible a las diferencias como a las constantes– de múltiples contradicciones mínimas, de heterogeneidades de conducta inadvertidas por los encuestados que tienden frecuentemente, al contrario, a mantener la ilusión de coherencia y de unidad del yo.

No se trata solamente de comparar las prácticas de los mismos individuos en los universos sociales (en los mundos sociales que pueden en ciertos casos, pero no sistemáticamente, organizarse en forma de campos de lucha) tales como el mundo del trabajo, de la familia, de la escuela, del vecindario, de la iglesia, del partido político, el mundo de los pasatiempos, de las instituciones culturales, sino también de diferenciar las situaciones al interior de estos distintos y amplios dominios –no siempre tan claramente separadas en la realidad social– tomando en cuenta las diferencias intrafamiliares, intraprofesionales, etc.

La producción del individuo

Un programa que se interesa en el mundo social a escala del individuo, en lo social individualizado, no puede ahorrarse el estudio de las condiciones sociales (y discursivas) de producción del individuo moral e ideológico viéndolo como un ser aislado, coherente, autónomo, singular, fundamentalmente cerrado en sí mismo, sin contacto con otro y que dispone de una interioridad o de un yo auténtico. Si la sociología psicológica se interesa en el sujeto empírico (en el sentido de Louis Dumont) y en las lógicas sociales aprehendidas en la escala de ese sujeto empírico (que no tiene ningún parecido con el individuo asocializado del individualismo metodológico), no puede dejar de interesarse en la producción de la imagen (moral, ideológica, etc.) del yo individual.

Esta producción del individuo como singular y autónomo es frecuentemente tomada del contenido de discursos (ideológicos, filosóficos...) (Dumont, 1983; Taylor, 1998), pero no se debe desatender el estudio de las instituciones, de los dispositivos sociales o de las configuraciones de relaciones de interdependencia que contribuyen a producir ese sentimiento de singularidad, de autonomía, de interioridad, de identidad del yo consigo mismo (Elias, 1991b, p. 64-67).[13]

Podría ser muy útil una investigación orientada a una historia y/o a una sociología de las formas de unificación discursiva (principalmente narrativa) del “yo”. La ilusión de un yo unificado, homogéneo, coherente, tiene fundamento social. Se podría incluso decir que la celebración de la unidad del yo es una empresa permanente en nuestras sociedades. Comenzando por el “apellido” asociado al “nombre propio”, simbolizado en la firma manuscrita, que consagra la singularidad entera de la “persona” y que nos sigue durante toda nuestra vida, y terminando por todas las formas discursivas de presentación del yo, de su historia, de su vida (curriculum vitae, obituarios, registros necrológicos, panegíricos, biografías y autobiografías, relatos de sí mismo, bildungsroman,[14] relatos de vida del acusado en el marco de un tribunal, etc.). En muchos de estos géneros discursivos el postulado de la unidad del sujeto es fuerte. El “yo” que se expresa o el “él” que es narrado, garantizan una clase de perennidad y de permanencia de una identidad personal coherente y uniforme.

Finalmente ya es posible un diálogo renovado con la historia acerca de la práctica de la biografía histórica.[15] ¿Cómo modificar el género biográfico que privilegia, como género discursivo, la coherencia de un trayecto, de una vida, de una conducta, a costa de todas las incertidumbres, las incoherencias, las contradicciones mismas en las que son moldeados los personajes históricos reales? No se trata de ninguna manera de ceder a la ilusión positivista de poder aprehender la totalidad de una “personalidad”, en todas las facetas de su existencia o, como aún se dice algunas veces, “en toda su complejidad”. Evitar el borrado o eliminación sistemática de los datos heterogéneos y contradictorios al cruzar los datos de los archivos de un mismo individuo, al aprehenderlo por aspectos muy diferentes de su actividad social, en lugar simplemente de hacer el retrato coherente de él como artista, escritor, rey, guerrero, hombre de Estado o de Iglesia –bajo el pretexto de que la ciencia es forzosamente simplificadora y de que la reconstrucción científica es inevitablemente más coherente que la realidad o de que la ciencia pone necesariamente orden en el desorden relativo del mundo empírico– es una manera de renovar el género biográfico en historia convirtiéndolo en un lugar experimental (en el sentido del lugar de experiencias, de ensayos) de reflexión metodológica muy importante.

La generalidad de lo singular

Contrariamente a lo que se podría temer al principio, la sociología psicológica no se opone en absoluto a los enfoques estadísticos. No solamente se nutre de las constataciones y de los análisis de la sociología estadísticamente fundada, sino que considera que las buenas encuestas estadísticas finalmente nos permiten investigar las variables más discriminativas en función del dominio de práctica estudiado, y entonces aprehender las disposiciones sociales que son más movilizadas particularmente en tal o cual contexto específico de práctica según las categorías de individuos. La sociología psicológica no tiene entonces como especialidad ocuparse de casos teratológicos, excepcionales, estadísticamente atípicos e improbables, incluso si tales casos a veces le son útiles para sacar a la luz algunos de los problemas que intenta específicamente comprender (e.g. el caso de los “tránsfugas”).

Como lo muestra el estudio histórico de un caso atípico realizado por Carlo Ginzburg, a saber, el de un molinero llamado Menocchio (Ginzburg, 1980), la aprehensión de lo singular pasa necesariamente por una comprensión de lo general y se podría decir que no hay nada más general que lo singular. Poco a poco, se llegará a comprender cómo –según algunos pliegues, según algunas fricciones específicas de propiedades generales, de experiencias en las formas de vida sociales– Menocchio llegó a ser lo que es. Para comprender lo social en su estado plegado, individualizado, se debe tener un conocimiento de lo social en su estado desplegado; o, dicho de otra manera, para dar razón de la singularidad de un caso se deben comprender los procesos generales de los que este caso no es más que el producto complejo.

Puesto que Ginzburg mismo se refiere a Conan Doyle y a su héroe, Sherlock Holmes, para explicitar el “paradigma indiciario” en el que se inscriben sus trabajos, podríamos apoyarnos en el trabajo de investigación de este último para mostrar que llegar a convertir los detalles insignificantes en detalles reveladores, es decir, en índices de tales o cuales propiedades, prácticas, disposiciónes o rasgos de carácter, supone un conocimiento general (histórico, geográfico, antropológico, económico) del mundo social y de sus tendencias históricas, bien sea que hayan sido establecidas estadísticamente o reconstruidas sobre bases documentales, observaciones directas o de testigos. Así, Sherlock Holmes no llega a operar sus deducciones más que sobre la base de un conocimiento erudito increíble: él apoya su razonamiento en el conocimiento que tiene de ciertos hábitos profesionales, culturales y nacionales. Lejos de apoyarse en sus conocimientos singulares, estas deducciones suponen la aplicación de conocimientos generales movilizados para una comprensión de un caso singular.

La idea que viene espontáneamente a la mente frente a todo lo que puede parecerse a los case studies, es la de la débil representatividad estadística de los casos estudiados. Al estudio del caso singular, se opondría el conocimiento de las tendencias generales, de las recurrencias del mundo social estadísticamente aprehendidas. Pero “singular” no significa “irrepetible” o “único”. Al constituir lo singular como lo inverso a lo general, se actualiza una vieja oposición entre ciencias nomotéticas y ciencias ideográficas, método generalizador y método individualizador (Freund, 1983, p.32-36) que es apenas pertinente.

Paradójicamente, el estudio de casos, en su singularidad y no a título de casos ilustrativos con relación a las figuras ideal-típicas o con las tendencias o propiedades generales estadísticamente asociadas más frecuentemente a un grupo, puede actualizar situaciones estadísticamente más frecuentes de lo que se cree. En efecto, los investigadores en ciencias sociales trabajan a menudo con la ayuda de dicotomías que les permiten ver cómo se distribuyen los diferentes grupos o categorías de individuos entre dos polos opuestos. Por ejemplo, la sociología de la educación puede oponer a los estudiantes según tienden más hacia el polo ascético o más hacia el hedonista. Así se podrán tener en mente dos figuras ideal-típicas del estudiante, a saber: por una parte, el estudiante asceta, completamente abocado al trabajo escolar, que sacrifica todo (sociabilidad amistosa, sentimental y familiar, pasatiempos y vacaciones, etc.) para consagrarse al estudio y, por la otra, al estudiante bohemio, amante de las fiestas, los pasatiempos, los amigos, los amores, que trabaja de manera forzosamente discontinua, ocasional (Bourdieu & Passeron, 1964; Lahire, 1997). Sin embargo, si se busca en la realidad estudiantes que correspondan mejor a estos dos polos, se corre el riesgo de no tener estadísticamente más que muy pocos candidatos. La gran mayoría estará entre los dos, en las situaciones “promedio” que son, de hecho, situaciones mixtas, ambivalentes: no son ni monstruos del trabajo, ni juerguistas consumados, sino que alternan, según los contextos y, principalmente, según su entorno (y las presiones) del momento, el tiempo de ponerse a trabajar y el tiempo de relajación, y sufren alternativamente la carga de su ascetismo obligado y la mala conciencia del estudiante hedonista (Lahire, 1998b, p. 76-79). Portadores de disposiciones (más o menos fuertemente constituidas) relativamente contradictorias, son estadísticamente más numerosos que sus compañeros “ejemplares” (desde el punto de vista de la oposición teórica considerada). E incluso, los estudiantes más típicos de los polos opuestos podrían ser afectados por deseos contradictorios, al menos simbólicamente.

Así mismo, cuando el sociólogo de la educación intenta comprender los procesos de “fracaso” y de “éxito” escolares a partir de la oposición conceptual entre dos tipos de códigos sociolingüísticos (restringido y elaborado [Bernstein, 1975]), dos arbitrarios culturales (arbitrariedad cultural dominante y arbitrariedad cultural dominada ([Bourdieu y Passeron, 1970]), dos tipos de relación con el lenguaje (relación escrituraria-escolar con el lenguaje y relación oral-práctica [Lahire,1993]), concentra generalmente su análisis en los polos de la oposición, olvidando las situaciones mixtas y ambivalentes de los alumnos “promedio” cuyas disposiciones escolares no son inexistentes sino débiles, o en todo caso, no lo suficientemente fuertes como para imponerse sistemáticamente frente a las disposiciones no escolares. No es una casualidad epistemológica que los sociólogos de la educación se sientan esencialmente apegados a explicar los casos de “éxito” y los casos de “fracaso” escolares, abandonando totalmente el caso de estos alumnos “promedio”. Pero incluso en el caso de los niños con gran dificultad escolar, éstos nunca salen de la escuela como entraron y desarrollan también comportamientos escolares ambivalentes (Lahire, 1993).

Entonces, no podemos reprochar al programa de una sociología psicológica que se limite al estudio, interesante pero secundario e incluso marginal, de las excepciones estadísticas, sino al contrario. Paradójicamente, numerosos investigadores, al comentar sus tablas estadísticas, interpretan sus resultados en la lógica de las proximidades relativas de las categorías o grupos de individuos a los polos de la oposición pertinente considerada y fallan, al mismo tiempo, en la aprehensión de los casos intermedios que son, frecuentemente, los más numerosos, los más comunes. El ejemplo (demasiado) “perfecto” que a veces condensa o acumula el conjunto de las propiedades más ligadas estadísticamente a un grupo o a una categoría, es sin duda necesario cuando queremos ilustrar un análisis fundamentado en resultados estadísticos. Es utilizado frecuentemente para hacer el retrato de una época, de un grupo, de una clase o de una categoría. Sin embargo, puede llegar a ser engañoso y caricaturesco cuando ya no se le confiere el estado de ilustración (representante de una institución, de una época, de un grupo) sino que es tomado como un caso particular de lo real, es decir, como el producto complejo y singular de experiencias socializadoras múltiples. En efecto, la realidad social encarnada en cada individuo singular siempre es menos lisa, menos simple que eso. Además, si el cruce de las grandes encuestas nos indica las propiedades (recursos, actitudes, prácticas) estadísticamente más ligadas a tal grupo o categoría, es imposible deducir de ahí que cada individuo que integra el grupo o la categoría (ni siquiera la mayoría de ellos), tiene la totalidad (y ni siquiera la mayoría) de estas propiedades.

Por esto mismo, puesto que intenta aprehender las combinaciones relativamente singulares de propiedades generales, la sociología psicológica encuentra algunas dificultades con cierto uso del método ideal-típico. Si el sociólogo se conforma con suministrar cuadros coherentes sin permitir que se lean casos menos homogéneos, menos claros, más ambivalentes, entonces presenta un ámbito social (y particularmente casos individuales) sospechosamente coherente y casi inexistente. El método ideal-típico se orienta entonces claramente en el sentido de una aprehensión de lo social “desplegado” y des-heterogeneizado. La dificultad viene menos de Weber, consciente del hecho de que los “elementos heterogéneos son compatibles por ellos mismos” (1996, p. 206) y de que los hombres nunca fueron “libros pulcros en todos los detalles”, ni tampoco “construcciones lógicas o exentas de contradicciones psicológicas” (1996, p. 364), sino de sus seguidores cuando confunden, como dice Marx, la lógica de las cosas con las cosas de la lógica.

Las razones de una sociología psicológica

La sociología no puede comprender lo más esencial del juego social
sino a condición de tomar en cuenta algunas de las características
universales de la existencia corporal, aunque para constituirse deba
rechazar todas las formas de biologismo que siempre tiende a naturalizar
las diferencias sociales al reducirlas a invariables antropológicas,
como el hecho de existir en el estado de individuo biológico separado
o de estar ubicado en un lugar y en un momento, o incluso el hecho de
estar y de saberse destinado a la muerte o tantas otras propiedades
más que científicamente comprobadas, que nunca entran en la
axiomática de la antropología positivista.

Pierre Bourdieu, Lección sobre la lección

Apegándose al análisis de los pliegues más singulares de lo social, la sociología a escala del individuo o sociología psicológica se inscribe en la antigua tradición sociológica que, de Emilio Durkheim a Norbert Elias y pasando por Maurice Halbwachs, aspira a vincular de manera cada vez más fina la economía psíquica con los marcos de la vida social. Tal estudio supone dotarse de herramientas conceptuales y metodológicas adecuadas.

Pero legítimamente podrá preguntarse cuál(es) razón(es) empuja(n) al sociólogo a estudiar lo social a escala individual. Al seleccionar tal punto de vista del conocimiento de la realidad, ¿el sociólogo no está a punto de casarse y de acompañar activamente el movimiento de individualización que experimentan nuestras formaciones sociales? Fuera de la dinámica propia del campo sociológico, que explica que tal interés progresa hacia la autonomía científica de la disciplina, es evidente que esta sociología responde a una necesidad histórica de pensar lo social en una sociedad fuertemente individualizante. En el momento en el que el hombre puede ser concebido cada vez más como un ser aislado, autónomo, dotado de razón, “sin apego ni raíces”, opuesto a la “sociedad” contra la cual él defenderá su “autenticidad” radical, la sociología tiene el deber (y el desafío) de develar la producción social del individuo (y de las concepciones que se hacen de él) y de mostrar que lo social no se reduce a lo colectivo o a lo general, sino que yace en los pliegues más singulares de cada individuo.

Desde este punto de vista, la sociología debería apegarse a producir una visión del hombre en sociedad más precisa científicamente que las (necesarias) caricaturas que nos hemos hecho cuando nos imaginamos al individuo a partir de las figuras ideal-típicas extraídas de los trabajos sobre grupos sociales, épocas históricas o instituciones. Especialmente, debería ser capaz de responder a las interrogantes comunes, profanas pero esenciales, en cuanto a la vida de los individuos en sociedad. Por ejemplo, ¿cómo comprender que un individuo puede asombrar a su entorno cercano (entorno que tiene, sin embargo, un buen conocimiento intuitivo-práctico de este individuo) e incluso de asombrarse él mismo del hecho de haber sido capaz de hacer esto o aquello en tal circunstancia o en determinado momento de su biografía? ¿Qué concepción del determinismo social se debe tener para dar razón de esta indeterminación relativa del comportamiento individual que le da encanto a la vida social?

En efecto, es imposible prever la aparición de un comportamiento social como se predice la caída de los cuerpos a partir de la ley de la gravitación universal. Esta situación es el producto de la combinación de dos elementos: por una parte, la imposibilidad de reducir un contexto social a una serie limitada de parámetros pertinentes, como en el caso de las experiencias físicas o químicas y, por la otra, la pluralidad interna de los individuos cuyo patrimonio de hábitos (de esquemas, o de disposiciones) es más o menos heterogéneo, compuesto de elementos más o menos contradictorios. Por lo tanto, es difícil predecir con certeza lo que, en un contexto específico, va a “jugar”, a “pesar” sobre cada individuo y lo que, de los múltiples hábitos incorporados por él, va a ser desencadenado por tal contexto. La constatación sociológica que estamos obligados a extraer de nuestro conocimiento actual del mundo social es que el individuo está demasiado multi-socializado y demasiado multi-determinado para que pueda ser consciente de sus determinismos. Desde este punto de vista (socio-) lógico se ve que hay una amplia resistencia a la idea de un determinismo social. El individuo puede tener el sentimiento de libertad de comportamiento porque tiene muchas posibilidades de ser plural y porque se ejercen sobre él “fuerzas” diferentes según las situaciones sociales en las que se encuentra.

Esta idea compleja y sutil del determinismo social sobre los comportamientos individuales ha sido, de cierta manera, ya abordada por una parte de la literatura, y prinicipalmente por Marcel Proust. Ya cuasi-teórico de la pluralidad del “yo” en cada individuo (Lahire, 1998b, “Le modèle proustien de l’acteur pluriel”, pp. 43-46) en su Contre Sainte Beuve, el novelista desarrolló una escritura literaria que no solamente pone en escena esta pluralidad de herencias y de identidades individuales, sino que da el ejemplo de una “sociología individual” sutilmente determinista (Dubois, 1997, p. 130).

En fin: 1) porque cada uno de nosotros puede ser portador de una multiplicidad de disposiciones que no encuentran siempre los contextos de su actualización (pluralidad interna insatisfecha), 2) porque podemos estar desprovistos de buenas disposiciones que permitan hacer frente a ciertas situaciones más o menos inevitables en nuestro mundo social multidiferenciado (pluralidad externa problemática) y 3) porque la multiplicidad de inversiones sociales (familiares, profesionales, amistosas, etcétera) objetivamente posibles, pueden llegar a ser a fin de cuentas incompatibles (pluralidad problemática de inversiones o de compromisos); por eso nosotros podemos vivir malestares, crisis, desfases personales con el mundo social. Ante todo, sentimientos de soledad, de incomprensión, de frustración o de malestar pueden ser los frutos de esta (inevitable) distancia entre lo que el mundo social nos permite “expresar” objetivamente en un momento dado del tiempo y lo que puso en nosotros en el curso de nuestra socialización pasada. Porque somos portadores de disposiciones, de capacidades, de saberes y saberes-hacer que deben eventualmente vivir de manera duradera en estado de suspensión por razones sociales objetivas, podemos sentir entonces un malestar que se traduce generalmente en la ilusión de que nuestro “yo auténtico” (“personal”, y por lo tanto pensado como a-social) no encontrará su lugar en el marco restricitivo de la sociedad (asimilada a un conjunto de normas sociales extrañas a su propia persona). Esta situación es favorable para el reforzamiento de la ilusión de la existencia de un “fuero interno” o de un “yo íntimo” (auténtico), independiente de todo marco social, mientras que es el desfase o la disyunción entre lo que lo social depositó en nosotros y lo que nos ofrece como posibilidad de realización de nuestra disposiciones y capacidades diversas en tal o cual momento del tiempo lo que está en el origen de tal sentimiento. Pero inversamente, las situaciones de crisis pueden ser producidas por las múltiples ocasiones de desajuste, de desacoplamiento entre lo que nosotros incorporamos y lo que las situaciones exigen de nosotros. Se trata entonces de crisis respecto de lazos de complicidad o de connivencia ontológica entre el pasado hecho cuerpo y la situación novedosa.[16] Finalmente, por no tener el don de la ubicuidad, el individuo puede sufrir por la multiplicidad de inversiones sociales que se le presentan y que pueden terminar por entrar en competencia, incluso en contradicción.

Entonces, queda claro que nosotros podemos vivir estas pequeñas o grandes preocupaciones, que a veces terminan por agobiar nuestra existencia, porque nuestro mundo contemporáneo está diferenciado y porque somos portadores de disposiciones y de capacidades (más o menos) plurales. Estos males y malestares socialmente producidos son además objetos de estudio privilegiados para la sociología psicológica.

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[1]. Texto tomado de: Lahire, B. (Dir.). (2001). Le travail sociologique de Pierre Bourdieu: Dettes et critiques. Paris: La Découverte et Syros. Este texto es una versión modificada del artículo titulado “Esquisse du programe scientifique d’une sociologie psychologique” [Esbozo de un programa científico de una sociología psicológica] publicado inicialmente en Cahiers Internationaux de Sociologie [Cuadernos Internacionales de Sociología] (Lahire, 1999).

Esta traducción fue realizada inicialmente por Guadalupe Navarrete García, estudiante de la Facultad de Idiomas de la Universidad Veracruzana, como parte de su servicio social bajo la coordinación de Jorge Vaca Uribe y Pilar Ortiz Lovillo. Posteriormente, su revisión se realizó en el Seminario de traducción de textos científicos y literarios del francés al español y su didáctica del IIE-UV. Participaron además: Jeanne Dumas, Verónica Aguilar Martínez, Javier Bustamante Santos y Yareli Varela Saucedo. Se contrastó con la traducción publicada en El trabajo sociológico de Pierre Bourdieu, deudas y críticas, siglo XXI, 2005, realizada por Ariel Dilon.

[2]. Por ejemplo, la sociología progresaría mucho más si no se conformara con permanecer en la periferia de los lugares clásicos de la psicología. Pues no se trataría solamente de estudiar la percepción social e histórica de una enfermedad mental o la trayectoria socio-institucional de un enfermo mental, sino más bien la producción social de la misma enfermedad. Así mismo para el sueño, el estrés, la depresión...

[3]. La epistemología muy poco weberiana de Pierre Bourdieu hace que no sea muy sensible a las cuestiones de variaciones de escala en la producción de conocimientos sociológicos (Cf. Lahire, 1996).

[4]. Por otra parte, mientras que se la disocia de las condiciones en las cuales es activada y movilizada, se termina por esencializarla y cosificarla (Cf. Lahire, 1998b, p. 63-69).

[5]. J.-P. Grossein (1996, p. 61) precisa que “el grado de unidad y de homogeneidad internas de una conducta de vida no es presupuesta por Weber; ésta no puede ser establecida más que por el análisis empírico”.

[6]. La noción misma de “transmisión” debe ser revisada, si se quiere progresar en el sentido de una sociología psicológica de fenómenos de conocimiento (Cf. Lahire, 1998b, p. 206-210).

[7]. Para un análisis de las modalidades de la socialización escolar en la escuela primaria, véase Lahire, 1993.

[8]. Pierre Bourdieu (1979) habla de “el habitus como necesidad hecha virtud” (p. 433).

[9]. Ciertas interiorizaciones tienen por poderosos impulsores mecanismos sociales y mentales como la culpabilidad personal (e.g. el caso de las madres que interiorizan ciertas normas pediátricas para no atraer el reproche de “malas madres”) o el chantaje mental-identitario que reposa en creencias más fuertes (e.g. todos los suecos sabían leer en 1750 por la presión de la iglesia luterana que negaba la comunión y el matrimonio a aquellos que no eran capaces de hacerlo).

[10]. Cuando Emmanuel Bourdieu, al desear desligar disposición y regularidad de aparición de una práctica, escribe que una sola y única ocurrencia de un comportamiento “es un criterio necesario y suficiente” para establecer el hecho de que el individuo “posee una disposición a tener este comportamiento” (Bourdieu, 1998, p. 45) no se da cuenta, por un lado, de la necesidad de apoyarse, en ciencias sociales, en series de datos y no en observaciones aisladas para el trabajo interpretativo y, por el otro, de la fantástica pereza empírica que promovería la adopción de tal proposición.

[11]. Usuario del concepto de habitus, Max Weber no lo concebía forzosamente como un sistema de disposiciones generales. Él podía escribir así: “Este estado podía corresponder a un habitus extracotidiano de carácter solamente pasajero” (Weber, 1996, p. 347).

[12]. El estudio de los casos de “tránsfugas de clase” es esencialmente con el fin 1) de comprender cómo un individuo puede incorporar disposiciones contradictorias, cómo vive con esta contradicción (¿reprimiendo o poniendo en suspenso sus disposiciones anteriores? ¿Dividiendo-separando muy netamente los universos donde pondrá en marcha tales o cuales disposiciones? ¿Soportando a cada instante la contradicción obstaculizadora de las disposiciones?) y 2) de evaluar en qué medida la pluralidad relativa de las disposiciones de las que son portadores los individuos, desemboca o no en conflictos psíquicos o en conflictos de identidad.

[13]. Actualmente trabajo sobre la manera en que la escuela primaria contribuye a formar al alumno autónomo, tomando la autonomía como forma de dependencia histórica específica y la escuela como el lugar donde se opera el aprendizaje progresivo de esta nueva relación con el poder y el saber.

[14]. N. de la T.: Bildungsroman: novela de aprendizaje.

[15]. Se coincidirá así con la voluntad expresada por Giovanni Lévi cuando pide reconsiderar la “tradición biográfica establecida” así como la “retórica misma” de la historia que se apoya en “modelos que asocian una cronología ordenada, una personalidad coherente y estable, acciones sin inercia y decisiones sin incertidumbre” (Lévi, 1989, p.1326).

[16]. Este tipo de situación lleva a pensar que, más que postular a priori y de una vez por todas la existencia de una teoría de la práctica (y de la acción) singular, es preferible reconstituir, según los universos y los medios sociales, según los tipos de actores y los tipos de acción, los diferentes tiempos de la acción y las diferentes lógicas de la acción: tiempo de la concertación, de la deliberación, de la preparación, de la planificación, tiempo de la aplicación de esquemas de acción incorporados en la urgencia relativa –según la naturaleza de la acción– acompañados a veces de tiempos de pausa, de reflexión y de corrección, tiempos de retornos sobre la acción, sobre sí mismo, etcétera. En breve, se trata de desarrollar una sociología de la pluralidad de las lógicas efectivas de acción y de la pluralidad de las formas de relación con la acción que no puede aprehenderse más que a escala del individuo.