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Típico
de su generación: Camus se adhirió al principio al
comunismo y se vio tentado por el pacifismo. La sangre le repugnaba,
mientras tantos intelectuales salivaban ante los verdugos y los
carniceros. En eso Camus fue atípico, y también como
libertario y social-demócrata reformista. El nacionalismo
le inquietaba. En El hombre rebelde afirmaba que «la lucha
de las nacionalidades se ha manifestado tan importante para explicar
la historia como, por lo menos, la lucha de clases». En 1957
apostaba, con reservas, por Europa.22 «No creo en una Europa
unificada bajo el peso de una ideología o de una religión
técnica que olvide sus diferencias. Tampoco creo en una Europa
entregada sólo a sus diferencias, es decir, entregada a una
anarquía de nacionalistas enemigos. Si Europa no es destruida
por el fuego, se construirá. Y Rusia se unirá a ella,
con su particularismo.» ¿Quién hablaba mejor
y con más lucidez en Francia? Las intuiciones de Camus resultan
ahora más justas que toneladas de tratados y de discursos
proféticos. En el socialismo como George Orwell, pensaba
que podría reinventarse, Camus discernía sin
duda una moral cotidiana más que una teoría. A pesar
de sus fulguraciones, El hombre rebelde es, en mi opinión,
una obra perspicaz y fallida, pero no por las razones escolásticas
y políticas avanzadas por Les Temps modernes: sobre las revoluciones
y los revolucionarios, Camus explica lo esencial en cincuenta páginas
luminosas. Pero mezcla a ello demasiada literatura, filosofía
y política: y en eso, es muy francés.
Ante las dudas y la modestia de Camus, no les iría mal un
poco de contención y de autocrítica a los que siempre
callan ante Martin Heidegger y el nazismo, o la pasión de
Michel Foucault por el ayatolá Jomeini.23
Orwell fue más ensayista que novelista, Camus mejor novelista
que ensayista. Tuberculosos, ambos murieron a la misma edad. Uno
y otro compartimentaban su existencia, y sus círculos íntimos
no se solapaban. Célebres, solitarios y solidarios, respondían
con la misma asiduidad a sus corresponsales anónimos. Fueron
hombres y espíritus libres que aceptaron todos los inconvenientes
de una posición heterodoxa de izquierdas. Camus se impuso
en París antes que Orwell en Londres. Denunciaron no
estaba de moda en la época las atrocidades del mundo
concentracionario y policiaco de izquierdas o de derechas, la forma
en que los comunistas interpretaban la historia después de
haberla reescrito. En un ensayo sobre Koestler en 1944, Orwell analizó
el «pecado de casi todas las gentes de la izquierda a partir
de 1933 [que] habían querido ser antifascistas sin ser antitotalitarios»:
«Cuando se ha sido puta una vez, se sigue siéndolo».
Muchas prostitutas literarias, filosóficas y políticas
tuvieron retiros dignos o indignos. Con Camus y con Orwell, demasiados
intelectuales fueron miopes, ciegos, sedientos de poder o de prestigio,
y esos miembros de la intelligentsia eran más totalitarios
que la gente sencilla. Los dos respetaban a un político,
sin idolatrarlo: Orwell admiraba a Aneurin Bevan; Camus, a Pierre
Mendès France. Los dos escritores distinguían patriotismo
y nacionalismo. De medios diferentes, contaban con una honestidad
esencial, evidente a sus ojos, la de los pobres, oprimidos y humillados.
Acordándose de su madre, a Camus no le gustaba hacerse servir,
pero también porque nunca se curó del sueño
de una sociedad que redujese sin cesar desigualdades e injusticias
a la sombra cálida de las libertades. Para Camus y Orwell,
el pueblo es lo opuesto a lo que imaginaban un Montherlant o un
Waugh. Antes, durante y después de la segunda guerra mundial,
Camus se comprometió, sin ganas: «El hombre moderno
se ve forzado a ocuparse de la política. Yo me ocupo de ella
en defensa propia y porque, entre mis defectos más que entre
mis cualidades, nunca he rechazado las obligaciones que encontraba».
No hizo de la política una religión. Junto a Orwell,
su divisa habría podido ser: ¡ay, ni Marx ni la Biblia!
Limitándonos a franceses de izquierdas que teorizaron sus
rechazos y sus críticas Claude Lefort, Cornelius Castoriadis,
Edgar Morin, Jean-François Revel, Albert Camus, el
más célebre de todos, salvó en Francia el honor
de los intelectuales enviscados en una deriva totalitaria.24 Hombre
de buena voluntad, de fuerte voluntad, Camus cometió un crimen:
frente al comunismo, desartrando, descamando, como dice Jean-François
Sirinelli, el clima político, tuvo razón demasiado
pronto.
Camus prefirió los libros comprometidos a las literaturas
comprometidas, «servicio militar obligatorio», decía.
Se quería un artista capaz de adoptar una postura antes que
militante que escribe.
Por tres veces subió a las almenas del periodismo. Durante
dos años y medio, Camus fue el editorialista más dotado
de la prensa francesa, con un estilo y unos valores seguros. Los
editoriales de Combat marcan una época, a veces con el énfasis
de lo efímero. Para mí, el mejor Camus periodista
fue el de Alger républicain. Sabía que el periodismo
pasa y la literatura queda. Por eso se alejó del periodismo,
lo condenó con algunas razones sólidas y con unas
obsesiones excesivas. A Jean Daniel y otros les decía con
firmeza que los intelectuales parisienses eran malévolos
y que había que vengarse de ellos siendo frenéticamente
feliz. Los diez últimos años de su vida fue la víctima
de una izquierda parisiense, sincera pero cruel, a menudo deshonesta
y arisca, desinformada en el mejor de los casos. En la actualidad
no podemos pretender que ese Camus anticomunista era conservador
o reaccionario, o entonces, eso significa que su reacción
fue justa.
En cuanto a Argelia, el problema es más complejo. Todavía
se reprocha a Camus, sobre todo en Argelia, que no presentara árabes
o cabilas en su obra. Como muchos de sus compatriotas de cepa europea,
Camus no conocía suficientemente a los argelinos, a los musulmanes,
a los «indígenas». ¿Es un crimen no escribir
sobre lo que uno conoce mal? Mouloud Feraoun habla de los cabilas,
no de los árabes ni de los franceses. En un libro muy crítico
sobre los franceses de Argelia, Pierre Nora juzgó que Camus,
«inconscientemente clavado en el inmovilismo histórico»,
no podía hacer frente al problema de las relaciones entre
europeos y árabes. Nora descubría en El extranjero
«la confesión turbadora de una culpabilidad histórica
[que] adopta traza de una anticipación trágica».
«Los franceses de Argelia, cuyo título ya era provocador
en la época como La guerra de Argelia, de Jules Roy»,
dice hoy Nora, «quería ser a un tiempo un ensayo de
psicología colectiva y un panfleto en favor de la independencia;
en la actualidad sigo pensando que teníamos razón
cuando militábamos por ella. En cuanto a Camus, liberal que
no tenía nada de Argelia francesa en el sentido
político y terrorista de la palabra, pero cuyo corazón
y cuyas tripas no podían hacer sino revolverse ante la idea
del último abandono, comprendo perfectamente
su desgarramiento interior, y por qué no pudo, en el paroxismo
de sus pasiones, hacer otra cosa que inclinarse hacia sus solidaridades
fundamentales y proclamarlas. Hasta era una muestra de valor hacerlo.»25
Según Nora, que tiene un estilo claro, muchos comentaristas
que se tranquilizan empleando jergas y viendo una sustancia bajo
cada substantivo o neologismo, van más lejos y Camus les
parece racista.
Tras las huellas de Camus en Argelia, desde Orán a Constantina,
me ha parecido que sus jóvenes lectores argelinos se mostraban
menos duros que sus mayores. En 1960, en Mondovi, el consejo municipal
cambió el nombre de la antigua Rue de la Pépiniere
por el de Albert Camus. En 1962, en ese burgo llamado ahora Drean,
la arteria principal fue rebautizada como «Feddaoui-Messaoud,
mártir combatiente». En Argel o Annaba la antigua
Bône sugerí que el autor de Nupcias pertenecía
al patrimonio argelino. Dentro de diez o de cien años, habrá
un bulevar Albert Camus en Argel. Los miembros de la nueva generación,
o más viejos, como Mahfoud Boucebci, psiquiatra y camusiano,
asesinado en 1994 por los islamistas, aceptaban esa idea. Una nueva
generación de críticos universitarios argelinos es
más sutil que ciertos franceses. Por ejemplo, Lamria Chetouni,
antes en la Universidad de Annaba, ahora en Francia, escribe tranquilamente
a propósito de El extranjero, de Meursault y de Camus: «En
la novela, el árabe es anónimo, despersonalizado,
está aplastado, visto según unos clichés racistas.
Albert Camus demostró en sus artículos que, en la
vida real, ocurría lo mismo. El autor luchó durante
toda su vida contra la injusticia hecha a los árabes de su
tierra; emitió señales de alarma contra la lógica
de la insensibilidad y de la represión, para poner fin a
la exclusión colectiva y a las desigualdades sociales condenando
el loco orgullo europeo». Lamria Chetouni añade:
«Sus testimonios sobre los errores de su propia comunidad
representan una denuncia de las ideas tópicas de la sociedad
colonial sobre los árabes y constituyen un trabajo de demistificación
en su favor». Viendo al escritor excluido y afectado al mismo
tiempo, Lamria Chetouni concluye: «Lúcidamente dividido
entre dos fidelidades, extranjero y solidario, Albert Camus es víctima,
como persona, de las contradicciones sociales en que nació.
Y tal vez por eso, tras sufrir la experiencia de ese desgarramiento,
por haberlo vivido al revés, los árabes argelinos
le rinden hoy el mayor homenaje».26 «Camus es un escritor
argelino», afirma uno de los más grandes, Mohamed Dib.27
¿Podemos pedir a los últimos camusófagos la
misma sensibilidad?
Frente al problema argelino, Camus fue legalista y moralista. Incluso
si los factores históricos y sociales difieren en profundidad,
quería para Argelia lo que todos y cada uno, con Nadine Gordimer
al frente, desean hoy para Sudáfrica: la coexistencia con
igualdad de derechos; dos pueblos en una nación y un Estado
de derecho multirracial. En 1956 era demasiado tarde para meter
o reabsorber a Argelia en la República francesa. Camus sabía
que sus franceses de Argelia y los de Francia, «incluso si
hablaban del mismo paisaje, no siempre hablaban de la misma Argelia»,
como dice Jean Pélégri. El peso demográfico
también llevó a Argelia hacia la independencia, con
la toma de conciencia de las elites y de las masas, lo mismo que
la política limitada y porfiada de los responsables de Argel
o la cobardía de los gobernantes de París frente a
los derechos de los árabes y de los cabilas.28
En 1996, el contencioso de Camus con ciertos representantes de la
intelligentsia francesa, de derechas y de izquierdas, no ha terminado.
Todavía conocen mal su vida, sus compromisos, su evolución.
Quienes son hostiles a la personalidad de Camus, o alérgicos
a su obra, ¿podrán suspender por fin durante un momento
sus juicios perentorios, aceptar, con cierta honradez y un humor
cartesiano, jugar al «escolar» antes de volverse «censores»
y abandonar sus simplificaciones y prejuicios?
Francis Jeanson, de ideología tan inoxidable como cortés,
piensa hoy que su segundo artículo de Les Temps modernes
fue «evidentemente superfluo»,29 pero que, en el fondo,
su punto de vista era el correcto debido al anticomunismo que, según
él, «reinaba» en Francia a principios de los
años cincuenta. Para los sartrianos de esa corriente, encerrados
en un pensamiento binario, ese anticomunismo era tan condenable
como la guerra que en Argelia libraba una Francia que se pretendía
democrática. Así pues, Camus pasó, aquí
y allá, por un colonialista, partidario del statu quo en
Argelia. ¿Cómo puede darse a entender que fue solidario
con el empleo del potro o de la tortura porque no firmó peticiones
en favor de Maurice Audin, asesinado por los paracaidistas? Camus
rechazaba la política carente de moral, que hace sonreír
tanto a las derechas como a las izquierdas. Un intelectual no debe
comulgar con los políticos que comen todos los días
el pan mohoso de la mentira. Se puede rechazar la obra de Camus,
pero nadie puede ignorar, simplificar o caricaturizar las posiciones
de este hombre, ejemplar frente a demasiados escritores de cualquier
orilla comprometidos y fanáticos. Recuerda a los intelectuales
la diferencia, fundamental, entre su trabajo y el de los políticos:
unos deben crear, comentar y criticar, los otros gobernar. No basta
decir que Camus no tenía sin duda disposiciones políticas
o que un escritor debe suministrar recetas gubernamentales. La apuesta
camusiana afirma que, en el hombre, hay más cosas admirables
que despreciables. Nada permite despreciar al hombre Camus y hay
numerosas razones para admirarlo, con sus fuerzas y sus debilidades.
Su atractiva y cálida bondad sí, la palabra
es obsoleta humana o social pone en apuros a algunos teóricos.
Este ensayo de biografía no es ni una desmitificación
ni una hagiografía. No he hecho el catálogo de las
buenas acciones de Camus. Sin embargo, son y fueron muchos los que
se acuerdan de las atenciones del escritor: tal actor, al que pasaba
una renta para que sobreviviese en un asilo, los húngaros
que recibieron dinero con su apoyo en 1956
Camus podía mostrarse tajante o muy desagradable, pero en
él la comprensión y la amabilidad prevalecían
sobre la arrogancia y la susceptibilidad: vulnerable, fue fiel en
la amistad y en el amor, dejando a un lado sus caprichos. Daba más
de lo que tomaba. Ardía. Un hombre es también la suma
de sus actos públicos y privados, conocidos y anónimos.
En última instancia, no puedo explicar por qué el
hijo de un bodeguero y de una mujer analfabeta tuvo tantos talentos:
el misterio de la creación se inscribe también, invisible,
en la biología, en los encuentros, una suma de azares que,
de pronto, parecen necesarios. La crítica de las obras no
desentraña el secreto irreductible de la creación
literaria. Camus definió su forma de encajar su arte, su
vida y su moral. «Ninguna gran obra [
] se ha fundado
nunca realmente sobre el odio o el desprecio. En algún lugar
de su corazón, en algún momento de su historia, el
verdadero creador termina siempre por reconciliar. Entonces encuentra
la común medida en la extraña frivolidad en que él
se define. [
] Si el artista no puede rechazar la realidad,
es que su tarea consiste en darle una justificación más
alta. ¿Cómo justificarla si uno decide ignorarla?
Pero ¿cómo transfigurarla si uno consiente en someterse
a ella?»30 Cada página escrita y conseguida fue una
amarga victoria para Albert Camus. Como un eco al «demasiado
joven» de Catherine Sintes-Camus, Faulkner afirmó:
«Se dirá [que Camus] era demasiado joven, que no tuvo
tiempo de acabar
Pero la cuestión no es cuánto
tiempo ni qué cualidades sino simplemente qué».
A través del lenguaje literario o político y contra
él, Camus libró lo que T. S. Eliot llamó «el
combate intolerable con las palabras» que «se tienden,
crujen, resbalan, perecen». Y a veces quedan para varias generaciones
de lectores.
Traducción
de Mauro Armiño
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