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Hoy,
mamá ha muerto. O tal vez ayer, no sé. He recibido
un telegrama del asilo: «Madre fallecida. Entierro mañana.
Sentido pésame.» Nada quiere decir. Tal vez fue ayer.
El asilo de ancianos está en Marengo, a ochenta kilómetros
de Argel. Tomaré el autobús de las dos y llegaré
por la tarde, así podré velarla y regresaré
mañana por la noche. He pedido a mi patrón dos días
de permiso que no me podía negar con una excusa semejante.
Pero no tenía un aire satisfecho. Llegué incluso a
decirle: «No es culpa mía». No respondió.
Pensé entonces que no debía habérselo dicho.
Por supuesto, no tenía por qué disculparme. Era a
él más bien a quien correspondía darme el pésame.
Pero lo hará sin duda pasado mañana, cuando me vea
de luto. Por el momento, es un poco como si mamá no hubiese
muerto. Después del entierro, por el contrario, será
un asunto resuelto y todo habrá revestido un aire más
oficial.
Salí en el autobús de las dos. Hacía mucho
calor. Comí en el restaurante de Celeste, como de costumbre.
Todos estaban muy apenados por mí, y Celeste me dijo: «Sólo
hay una madre». Cuando salí me acompañaron hasta
la puerta. Yo estaba un poco aturdido, porque fue necesario que
subiera a casa de Emmanuel para que me prestase una corbata negra
y un brazalete. Perdió a su tío hace algunos meses.
Hube de correr para no perder el autobús. Esa prisa, esa
carrera, todo ello sin duda, añadido al traqueteo, al olor
de la gasolina, a la reverberación de la carretera y del
cielo, hizo que me adormeciera. Dormí durante casi todo el
trayecto. Cuando desperté, estaba echado contra un militar,
que me sonrió y me preguntó si venía de lejos.
Contesté «sí» para no hablar más.
El asilo está a dos kilómetros de la aldea. Hice el
camino a pie. Yo quería ver a mamá inmediatamente.
Pero el conserje me dijo que era necesario hablar antes con el director.
Como éste estaba ocupado, esperé un poco. Durante
todo ese tiempo, el conserje me habló, después vi
al director: me recibió en su despacho. Era un viejecito,
con la Legión de Honor. Me miró con sus ojos claros.
Después me estrechó la mano y la retuvo tanto tiempo
que yo no sabía demasiado cómo retirarla. Consultó
un expediente, y me dijo: «La señora Meursault entró
aquí hace tres años. Usted era su único sostén.»
Creí que me reprochaba algo y empecé a darle explicaciones.
Pero él me interrumpió: «No tiene usted por
qué justificarse, hijo mío. He leído el expediente
de su madre. Usted no podía subvenir a sus necesidades. Necesitaba
una enfermera. Sus ingresos son modestos. Y, a fin de cuentas, ella
era más feliz aquí.» Yo dije: «Sí,
señor director». Él añadió: «Sabe,
ella tenía amigos, gentes de su edad. Podía compartir
con ellos intereses de otro tiempo. Usted es joven y debía
de aburrirse con usted.»
Era cierto. Cuando mamá estaba en casa, pasaba su tiempo
siguiéndome con los ojos en silencio. Los primeros días
de su estancia en el asilo, lloraba con frecuencia. Pero tal era
su costumbre. Al cabo de algunos meses, hubiera llorado si la hubiese
retirado del asilo. Siempre a causa de la costumbre. Un poco por
eso, durante el último año apenas vine aquí.
Y también porque venir anulaba mi domingo, sin contar el
esfuerzo de ir al autobús, de tomar los billetes y de hacer
dos horas de viaje.
El director me siguió hablando, pero apenas lo escuchaba.
Después me dijo: «Supongo que desea ver a su madre».
Me levanté sin decir nada y él me precedió
hacia la puerta. En la escalera me explicó: «La hemos
transportado a nuestro pequeño depósito. Para no impresionar
a los demás. Cada vez que un pensionista muere, los demás
están nerviosos durante dos o tres días. Y se hace
así difícil el servicio.» Atravesamos un patio
donde había muchos ancianos, charlando en pequeños
grupos. Se callaban cuando pasábamos. A nuestra espalda,
las conversaciones recomenzaban. Un sordo parloteo de cotorras,
diríase. El director me dejó ante la puerta de un
pequeño edificio: «Lo dejo, señor Meursault.
Quedo a su disposición en mi despacho. En principio, el entierro
se ha previsto para las diez de la mañana. Hemos pensado
que podría usted así velar a la desaparecida. Una
última cosa: su madre parece que había manifestado
con frecuencia a sus compañeros el deseo de tener un entierro
religioso. He asumido la responsabilidad de hacer lo necesario.
Pero quería ponerlo en su conocimiento.» Le di las
gracias. Mamá, sin ser atea, jamás había pensado
en la religión cuando vivía.
Entré. Era una sala muy clara, caleada y techada de vidrio.
Estaba amueblada con sillas y caballetes en forma de X. Dos de entre
ellos, en el centro, sostenían el féretro cubierto
con su tapa. Se veían solamente los tornillos brillantes,
apenas hundidos, que destacaban sobre la madera pintada con nogalina.
Cerca del ataúd, con una bata blanca y un pañuelo
de color vivo en la cabeza, estaba una enfermera árabe.
En ese momento el conserje entró detrás de mí.
Había debido de correr. Tartamudeó un poco: «La
hemos cubierto. Pero desatornillaré el féretro para
que pueda usted verla.» Cuando se aproximaba al ataúd
lo detuve. Me dijo: «¿No quiere?» Respondí:
«No». Se detuvo y me sentí molesto porque comprendía
que no habría debido decir aquello. Al cabo de un momento,
me miró y me preguntó: «¿Por qué?»
Pero sin reproche, como si se informase. Dije: «No sé».
Entonces, retorciéndose el bigote blanco, declaró
sin mirarme: «Comprendo». Tenía unos hermosos
ojos azul claro y la piel un poco rojiza. Me ofreció una
silla y él mismo se sentó un poco detrás de
mí. La enfermera se levantó y se dirigió hacia
la salida. En ese momento, el conserje me dijo: «Tiene un
chancro». Como yo no entendía, miré a la enfermera
y vi que llevaba sobre los ojos una venda que daba la vuelta a su
cabeza. A la altura de la nariz, la venda estaba plana. Sólo
se veía la blancura de la venda en su rostro.
Cuando salió, el conserje dijo: «Voy a dejarle solo».
Ignoro qué gesto hice, pero él se quedó de
pie detrás de mí. Esa presencia a mi espalda me molestaba.
La habitación estaba inundada por la bella luz del final
de la tarde. Dos abejorros bordoneaban contra el vidrio del techo.
Sentía que el sueño me ganaba. Sin volverme hacia
él, dije al conserje: «¿Hace mucho tiempo que
está usted aquí?» Respondió inmediatamente:
«Cinco años», como si hubiera estado esperando
desde siempre mi pregunta.
Después, charló sin tregua. Se habría asombrado
mucho si le hubieran dicho que terminaría de conserje en
el asilo de Marengo. Tenía sesenta y cuatro años,
y era parisiense. En ese momento lo interrumpí: «Ah,
¿usted no es de aquí?» Recordé después
que antes de llevarme a ver al director, me había hablado
de mamá. Me había dicho que era necesario enterrarla
muy rápidamente, porque en la llanura hacía calor,
sobre todo en esta región. Fue entonces cuando me dijo que
había vivido en París y que le costaba olvidarlo.
En París, se puede estar con el muerto tres o cuatro días
a veces. Aquí no hay tiempo. Apenas se ha hecho uno a la
idea y ya hay que salir corriendo detrás del coche funerario.
Su mujer le había dicho entonces: «Calla, no son esas
cosas para contar al señor». El viejo había
enrojecido y se había disculpado. Yo intervine para decir:
«Pero no. Pero no.» Me parecía que lo que contaba
venía al caso y era interesante.
En el pequeño depósito, me explicó que había
entrado en el asilo como indigente. Como se sentía capaz,
se ofreció para ocupar este puesto de conserje. Le hice notar
que, a fin de cuentas, era un pensionista. Me dijo que no. Ya me
había sorprendido la manera que tenía de decir: «Ellos»,
«los otros», y más raramente, «los viejos»,
cuando hablaba de los pensionistas algunos de los cuales no tenían
más edad que él. Pero naturalmente no era lo mismo.
Él era el conserje y, en cierta medida, tenía derechos
sobre ellos.
La enfermera entró en ese momento. La tarde había
caído bruscamente. Con rapidez, la noche se había
espesado sobre el techo de vidrio. El conserje giró el conmutador
y quedé cegado por la repentina luz. Me invitó a dirigirme
al refectorio para cenar. Pero yo no tenía hambre. Me ofreció
entonces traer una taza de café con leche. Como me gusta
mucho el café con leche, acepté, y, al cabo de un
momento, volvió con una bandeja. Bebí. Tuve entonces
deseos de fumar. Pero dudé porque no sabía si podía
hacerlo delante de mamá. Reflexioné; la cosa no tenía
importancia. Ofrecí un cigarrillo al conserje y ambos fumamos.
En un momento dado, me dijo: «Sabe usted, los amigos de su
madre van a venir a velarla también. Es la costumbre. Debo
ir a buscar sillas y café solo.» Le pregunté
si se podía apagar una de las lámparas. El reflejo
de la luz sobre las paredes blancas me fatigaba. Me dijo que no
era posible. La instalación se había hecho así:
O todo o nada. Dejé de prestarle atención. Salió,
volvió y colocó las sillas. En una de ellas, apiló
las tazas en torno a una cafetera. Después se sentó
frente a mí, del otro lado de mamá. La enfermera estaba
también al fondo, vuelta de espalda. No veía lo que
hacía. Pero por el movimiento de sus brazos, podía
deducir que hacía punto. La temperatura era suave. El café
me había calentado y por la puerta abierta entraba un olor
de noche y flores. Creo que dormité un poco.
Me despertó un roce. Como había tenido los ojos cerrados,
la habitación me pareció todavía más
resplandeciente de blancura. No había ante mí ni una
sola sombra y cada objeto, cada ángulo y todas las curvas
se dibujaban con una pureza que hería la mirada. En ese momento
entraron los amigos de mamá. Eran en total una decena y se
deslizaban silenciosos en esta luz cegadora. Se sentaron sin que
ninguna silla chirriase. Los veía como nunca he visto a nadie
y ni un solo detalle de sus rostros o de sus trajes se me escapaba.
Sin embargo, no los oía y apenas podía creer en su
realidad. Casi todas las mujeres llevaban un delantal y el cordón
que les ceñía la cintura hacía que resaltase
todavía más el vientre abombado. Yo no había
advertido nunca hasta qué punto las ancianas podían
tener vientre. Los hombres eran casi todos delgados y llevaban bastón.
Me sorprendía en sus rostros no ver sus ojos, sino tan sólo
una luz sin brillo en medio de un nido de arrugas. Cuando se sentaron,
la mayoría me miró e inclinó la cabeza con
embarazo, con los labios subsumidos en la boca sin dientes, sin
que pudiese yo saber si me saludaban o si se trataba de un tic.
Creo más bien que me saludaban. Percibí en ese momento
que estaban todos sentados frente a mí cabeceando, en torno
al conserje. Por un momento tuve la impresión ridícula
de que estaban allí para juzgarme.
Poco después una de las mujeres se echó a llorar.
Estaba en la segunda fila, ocultada por una de sus compañeras,
y la veía mal. Lloraba con pequeños gemidos regulares.
Parecía que no iba a detenerse jamás. Los otros permanecían
como si no la oyesen. Estaban abatidos, tristes y silenciosos. Miraban
el féretro o su bastón o no importa qué, pero
eso era lo único que miraban. La mujer seguía llorando.
Yo estaba muy asombrado porque no la conocía. Hubiera querido
no oírla. Sin embargo, no me atrevía a decírselo.
El conserje se inclinó hacia ella, le habló, pero
la mujer sacudió la cabeza, musitó algo y siguió
llorando con la misma regularidad. El conserje vino entonces a mi
lado. Al cabo de un rato bastante largo, me comunicó sin
mirarme: «Estaba muy unida a su madre. Dice que era aquí
su única amiga y que ahora ya no tiene a nadie.»
Permanecimos un prolongado momento así. Los suspiros y gemidos
de la mujer se iban haciendo más raros. Aspiraba fuertemente
por la nariz. Finalmente se calló. Yo ya no tenía
sueño, pero estaba fatigado y me dolían los riñones.
Era ahora el silencio de todas estas gentes lo que me resultaba
penoso. De vez en cuando solamente, oía un ruido singular
y no podía comprender de qué se trataba. A la larga,
terminé por adivinar que algunos de los ancianos chupaban
el interior de sus mejillas y dejaban escapar extraños chasquidos.
No se daban cuenta, absorbidos como estaban por sus propios pensamientos.
Tuve incluso la impresión de que esta muerta, tendida en
medio de ellos, nada significaba a sus ojos. Creo ahora, sin embargo,
que era una impresión falsa.
Todos tomamos café, servido por el conserje. Después
ya no sé. Pasó la noche. Recuerdo que en un momento
abrí los ojos y vi que los ancianos dormían encogidos
sobre sí mismos. Con la excepción de uno solo que,
con la barbilla en el dorso de sus manos aferradas al bastón,
me miraba fijamente como si sólo esperase mi despertar. Volví
a dormirme. Desperté porque me dolían cada vez más
los riñones. Resbalaba el día en la cristalera. Poco
después, uno de los ancianos despertó y tosió
mucho. Escupía en un gran pañuelo de cuadros y cada
uno de sus esputos era como un desgarrón. Despertó
a los otros y el conserje dijo que tenían que salir. Se levantaron.
El incómodo velatorio les había dejado los rostros
cenicientos. Al salir, para mi gran asombro, todos me tendieron
la mano, como si esa noche en la que no habíamos cambiado
una sola palabra hubiese aumentado nuestra intimidad.
Estaba cansado. El conserje me llevó a su habitación
y pude arreglarme un poco. Volví a tomar café con
leche, que era muy bueno. Al salir era ya pleno día. Por
encima de las colinas que separan Marengo del mar, se extendía
un cielo enrojecido. El viento que pasaba sobre las colinas traía
hasta aquí un olor de sal. Se anunciaba un hermoso día.
Hacía tiempo que no había ido al campo y pensaba cuánto
me habría gustado pasearme de no haber sido por mamá.
Esperé en el patio, bajo un plátano. Respiraba el
olor de la tierra fresca y había dejado de tener sueño.
Pensé en los compañeros de la oficina. A esta hora
se estaban levantando para ir al trabajo. Para mí era siempre
la hora más difícil. Todavía seguí pensando
un poco en estas cosas, pero me distrajo una campana que sonaba
en el interior de los edificios. Hubo indistintos ruidos detrás
de las ventanas y después todo se calmó. El sol había
subido un poco más en el cielo: empezaba a calentar mis pies.
El conserje atravesó el patio y me dijo que el director quería
verme. Fui a su despacho. Me hizo firmar bastantes papeles. Advertí
que iba vestido de negro con un pantalón a rayas. Con el
teléfono en la mano me dijo: «Los empleados de pompas
fúnebres ya esperan hace un momento. Voy a pedirles que vengan
para cerrar el féretro. ¿Quiere antes ver usted a
su madre por última vez?» Dije que no. Ordenó
por teléfono, bajando la voz: «Figeac, diga a los hombres
que pueden ir».
Me dijo luego que asistiría al entierro y se lo agradecí.
Se sentó detrás de su mesa y cruzó sus pequeñas
piernas. Me advirtió que estaríamos él y yo
solos, con la enfermera de servicio. En principio, los pensionistas
no debían asistir a los entierros. Solamente se les permitía
el velatorio: «Es una cuestión de humanidad»,
añadió el director. Pero en esta ocasión había
autorizado a seguir la comitiva a un viejo amigo de mamá:
«Thomas Pérez». El director sonrió. Me
dijo: «Usted comprenderá, es un sentimiento un poco
pueril, pero él y su madre no se separaban. En el asilo bromeaban
con ellos, y decían a Pérez: Es su prometida. Y él
reía. Esa broma les gustaba. Y la verdad es que la muerte
de la señora Meursault lo ha afectado mucho, pensé
que no debía negarle la autorización. Pero, por consejo
del médico visitante, le prohibí velarla ayer.»
Permanecimos silenciosos largo rato. El director se levantó
y miró por la ventana de su despacho. En un momento observó:
«Ya está el cura de Marengo. Llega antes de la hora.»
Me advirtió que necesitaríamos por lo menos tres cuartos
de hora de marcha para llegar a la iglesia que está en el
pueblo mismo. Descendimos. Delante del edificio estaban el cura
y dos monaguillos. Uno de ellos tenía un incensario y el
sacerdote se inclinaba hacia él para regular la longitud
de la cadena de plata. Cuando llegamos, el cura se incorporó.
Me llamó «hijo mío» y me dijo unas pocas
palabras. Entró; le seguí.
Vi inmediatamente que los tornillos del féretro estaban completamente
enroscados y que había cuatro hombres negros en la sala.
Oí al propio tiempo cómo el director me decía
que el coche esperaba en la carretera y cómo el sacerdote
empezaba sus oraciones. A partir de ese momento, todo sucedió
con extremada rapidez. Los hombres se adelantaron hacia el ataúd
con un lienzo. El sacerdote, sus acompañantes, el director
y yo mismo salimos. Delante de la puerta, había una señora
que yo no conocía: «El señor Meursault»,
dijo el director. No oí el nombre de la señora y comprendí
tan sólo que era la enfermera delegada. Inclinó sin
una sonrisa su rostro huesudo y largo. Nos pusimos en fila para
dejar pasar el cuerpo. Seguimos a los que lo llevaban y salimos
del asilo. El coche estaba delante de la puerta. Reluciente, oblongo
y brillante, recordaba a un portalápices. Al lado estaba
el director del sepelio, bajito, con un traje ridículo, y
un anciano con aire embarazado. Comprendí que era el señor
Pérez. Llevaba un fieltro blando de copa redonda y ala ancha
(se destocó cuando el ataúd pasó delante de
la puerta), un traje cuyo pantalón caía enroscado
sobre los zapatos y un lazo de tela negra demasiado pequeño
para el gran cuello blanco de su camisa. Sus labios temblaban bajo
una nariz mechada de puntos negros. Sus cabellos blancos, bastante
finos, dejaban pasar unas extrañas orejas colgantes y mal
terminadas, cuyo rojo color de sangre en aquel rostro macilento
me sorprendió. El director de ceremonias nos asignó
nuestros lugares. El cura iba delante, seguido del coche. Alrededor
de éste, los cuatro hombres. Detrás, el director,
yo y, cerrando la marcha, la enfermera delegada y el señor
Pérez.
El cielo estaba ya invadido de sol. Comenzaba a pesar sobre la tierra
y el calor aumentaba con rapidez. No sé por qué hemos
esperado tanto tiempo antes de ponernos en marcha. Me daba calor
el traje oscuro. El viejecito, que se había vuelto a cubrir
la cabeza, retiró de nuevo su sombrero. Yo me había
vuelto un poco hacia su lado y lo miraba cuando el director me habló
de él. Me dijo que con frecuencia mi madre y el señor
Pérez paseaban juntos por la tarde hasta el pueblo, acompañados
por una enfermera. Miré el campo alrededor de mí.
Las líneas de cipreses que subían a las colinas cerca
del cielo, esta tierra rojiza y verde, las casas extrañas
y bien dibujadas, me hicieron comprender a mamá. La tarde,
en esta región, debía ser como una tregua melancólica.
Hoy, el sol desbordante estremecía el paisaje y lo hacía
inhumano y deprimente.
Nos pusimos en marcha. Percibí entonces que Pérez
renqueaba ligeramente. El coche, poco a poco, ganaba velocidad y
el anciano perdía terreno. Uno de los hombres que rodeaban
el coche se dejó sobrepasar también y caminaba ahora
a mi altura. Me sorprendió la rapidez con la que el sol ascendía
en el cielo. Me di cuenta que, desde hacía largo rato, el
campo resonaba con el canto de los insectos y los crujidos de la
hierba. El sudor corría por mis mejillas. Como no tenía
sombrero, me abanicaba con el pañuelo. El empleado de las
pompas fúnebres me dijo entonces algo que no entendí.
Al mismo tiempo, se enjugaba el cráneo con un pañuelo
que tenía en su mano izquierda, mientras levantaba con la
derecha el borde de su gorra. Le dije: «¿Cómo?»
Repitió señalando al cielo: «Pega fuerte».
Contesté: «Sí». Poco después, me
preguntó: «¿Es su madre la que va ahí?»
Repetí: «Sí». «¿Era vieja?»
Contesté: «Más o menos», porque no sabía
la edad exacta. Después se calló. Me volví
y vi al viejo Pérez a unos cincuenta metros detrás
de nosotros. Se apresuraba balanceando su sombrero con el ritmo
del brazo. Miré también al director. Caminaba con
mucha dignidad, sin un gesto inútil. Algunas gotas de sudor
perlaban su frente, pero no las enjugaba.
Me pareció que el grupo caminaba un poco más deprisa.
Alrededor de mí siempre el mismo campo luminoso ahíto
de sol. El brillo del cielo era insoportable. En un momento determinado,
pasamos por una parte de la carretera que había sido reparada
recientemente. El sol había hecho estallar el asfalto. Los
pies se hundían en él y dejaban abierta su pulpa brillante.
En lo alto del coche, el sombrero del cochero, de cuero endurecido,
parecía haberse formado en este fango negro. Me sentía
un poco perdido entre el cielo azul y blanco, y la monotonía
de estos colores, viscoso negro del alquitrán abierto, deslucido
negro de las ropas, negro brillante del coche. Todo ello, el sol,
el olor de cuero y de los excrementos de los caballos del coche,
el del barniz y el del incienso, la fatiga de la noche de insomnio,
me enturbiaba la mirada y las ideas. Me volví una vez más.
Pérez me pareció muy lejos, perdido en una nube de
calor, después dejé de verlo. Lo busqué con
la mirada y vi que había abandonado la carretera y tomado
campo a través. Comprobé también que ante mí
la ruta giraba. Comprendí que Pérez, que conocía
la región, tomaba un atajo para alcanzarnos. En la curva
se reunió con nosotros. Después lo perdimos. Marchó
de nuevo campo a través varias veces. Yo sentía el
latido de la sangre en las sienes.
Todo pasó después con tanta precipitación,
exactitud y naturalidad, que no me acuerdo de nada. De una cosa
solamente: a la entrada del pueblo la enfermera delegada me habló.
Tenía una voz extraña que no correspondía a
su rostro, una voz melodiosa y trémula. Me dijo: «Si
vamos despacio, nos exponemos a una insolación, pero si vamos
demasiado deprisa, se transpira y en la iglesia uno agarra un catarro.»
Tenía razón. No había solución. Guardé
otras imágenes de esa jornada: por ejemplo, el rostro de
Pérez cuando, por última vez, nos alcanzó cerca
del pueblo. Gruesas lágrimas de nerviosismo y dolor corrían
por sus mejillas, pero las arrugas las retenían, se estancaban,
se reunían y formaban un barniz de agua en aquel rostro destruido.
Hubo todavía la iglesia y los aldeanos en las aceras, los
geranios rojos sobre las tumbas del cementerio, el desvanecimiento
de Pérez (un muñeco dislocado, se habría dicho),
la tierra color de sangre que rodaba sobre el ataúd de mamá,
la blanca carne de las raíces con ella mezcladas, todavía
la gente, las voces, el pueblo, la espera ante un café, el
ronquido incesante del motor, y mi alegría cuando el autobús
entró en el nido de luces de Argel y pensé que me
iba a acostar y dormir durante doce horas.
Traducción
de José Ángel Valente
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