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La
publicación del Premier homme* era esperada desde hacía
mucho tiempo y se había convertido en uno de los temas de
gran resonancia del mundo editorial. Todos los especialistas en
Camus sabían de su existencia y, en algunos casos, conocían
su contenido. En su gran biografía de Camus, Herbert Lottman
ya había hecho numerosas y precisas alusiones. Alrededor
de esta novela inacabada, encontrada en una cartera manchada de
lodo en el momento de la muerte de Camus, se construyó una
leyenda a la que la desaparición del autor confirió
toda la apariencia de tragedia. Ve la luz pública, entonces,
ese texto interrumpido en el que Catherine Camus, hija del escritor,
trabajó durante tres años, plazo que resulta muy razonable
a la luz de algunos de los facsímiles del manuscrito.
El fenómeno editorial y cuasi sociológico que marca
la aparición de este texto merecería por separado
un análisis profundo. No se trata de decir que el éxito
desde ahora asegurado sobrepasa el interés o
los méritos del texto, que son considerables, sino que revela
una carga emocional que excede con mucho los límites del
campo literario: efecto de curiosidad, efecto de nostalgia, gloria
intacta de Camus, lamentación por una obra futura nunca escrita
y que se hubiera deseado todavía más bella, homenaje
a alguien que se amó o se detestó, y a quien hoy en
día se respeta. Se celebra el mito de una vida brillante
cuya muerte accidental transformó en destino, un signo de
ultratumba, un remordimiento; la época en que la literatura
francesa valía para algo; un texto tanto más precioso
cuanto que el largo periodo en que estuvo guardado (cerca de treinta
y cinco años), y cuyo efecto público es hoy día
comparable al de una olla exprés, lo revistió largo
tiempo de todas las virtudes del misterio. Evidentemente, en esto
los herederos no tienen nada que ver: su larga vacilación
tuvo bases legítimas (sobre todo René Char y Roger
Grenier, amigos de Camus, quienes consideraron que su publicación
era inoportuna en los años inmediatos a la muerte del escritor),
y el trabajo de Catherine Camus sobrepasa todo elogio. Por supuesto,
era necesario publicar ese texto; en ese sentido, estamos ante un
hecho consumado. Es en él, y sólo en él, que
a partir de este momento hay que interesarse. Y vale la pena hacerlo.
Como sus diarios lo testimonian, Albert Camus soñaba con
el Premier homme desde comienzos de los años cincuenta. El
primer hombre es el niño pobre porque la pobreza no
tiene pasado. Niño sin padre y sin fortuna, Jacques
Cormery debe comenzar todo, inaugurar todo. El comienzo de la narración
tiene resonancias de relato bíblico: un nacimiento pobre
en una granja, con la madre dando a luz a solas y el padre corriendo
en busca de un médico. Luego ese niño que visita,
en Saint-Brieuc, la tumba de su padre muerto en 1914 a los 29 años.
El niño convertido en hombre hecho y derecho que a partir
de ese momento es más viejo que su padre, que es su hijo
mayor. A partir de esos dos momentos se despliega el relato, el
de la formación en Argelia, entre pobreza y deslumbramiento:
la abuela terrible, violenta, zafia, iletrada, manejando gustosa
la fusta, a quien su nieto debe, para su gran vergüenza, leer
los diálogos en el cine; la madre dulce y resignada, evocación
de una vida que es permanente humillación para el niño;
homenaje conmovedor al maestro que descubre en Jacques una destacada
capacidad intelectual y lo pone a estudiar para participar en el
concurso por las becas. Jamás como en este texto Camus había
estado tan cerca de sí mismo, revelando confidencias que
con frecuencia echan una especie de luz retrospectiva sobre la obra
ya escrita, como la anécdota del padre que presencia la ejecución
de una pena capital y regresa lívido y enfermo, amigos de
la infancia, deslumbramientos ante las sensaciones que dejan el
mar y el sol.
Ante un texto inconcluso y no retrabajado, la tentación es
grande. No de imaginar vanamente lo que hubiera podido ser una vez
terminado, sino de preguntarse qué es escribir. Escribir
es tantear, dar cuerpo, transformar, pulir, renunciar, agregar,
suprimir. Evidentemente, en el caso de un escritor tan brillante
y avezado como Albert Camus, el primer impulso contiene tesoros
con los que quedarían satisfechos numerosos plumíferos,
y se leen con satisfacción esos compactos bloques narrativos
en los que nos entrega la belleza luminosa de su lengua, esos relatos
de una infancia en la que las naderías de la vida toman la
dimensión de un canto de amor a los suyos: caminando
en la noche de los años sobre la tierra del olvido donde
cada quien era el primer hombre, donde uno mismo debía educarse
solo, sin padre, sin haber conocido jamás esos momentos en
que el padre llama al hijo, del que ha esperado que tenga la edad
para escuchar, para decirle el secreto de la familia, o para contarle
una vieja pena, o la experiencia de su vida (
) y había
cumplido dieciséis y luego veinte años y nadie le
había hablado y él había tenido que aprender
solo, crecer solo, a viva fuerza, en potencia, encontrar solo su
moral y su verdad (
). Pero seguramente en el ánimo
de Camus este manuscrito no era más que un montaje, un objeto
a remodelar. Lo demás, el último cincelazo del artista,
los toques de luz y sombra, la gran parte faltante del relato estaban
por venir. Hay que celebrar que los editores no nos hayan presentado
este texto como la última novela de Albert Camus, y que hayan
agregado esbozos, borradores y documentos que esclarecen su génesis.
Pero algunas veces en el borrador, en lo inacabado, hay fulgores
y franquezas que perturban.
Traducción
de José Luis Rivas y Agustín del Moral
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