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A
Jacques Heurgon
Los
amores que se comparten con una ciudad son, a menudo, amores secretos.
Ciudades como París, Praga y aun Florencia, están
cerradas sobre sí mismas y limitan de este modo el mundo
que les es propio. Pero Argel, y con ella ciertos ambientes privilegiados
como las ciudades sobre el mar, se abre en el cielo como una boca
o una herida. Lo que en Argel se puede amar es aquello de que todo
el mundo vive: el mar a la vuelta de cada calle, un cierto peso
del sol, la belleza de la raza. Y, como siempre, en este impudor
y en esta ofrenda se reconoce un perfume más secreto. En
París se puede sentir la nostalgia de espacio y batir de
alas. Aquí, al menos, el hombre está colmado y, seguro
de sus deseos, puede medir entonces sus riquezas.
Sin duda se precisa largo tiempo en Argel para comprender lo que
puede tener de esterilizante un exceso de bienes naturales. Nada
hay aquí para quien quisiese aprender, educarse o mejorarse.
Este país no tiene lección que dar. Ni promete ni
deja entrever. Se contenta con dar, pero profusamente. Se entrega
del todo a los ojos y se le conoce desde el momento en que se le
goza. Sus placeres no tienen remedio, ni esperanza sus alegrías.
Lo que exige son almas clarividentes, es decir, inconsolables. Pide
que se haga un acto de lucidez como se hace un acto de fe. ¡Singular
país que, al mismo tiempo, da al hombre que nutre su esplendor
y su miseria! No es sorprendente que la riqueza sensual de que está
provisto un hombre sensible de estas comarcas coincida con la más
extrema desnudez. No hay verdad alguna que no lleve consigo su amargura.
¿Cómo asombrarse entonces de que no ame yo tanto el
rostro de este país cuanto lo amo en medio de sus hombres
más pobres?
Durante toda su juventud, los hombres encuentran aquí una
vida a la medida de su belleza. Después, vienen la caída
y el olvido. Apostaron a la carne, pero sabiendo que debían
perder. Para quien es joven y vivaz, todo en Argel es refugio y
pretexto de triunfos: la bahía, el sol, los juegos en rojo
y blanco de las terrazas hacia el mar, las flores y los estadios,
las mozas de frescas piernas. Pero para quien ha perdido su juventud,
nada a qué acogerse y lugar alguno en que la melancolía
pueda salvarse a sí misma. En otras partes, las terrazas
de Italia, los claustros de Europa o el dibujo de los alcores provenzales
son otros tantos sitios en que el hombre puede huir de su humanidad
y liberarse dulcemente de sí mismo. Pero aquí, todo
exige la soledad y la sangre de los jóvenes. Al morir, Goethe
llama a la luz y sus palabras son históricas. En Belcourt
y en Bab-el-Qued, los ancianos sentados al fondo de los cafés,
escuchan las baladronadas de los mozos de pegados cabellos.
Estos comienzos y estos fines es lo que el verano nos entrega en
Argel. Durante esos meses, la ciudad es desterrada. Pero restan
los pobres y el cielo. Con los primeros, descendemos juntos hacia
el puerto y los tesoros del hombre: tibieza del agua y los cuerpos
morenos de las mujeres. A la noche, henchidos de esas riquezas,
vuelven a la tela encerada y a la lámpara de petróleo
que forman todo el decorado de su vida.
En
Argel no se dice tomar un baño, sino zurrarse
un baño. No insistamos. Se baña uno en el puerto
y se va luego a reposarse sobre las boyas. Cuando se pasa cerca
de una boya, en la que se ha instalado ya una linda chica, se grita
a los camaradas: ¡Os digo que es una gaviota!
Son sanas alegrías. Es preciso creer que constituyen el ideal
de esos mozos, ya que la mayoría continúa la misma
vida durante el invierno y diariamente, al mediodía, se desnuda
bajo el sol para un frugal almuerzo. No es que hayan leído
las tediosas prédicas de los naturalistas, esos protestantes
de la carne hay una sistemática del cuerpo que es tan
exasperante como la del espíritu. Es que se hallan
bien al sol. Jamás se medirá suficientemente
la importancia que tiene esta costumbre para nuestra época.
Por primera vez después de dos mil años, el cuerpo
se ha desnudado totalmente sobre las playas. Desde hace veinte siglos,
los hombres se han propuesto tornar decentes la insolencia y la
ingenuidad griegas disminuyendo la carne y complicando el vestido.
Hoy, por encima de esta historia, la carrera de los mozos por las
playas del Mediterráneo renueva los gestos magníficos
de los atletas de Delos. Y viviendo así, cerca de los cuerpos
y para el cuerpo, se percata uno de que la vida corporal tiene sus
matices y, aventurando un contrasentido, una psicología que
le es propia. La evolución del cuerpo, como la del espíritu,
tiene su historia, sus retrocesos, sus progresos y su déficit.
Solamente un matiz: el color. Cuando se va en el verano a los baños
del puerto, se adquiere conciencia del paso simultáneo de
todas las pieles del blanco al dorado, luego al moreno y finalmente
a un color tabaco que es el extremo límite de que es capaz
el cuerpo en su esfuerzo de transformación. El puerto está
dominado por el juego de blancos dados de la Kasbah. Cuando se está
al nivel del agua, sobre el fondo blanco crudo de la ciudad árabe,
los cuerpos forman un friso cobrizo. Y, a medida que avanza agosto
y crece el sol, el blanco de las casas se hace más enceguecedor
y adquieren las pieles un color más oscuro. ¿Cómo
no identificarse entonces con ese diálogo de la piedra y
la carne a la medida del sol y las estaciones? Toda la mañana
se ha pasado en zambullidas, en floraciones de risas entre haces
de agua, en largos golpes de pagaya en torno de los barcos rojos
y negros los que vienen de Noruega y traen todos los perfumes
del bosque; los que llegan de Alemania, llenos de olor de los aceites;
los que hacen el cabotaje y huelen a vino y a tonel viejo.
A la hora en que el sol desborda por todas las esquinas del cielo,
la canoa color naranja, cargada de cuerpos morenos, nos trae de
regreso en una loca carrera. Y cuando, suspendiendo bruscamente
el cadencioso batir de la doble papagaya de alas color de fruto,
nos deslizamos largamente por las aguas tranquilas de la dársena,
¿cómo no estar seguro de que conduzco a través
de las aguas lisas un leonado cargamento de dioses en quienes reconozco
a mis hermanos?
Pero al otro extremo de la ciudad, el verano nos tiende ya, en contraste,
sus otras riquezas; quiero decir, sus silencios y su tedio. Esos
silencios no tienen todos la misma calidad, según nazcan
de la sombra o del sol. Hay silencio de mediodía en la plaza
de Gobierno. A la sombra de los árboles que la bordean, los
árboles venden por veinticinco céntimos vasos de limonada
helada y perfumada con azahar. Su pregón: ¡Fresca!,
¡fresca!, atraviesa la plaza desierta. Después
de su grito, vuelve a caer el silencio bajo el sol: en la cántara
del vendedor se voltea el hielo y yo oigo su breve ruido. Hay el
silencio de la siesta. En las calles de la Marina, ante las grasientas
tiendas de los peluqueros, se le puede medir en el armonioso bordoneo
de las moscas tras las cortinas de huecos juncos. En otros lugares,
en los cafés moros de Kasbah, el silencioso es el cuerpo,
que no puede arrancarse de aquellos lugares, dejar el vaso de té
y retornar al tiempo con los ruidos de su sangre. Pero hay, sobre
todo, el silencio de las tardes estivales.
¿Es menester que esos cortos instantes en que el día
se mece en la noche estén poblados de signos y secretas llamadas
para que en mí les esté Argel tan ligado? Cuando permanezco
algún tiempo ausente de este país, imagino sus crepúsculos
como promesas de felicidad. Sobre los alcores que dominan la ciudad,
hay caminos por entre los lentiscos y los olivos. Hacia ellos se
vuelve entonces mi corazón. Veo subir gavillas de pájaros
negros sobre el verde horizonte. En el cielo, vaciado repentinamente
de su sol, algo se distiende. Todo un pequeño pueblo de nubes
rojas se adelgaza para reabsorberse en el aire. Casi inmediatamente
después, aparece la primera estrella que ya veíamos
formarse y endurecerse en el espesor del cielo. Y luego, de un solo
golpe, devoradora, la noche. Fugitivas tardes de Argel: ¿qué
tienen, pues, de inigualable para desatar en mí tantas cosas?
Sin dar tiempo al hastío, la dulzura que en los labios me
ponen desaparece ya en la noche. ¿Es el secreto de su persistencia?
La ternura de este país es turbadora y furtiva. Pero cuando
está ahí, el corazón al menos se abandona totalmente.
En la playa Padovani, el dancing está abierto todo el día.
Y en esa inmensa caja rectangular abierta sobre el mar a todo lo
largo, la juventud pobre del barrio baila hasta la noche. A menudo
esperaba yo allí un singular momento. Durante el día,
la sala está protegida por colgadizos de madera que se levantan
cuando el sol se pone. Entonces la sala se llena de una extraña
luz verde nacida de la doble concha del cielo y del mar. Cuando
se está sentado lejos de las ventanas, solamente se ve el
cielo y, en sombras chinescas, los rostros de los bailarines que
pasan sucesivamente. A veces tocan un vals, y, sobre el fondo verde,
los negros perfiles giran entonces obstinadamente, a la manera de
esas siluetas recortadas que se pegan al platillo de un fonógrafo.
La noche viene luego, y, con ella, las luces. Pero no sabré
decir lo que encuentro de exaltante y secreto en ese sutil instante.
Recuerdo, al menos, a una magnífica muchacha que había
bailado toda la noche. Llevaba un collar de jazmín sobre
su ceñido traje azul, mojado por el sudor desde los riñones
hasta las piernas. Reía al bailar y echaba atrás la
cabeza. Cuando pasaba cerca de las mesas, dejaba tras de sí
un mezclado olor de flores y carne. Cuando vino la noche, ya no
vi su cuerpo pegado al de su pareja, pero sobre el cielo giraban
las manchas alternas del jazmín blanco y de los negros cabellos,
y cuando echaba hacia atrás su henchida garganta, oía
su risa y veía el perfil de su danzarín inclinarse
súbitamente. A tardes semejantes debo la idea que tengo de
la inocencia. Y aprendo a no separar ya a estos seres cargados de
violencia del cielo en que giran sus deseos.
En
los cines de barrio de Argel se venden algunas veces pastillas de
menta que llevan, grabado en rojo, cuanto se necesita en el nacimiento
del amor: 1) preguntas: ¿Cuándo te casarás
conmigo?; ¿me quieres? 2) respuestas: Con
locura, en la primavera. Después de preparar
el terreno, se las pasa a la vecina que responde de la misma manera
o se limita a hacerse la tonta. En Belcourt se han visto matrimonios
concertados de este modo y vidas enteras comprometidas con un intercambio
de bombones. Y esto pinta bien al pueblo infantil de este país.
Acaso el signo de la juventud sea una vocación magnífica
para las dichas fáciles. Pero, sobre todo, es una precipitación
en vivir que linda con el despilfarro. En Belcourt, como en Bab-el-Qued,
la gente se casa joven. Se comienza a trabajar pronto y en diez
años se agota la experiencia de una vida de hombre. Un obrero
de treinta años ha jugado ya todas sus cartas. Espera el
fin entre su mujer y sus hijos. Sus dichas han sido cortas e inmisericordes.
Lo mismo que su vida. Y se comprende entonces que haya nacido de
este país en el que todo se da para ser quitado. En esta
abundancia y profusión, la vida adopta la curva de las grandes
pasiones, repentinas, exigentes, generosas. No se trata de construirla,
sino de quemarla. Ni de reflexionar y mejorarse. La noción
de infierno, por ejemplo, no pasa de ser aquí una amable
broma. Sólo a los muy virtuosos se les permiten tales imaginaciones.
Y creo que la virtud es una palabra sin significación en
toda Argelia. No es que estos hombres carezcan de principios. Se
tiene una moral, y muy particular. A la madre no se le falta.
Se hace respetar a la esposa en las calles. Se guardan consideraciones
a la mujer encinta. No se ataca en pareja a un adversario, pues
sería feo. Quien no observa estos mandamientos
elementales, no es un hombre, y la cuestión queda
arreglada. Esto me parece justo y fuerte. Todavía somos muchos
los que observamos este código de la calle, que es el único
desinteresado que yo conozca. Pero, al mismo tiempo, se ignora la
moral del tendero. Siempre vi en torno a mí compadecerse
los rostros cuando pasaba un hombre entre policías. Y antes
de saber si se trataba de un ratero, de un parricida o simplemente
de un inconforme, las gentes suspiraban: ¡Pobre!
O, con un dejo de admiración, exclamaban: ¡Ése
es un pirata!
Hay pueblos nacidos para el orgullo y la vida. Son los mismos que
nutren la más singular vocación para el tedio. Y son
también los pueblos para quienes resulta más repugnante
el sentimiento de la muerte. Puesto a un lado el goce de los sentidos,
las diversiones de este pueblo son ineptas. Un club de fanáticos
del bolo y los banquetes de las amigables, el cine de
tres francos y las festividades comunales, bastan desde hace tiempo
a la recreación de los mayores de treinta años. ¿Cómo
podría, pues, este pueblo sin espíritu revestir de
mitos el profundo horror de su vida? Todo lo que toca a la muerte
es aquí ridículo u odioso. Este pueblo sin religión
y sin ídolos, muere a solas después de vivir en masa.
No conozco lugar más horrendo que el cementerio del bulevar
Bru, frente a uno de los más bellos paisajes del mundo. Un
amontonamiento de mal gusto entre los cercos negros, deja escapar
una horrible tristeza de esos lugares en que la muerte descubre
su rostro verdadero. Todo pasa dicen los exvotos en
forma de corazón menos el recuerdo. Y todos insisten
en esta eternidad irrisoria que nos suministra a bajo precio el
corazón de quienes nos amaron. Son las mismas frases al servicio
de todas las desesperanzas. Se dirigen al muerto y le hablan en
segunda persona: Nuestro recuerdo no te abandonará,
simulación siniestra que presta un cuerpo y unos deseos a
lo que, en el mejor de los casos, no es más que un negro
líquido. En otro sitio, en medio de una embrutecedora profusión
de flores y pájaros de mármol, este voto temerario:
Jamás faltarán flores en tu tumba. Pero
no tardamos en tranquilizarnos; la inscripción rodea un ramo
de estuco dorado harto económico para el tiempo de los vivos
como esas inmortales que deben su pomposo nombre a los que
todavía toman su tranvía en marcha. Como es
preciso ir con el siglo, a veces se reemplaza la clásica
lechuza por un estupefaciente avión de perlas, piloteado
por un ángel bobo al que, con todo desprecio por la lógica,
se ha provisto de un magnífico par de alas.
¿Cómo hacer comprender, no obstante, que estas imágenes
de la muerte jamás se separan de la vida? Los valores están
aquí estrechamente ligados. La broma favorita de los enterradores
argelinos que regresan con sus coches funerarios vacíos,
es gritar a las lindas chicas que encuentran en su camino: ¿Quieres
subir? Nada impide ver un símbolo en ello, aunque sea
impertinente. También puede parecer blasfemo responder al
anuncio de una defunción, guiñando el ojo izquierdo:
El pobre no cantará más, o, como aquella
oranesa que jamás quiso a su marido: Dios me lo dio,
Dios me lo quitó. Pero, en fin de cuentas, no veo lo
que pueda tener la muerte de sagrado y siento, por el contrario,
la distancia que aquí separa al miedo del respeto. Todo respira
el horror a morir en un país que invita a la vida. Y, sin
embargo, los mozos de Belcourt hacen sus citas bajo los propios
muros del cementerio y es allí donde las muchachas se ofrecen
a los besos y a las caricias.
Comprendo muy bien que no todos pueden aceptar a un pueblo semejante.
Aquí, la inteligencia no tiene sitio, como lo tiene en Italia.
Esta raza es indiferente al espíritu. Tiene el culto y la
admiración del cuerpo. De él extrae su fuerza, su
ingenuo cinismo, y una vanidad pueril que le acarrea el ser juzgado
con severidad. Comúnmente se le reprocha su mentalidad;
es decir, una manera de ver y de vivir. Y es verdad que cierta intensidad
de vida no es posible sin injusticia. He aquí un pueblo que,
careciendo de pasado, de tradición, no carece sin embargo
de poesía; pero de una poesía cuya calidad conozco
bien: dura, carnal, ajena a la ternura; la misma de su cielo, la
única que me conmueve y me retrata. Tengo la insensata esperanza
de que, acaso, sin saberlo, estos bárbaros que se pavonean
en las playas, estén en trance de modelar el rostro de una
cultura en que la grandeza del hombre encuentre por fin su efigie
verdadera. Este pueblo totalmente entregado al presente, vive sin
mitos, sin consuelo. Ha puesto todos sus bienes en la tierra y ha
quedado indefenso contra la muerte. Los dones de la belleza física
le han sido prodigados. Y con ellos, la singular avidez que acompaña
siempre a esa riqueza sin porvenir. Todo lo que aquí se hace
revela repugnancia por la estabilidad e indiferencia por el futuro.
Se apresuran a vivir y si aquí debiera nacer un arte, obedecería
a ese odio de la duración que movió a los dorios a
tallar en madera su primera columna. Y, no obstante, sí,
puede encontrarse una medida al mismo tiempo que un rebasamiento
en el rostro violento y encarnizado de este pueblo, en su cielo
de estío, vacío de ternura y ante el cual pueden decirse
todas las verdades y sobre el cual ninguna engañosa divinidad
trazó los signos de la esperanza o de la redención.
Entre ese cielo y esos rostros vueltos hacia él, nada de
donde guindar una mitología, una literatura, una ética
o una religión; sino piedras, la carne, estrellas y esas
verdades que la mano puede tocar.
Sentir sus vínculos con una tierra, su amor por algunos hombres,
saber que hay siempre un lugar en que el corazón encontrará
su acorde, he aquí ya muchas certidumbres para una sola vida
de hombre. Sin duda, no puede bastar esto. Pero en ciertos instantes
todo aspira a esa patria del alma. Sí, tenemos que
regresar allá. ¿Por qué extrañarnos
de encontrar sobre la tierra esa unión que deseaba Plotino?
La Unidad se expresa aquí en términos de sol y de
mar. Es sensible al corazón por cierto gusto de carne que
hace su amargura y su grandeza. Aprendo que no hay felicidad sobrehumana,
ni eternidad fuera de la curva de los días. Estos bienes
irrisorios y esenciales, estas verdades relativas, son los únicos
que me conmueven. No tengo bastante alma para comprender los otros,
los ideales. No es que hayamos de hacer la bestia, pero
no le encuentro sentido a la felicidad de los ángeles. Sólo
sé que el cielo permanecerá después de mí.
¿Y a qué llamar eternidad, sino a lo que continuará
tras de mi muerte? No expreso una complacencia de la criatura en
su condición. Es algo muy distinto. No siempre es fácil
ser un hombre, mucho menos un hombre puro. Pero ser puro es encontrar
de nuevo esa patria del alma en que se hace sensible el parentesco
del mundo, en que los latidos de la sangre se unen a las pulsaciones
violentas del sol de las dos de la tarde. Es bien sabido que la
patria se reconoce siempre en el momento de perderla. Para quienes
están demasiado atormentados consigo mismos, el país
natal es el que los niega. No quisiera ser brutal ni parecer exagerado.
Pero, en fin, lo que me niega en esta vida, es lo que primero me
mata. Todo lo que exalta la vida, acrecienta al mismo tiempo su
absurdidad. En el verano argelino, aprendo que sólo una cosa
es más trágica que el sufrimiento: la vida de un hombre
feliz. Pero puede ser también el camino hacia una vida más
grande, ya que lleva a no hacer trampas.
Muchos, en efecto, afectan el amor de vivir para eludir el amor
mismo. Se ensaya gozar y hacer experiencias. Pero es
una opinión del espíritu. Se necesita una rara vocación
para ser un gozador. La vida de un hombre se cumple sin la ayuda
de su espíritu, con sus retrocesos y sus avances, con su
soledad y sus preferencias simultáneas. Viendo a estos hombres
de Belcourt que trabajan, defienden a sus mujeres y a sus hijos
y, a menudo, sin un reproche, creo que puede sentirse una oculta
vergüenza. Sin duda, no me hago ilusiones. No hay mucho amor
en las vidas de que hablo. Debería decir que ya no hay mucho.
Pero, al menos, no han eludido nada. Hay palabras que jamás
he entendido bien, como la de pecado. No obstante, creo saber que
estos hombres no han pecado contra la vida. Pues si hay un pecado
contra la vida, acaso no sea tanto desesperar de ella como esperar
otra distinta y esquivarse a la implacable grandeza de ésta.
Estos hombres no han hecho trampas. Dioses estivales, lo fueron
a los veinte años por su ardor de vivir y lo son todavía,
privados de toda esperanza. He visto morir a dos de ellos. Estaban
llenos de horror, pero silenciosos. Más vale así.
De la caja de Pandora en que bullían los males de la humanidad,
los griegos hicieron salir en último término a la
esperanza, como el más terrible de todos. No conozco símbolo
más conmovedor. Pues la esperanza, contra lo que se cree,
equivale a la resignación. Y vivir no es resignarse.
He aquí, al menos, la áspera lección de los
veranos argelinos. Pero ya la estación vacila y el estío
baja. Las primeras lluvias de septiembre, tras de tantas violencias
y rigideces, son como las primeras lágrimas de la tierra
liberada, como si por unos días la ternura se mezclase a
estas comarcas. Por la misma época, los algarrobos ponen
un olor de amor sobre toda Argelia. De noche, o después de
la lluvia, la tierra entera, mojado el vientre por un semen con
perfume de almendra amarga, reposa de haberse dado todo el verano
al sol. Y he aquí que de nuevo este olor consagra las bodas
del hombre con la tierra, y hace surgir en nosotros el único
amor verdaderamente viril de este mundo: perecedero y generoso.
Nota
A título de ilustración, este relato de alboroto oído
en Bab-el-Qued y reproducido palabra por palabra. (El narrador no
habla siempre como el Cagayous de Musette. Lo que no debe sorprender.
El lenguaje de Cagayous es, a menudo, un lenguaje literario; quiero
decir, una reconstrucción. Las gentes del milieu
no siempre hablan en argot. Emplean palabras de argot, que es diferente.
El argelino usa un vocabulario típico y una sintaxis especial.
Pero es su traducción a otro idioma lo que da sabor a sus
creaciones.)
Entonces Cocó avanza y dice: Espera un poco, espera.
El otro dice: ¿Qué hay? Entonces Cocó
le dice: Voy a darte golpes. ¿A mí
me vas a dar tú golpes? Entonces se pone la mano atrás,
pero era finta. Entonces Cocó le dice: No eches la
mano atrás, porque después te birlo el 6-35 y comerás
golpes de yapa
El otro no ha puesto la mano. Y Cocó nada más que
uno le ha dado no dos, uno. El otro andaba por tierra.
¡Ua! ¡Ua!, hacía. Entonces la gente
vino. El alboroto comenzó. Hay uno que se le adelantó
a Cocó, dos, tres. Yo dije: Dí, ¿vas
a tocar a mi hermano? ¿Qué, tu hermano?
Si no es mi hermano, es como mi hermano. Entonces di
un redoble. Cocó cacheteaba, yo cacheteaba, Luciano cacheteaba.
Yo tenía a uno en un rincón y con la cabeza: Bum,
bum. Entonces llegaron los agentes. Nos pusieron cadenas,
¿oyes? La vergüenza en la cara tenía, de atravesar
todo Bab-el-Qued. Delante del Gentlemans Bar había
compinches y las pequeñas, ¿oyes? La vergüenza
en la cara. Pero después, el padre de Luciano nos dijo: Tenéis
razón.
Traducción
de Alberto Luis Bixio
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