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A
Jean Grenier
Vivir,
claro está, es un poco lo contrario de expresar. Si he de
creer a los grandes maestros toscanos, es testimoniar tres veces:
en el silencio, la llama y la inmovilidad.
Se necesita mucho tiempo para reconocer que a los personajes de
sus cuadros se los encuentra uno todos los días en las calles
de Florencia o de Pisa. Pero, del mismo modo, tampoco sabemos ver
los auténticos rostros de quienes nos rodean. No miramos
ya a nuestros contemporáneos, ávidos solamente de
lo que en ellos sirve a nuestra orientación y norma nuestra
conducta. Preferimos al rostro su poesía más vulgar.
Pero Giotto o Piero della Francesca saben muy bien que la sensibilidad
de un hombre no es nada. Y corazón, a decir verdad, tiene
todo el mundo. Pero los grandes sentimientos simples y eternos en
torno a los cuales gravita el amor de vivir: odio, amor, lágrimas
y alegrías, crecen en la profundidad del hombre y modelan
el rostro de su destino como en el entierro del Giottino,
el dolor en los dientes trabados de María. En las inmensas
maestà de las iglesias toscanas, veo muy claro una muchedumbre
de ángeles con rostros calcados indefinidamente, pero en
cada una de esas faces mudas y apasionadas, reconozco una soledad.
Se trata, en realidad, de lo pintoresco y lo episódico, de
matices o de estar conmovido. Se trata, en verdad, de poesía.
Lo que cuenta es la verdad. Y llamo verdad a todo lo que continúa.
Hay una sutil enseñanza en pensar que, a este respecto, sólo
los pintores pueden apaciguar nuestra hambre. Es que tienen el privilegio
de hacerse los novelistas del cuerpo. Es que trabajan en esa materia
magnífica y fútil que es el presente. Y el presente
se representa siempre en un gesto. No pintan una sonrisa o un fugitivo
pudor, nostalgia o espera, sino un rostro en su relieve de huesos
y su calor de sangre. De esos rostros inmovilizados en líneas
eternas desterraron para siempre la maldición del espíritu,
a costa de la esperanza. Pues el cuerpo ignora la esperanza. Sólo
conoce los latidos de su sangre. La eternidad que le es propia está
hecha de indiferencia. Como esa Flagelación de Piero della
Francesca, en la que, en un patio recién lavado, el Cristo
martirizado y el verdugo de gruesos miembros dejan entrever en sus
actitudes el mismo desprendimiento. Es que este suplicio tampoco
tiene una continuación. Su lección se detiene en el
marco de la tela. ¿Qué razón tendría
para conmoverse quien no espera un mañana? Esta impasibilidad
y grandeza del hombre sin esperanza, este eternal presente, es precisamente
lo que avisados teólogos han llamado infierno. Y el infierno,
como nadie lo ignora, es también la carne que sufre. En esta
carne, y no en su destino, se detienen los toscanos. No hay pinturas
proféticas. Y no es en el museo donde deben buscarse razones
para esperar.
La inmortalidad del alma, es verdad, preocupa a muchos buenos espíritus.
Pero es porque rechazan, antes de haber agotado su savia, la única
verdad que les sea dada y que es el cuerpo. Pues el cuerpo no les
plantea problemas o, al menos, conocen la única solución
que propone: es una verdad que debe podrirse y que reviste por ello
mismo una amargura y una nobleza que ellos no se atreven a mirar
de frente. Los buenos espíritus prefieren la poesía,
pues ésta es cosa del alma. Bien se entiende que juego con
las palabras. Pero se comprenderá también que por
verdad solamente quiero consagrar una poesía más alta:
la llama negra que de Cimabue a Francesca elevaran los pintores
italianos entre las montañas toscanas como la lúcida
protesta del hombre arrojado a una tierra cuyo esplendor y luz le
hablan sin tregua de un Dios que no existe.
A fuerza de indiferencia e insensibilidad, sucede que un rostro
alcance la grandeza minera de un paisaje. Como ciertos campesinos
españoles llegan a parecerse a los olivos de sus tierras,
así los rostros de Giotto, despojados de las sombras irrisorias
en que el alma se manifiesta, acaban por alcanzar a la misma Toscana
en la única lección en que sea pródiga: un
ejercicio de la pasión en detrimento de la emoción,
una mezcla de ascesis y de goces, una resonancia común a
la tierra y al hombre, mediante la cual el hombre como la
tierra se define a medio camino entre la miseria y el amor.
No hay muchas verdades de las que el corazón esté
seguro. Y yo sabía la evidencia de ésta cierta tarde
en que la sombra comenzaba a ahogar los viñedos y olivares
de la campiña florentina en una gran tristeza muda. Pero
en este país, la tristeza es siempre un comentario a la belleza.
Y en el tren que huía a través de la noche, algo sentía
desatarse en mí. ¿Puedo dudar ahora de que, con el
rostro de la tristeza, aquello se llamaba, no obstante, felicidad?
Sí, la lección ilustrada por sus hombres, la prodiga
también Italia con sus paisajes. Pero es fácil perder
la felicidad, por ser siempre inmerecida. Lo mismo pasa con Italia.
Y su gracia, con ser repentina, no siempre es inmediata. Mejor que
país alguno, invita a profundizar una experiencia que, sin
embargo, parece entregar toda entera a la primera vez. Es que primero
es pródiga de poesía para mejor esconder su verdad.
Sus primeros sortilegios son ritos de olvido: los laureles rosa
de Mónaco, Génova plena de flores y olores de pescado
y las noches azules sobre las costas ligures. Luego, Pisa por fin
y con ella una Italia que perdió el encanto un poco canallesco
de la Riviera. Pero es todavía fácil y, ¿por
qué no prestarse por algún tiempo a su gracia sensual?
Para mí, a quien nada fuerza cuando estoy aquí y
privado de las alegrías del viajero acosado, ya que un billete
de precio reducido me obliga a permanecer cierto tiempo en la ciudad
de mi elección, mi paciencia en amar y
comprender me parece ilimitada esta primera noche en que, fatigado
y hambriento, entro en Pisa, acogido en la avenida de la estación
por dieciocho altoparlantes atronadores que vierten una oleada de
romance sobre una muchedumbre en la que casi todo el mundo es joven.
Yo sé ya lo que espero. Tras de este asalto de vida, el singular
momento en que cerrados los cafés y repentinamente
re-creado el silencio iré por calles cortas y oscuras
hacia el centro de la ciudad. El Arno negro y dorado, los monumentos
amarillos y verdes, la ciudad desierta, ¿cómo describir
ese subterfugio tan repentino y tan hábil mediante el cual,
a las diez de la noche, se convierte Pisa en una extraña
decoración de silencio, agua y piedras? ¡Fue
en una noche semejante, Jéssica! He aquí que
sobre este escenario único, se presentan los dioses con la
voz de los amantes de Shakespeare... Es preciso saber prestarse
al sueño cuando el sueño se nos presta. En el fondo
de esta noche italiana siento ya los primeros acordes del más
íntimo canto que se viene a buscar aquí. Mañana,
solamente mañana, el campo se redondeará en la mañana.
Pero esta noche estoy entre los dioses, y ante Jéssica que
se fuga con los arrebatados pasos del amor, mezclo mi
voz a la de Lorenzo. Pero Jéssica es sólo un pretexto,
y este amoroso impulso la rebasa. Sí, creo que Lorenzo no
la ama tanto como le agradece el permitirle amar. Pero, ¿por
qué pensar esta noche en los Amantes de Venecia y olvidar
a Verona? Es que nada invita aquí a mimar amantes desventurados.
Nada más vano que morir por un amor. Vivir sería preciso.
Lorenzo vivo vale más que Romeo en tierra, a pesar de su
rosal. ¿Cómo no danzar entonces en estas fiestas del
amor vivo, dormir la siesta sobre las cortas hierbas de la Piazza
del Duomo, en medio de monumentos que siempre habrá tiempo
de visitar, beber en las fuentes de la ciudad cuya agua es un poco
tibia, pero tan fluida, ver de nuevo ese rostro de mujer que reía,
de larga nariz y boca altiva? Sólo hay que comprender que
esta iniciación prepara para más altas iluminaciones.
Son los resplandecientes cortejos que llevan a los mystes dionisíacos
a Eleusis. El hombre prepara sus lecciones en la alegría
y, llegado a su más alto grado de embriaguez, la carne se
hace consciente y consagra su comunión con un misterio sacro
cuyo símbolo es la sangre negra. He aquí que el olvido
de sí mismo, bebido en el ardor de esta primera Italia, nos
prepara para esta primera lección que nos desvincula de la
esperanza y nos desprende de nuestra historia. Doble verdad del
cuerpo y del instante, ¿cómo no aferrarse al espectáculo
de la belleza del mismo modo que nos asimos a la única dicha
esperada: aquella que debe encantarnos en el momento de su perecimiento?
El materialismo más repugnante no es el que se cree, sino
el que quiere darnos ideas muertas por realidades vivas y atraer
hacia mitos estériles la atención obstinada y lúcida
que ponemos en lo que en nosotros debe perecer para siempre. Recuerdo
que en Florencia, en el claustro de los muertos de la Santissima
Annunziata, me transportó algo que pude tomar por angustia
y que sólo era cólera. Llovía. Leía
yo las inscripciones en las losas funerarias y en los exvotos. Éste
había sido padre afectuoso y marido fiel; aquel otro, a la
par que el mejor de los esposos, avisado comerciante. Una muchacha,
modelo de todas las virtudes, hablaba el francés si
come il nativo. Otra, era la esperanza de todos los suyos,
ma la gioia e pellegrina sulla terra. Pero nada de esto
me conmovía. Casi todos, según las inscripciones,
se habían resignado a morir. No cabía duda de ello,
pues habían aceptado sus otras obligaciones. Aquel día,
los niños habían invadido el claustro y jugaban al
salto de carnero sobre las losas que pretendían perpetuar
las virtudes. Caía la noche. Yo me había sentado en
el suelo, contra una columna. Al pasar, me había sonreído
un sacerdote. El órgano tocaba sordamente y el cálido
color de su dibujo reaparecía a veces tras de los gritos
infantiles. Solo contra la columna, era yo como alguien a quien
estrangulan mientras grita su fe como una palabra postrera. Todo
en mí protestaba contra semejante resignación. Se
debe, decían las inscripciones. ¡Pero no!, y
mi rebelión estaba en lo justo. Necesitaba seguro, paso a
paso, esa alegría que andaba indiferente y absorta como un
peregrino sobre la tierra. A todo lo demás, decía
no. Lo decía con todas mis fuerzas. Las lápidas me
enseñaban que era inútil y que la vida es con
sol levante con sol cadente. Pero todavía hoy, no veo
lo que la inutilidad hurta a mi rebelión y sé muy
bien lo que le agrega. Por lo demás, no era esto lo que quería
decir. Desearía decir un poco mejor una verdad que entonces
experimentaba en el seno mismo de mi rebelión y de la que
ésta era apenas una prolongación, una verdad que iba
de las pequeñas rosas tardías del claustro de Santa
María Novella a las mujeres de aquella mañana dominical
de Florencia, libres los senos bajo los ligeros vestidos y los labios
húmedos. Aquel domingo, en el pórtico de cada iglesia
se levantaban tenderetes de flores, gordas y brillantes, perladas
de agua. En todo encontraba entonces una especie de ingenuidad
al mismo tiempo que una recompensa. En esas flores, como en esas
mujeres, había una generosa opulencia y yo no veía
que desear las unas difiriese mucho de codiciar las otras. El mismo
corazón puro bastaba a ello. Y no a menudo se siente el hombre
puro de corazón. Pero, el menos, su deber en ese momento
es llamar verdad a lo que tan singularmente lo ha purificado, aunque
esta verdad pueda parecer a otros una blasfemia, como es el caso
de lo que pensaba yo aquel día: había pasado la mañana
en un convento de franciscanos, en Fiésole, lleno de olor
de los laureles. Había permanecido largos instantes en un
patiecillo henchido de flores rojas, de sol, de negras y amarillas
abejas. En un rincón había una regadera verde. Antes
de ir allí, había visitado las celdas de los monjes
y visto sus mesillas adornadas con una calavera. Ahora este jardín
testimoniaba sus inspiraciones. Había regresado hacia Florencia
a lo largo de la colina que descendía en dirección
a la ciudad que se ofrecía con todos sus cipreses. Ese esplendor
del mundo, esas mujeres y esas flores, me parecían ser la
justificación de esos hombres. No estaba seguro de que no
fuese también la de todos los hombres que saben que un grado
extremo de pobreza lleva siempre de nuevo al lujo y la riqueza del
mundo. Sentía una común resonancia en la vida de esos
franciscanos, encerrados entre columnas y flores, y la de los mozos
de la playa Padovani de Argel, que pasan todo el año al sol.
Si se despojan, es para una vida más grande, y no para otra
vida. Es éste, al menos, el único sentido válido
de la palabra desnudez. Estar desnudo guarda siempre
un sentido de libertad física y a ese acuerdo entre la mano
y las flores ese amoroso entendimiento de la tierra y el hombre
liberado de lo humano, ¡ah!, a ese acuerdo me convertiría,
si no fuese ya mi religión. No, esto no puede ser una blasfemia
y, tampoco lo es si digo que la sonrisa interior de los San Francisco
de Giotto justifican a quienes tienen el gusto de la felicidad.
Pues los mitos son a la religión lo que la poesía
a la verdad: ridículas máscaras puestas a la pasión
de vivir.
¿Iré más lejos? Los mismos hombres que en Fiésole
viven ante las flores rojas, tienen en su celda un cráneo
que alimenta sus meditaciones. Florencia en sus ventanas y la muerte
sobre su mesa. Una cierta continuidad en la desesperación
puede engendrar la alegría. Y a cierta temperatura de vida,
el alma y la sangre mezcladas viven a sus anchas en la contradicción,
tan indiferentes al deber como a la fe. Ya no me asombro de que
una mano alegre resumiera con estas palabras, escritas sobre un
muro de Pisa, su singular noción del honor: Alberto
fa lamore con la mia sorella. Ya no me asombro de que
Italia sea la tierra de los incestos o, al menos, de los incestos
confesados, lo que es todavía más significativo. Pues
el camino que lleva de la belleza a la inmoralidad es tortuoso pero
seguro. Sumergida en la belleza, la inteligencia hace su comida
de nada. Ante estos paisajes cuya grandeza aprieta la garganta,
cada uno de sus pensamientos es una tachadura sobre el hombre. Y
pronto, negado, cubierto, recubierto y oscurecido por tantas convicciones
abrumadoras, no es ya nada ante el mundo más que una mancha
informe que sólo conoce la verdad pasiva, o su color o su
sol. Paisajes tan puros resecan el alma y su belleza es insoportable.
En estos evangelios de piedra, cielo y agua, está dicho que
nada resucita. De ahora en más, desde el fondo de este desierto
magnífico al corazón, la tentación comienza
para el hombre de estos países. ¿De qué sorprenderse
si espíritus criados ante el espectáculo de la nobleza,
en el aire rarificado de la belleza, no acaban de persuadirse de
que la grandeza pueda unirse a la bondad? Una inteligencia sin dios
que la concluya busca un dios en lo que la niega. Al llegar al Vaticano,
Borgia exclama: Ahora que Dios nos ha dado el papado debemos
apresurarnos a gozarlo. Y hace lo que dice. Apresurarse está
bien dicho. Y se siente ya ahí la desesperación de
los seres colmados.
Acaso me engañe. Pues en suma, fui feliz en Florencia y tantos
otros lo fueron antes que yo. Pero, ¿qué es la felicidad,
sino el simple acuerdo entre un ser y la existencia que lleva? ¿Y
qué acuerdo más legítimo puede unir el hombre
a la vida, sino la doble conciencia de su deseo de durar y de su
destino mortal? Al menos así se aprende a no contar con nada
y a considerar el presente como la única cosa que nos sea
dada por añadidura. Bien sé que se me
dice: Italia, el Mediterráneo, tierras ¡dónde,
pues, y que me muestren la vía! Dejadme abrir los ojos para
buscar mi medida y mi contentamiento. O, mejor aún, sí,
veo: Fiésole, Djémila y los puertos al sol. ¿La
medida del hombre? El silencio y las piedras muertas. Todo el resto
pertenece a la historia.
Y, sin embargo, no es aquí donde deberíamos detenernos.
Pues no se ha dicho que la felicidad sea forzosamente inseparable
del optimismo. Está ligada al amor, lo que no es lo mismo.
Y conozco horas y lugares en que la felicidad puede parecer tan
amarga que es preferible su sola promesa. Pero es que en esas horas
y lugares no tenía bastante corazón para amar; es
decir, para no renunciar. Lo que aquí debe decirse es esa
entrada del hombre en las fiestas de la tierra y de la belleza.
Pues en ese minuto, como el neófito sus últimos velos,
abandona ante su dios la calderilla de su personalidad. Sí,
hay una más alta dicha en que la felicidad parece fútil.
En Florencia trepaba yo hasta la cima del jardín Bóboli,
una terraza desde la cual se descubría el monte Oliveto y
las colinas de la ciudad hasta el horizonte. Sobre cada una de ellas,
los olivares eran pálidos como breves humos y en la ligera
neblina que formaban, se destacaban los surtidores más duros
de los cipreses, verdes los más cercanos y negros los de
lontananza. En el cielo de un azul profundo, grandes nubes ponían
su mancha. Con el fin de la tarde, caía una luz argentada
bajo la cual todo se tornaba silencioso. La cima de los alcores
aparecía primero entre las nubes. Pero se había levantado
una brisa cuyo soplo sentía en mi rostro. Con ella, tras
de las colinas, las nubes se separaron como un telón que
se corre. Al mismo tiempo, los cipreses de la cúspide parecieron
de un solo impulso en el azul repentinamente descubierto. Con ellos,
toda la colina y el paisaje de olivares y de piedra subieron lentamente.
Otras nubes vinieron. Y la colina volvió a bajar con sus
cipreses y sus casas. Luego, de nuevo y en lontananza sobre
otros alcores cada vez más borrosos, la misma brisa
que abría aquí los gruesos pliegues de las nubes,
las cerraba allá. En esta gran respiración del mundo,
el mismo soplo se exhalaba a unos segundos de distancia y repetía,
de tiempo en tiempo, el tema en piedra y aire de una fuga a la escalera
del mundo. Cada vez el tema disminuía en un tono, siguiéndolo
un poco más lejos, me calmaba un poco más. Y llegado
al término de esa perspectiva sensible al corazón
abrazaba de una ojeada la evasión de colinas respirando al
unísono y con ella algo como el canto de la tierra entera.
Yo sabía que millones de ojos habían contemplado este
paisaje, que para mí era como la primera sonrisa del cielo.
Me sacaba fuera de mí, en el sentido profundo del término.
Me aseguraba que sin mi amor y ese hermoso grito de piedra, todo
era inútil. El mundo es bello y fuera de él no hay
salvación. La gran verdad que pacientemente me enseñaba,
es que el espíritu nada es, ni nada siquiera el corazón.
Y que la piedra calentada por el sol, o el ciprés que el
descubierto cielo engrandece, limitan el único universo en
que tener razón cobra un sentido: la naturaleza
sin hombres. Y este mundo me anula. Me lleva hasta el extremo. Me
niega sin cólera. En la noche que caía sobre la campiña
florentina, me encaminaba hacia una sabiduría en la que ya
todo estaba conquistado, si no me hubiesen venido las lágrimas
a los ojos y el largo sollozo de poesía que me henchía
no me hubiese hecho olvidar la verdad del mundo.
En este balanceo debiera detenerme: singular instante en que la
espiritualidad repudia a la moral, en que la felicidad nace de la
ausencia de esperanza, en que el espíritu encuentra su razón
en el cuerpo. Si es cierto que toda verdad lleva consigo su amargura,
lo es también que toda negación contiene una floración
de sí. Y este canto de amor sin esperanza que
nace de la contemplación, puede figurar también la
más eficaz de las reglas de acción. Al salir del sepulcro,
el Cristo resurrecto de Piero della Francesca no tiene mirada de
hombre. En su rostro no se pinta nada dichoso, sino solamente una
grandeza huraña y sin alma que no puedo dejar de tomar por
una resolución de vivir. Pues el sabio, como el idiota, expresa
poco. Este retorno me encanta.
Pero, ¿le debo esta lección a Italia o la extraje
de mi corazón? Sin duda fue allí donde se me apareció.
Pero es que Italia, como otros lugares privilegiados, me ofrece
el espectáculo de una belleza en la que, sin embargo, mueren
los hombres. También aquí la verdad debe podrirse.
¿Y qué cosa más exaltante? Aunque la desee,
¿qué tengo yo que hacer con una verdad que no haya
de podrirse? No está hecha a mi medida. Y amarla sería
una falsa apariencia. Rara vez se comprende que jamás es
por desesperación que un hombre abandona lo que constituía
su vida. Las calaveradas y las desesperaciones conducen hacia otras
vidas y sólo indican un tembloroso apego a las lecciones
de la tierra. Pero puede suceder que en cierto grado de lucidez,
un hombre sienta su corazón cerrado y, sin rebelión
ni reivindicación, vuelva la espalda a lo que hasta entonces
tomara por su vida, quiero decir, su agitación. Si Rimbaud
termina en Abisinia sin haber escrito una línea siquiera,
no es por gusto de la aventura ni por renunciamiento de escritor.
Es porque así es y porque en determinado punto
de la conciencia se acaba de admitir que todos nosotros nos esforzamos
por no comprender, según nuestra vocación. Bien se
entiende que aquí se trata de emprender la geografía
de cierto desierto. Pero este singular desierto sólo es sensible
a quienes son capaces de vivir en él, sin engañar
jamás su sed. Es entonces y sólo entonces, cuando
se puebla con las aguas vivas de la felicidad.
Al alcance de mi mano, en el jardín Bóboli, pendían
enormes hicacos dorados cuya entreabierta carne dejaba escurrir
un espeso almíbar. De la leve colina a los jugosos frutos,
de la secreta fraternidad que concertaba el mundo al hambre que
me movía hacia la anaranjada carne pendiente sobre mi mano,
deduje el balanceo que lleva a ciertos hombres de la ascesis al
goce, y del despojo a la profusión en la voluptuosidad. Admiraba,
admiro este vínculo que une el hombre al mundo, ese doble
reflejo en el que mi corazón puede intervenir y dictar su
dicha hasta un límite preciso en que el mundo puede entonces
completarla o destruirla, ¡Florencia!, uno de los pocos lugares
de Europa en que comprendí que en el seno de mi rebeldía
dormía un consentimiento. En su cielo mezclado de lágrimas
y sol, aprendí a consentir a la tierra y a arder en la llama
sombría de sus fiestas. Experimentaba... ¿pero qué
palabra?, ¿qué desmesura?, ¿cómo consagrar
el acuerdo del amor y la rebeldía? ¡La tierra! En este
gran templo desertado por los dioses, todos mis ídolos tienen
los pies de barro.
Traducción
de Alberto Luis Bixio
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