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El
objetivo de este prólogo no es presentar a Faulkner ante
el público francés. Malraux lo hizo con brillantez
hace veinte años, y, gracias a él, Faulkner pudo conocer
entre nosotros una gloria que su país todavía no le
otorgaba. Tampoco se trata de ponderar el mérito de la traducción
de M.-E. Coindreau. Los lectores franceses saben que la literatura
estadounidense actual no tiene mejor ni más eficaz embajador
entre nosotros. Imaginemos a Faulkner descubierto como Dostoievski
por sus primeros adaptadores y tendremos una mejor idea del papel
jugado por Coindreau. Un escritor sabe lo que debe a sus traductores
cuando son de esta calidad. Dado que llevé a la escena Réquiem
por una monja, sólo quiero hacer unos cuantas señalamientos
a quienes se interesen en los problemas planteados por la adaptación
teatral. La publicación de los dos textos permite hoy en
día una comparación que quisiera facilitar.
Destacaré de entrada que la novela original, aunque haya
sido dividida en actos, comporta, a la vez que escenas dialogadas,
capítulos históricos y líricos sobre el origen
de los edificios en que se desarrolla la acción propiamente
dicha. Esos edificios son el Tribunal, el Capitolio, asiento del
gobierno estatal, y la Prisión. Cada uno de ellos configura
a la vez el pórtico de un acto y el lugar donde las escenas
transcurren. Los diálogos del primer acto se sitúan
en la sala de los jóvenes Stevens, pero se hicieron a la
salida del tribunal y tienen que ver con la sentencia de muerte
que ahí acaba de dictarse. La gran escena de la confesión
de Temple Stevens, que constituye lo esencial del segundo acto,
tiene lugar en el despacho del gobernador, en el Capitolio de Jackson.
Finalmente, el encuentro entre Temple y la negra condenada, en el
tercer acto, se lleva a cabo en la prisión. La intención
de Faulkner es evidente: quiso que el drama de Stevens se atara
y desatara en los templos por el hombre erigidos a una justicia
dolorosa en cuyo origen humano Faulkner no cree. Desde ese punto
de vista, el tribunal puede verse como un templo, el despacho del
gobernador como un confesionario, y la prisión como un convento
en el que la negra condenada a muerte se gana el perdón por
su crimen y el de Temple Stevens. Para darle vida a esos edificios
sagrados, Faulkner recurrió a evocaciones poéticas
que hacen que los acontecimientos que abrigan hundan sus raíces
en una espesura humana e histórica.
Cae de su peso que estos capítulos no podían utilizarse
en el teatro, salvo en unos cuantos detalles. Renuncié a
ellos, consciente de lo que perdía, pero resignado a confiar
al decorador y a la puesta en escena el cuidado de hacer sentir,
con discreción, el carácter religioso de los lugares
donde la pieza se desarrolla. Las puras escenas dialogadas podían
proporcionar, entonces, la materia para una acción dramática.
El lector de este libro advertirá de inmediato que no podían
retomarse tal cual; desde varios puntos de vista, siguen siendo
escenas de novela. Aquí es donde se percibe, a manera de
un ejemplo de primer orden, lo diferentes que pueden ser la vida
dramática y la vida novelesca. La expresión concisa,
la condensación, la alternancia de la tirandez y la explosión
son las leyes de la primera; el libre desarrollo y cierta ensoñación
son inseparables de la segunda. Había, pues, que redistribuir
esos diálogos en el seno de una continuidad propiamente dramática
que hiciera avanzar la acción sin dejar, en ningún
momento, de suspenderla; que señalara la evolución
de cada personaje y la llevara a su término; que esclareciera
los móviles sin arrojarles una luz demasiado cruda, y que,
en fin, congregara en la elevación final todos los temas
iniciados u orquestados durante la acción. En la práctica,
esto equivalía a dar cuerpo al prólogo del tribunal,
a distribuir de otra manera las escenas del primer acto, a desarrollar
el personaje de Gowan Stevens, a quien asigné una escena
completa en casa del gobernador y a quien hice reaparecer en la
última escena, y a llevar hasta el final la historia de las
cartas del chantaje. Además, por razones de eficacia dramática,
había que rehacer la escena del guardia de la prisión.
Levantada esta nueva estructura, quedaba por resolver el problema
más difícil: el del lenguaje. No obstante todas las
apariencias, el estilo de Faulkner lejos está de negarse
a la transcripción dramática. Luego de haber leído
su Réquiem
, yo mismo estaba seguro de que, a su manera,
Faulkner había resuelto, aun sin pensar en ello, un problema
muy difícil: el del lenguaje en la tragedia moderna. ¿Cómo
hacer hablar a personajes que visten chaqueta un lenguaje lo suficientemente
cotidiano como para hablarse en nuestros departamentos y lo suficientemente
insólito como para seguir estando a la altura de un destino
trágico? El estilo de Faulkner, con el aliento entrecortado,
las frases interrumpidas, retomadas y prolongadas repetidamente;
las incidencias, los paréntesis y las cascadas de oraciones
subordinadas, nos proporciona un equivalente moderno, y en absoluto
artificial, del parlamento trágico. Es un estilo que jadea,
con el jadeo mismo del sufrimiento. Una espiral, interminablemente
devanada, de palabras y frases, transporta a quien habla a los abismos
de los sufrimientos amortajados en el pasado; a Temple Stevens,
a los deliciosos infiernos del burdel de Memphis que quería
olvidar, y a Nancy Mannigoe, al dolor ciego, asombrado, ignorante,
que la volverá asesina y santa a la vez.
Había que conservar a cualquier costo estos efectos de estilo.
Pero si este lenguaje jadeante, aglutinado, insistente, puede aportar
algo nuevo al teatro sólo puedo hacerlo a través de
su uso limitado. Sin ese lenguaje, seguramente la pieza sería
menos trágica. Pero apostarlo todo a él llevaría
a la destrucción de cualquier pieza al imprimirle el aire
de monotonía que embargaría incluso al espectador
mejor dispuesto, y que nos haría correr el riesgo de enviar
la tragedia a los terrenos del melodrama que en todo momento bordea.
Estaba obligado, entonces, a utilizar ese estilo y a neutralizarlo
en el momento oportuno. No estoy seguro de haberlo logrado. En cualquier
caso, lo que decidí fue que durante todas las escenas donde
los personajes se negaran a soltarse, donde la acción se
suspendiera en una especie de misterio evidente, durante todas las
transiciones que sirvieran para llevar a un desarrollo, a exponer
nuevos hechos o a cambiar el ritmo de la escena, en una palabra,
en todo lo que el personaje no sufre directamente y, de esa manera,
no sufre el actor, sino simplemente se pone a prueba y se actúa
exteriormente, en todo ello decidí repito simplificar
el lenguaje de Faulkner y hacerlo tan directo como pudiera, sólo
agregando, en función de las necesidades de unidad y composición,
unas cuantas llamadas, unos cuantos toques de estilo jadeante.
En cambio, en todo lo concerniente al sufrimiento puro y llano,
irreprimible, sobre todo en las confesiones de Temple y en las rebeliones
de su marido, hice del estilo de Faulkner un pastiche en francés.
Una palabra más, que sin duda será del interés
de quien, después de haber visto la última escena,
en la que Nancy confiesa su fe, me ha preguntado si me convertí
(adviértase que si tradujera y llevara a la escena una tragedia
griega, nadie me preguntaría si creo en Zeus).1 En efecto,
modifiqué considerablemente la última escena. En este
libro se verá que está constituida sobre todo por
grandes discursos de Nancy Mannigoe y de Gavin Stevens sobre la
fe y sobre Cristo. Faulkner expone ahí su extraña
religión, que desarrolló ampliamente en Una fábula,
y que resulta menos extraña por su contenido que por los
símbolos que propone. Nancy decide amar su sufrimiento y
su propia muerte, como lo hicieron muchas grandes almas antes de
ella, pero, según Faulkner, esto lo convierte en una santa,
en la monja singular que repentinamente le confiere la dignidad
del claustro a los burdeles y las prisiones donde vive. Había
que conservar esta paradoja esencial. El resto, es decir los largos
discursos edificantes, son libertades concedidas al novelista, si
en verdad las tiene, pero vedadas al dramaturgo. Fue así
como corté y limité esos discursos, sirviéndome
de Temple, por lo contrario, para cuestionar la paradoja expuesta
por Nancy y para destacarla mejor. Me acuso, pues, de haber abreviado
el mensaje de Faulkner. Pero en este terreno sólo obedecí
a necesidades dramáticas, y creo haber respetado la esencia
del mensaje.
Traducción
de José Luis Rivas y Agustín del Moral
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