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A
principios del siglo xx, cuando doctor era un sustantivo exclusivamente
masculino, cuando ser mujer era casi un impedimento para ser cualquier
otra cosa que no fuera señora de la casa y cuando no había
en las ciudades más de un hospital a la vez, Ernestina Quijano
heredó de
su padre una vocación de servicio, el respeto y el interés
por una carrera de grandes sacrificios y grandes
recompensas: la medicina.
Aunque han pasado más de 80 años desde que su familia
dejó Yucatán para vivir en Xalapa, su memoria desborda
recuerdos: anécdotas, nombres, fechas, detalles... desde
los más sencillos hasta los más fundamentales los
describe como si apenas hubieran ocurrido, como si ayer hubiera
sido 1922. Salimos de Yucatán porque a mi padre lo
nombraron director del Hospital Militar de Xalapa. Antes era jefe
de los Servicios Sanitarios de Yucatán y Campeche. Por eso
toda mi familia se vino a esta ciudad.
Por decisión propia escogió la profesión médica
y en 1932 partió a la Ciudad de México para llevar
a cabo sus estudios profesionales, los que logró culminar
años más tarde gracias a su tenacidad y a los consejos
de su padre, el doctor Leonardo Quijano, uno de los fundadores de
la
Escuela de Enfermería de la uv.
Fue alumna de los más notables cirujanos del país,
médica, catedrática, integrante de una generación
brillante, fundamental para la medicina en nuestro país.
Basta decir que nombres como Fernando Ocaranza, Ignacio Chávez,
Gustavo Baz y Salvador Zubirán figuran en sus anécdotas
de estudiante.
¿Siempre
supo que se iba a dedicar a la medicina?
Pues no estaba muy decidida porque me llamaba la atención
el área de leyes; en esa época había grandes
jurisconsultos en México. De hecho hubo una joven, Pilar
Moreno, que mató al asesino de su padre, y uno de los grandes
tribunos la defendió y salió libre, ganó ese
caso y muchos otros en jurado popular. Por eso me entusiasmaba tanto,
porque daban todo un discurso frente a la multitud. Conocí
también una gran oradora que hablaba en el parque Juárez;
y en Yucatán, la hermana de Felipe Carrillo Puerto, que fue
gobernador allá en 1918, también era gran lideresa,
y había otras mujeres que daban discursos, que hablaban de
la libertad de la mujer, porque entonces estábamos muy sojuzgadas,
completamente discriminadas. Por ello me daban ganas de hablar,
de pararme en una tribuna y salvar a alguna persona, pero la verdad
es que me decidí por la medicina y, junto con mis mejores
amigos, me fui hacia México, a la Universidad Nacional.
En
ese tiempo no había muchas mujeres estudiando medicina.
¿Fue difícil ingresar?
Pues no precisamente. De hecho la preparatoria de Xalapa era, junto
con el Instituto de Mérida, una institución de prestigio
nacional; incluso a los egresados no nos hicieron examen de admisión,
sólo tuvimos que llevar papeles y ya. El ingreso no fue complicado,
y menos porque mis amigas también se fueron a Medicina, como
Lucila Sánchez Rebolledo y Aurora Rubín, aunque no
todos terminaron. Lo complicado vino después, cuando nos
enfrentamos a situaciones difíciles precisamente porque éramos
de las primeras mujeres que se atrevían a estudiar una carrera
profesional.
¿Cuántas mujeres entraron en su generación?
Eran poquísimas en comparación con los hombres. Cuando
yo entré a la facultad se decía que habíamos
ingresado muchísimas mujeres y en realidad no llegábamos
a 25, y sobre los hombres se dijo también que fue un número
impresionante que nunca se había registrado:
¡Cuatrocientos!, decían todos asombrados.
En realidad, de las muchachas terminamos pocas, a pesar de todo.
Recuerdo mucho que en ese año (1932) eran tantos los solicitantes
que hubo un grupo de muchachos ricos que se tuvieron que pagar sus
propios maestros, porque como ya se habían llenado los cinco
grupos que tenía la Universidad y no había más
recursos, no tuvieron otra alternativa. Así eran las ganas
que tenían de estudiar.
Entonces,
¿cuáles fueron esas complicaciones de las que habla?
Los maestros. Había algunos que no soportaban a las mujeres
en la escuela. Entre ellos un maestro de Microbiología cuyo
hijo era nuestro compañero de generación. Durante
tres meses, por más que levantábamos la mano en su
clase y por más que pedíamos atención, para
él no existíamos; a pesar de que nos sentábamos
en primera fila y en medio para que nos viera, no nos hacía
caso, hasta que un día mi padre nos aconsejó que le
preguntáramos por qué no nos tomaba en cuenta y eso
hicimos.
Era tan puntual que llegaba antes de la hora, por lo que al dar
la primera campanada en la iglesia de Santo Domingo (que estaba
junto a la facultad) él ya estaba sentado esperando a que
entráramos nosotros. En uno de esos momentos nos acercamos
y le dijimos: Maestro, hemos notado que a ninguna de las mujeres
nos quiere preguntar. Estudiamos al igual que los muchachos, nos
encanta la carrera y por eso estamos aquí. Nosotros desearíamos
que usted nos tomara en cuenta para que vea que sí estudiamos.
Él no contestó nada, pero a los 20 días nos
empezó a preguntar y por fortuna las cuatro estudiamos; así
lo hizo durante 15 clases, preguntándonos día con
día. Después de eso nos dejó en paz. De todas
maneras no le gustaban las mujeres en la escuela.
En cambio, don Fernando Ocaranza, que fue mi maestro de fisiología
en segundo año y en quinto año de la especialidad
de corazón, sí nos trataba muy bien, como la mayoría
de los profesores. De hecho, a los que no les gustaba tenernos ahí
lo único que hacían era ignorarnos, pero ante nuestra
insistencia trataban de ver si efectivamente estudiábamos.
Creo que no era una situación generalizada, lo que pasa es
que como eran los primeros años en que las mujeres estudiaban,
no sé, todo era diferente, y apenas se empezaba a ver a la
mujer como parte activa en los ámbitos profesionales.
Además
de un buen consejero, su padre fue un gran maestro...
Sí, la verdad es que adoraba su profesión. Él
era un magnífico médico y quería que alguno
de mis hermanos lo fuera, pero el mayor desde el principio se negó
y mi hermano Carlos, a pesar de que ingresó en la Escuela
Médico Militar y posteriormente entró a la nacional,
dijo que no quería seguir y lo dejó. Por eso, cuando
yo comenté que quería estudiar Medicina, mi padre
después de la experiencia con mi hermano pensaba:
Cómo va a estudiar, ella es una muchacha. Además,
eso no era común.
En aquel entonces se tenía la idea de que las mujeres debíamos
estar en nuestra casa, además de que la separación
familiar era algo inusual. Por ello, para poder irme a México,
mis padres convinieron que mi madre se fuera conmigo los seis años.
Ella me acompañó durante la carrera, a pesar de que
mis padres nunca en la vida se habían separado, nunca. Claro
que veníamos de vacaciones, pero fue duro para la familia
separarse por mi causa, con tal de que yo pudiera estudiar. Yo sé
que valió la pena. Mi padre murió en un accidente
unos días antes de mi examen profesional,
pero sí alcanzó a ver mi
última calificación y supo que lo logré, que
terminé la carrera. Por eso sé que para él
también valió la pena.
Y
después de egresar. ¿En dónde inició
su trabajo?
Pues me comisionaron en Salubridad. Allí ofrecí mis
seis meses de servicio social, pero como mi padre tenía una
sala en el Hospital Civil donde fue director en dos ocasiones,
me nombraron encargada de la Sala de Medicina de Mujeres, a pesar
de que yo era pasante. Claro que contaba con la asesoría
del doctor Antonio Sánchez Rebolledo, un gran amigo de la
familia, pero a los seis meses de que me recibí me nombraron
jefa de sala.
¿Cómo era la relación con los pacientes? ¿Cómo
actuaban al ver a una mujer ejerciendo la medicina?
Era difícil porque no estaban acostumbrados. Recuerdo una
vez que llegó una persona a consulta y cuando abrí
la puerta me dijo: ¿Dónde está el doctor?,
Soy yo le dije. Y me contestó indignada: ¡Ay
no!, está usted muy joven. Se dio la media vuelta y
se fue. Sí, fue difícil abrirse paso.
Pero
usted era ginecóloga,
¿no ha sido siempre preferible una doctora, especialmente
en esa área?
Bueno, en ese entonces todavía no hacía la especialidad.
Y claro, ahora las mujeres prefieren ir con una doctora, pero en
aquel entonces no, porque no estaban acostumbradas. La gente de
Xalapa es tan noble, tan generosa, que poco a poco empezaron a aceptarme.
Ya después, a partir de 1940, empecé también
a dar clases de Anatomía, Fisiología e Higiene.
En
ese entonces no existía la Universidad Veracruzana como tal.
No, aún no. Sólo estaban la Escuela de Leyes y la
Escuela de Enfermería (que existía desde 1929), de
la que mi padre fue fundador. Mis clases las empecé en la
preparatoria donde estudié, en la Juárez. Ya después
tuve un cargo honorario en la Escuela de Enfermería y posteriormente
me dieron nombramiento de una clase. En 1960 me nombraron directora
de la escuela, que ya para entonces pertenecía a la uv. Ahí
fue donde valoré la calidad humana de las enfermeras.
Y
de los médicos... porque serlo implica también un
profundo compromiso ético y moral.
¿No es así?
Bueno, yo considero que la carrera de Enfermería, en el sentido
humanitario, es mucho más importante que la de médico.
Nosotros los médicos, sobre todo los que hemos estado en
hospitales, vemos a nuestros pacientes, tratamos de consolar a los
que sufren, de atender lo mejor que podemos según nuestros
conocimientos, nuestra capacidad y los elementos que tenemos para
trabajar. Pero la enfermera es la que está junto al enfermo
constantemente, es la que alisa la sábana para que no lastime
el cuerpo herido, la que toma la temperatura, la presión,
la que checa las reacciones, la que se ocupa realmente de cuidar
al paciente. Puede parecer simple, pero no lo es para quien ha padecido
el dolor alguna vez; bien lo sabe cada una de las muchachitas que
ha pasado horas en vela al cuidado de alguien más. Para mí,
el papel de la enfermera es el más valioso que hay en todas
las profesiones, por su enorme sentido humanitario.
¿Pero
todo médico o enfermera experimenta ese sentimiento alguna
vez? ¿Es indispensable ese valor para ejercer la medicina?
Yo creo que sí. El sentido de afecto, de compasión,
de cariño, de servicio es fundamental. Considero que el papel
del médico, como el de la enfermera, es ayudar a sanar, pero
cuando no se puede, uno debe tratar de dar consuelo al paciente,
de que tenga una esperanza, de hacer que pueda sostenerse de alguien
cuando sufre, y para eso sí es indispensable tener calidad
humana. Eso me lo enseñó mi padre.
Además de los consejos y la enseñanza de grandes médicos,
¿qué la motivó para sobresalir en una época
en que ser mujer era casi un impedimento para desarrollarse profesionalmente?
Es difícil saber. Si te refieres a un acontecimiento en particular...
hubo una circunstancia en mi vida que me ayudó mucho y por
la que creo que empecé a ganarme la confianza y el respeto
de los colegas y de la gente. Como dije antes, fui amiga de las
Sánchez Rebolledo, cuyo padre, Antonio Sánchez Rebolledo,
médico y maestro en la Escuela de Enfermería, enfermó
de una pulmonía gravísima. A pesar de que fue atendido
por dos prestigiados médicos, Carlos Aceves y Manuel Lajud,
sus hijas me llamaron,
pues para entonces el doctor ya estaba inconsciente y con un hipo
constante.
Afortunadamente yo sabía que acababan de salvarle la vida
al ministro Churchill, después de una pulmonía gravísima,
con una nueva medicina que estaba en estudio, por lo que solicité
a la familia que la consiguieran, aunque aún no estaba en
venta. Inmediatamente, los doctores que lo atendían me dijeron
que ellos no se hacían responsables y que no estaban de acuerdo
en experimentar, pero estaba decidido y yo me quedé en su
lugar. En ese momento pensé que estaba jugando mi posición
en Xalapa, porque si el doctor Sánchez Rebolledo se hubiera
muerto después de mi tratamiento, la gente hubiera pensado
que yo lo había matado y, por tanto, me hubieran cerrado
las puertas en mi propia ciudad.
Finalmente enviaron un frasquito de 300 000 unidades de la nueva
medicina: la penicilina. Claro, ahora es muy común, pero
en esos años experimentar con ella era muy arriesgado y además
estaba muy controlada; de hecho, de Salubridad nos pidieron que
mandáramos informes detallados de cada uno de los signos
vitales del paciente minuto por minuto y una serie de formularios
que teníamos que enviar a México todos los días.
Luego de suministrarle la famosa penicilina, don Antonio empezó
a recobrar el conocimiento y afortunadamente se salvó.
Después de eso me gané el reconocimiento de los doctores,
quienes además de decirme personalmente cuán importante
había sido mi trabajo para que se recuperara el doctor, hablaban
en público sobre el valor que había tenido en ese
caso. También los pacientes empezaron a tener más
confianza en mí. Eso me motivó mucho para seguir adelante
y
me ayudó para que la gente
confiara en mí.
Dijo
antes que había mujeres hablando de la opresión femenina
desde que usted era muy joven. ¿Alguna vez experimentó
discriminación sexual?
En la Escuela de Enfermería, a pesar de que ya era 1960.
Fue cuando Gonzalo Aguirre Beltrán era rector y me nombraron
directora de la escuela. Un día, mi secretaria, que conocía
todos los manejos de mis documentos, me preguntó por qué
me pagaban 500 pesos si el director anterior ganaba mil. Entonces
fui a ver al rector, le pregunté la razón y me dijo
que no me preocupara, que pronto mi salario se iba a igualar al
anterior. Así esperé y a los nueve meses me subieron
el salario.
También tuve otras dificultades ya como docente. Por ejemplo,
en un momento yo propuse que se actualizara el programa de estudios
de la Facultad de Enfermería, porque era muy antiguo para
la década de los sesenta, pues estaba vigente desde 1929.
Para entonces los avances en la medicina y en el campo de la enfermería
eran muchos, y yo que estaba enterada porque constantemente asistía
a congresos y viajaba a la Ciudad de México, propuse un nuevo
plan que entendiera el papel de la enfermera no como un elemento
accesorio, sino como un profesionista fundamental en la ciencia
médica, pero no pude. Para buscar apoyo hasta le llamé
al director de la Facultad de Medicina de Veracruz y nada, no conseguí
nada; la mayoría de los maestros se opusieron rotundamente.
Tiempo después volví a intentarlo y, con muchos argumentos
y una gran labor de convencimiento, lo logré, no por unanimidad
pero la mayoría sí me apoyó. Como entonces
era rector el doctor Fernando Salmerón Roiz y yo lo conocía
bien, le escribí para decirle que ya se había aprobado
mi propuesta y él me felicitó por mi empeño;
en cuatro renglones, pero me contestó.
Quiero decir que, lejos de cualquier conflicto, yo valoro enormemente
a la Escuela de Enfermería, porque ahí trabajó
mi padre, porque ahí trabajé yo también, porque
ahí enseñé y aprendí la importancia
de servir, de ayudar. De ella tengo grandes recuerdos, por ejemplo
de la primera generación de enfermeras, cuyas alumnas eran
casi todas madres solteras, viudas o abandonadas; no obstante, terminaron
sus estudios y empezaron su labor en diferentes lugares. Creo que
ahí inició un gran legado, porque la actual Facultad
de Enfermería guarda esos principios, y cada muchachita que
entra y se prepara para ayudar al médico agudiza su sentido
de la humanidad, sus valores éticos y su afán de servicio,
además de aprender los conocimientos de la profesión.
¿Es
mentira que los médicos se acostumbran al dolor?
Por supuesto. Yo vi a mi padre ejercer la medicina y verdaderamente
les tomaba cariño a sus pacientes, y como antes durante años
los mismos médicos trataban a toda la familia crecía
un cariño mutuo. Eso de que uno se acostumbre al dolor es
la más grande de las mentiras en esta profesión; al
contrario, se agudizan los sentimientos, desde la alegría
de salvar a un moribundo hasta el dolor y la impotencia de verlo
morir. Lo único que uno aprende es a disimular, porque como
doctores tenemos que tratar de consolar a la familia. Por esa razón
el dolor y la impotencia se manifiestan después, a solas,
cuando ya no tienes quse parecer fuerte, sino ser como eres y
desahogarte... El médico sufre también el dolor de
sus pacientes.
¿Quiénes
fueron sus maestros fundamentales?
Creo que todos en algún momento son fundamentales. Los míos
fueron muchos y algunos de ellos muy famosos. En México,
los hospitales, sanatorios, escuelas y salas tienen sus nombres.
Recuerdo mucho a don Fernando Ocaranza, José Gómez
Robleda, Tomás F. Iglesias, Dolores Rivero, Darío
Fernández, Julián González Méndez, quienes
nos despertaban el gusto por la cirugía; también pienso
en Francisco Cuevas, Gustavo Baz, el doctor Zubirán, es decir,
los que ahora se reconocen como los pioneros de la medicina en México.
Pero creo que entre todos, el que más me enseñó
fue mi padre. Hay varias cosas que aún recuerdo vívidamente,
como cuando me decía que el dinero que gana el médico
es medio sangriento. La primera vez que lo dijo no lo tomé
en cuenta, pero la segunda o tercera vez le pedí que me explicara
a qué se refería y me contestó que desgraciadamente
los médicos ganamos el dinero por el dolor ajeno, incluso
a veces ni siquiera sabemos lo que un paciente tiene que hacer para
pagar. Creo que mi padre fue el más fundamental de mis maestros.
Tuve la fortuna de escucharlo y de aprender de él como médico,
pero ante todo, como ser humano. Eso hace a esta profesión
hermosa, que puedas estudiar toda una vida para poder, en el momento
necesario, ayudar a los demás. Eso es lo que más valoro
de mi profesión.
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