El presente texto fue seleccionado, junto
con otros 26 trabajos,
en el concurso de ensayo convocado por la ONU y la Universidad Seton
May.
Hace
unos días, cuando recién me enteré de la
convocatoria y la invitación de las Naciones Unidas para
el concurso de ensayos con el fin de proponer y promover el diálogo
entre las civilizaciones, una sensación de euforia y alegría
indescriptible me abordaron: gozaría de la oportunidad
de exteriorizar mis ideas dentro de un marco actual y de suma
importancia, podría exponer puntos de vista sobre la trascendencia
del entendimiento y la tolerancia. La oportunidad de compartir
un poco de mi cultura y mi pueblo para la mejoría de otras
naciones y civilizaciones se antojaba posible; trataría
de aportar algo desde mi muy humilde trinchera, la de un joven
estudiante. Y qué mejor manera de contribuir a esta noble
causa que mediante el mismo diálogo, esa herramienta intrínseca
al hombre. Mediante la pureza del lenguaje me estaría permitiendo
apoyar mis ideas en un argumento razonable y sensato: el discurso
escrito, el espíritu de la letra.
Sin embargo, los recientes hechos sucedidos cambiaron mi perspectiva
y doblegaron mis anhelos; lo que pretendía ser una aportación
noble y positiva se ha vuelto indignación y coraje, se
derrumban torres y sentimientos, se destruyen vidas y se respira
escarnio en el ambiente con ecos de odio y venganza. En tan sólo
unos momentos se pone de frente la sensibilidad y la razón
como una entelequia inalcanzable, una utopía más
que pretende solamente crear esperanzas en el corazón de
los hombres.
Es imposible no consternarse ante semejantes crímenes fundamentados
en acepciones equivocadas de juicios de verdad y manipulaciones
intolerantes de la realidad.
No pretendo fincar enunciaciones que señalen culpas, ni
objetar posturas que califiquen o justifiquen a agresores y agredidos,
ya que sería entrar en un terreno nebuloso y confuso en
el que tanto unos como otros serían ofensores y defensores
a la vez.
Lo que no se puede admitir es la violencia y el crimen. La sangre
mancha por igual y el dolor no respeta jerarquías, soberanías
o nacionalidades; aquellos que asesinan son siempre malhechores,
y para la maldad no existen ideologías ni fundamentos,
no puede ni debe haber tolerancia para el rencor. En qué
momento dejamos de ser hombres para convertirnos en bestias, ¿acaso
cuando enterramos la inteligencia, omitimos el diálogo
y nos imponemos por la fuerza?.
Decía Ortega y Gasset, «El hombre es él y
sus circunstancias», y al ver los recientes crímenes
perpretados a todo lo ancho del planeta, pareciera que esta sentencia
pudiera fundamentar los actos criminales cometidos por infames
terroristas; incluso algunos grupos antiimperialistas, basados
en el análisis del contexto histórico, han pretendido
realizar un análisis cuantitativo y cualitativo, y en algunos
casos extremistas, se ha pretendido establecer justificaciones
irracionales o algunas otras posturas inadmisibles de una falaz
izquierda pacifista, como si el dolor y la desgracia fuera algo
medible o susceptible de etiquetar. Simplemente esta postura es
execrable y deleznable, no muestra más que irresponsabilidad
e inconsistencia moral, tristemente nos remite a dar lugar en
el mundo a chacales revestidos por la piel de hombres, que escudados
en el más puro de los sentimientos humanos se permiten
realizar monstruosidades en nombre de la fe o de factores divinos.
No deben imponerse dogmas ni creencias, no pueden pisotearse las
garantías de los hombres, ni es un camino u opción
estar a merced de mercenarios. Nunca más habrán
de regarse vidas para demostrar inconformidades o divergencias.
Debemos aprender a convivir con nosotros mismos, a respetar el
derecho que poseen los individuos de regularse bajo sus usos y
costumbres, como versaba el apotegma de ese gran espíritu
libertador y revolucionario que fue Benito Juárez, «El
respeto al derecho ajeno es la paz». Necesitamos reconocer
la pluralidad, valorarla y venerarla, necesitamos comunicarnos,
afrontar las diferencias mediante la razón y no la fuerza.
No pueden difundirse en el corazón de los pueblos guerreros
autómatas insensibles. Debemos constituirnos como seres
portadores de filantropía, entes susceptibles de valor
y justicia, de igualdad y verdad. Es cuestión de seguir
la condición del hombre, su naturaleza de subsistencia
y permanencia, ¡no se debe aceptar la destrucción
como un rasgo de la humanidad! Al contrario, mediante el diálogo
y la comparación de las distintas realidades habrá
de llegarse al camino que conduce a las virtudes humanas.
Al momento de reconocer varias realidades, se hace patente una
constante en donde creo ver el principio de los conflictos de
los pueblos; existen entornos tan dispares unos de otros como
el negro y el blanco, la noche y el día. Pero esto, lejos
de separarnos debiera unirnos, ya que mediante el conocimiento
de las diferentes acepciones de la realidad, sería posible
aspirar a una verdad absoluta e inmaculada, y es aquí,
precisamente, en donde se presentan los problemas dentro de las
naciones porque se pretende compartir un mismo caso para todos,
siendo que esto es un sofisma por demás imposible.
Nunca será igual el desarrollo de un día para un
occidental que para un oriental, las mañanas de los judíos
son diferentes a las mañanas de los musulmanes, son cuestiones
incomparables, disímiles realidades, pero algo es cierto
para todos, y ese algo es el hecho de que cualquier persona, de
la distinta manera en que se manifieste diariamente, existe y
vive dentro de ese día. Dicho en otras palabras, ambos
desarrollan diferentes actividades, únicas e irrepetibles,
pero el hecho o factor de verdad es que ambos vivieron un día
o, por ejemplo, los personajes citados se desarrollaron en el
tiempo, en este caso los actores vivieron el mismo día
y esa es su verdad, la misma para cualquiera.
Con miras a aclarar este ejemplo, me propongo exponer esta tesis
con base en un sencillo ejercicio que he denominado “teoría
de la esfera”, y consta de lo siguiente: imaginemos a la
verdad como un círculo trazado, un área o superficie
plana delimitada por una circunferencia. Más sencillo,
imaginemos a la verdad como una simpática letra O. Con
esto hago clara referencia a que debemos considerar a la verdad
como una sola, única e inalienable para todos los hombres,
esta verdad estaría sustentada –claro– en la
razón, la certidumbre, la congruencia y el saber natural
o naturaleza, reconociendo a ésta (la verdad) como medida
de las acciones humanas para fundamentar las conductas de acuerdo
con criterios de valor.
Ahora, la polivalencia de significados se vería en la relación
directa que existe con la realidad, la cual vendría a ser
una parte esencial de la verdad. Entonces, entendamos a la realidad
no como un círculo, sino como una esfera, la cual muestra
siempre distintas caras dependiendo del punto desde el que se
mire. De otra manera más concreta y sin rodeos, verdad
sólo hay una y en un solo plano, el de la igualdad y el
de ser la medida de todas las cosas humanamente cognoscibles;
la realidad habrá de ser un compendio de infinitas situaciones
que crearían no una relatividad del conocimiento verdadero,
sino que constituirían una compilación de experiencias
personales que podrían ser antípodas, pero que al
momento de llevarse a un plano comparativo habrían de encorsetarse
al círculo invariable de la verdad, el cual estaría
previamente delimitado por las características anteriormente
expuestas.
En este momento es cuando se le reconoce a la realidad su plasticidad
y diversidad, se le considera, como a la esfera, un cuerpo con
volumen y dimensiones de una mayor riqueza y profundidad; y es
aquí donde debe existir un respeto enorme y sin restricciones.
No hay que negar realidades ni imponerlas; hay que comprender
que no tan sólo existimos dentro de nuestra esfera, sino
que también coexistimos en ese gran círculo normador
que conforma la razón, esa capacidad que nos define como
seres superiores y nos encumbra por encima de nuestros vecinos
los animales.
Los recientes conflictos, en uno de sus aspectos de fondo, se
deben a la incomprensión de ciertos grupos para con otros,
de individuos con afanes polarizadores que desean hacer pasar
sus realidades personales por verdades universales, ya sea condenando
a unos a morir por considerarlos enemigos naturales de los pueblos,
o por aventurarse a esbozar juicios cargados de una estulticia
insultante y totalitaria como “Los que no están conmigo
están contra mí”. Como si las cosas fueran
tan simples, como si la capacidad de dialogar no fuera más
que un arcaísmo y una pantomima para aderezar cuestiones
huecas y burocráticas, relegan la importancia de la comunicación
y el desarrollo de los países a un simpleza baladí.
Esa necesidad de dictaminar muchas verdades nos lleva a desacuerdos
infranqueables, ya que si tomamos al hombre y sus circunstancias
como medida del mundo, habrá muchas verdades y muchas medidas.
¿Quién podrá dictaminar reglas de convivencia?
Nadie, sin duda. Si los opuestos no reconocen un límite
de paciencia y sólo ofrecen posturas polarizadas, ¿quién
será portador de la conciencia? Siendo el conocimiento
verdadero un acto de reflexión, y a manera de representarlo
de una manera tácita, aseveraré que la verdad es
gris, intermedia e incluyente; no admite imposiciones ni tergiversaciones,
es en sí misma y para ella misma.
Creo que el tópico del ensayo es muy claro: ¿cómo
puede influir el diálogo en el desarrollo de los pueblos?
Pues de una manera directa e inequívoca, se debe tener
una disposición constante para entablar una comunicación
ideal y contemplativa, se deben analizar y comparar con otras
culturas los aspectos representativos de cada cual, confrontar
en un marco de respeto y solidaridad las diferencias. Debemos
estar continuamente preparados para afrontar la evolución
que día con día se nos presenta y que nos exige
un compromiso de reciprocidad con las naciones. Tal como existe
un progreso en la ciencia y la tecnología, la importancia
del discurso no puede rezagarse, debe crecer y expandirse, debemos
ser aliados, escuderos y defensores de la palabra, promover el
entendimiento desde nuestro entorno inmediato, pensar en grande
y actuar en nuestro medio.
Aprendamos de los avances y tengamos presentes los errores. Necesitamos
una postura que nos permita, como jóvenes, defender nuestro
legado y demostrar un ímpetu de constancia y tenacidad.
Seamos fieles combatientes de las imposiciones. No aprendamos
fallas revestidas por un halo de exactitud inescrutable. Asumámonos
como entes analíticos y dialécticos. En palabras
propias de Miguel Hidalgo y Costilla “¡Desplegad los
resortes de vuestro valor, haciendo ver a todas las naciones,
las admirables cualidades que os adornan y la cultura de que sois
susceptibles!”
Sólo entonces lograremos anhelar un futuro promisorio para
los estados y las religiones. Podremos, en ese momento, soñar
con un perfeccionamiento del entendimiento y sembrar en los corazones
de los hombres un mejor mañana para el despertar de la
humanidad.