Mayo-Junio 2002, Nueva época No. 53-54 Xalapa • Veracruz • México
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Prolegómenos a una teoría de la tolerancia
Importancia del diálogo en el
desarrollo de los pueblos del mundo para enfrentar los retos del mañana

Rafael Toriz, estudiante de la Facultad de Letras de la UV

 
El presente texto fue seleccionado, junto con otros 26 trabajos,
en el concurso de ensayo convocado por la ONU y la Universidad Seton May.

Hace unos días, cuando recién me enteré de la convocatoria y la invitación de las Naciones Unidas para el concurso de ensayos con el fin de proponer y promover el diálogo entre las civilizaciones, una sensación de euforia y alegría indescriptible me abordaron: gozaría de la oportunidad de exteriorizar mis ideas dentro de un marco actual y de suma importancia, podría exponer puntos de vista sobre la trascendencia del entendimiento y la tolerancia. La oportunidad de compartir un poco de mi cultura y mi pueblo para la mejoría de otras naciones y civilizaciones se antojaba posible; trataría de aportar algo desde mi muy humilde trinchera, la de un joven estudiante. Y qué mejor manera de contribuir a esta noble causa que mediante el mismo diálogo, esa herramienta intrínseca al hombre. Mediante la pureza del lenguaje me estaría permitiendo apoyar mis ideas en un argumento razonable y sensato: el discurso escrito, el espíritu de la letra.
Sin embargo, los recientes hechos sucedidos cambiaron mi perspectiva y doblegaron mis anhelos; lo que pretendía ser una aportación noble y positiva se ha vuelto indignación y coraje, se derrumban torres y sentimientos, se destruyen vidas y se respira escarnio en el ambiente con ecos de odio y venganza. En tan sólo unos momentos se pone de frente la sensibilidad y la razón como una entelequia inalcanzable, una utopía más que pretende solamente crear esperanzas en el corazón de los hombres.
Es imposible no consternarse ante semejantes crímenes fundamentados en acepciones equivocadas de juicios de verdad y manipulaciones intolerantes de la realidad.
No pretendo fincar enunciaciones que señalen culpas, ni objetar posturas que califiquen o justifiquen a agresores y agredidos, ya que sería entrar en un terreno nebuloso y confuso en el que tanto unos como otros serían ofensores y defensores a la vez.
Lo que no se puede admitir es la violencia y el crimen. La sangre mancha por igual y el dolor no respeta jerarquías, soberanías o nacionalidades; aquellos que asesinan son siempre malhechores, y para la maldad no existen ideologías ni fundamentos, no puede ni debe haber tolerancia para el rencor. En qué momento dejamos de ser hombres para convertirnos en bestias, ¿acaso cuando enterramos la inteligencia, omitimos el diálogo y nos imponemos por la fuerza?.
Decía Ortega y Gasset, «El hombre es él y sus circunstancias», y al ver los recientes crímenes perpretados a todo lo ancho del planeta, pareciera que esta sentencia pudiera fundamentar los actos criminales cometidos por infames terroristas; incluso algunos grupos antiimperialistas, basados en el análisis del contexto histórico, han pretendido realizar un análisis cuantitativo y cualitativo, y en algunos casos extremistas, se ha pretendido establecer justificaciones irracionales o algunas otras posturas inadmisibles de una falaz izquierda pacifista, como si el dolor y la desgracia fuera algo medible o susceptible de etiquetar. Simplemente esta postura es execrable y deleznable, no muestra más que irresponsabilidad e inconsistencia moral, tristemente nos remite a dar lugar en el mundo a chacales revestidos por la piel de hombres, que escudados en el más puro de los sentimientos humanos se permiten realizar monstruosidades en nombre de la fe o de factores divinos.
No deben imponerse dogmas ni creencias, no pueden pisotearse las garantías de los hombres, ni es un camino u opción estar a merced de mercenarios. Nunca más habrán de regarse vidas para demostrar inconformidades o divergencias.
Debemos aprender a convivir con nosotros mismos, a respetar el derecho que poseen los individuos de regularse bajo sus usos y costumbres, como versaba el apotegma de ese gran espíritu libertador y revolucionario que fue Benito Juárez, «El respeto al derecho ajeno es la paz». Necesitamos reconocer la pluralidad, valorarla y venerarla, necesitamos comunicarnos, afrontar las diferencias mediante la razón y no la fuerza. No pueden difundirse en el corazón de los pueblos guerreros autómatas insensibles. Debemos constituirnos como seres portadores de filantropía, entes susceptibles de valor y justicia, de igualdad y verdad. Es cuestión de seguir la condición del hombre, su naturaleza de subsistencia y permanencia, ¡no se debe aceptar la destrucción como un rasgo de la humanidad! Al contrario, mediante el diálogo y la comparación de las distintas realidades habrá de llegarse al camino que conduce a las virtudes humanas.
Al momento de reconocer varias realidades, se hace patente una constante en donde creo ver el principio de los conflictos de los pueblos; existen entornos tan dispares unos de otros como el negro y el blanco, la noche y el día. Pero esto, lejos de separarnos debiera unirnos, ya que mediante el conocimiento de las diferentes acepciones de la realidad, sería posible aspirar a una verdad absoluta e inmaculada, y es aquí, precisamente, en donde se presentan los problemas dentro de las naciones porque se pretende compartir un mismo caso para todos, siendo que esto es un sofisma por demás imposible.
Nunca será igual el desarrollo de un día para un occidental que para un oriental, las mañanas de los judíos son diferentes a las mañanas de los musulmanes, son cuestiones incomparables, disímiles realidades, pero algo es cierto para todos, y ese algo es el hecho de que cualquier persona, de la distinta manera en que se manifieste diariamente, existe y vive dentro de ese día. Dicho en otras palabras, ambos desarrollan diferentes actividades, únicas e irrepetibles, pero el hecho o factor de verdad es que ambos vivieron un día o, por ejemplo, los personajes citados se desarrollaron en el tiempo, en este caso los actores vivieron el mismo día y esa es su verdad, la misma para cualquiera.
Con miras a aclarar este ejemplo, me propongo exponer esta tesis con base en un sencillo ejercicio que he denominado “teoría de la esfera”, y consta de lo siguiente: imaginemos a la verdad como un círculo trazado, un área o superficie plana delimitada por una circunferencia. Más sencillo, imaginemos a la verdad como una simpática letra O. Con esto hago clara referencia a que debemos considerar a la verdad como una sola, única e inalienable para todos los hombres, esta verdad estaría sustentada –claro– en la razón, la certidumbre, la congruencia y el saber natural o naturaleza, reconociendo a ésta (la verdad) como medida de las acciones humanas para fundamentar las conductas de acuerdo con criterios de valor.
Ahora, la polivalencia de significados se vería en la relación directa que existe con la realidad, la cual vendría a ser una parte esencial de la verdad. Entonces, entendamos a la realidad no como un círculo, sino como una esfera, la cual muestra siempre distintas caras dependiendo del punto desde el que se mire. De otra manera más concreta y sin rodeos, verdad sólo hay una y en un solo plano, el de la igualdad y el de ser la medida de todas las cosas humanamente cognoscibles; la realidad habrá de ser un compendio de infinitas situaciones que crearían no una relatividad del conocimiento verdadero, sino que constituirían una compilación de experiencias personales que podrían ser antípodas, pero que al momento de llevarse a un plano comparativo habrían de encorsetarse al círculo invariable de la verdad, el cual estaría previamente delimitado por las características anteriormente expuestas.
En este momento es cuando se le reconoce a la realidad su plasticidad y diversidad, se le considera, como a la esfera, un cuerpo con volumen y dimensiones de una mayor riqueza y profundidad; y es aquí donde debe existir un respeto enorme y sin restricciones. No hay que negar realidades ni imponerlas; hay que comprender que no tan sólo existimos dentro de nuestra esfera, sino que también coexistimos en ese gran círculo normador que conforma la razón, esa capacidad que nos define como seres superiores y nos encumbra por encima de nuestros vecinos los animales.
Los recientes conflictos, en uno de sus aspectos de fondo, se deben a la incomprensión de ciertos grupos para con otros, de individuos con afanes polarizadores que desean hacer pasar sus realidades personales por verdades universales, ya sea condenando a unos a morir por considerarlos enemigos naturales de los pueblos, o por aventurarse a esbozar juicios cargados de una estulticia insultante y totalitaria como “Los que no están conmigo están contra mí”. Como si las cosas fueran tan simples, como si la capacidad de dialogar no fuera más que un arcaísmo y una pantomima para aderezar cuestiones huecas y burocráticas, relegan la importancia de la comunicación y el desarrollo de los países a un simpleza baladí.
Esa necesidad de dictaminar muchas verdades nos lleva a desacuerdos infranqueables, ya que si tomamos al hombre y sus circunstancias como medida del mundo, habrá muchas verdades y muchas medidas. ¿Quién podrá dictaminar reglas de convivencia? Nadie, sin duda. Si los opuestos no reconocen un límite de paciencia y sólo ofrecen posturas polarizadas, ¿quién será portador de la conciencia? Siendo el conocimiento verdadero un acto de reflexión, y a manera de representarlo de una manera tácita, aseveraré que la verdad es gris, intermedia e incluyente; no admite imposiciones ni tergiversaciones, es en sí misma y para ella misma.
Creo que el tópico del ensayo es muy claro: ¿cómo puede influir el diálogo en el desarrollo de los pueblos? Pues de una manera directa e inequívoca, se debe tener una disposición constante para entablar una comunicación ideal y contemplativa, se deben analizar y comparar con otras culturas los aspectos representativos de cada cual, confrontar en un marco de respeto y solidaridad las diferencias. Debemos estar continuamente preparados para afrontar la evolución que día con día se nos presenta y que nos exige un compromiso de reciprocidad con las naciones. Tal como existe un progreso en la ciencia y la tecnología, la importancia del discurso no puede rezagarse, debe crecer y expandirse, debemos ser aliados, escuderos y defensores de la palabra, promover el entendimiento desde nuestro entorno inmediato, pensar en grande y actuar en nuestro medio.
Aprendamos de los avances y tengamos presentes los errores. Necesitamos una postura que nos permita, como jóvenes, defender nuestro legado y demostrar un ímpetu de constancia y tenacidad. Seamos fieles combatientes de las imposiciones. No aprendamos fallas revestidas por un halo de exactitud inescrutable. Asumámonos como entes analíticos y dialécticos. En palabras propias de Miguel Hidalgo y Costilla “¡Desplegad los resortes de vuestro valor, haciendo ver a todas las naciones, las admirables cualidades que os adornan y la cultura de que sois susceptibles!”
Sólo entonces lograremos anhelar un futuro promisorio para los estados y las religiones. Podremos, en ese momento, soñar con un perfeccionamiento del entendimiento y sembrar en los corazones de los hombres un mejor mañana para el despertar de la humanidad.