La
baronesa Karen Blixen, cuyo nombre de soltera era Karen Christentze
Dinesen llamada Tanne por su familia y Tania primero por
su amante y luego por sus amigos, fue la autora danesa de
rara distinción que escribió en inglés por
lealtad a la lengua de su amante muerto y, siguiendo el espíritu
de la antigua coquetería, medio escondió medio mostró
su autoría agregando a su nombre de soltera el seudónimo
masculino «Isak», lo que significa «el que ríe».
Supuestamente, la risa debía encargarse de varios problemas
preocupantes, el menos importante de los cuales era tal vez su
firme convicción de que no era muy apropiado para una mujer
ser escritora y, por lo tanto, una figura pública; la luz
que ilumina el ámbito público es demasiado fuerte
para ser halagadora. En esta cuestión tenía experiencia,
dado que su madre había sido una sufragista activa en la
lucha por el derecho de voto de las mujeres en Dinamarca, y probablemente
una de esas mujeres excelentes que nunca hubiera provocado a un
hombre para que la sedujera. Cuando tenía veinte años,
había escrito y publicado ya algunos cuentos e incluso
la habían alentado a que continuara, pero ella se negó
a hacerlo. «Nunca quiso ser escritora», «tenía
un miedo intuitivo a sentirse atrapada» y cualquier profesión,
que inevitablemente le asigna a uno un papel definitivo en la
vida, habría sido una trampa que le obstaculizaría
las infinitas posibilidades de la vida misma. Tenía más
de cuarenta y cinco años cuando comenzó a escribir
profesionalmente y casi cincuenta cuando apareció su primer
libro Seven Gothic Tales. En esa época había descubierto
(tal como sabemos de «Los soñadores») que la
mayor trampa en la vida es la propia identidad. «No voy
a ser nunca más una única persona
Nunca más
tendré el corazón y toda mi vida unidos a una sola
mujer», y que lo mejor que se les podía dar a los
amigos (por ejemplo Marcus Cocoza en el cuento) era no preocuparse
«demasiado por Marcus Cocoza», pues esto significa
«en realidad ser su esclavo y prisionero». Por lo
tanto, la trampa no era tanto el hecho de escribir o de hacerlo
profesionalmente, sino el tomarse a uno mismo en serio e identificar
a la mujer con el autor cuya identidad queda inevitablemente confirmada
en público. El hecho de que el dolor de haber perdido su
vida y a su amante en África tuvieran que haberla convertido
en escritora y haberle dado una especie de segunda vida se entendía
mejor como una broma, y «A Dios le encantan las bromas»
se convirtió en su máxima durante los últimos
años de su vida. (Le gustaba vivir según estos lemas
y había comenzado con navigare necesse est, vivere non
necesse est, para luego adoptar el lema de Denys Finch-Hatton:
Je responderay, responderé y daré cuenta y razón.)
Pero había algo más que el temor de verse atrapada
que hacía que, en una entrevista tras otra, se defendiera
enfáticamente contra la noción común de que
ella fuera una escritora nata y una «artista creativa».
La verdad es que ella jamás sintió ninguna ambición
o necesidad en particular de escribir, y mucho menos de ser escritora;
lo poco que había escrito en África podía
omitirse, pues sólo le había servido en «épocas
de sequía» para disipar sus preocupaciones sobre
la granja y aliviar su aburrimiento cuando no tenía otra
cosa que hacer. Sólo en una ocasión «había
creado algo de ficción para ganar dinero», y a pesar
de que con The Angelic Avengers ganó algún dinero,
llegó a ser «terrible». No; ella había
comenzado a escribir por el simple hecho de «que tenía
que sobrevivir» y «sólo sabía hacer
dos cosas: cocinar y
tal vez, escribir». Había
aprendido a cocinar primero en París y luego en África
para agasajar a sus amigos, y para entretener tanto a sus amigos
como a los nativos había aprendido a contar historias.
«Si hubiera podido permanecer en África, jamás
se habría convertido en escritora». Pues, «moi,
je suis une conteuse, et rien quune conteuse. Cest
lhistorie elle-même qui mintéresse, et
la façon de la raconter». («Soy una narradora
de cuentos y nada más. Lo que me interesa es la historia
y la forma de relatarla»). Lo único que necesitaba
para empezar era la vida y el mundo, casi cualquier tipo de mundo
o de medio; pues el mundo está lleno de historias, de hechos
y ocurrencias, de sucesos extraños que sólo aguardan
a ser contados, y la razón por la cual, generalmente, no
se relatan estos hechos es, según Isak Dinesen, la falta
de imaginación; pues sólo si puedes ser imaginativo
con lo que de todos modos ha sucedido, repetirlo en la imaginación,
verás las historias, y sólo si tienes la paciencia
de contarlas una y otra vez («Je me les raconte et reraconte»)
podrás llegar a contarlas bien. Esto, claro está,
es lo que hizo durante toda su vida, pero para convertirse en
una artista, ni siquiera para convertirse en una de esas viejas
y sabias narradoras profesionales de cuentos que encontramos en
sus libros. Sin repetir la vida en la imaginación no se
puede estar del todo vivo, la «falta de imaginación»
impide que las personas «existan». «Sé
leal a la historia», tal como una de sus narradoras le advierte
a los jóvenes, «hay que ser eterna y constantemente
leal a la historia»; esto no significa otra cosa que ser
leal a la vida, no hay que crear la ficción sino aceptar
lo que la vida te da, demuestra que estás a la altura de
todo recordándolo y analizándolo, repitiéndolo
en tu imaginación; esta es la forma de mantenerse con vida.
Y vivir en el sentido de estar plenamente viva fue desde el principio
y siguió siéndolo hasta el final su único
objetivo y deseo. «Vida, no te dejaré ir a menos
que me bendigas, sólo entonces te dejaré ir».
La recompensa de relatar historias es poder dejar que se vayan:
«Cuando el narrador es leal
a la historia, entonces,
al final, hablará el silencio. Cuando se ha traicionado
la historia, el silencio no es otra cosa que vacío. Pero
nosotros, los fieles, cuando hemos dicho nuestra última
palabra, oiremos la voz del silencio».
No cabe duda de que esto requiere habilidad, y en este sentido
el hecho de narrar historias no sólo es parte de la vida,
sino que puede convertirse en un arte por derecho propio. Para
convertirse en arte también se necesita tiempo y un cierto
distanciamiento respecto de la tarea impetuosa e intoxicante del
puro vivir que tal vez sólo el artista nato puede lograr
en medio de la vida. De todas formas, en el caso de esta escritora,
una gruesa línea divisoria separa su vida de su vida posterior
como autora. Sólo cuando perdió lo que había
constituido su vida, su hogar en África y su amante, cuando
regresó a Rungstedlund como un completo «fracaso»
y con nada en sus manos excepto el dolor, la tristeza y los recuerdos,
pudo convertirse en artista y en el «éxito»
que de otra forma jamás hubiese logrado ser: «A Dios
le encantan las bromas», y las bromas divinas, tal como
los griegos bien sabían, suelen ser crueles. Lo que ella
hizo entonces fue único en la literatura contemporánea
a pesar de que podría comparárselo con algunos escritores
del siglo xix; se me ocurren las anécdotas y cuentos cortos
de Heinrich von Kleist y algunos cuentos de Johann Peter Hebel,
en especial Unverhofftes Wiedersehen. Eudora Welty lo caracterizó
de manera acertada en una breve frase de extrema precisión:
«Ella hacía una esencia de una historia: de la esencia
hacía un elixir, y del elixir comenzó a componer
la historia de nuevo».
La relación de la vida de un artista con su trabajo siempre
ha planteado problemas embarazosos, y nuestra avidez por ver registrado,
mostrado y discutido en público lo que una vez eran asuntos
estrictamente privados es tal vez menos legítima de lo
que nuestra curiosidad está dispuesta a admitir. Lamentablemente,
las preguntas que nos obliga plantear la biografía de Parmenia
Migel no son de este orden. Decir que esta obra es inclasificable
sería ser demasiado benévolo, y a pesar de que cinco
años dedicados a la investigación aportaron aparentemente
«el material suficiente
para un trabajo monumental»,
apenas encontramos más que citas de material publicado
con anterioridad ya sea en libros y entrevistas sobre el tema
o tomadas del libro: Isak Dinesen: A Memorial, que Random House
publicó en 1965. Los pocos hechos aquí revelados
por primera vez muestran una falta total de rigor profesional,
y los podría haber detectado cualquier compilador. (Un
hombre que está a punto de suicidarse [su padre] no pudo
haber declarado tener «una premonición
sobre
su muerte próxima»; en la página 36 se nos
informa que su primer amor debe «permanecer en el anonimato»,
pero sin embargo nos revela su nombre en la página 210;
nos dice como de paso que su padre «había simpatizado
con los comuneros y que era de tendencia izquierdista» y,
a través de la voz de una tía, nos enteramos de
que sentía una tristeza profunda por los horrores que había
presenciado durante la Comuna de París». Podríamos
llegar a la conclusión de que era un hombre desilusionado
si no supiéramos por el memorial antes mencionado que luego
escribió un libro de memorias «donde
rinde
justicia al patriotismo e idealismo de los comuneros».
Su hijo confirma la simpatía de su padre por la Comuna
y agrega que «en el parlamento, su partido era la Izquierda».)
Peor que estos descuidos es la equivocada delicadeza aplicada
al más importante de los nuevos hechos que contiene el
libro: la infección venérea; el marido del que se
había divorciado, pero cuyo nombre y título siguió
llevando (¿tal vez por la «satisfacción de
ser llamada baronesa», como sugiere su biógrafa?),
le dejó «una herencia de enfermedad», cuyas
consecuencias sufrió toda la vida. Su historia clínica
hubiera sido de sumo interés; su secretaria relata hasta
qué punto los últimos años de su vida estuvieron
consumidos por «una lucha heroica contra los perjuicios
de la enfermedad
como si un ser humano tratara de detener
una avalancha». Y lo peor de todo es la impertinencia ocasional,
casi inocente, tan típica de los adoradores profesionales
que rodean a la mayoría de las celebridades; Hemingway,
quien en su discurso de agradecimiento al aceptar el Premio Nobel
dijo que deberían habérselo dado a «esa hermosa
escritora Isak Dinesen», «no podía evitar envidiar
el aplomo y la sofisticación [de Tania]» y «necesitaba
matar para mostrar su hombría, extirpar la inseguridad
que en realidad nunca superó». Todo esto era innecesario
y hubiera sido mejor no decir nada al respecto, si no fuera por
el lamentable hecho de que había sido la misma Isak Dinesen
(¿o fue la baronesa Karen Blixen?) quien había encargado
esta biografía y pasó horas y días con Migel
para darle instrucciones y, poco antes de morir, le recordó
una vez más «mi libro», obligándola
a prometer que lo terminara «tan pronto como muera».
Pues bien, ni la vanidad ni la necesidad de adoración el
triste sustituto de la confirmación suprema de la propia
existencia que sólo el amor, el amor mutuo, puede dar
pertenece a los pecados mortales; pero son apuntadores insuperables
cuando necesitamos sugerencias sobre cómo hacer el ridículo.
Es obvio que nadie podría haber relatado la historia de
su vida como ella misma y la pregunta de por qué no escribió
su autobiografía es tan fascinante como incontestable.
(Es una pena que su biógrafa nunca le hizo esta pregunta
tan obvia.) El libro Out of Africa (Memorias de Africa, Madrid,
2000), que a menudo se ha llamado autobiográfico, es particularmente
reticente y calla casi todas las cuestiones que su biógrafa
debería haberle planteado. No nos cuenta nada sobre su
infeliz matrimonio y su divorcio, y sólo el lector atento
se dará cuenta de que Denys Finch-Hatton fue algo más
que un amigo que la visitaba a menudo. Tal como lo señala
su mejor crítico, Robert Langbaum, el libro es «una
auténtica novela pastoril, tal vez la mejor prosa pastoril
de nuestro tiempo», y puesto que es pastoril y no dramática,
ni siquiera en la narración de la muerte de Denys Finch-Hatton
en un accidente de avión y de las últimas semanas
desoladas en las habitaciones vacías con las cosas ya guardadas
en cajas, puede incorporar muchas historias sino sólo insinuar,
con escasas y tenues alusiones, la historia subyacente de una
gran pasión que fue entonces y siguió siendo hasta
el final la fuente de sus narraciones. Ni en África ni
en ningún otro momento de su vida escondió nada;
se percibe que debió de estar orgullosa de haber sido la
amante de este hombre que en sus descripciones aparece curiosamente
carente de vida. En Memorias de África admite su relación
sólo implícitamente; «en África, él
no tenía otro hogar que la granja, vivía en mi casa
entre sus safaris», y cuando regresaba, la casa «sacaba
afuera lo que había en ella; hablaba tal como hablan las
plantaciones de café cuando florecen con los primeros chaparrones
de la estación de lluvia»; en esos momentos «las
cosas de la granja decían lo que en realidad eran».
Y ella, como había «hecho muchas [historias] mientras
él había estado ausente», solía estar
«sentada en el suelo con las piernas cruzadas como la misma
Scherezade».
Cuando ella se llamaba a sí misma Scherezade, se refería
a algo más que el mero hecho de narrar historias, el «Moi,
je suis une conteuse et rien quune conteuse». Las
Mil y una noches cuyos «cuentos estaban por encima
de todo para ella» no sólo eran entretenimientos;
produjeron tres hijos varones. Y su amante, que «cuando
venía a la granja le preguntaba: ¿Has encontrado
un cuento?» se parecía al rey árabe
que «por estar desasosegado le encantaba la idea de escuchar
el cuento». Denys Finch-Hatton y su amigo Berkeley Cole
pertenecían a la generación de jóvenes a
los que la Primera Guerra Mundial había hecho definitivamente
incapaces de soportar las convenciones y cumplir con los deberes
de la vida corriente, de seguir sus carreras y desempeñar
sus papeles en una sociedad que los aburría en extremo.
Algunos de ellos se convirtieron en revolucionarios y vivieron
en el sueño de su país del futuro; otros, por el
contrario, escogieron el país soñado del pasado
y vivían como si «su mundo
ya no existiera».
Todos compartían la fundamental convicción de que
«ellos no pertenecían a su siglo». (En términos
políticos se podría decir que eran antiliberales
en la medida en que el liberalismo significaba aceptar el mundo
tal como era junto con la esperanza de su «progreso»;
los historiadores saben hasta qué punto coinciden la crítica
conservadora y la revolucionaria respecto al mundo de la burguesía.)
En ambos casos deseaban ser «parias» y «desertores»,
bien dispuestos a «pagar por su obstinación»
en lugar de asentarse y fundar una familia. Denys Finch-Hutton
iba y venía a su antojo y nada estaba más lejos
de su mente que el lazo del matrimonio. Nada podía atarlo
y hacerlo regresar excepto la llamada de la pasión, y la
mejor forma de impedir que esa llama se extinguiera por el tiempo
y la inevitable repetición, por el hecho de conocerse demasiado
bien y de haber oído todos los relatos, era volverse inagotable
en crear nuevos. Seguramente, ella estaba no menos angustiada
que Scherezade por poder entretener, y no menos consciente de
que su fracaso significaría su muerte.
De allí la grande passion por África, aún
salvaje, sin domesticar, el entorno perfecto. Allí se podía
trazar la línea entre la respetabilidad y la decencia
y [dividir] las relaciones con humanos y animales según
la doctrina. Los animales domésticos entran dentro de la
clasificación de respetables y los salvajes en la de decentes;
se sostenía que mientras la existencia y el prestigio de
los primeros se decidía por su relación con la comunidad,
los otros estaban en contacto directo con Dios. Los cerdos y aves
eran merecedores de nuestro respeto siempre y cuando devolvieran
lealmente lo que se invertía en ellos, y
se comportaran
tal como se lo esperaba de ellos. Nosotros nos incluíamos
entre los animales salvajes, admitiendo con tristeza lo inadecuado
de nuestra devolución a la comunidad y a nuestras
hipotecas pero dándonos cuenta de que ni siquiera
para obtener la más alta aprobación de nuestro entorno
podíamos renunciar a este contacto directo con Dios que
compartíamos con los hipopótamos y los flamencos.
Entre las emociones, la grande passion es tan demoledora de lo
socialmente aceptable, tan desdeñosa de lo que se estima
«merecedor de nuestro respeto» como lo fueron los
expulsados y desertores respecto a la sociedad civilizada de la
que provenían. Pero la vida se vive en sociedad y, por
eso, el amor desde luego no el amor romántico que
prepara el escenario para la felicidad conyugal también
es destructivo para la vida, como bien sabemos de las famosas
parejas de amantes de la historia y de la literatura que todas
terminaron en el dolor. Escapar de la sociedad, ¿no podía
significar eso poseer, más que una gran pasión,
una vida apasionada? ¿No fue esa la razón por la
que ella abandonó Dinamarca exponiéndose a una vida
sin la protección de la sociedad? «¿Qué
se me había ocurrido al poner mi corazón en África?»,
se preguntó, y la respuesta le vino de la canción
del «Señor» cuya «palabra ha sido como
una lámpara para mis pies y una luz en mi camino»:
Quien
huye de la ambición
y gusta vivir al sol,
buscando su propia comida,
y se contenta con lo que tiene,
ven acá, ven acá, ven acá:
aquí no hallarás ningún enemigo,
salvo el invierno y un clima duro.
Y
si llegara a suceder
que algún hombre se vuelva loco
dejando su fortuna y su comodidad,
haciendo caso a su obstinación,
ducdame, ducdame, ducdame:
aqui encontrará
grandes locos como él,
si es que viene a mí.
Scherezade,
con todo lo que su nombre implica, que vivía entre los
«grandes locos» de Shakespeare, quien dejó
la ambición y gustó vivir al sol, y al haber encontrado
un lugar a «tres mil metros de altura» desde donde
reírse de la «ambición de los recién
llegados, de las misiones, de la gente de negocios y del mismo
gobierno, para hacer respetable el continente africano»,
que sólo quería preservar a los nativos, los animales
salvajes y a los aún más salvajes excluidos y desertores
de Europa, los aventureros que se convirtieron en guías
y en cazadores de safaris, en «su inocencia del período
antes de la Caída»: así fue como ella quería
ser, como quería vivir y como se veía a sí
misma. No era necesariamente la manera en que aparecía
ante los demás, en particular ante su amante. Él
la llamó primero Tania y luego amplió el nombre
en Titania. («Hay tanta magia en esta gente y esta tierra»,
dijo ella a él; y Denys «le sonrió con afectuosa
condescendencia. La magia no está en la gente o en
la tierra, sino en el ojo del espectador
Tú les das
tu propia magia, Tania
Titania».) Parmenia Migel
eligió su nombre como título para su biografía,
y no hubiera sido un mal título si hubiese recordado que
el nombre implica algo más que la reina de las hadas y
su «magia». Los dos amantes entre los que cayó
el nombre por primera vez, siempre citando a Shakespeare, sabían
algo más; sabían que la reina de las hadas era capaz
de enamorarse de Bottom y que tenía una idea irreal de
sus propios poderes mágicos:
Y
purgaré tu pesadez mortal para que puedas
partir como un espíritu etéreo.
Pues
bien, Bottom no se transformó en ningún espíritu
etéreo y Puck nos cuenta la verdad sobre el asunto con
propósitos prácticos:
Mi
señora está enamorada de un monstruo
Tania despertó y de inmediato se enamoró de un asno.
El
problema es que la magia resultó ser, una vez más,
totalmente ineficaz. La catástrofe que finalmente la alcanzó
se la había buscado ella misma cuando decidió quedarse
en la granja a pesar de que debía saber que cultivar café
«a tanta altitud no era provechoso», y para empeorar
las cosas, ella «no sabía ni aprendió demasiado
sobre el café y persistió en la convicción
de que su poder intuitivo le diría qué hacer»,
tal como lo señaló su hermano con tierno recuerdo
después de su muerte. Sólo cuando fue echada de
la tierra, mantenida durante diecisiete años con el dinero
de su familia, que le había permitido ser reina, reina
de los cuentos, entendió la verdad. Cuando recordó
de lejos a su cocinero africano Kamante, escribió: «Allí
donde el gran chef caminaba sumido en sus pensamientos, lleno
de sabiduría, nadie veía otra cosa que un Kikuyo
pequeño y patizambo, un enano de cara chata e inexpresiva».
Sí, nadie excepto ella, que siempre repetía todo
en la magia de su imaginación de donde surgían las
historias. Sin embargo, lo decisivo de la cuestión es que
incluso esta desproporción, una vez descubierta, puede
convertirse en material para una historia. Así, volvemos
a encontrar a Titania en «Los soñadores», sólo
que ahora se llama «Donna Quixota de la Mancha» y
le recuerda al viejo sabio judío, que en la historia juega
el papel de Puck, las «serpientes danzarinas» que
una vez vio en la India, serpientes que «no son venenosas»
y que matan, si es que matan, sólo por la fuerza de un
abrazo. «De hecho, verla desplegando sus grandes espirales
para revolverse y por fin aplastar un ratón de campo es
suficiente para hacernos destornillar de risa». En cierta
forma, es así como uno se siente al leer página
tras página sobre sus «éxitos» posteriores
en la vida y cómo los disfrutaba, magnificándolos
fuera de proporción; que tanta intensidad, tanta pasión
malgastara en las selecciones del Club-del-libro-del-mes y en
membresías honorarias en sociedades prestigiosas, que el
temprano reconocimiento sensato de que la pena es mejor que nada
«entre el dolor y la nada prefiero el dolor»
(Faulkner) fuera finalmente premiado con la pequeña
recompensa de premios y honores debe ser triste desde un punto
de vista retrospectivo; el espectáculo en sí seguramente
estaría muy cerca de la comedia.
Los cuentos salvaron su amor y los cuentos también salvaron
su vida después del desastre. «Se puede soportar
todo el dolor si se lo pone en una historia o se cuenta una historia
de él.» La historia revela el significado de aquello
que de otra manera seguiría siendo una secuencia insoportable
de meros acontecimientos. «El genio silencioso y abarcador
del consentimiento» que también es el genio de la
verdadera fe cuando su sirviente árabe se entera
de la muerte de Denys Finch-Hatton responde «Dios es grande»,
igual que el Kaddish hebreo, la plegaria de muerte dicha por el
familiar más cercano, no dice más que «Sagrado
sea Su nombre», surge de la historia porque en la
repetición de la imaginación los hechos se han convertido
en lo que ella denominaría «destino». El ser
hasta tal punto uno con el propio destino que nadie puede distinguir
a la bailarina del baile, y que la respuesta a la pregunta: ¿Quién
eres? sea la respuesta del cardenal: «Permítame
responderle en la forma clásica y contarle una historia»,
esta es la única aspiración digna del hecho de que
se nos haya otorgado la vida. Esto también se denomina
orgullo y la verdadera línea divisoria entre las personas
es si son capaces de «enamorarse de [su] destino»
o si «aceptan como éxito lo que otros garantizan
como tal
en la cotización del día. Ellos tiemblan,
con razón, ante su destino». Todas sus historias
son, en realidad, «anécdotas del destino»,
y nos dicen una y otra vez cómo al final tendremos el privilegio
de juzgar o, para decirlo de otro modo, cómo perseguir
uno de los «dos caminos de pensamiento para una persona
inteligente
: ¿Qué quiso significar Dios al
crear el mundo, el mar y el desierto, el caballo, los vientos,
la mujer, el ámbar, los peces y el vino?».
Es cierto que el hecho de narrar una historia revela significado
sin cometer el error de definirlo, que crea consentimiento y reconciliación
con las cosas tal como son realmente, y que incluso podemos confiar
en que contiene la última palabra que esperamos del «día
del juicio». Y sin embargo, si escuchamos la «filosofía»
de los relatos de Isak Dinesen y pensamos en su vida según
esta misma filosofía, no podemos evitar ser conscientes
de cómo el menor malentendido, el menor cambio de énfasis
en la dirección equivocada terminará por arruinarlo
todo. Si es verdad, tal como lo sugiere su «filosofía»,
que nadie posee una vida que valga la pena para meditar qué
historia de vida no puede ser contada, ¿no se desprende
de ello que la vida podría ser e incluso debería
ser vivida como una historia, que lo que uno tiene que hacer en
la vida es que la historia se haga realidad? En una ocasión
escribió en su cuaderno de notas: «El orgullo es
la fe en la idea que Dios tenía cuando nos hizo. Un hombre
orgulloso es consciente de la idea, y aspira a realizarla».
Por lo que ahora sabemos de sus primeros años de vida,
parece bastante claro lo que ella trató de hacer cuando
era joven, «realizar» una «idea» y anticipar
el destino de su vida volviendo realidad una vieja historia. La
idea le llegó como una herencia de su padre, a quien había
querido mucho su muerte, cuando ella tenía diez años,
fue su primer gran dolor, y el hecho de que se había suicidado,
como supo después, el primer gran golpe del cual se negaba
a recuperar y la historia que había pleneado actuar
en su vida estaba destinada a ser la secuencia de la historia
de su padre. Éste había tenido una relación
con «une princesse de conte de fées a la que todo
el mundo adoraba», que había conocido y amado antes
de su matrimonio y que murió de repente a la edad de veinte
años. Su padre se lo mencionó y una tía había
afirmado posteriormente que él nunca había podido
reponerse de esa pérdida, y que el suicidio era el resultado
de ese dolor incurable. La joven, como se llegó a saber,
había sido una prima del padre y la mayor ambición
de la hija fue entonces pertenecer a esa parte de la familia de
su padre, de la alta nobleza danesa, «una raza totalmente
diferente» de su propio medio, tal como lo relata su hermano.
Fue natural que uno de sus miembros, que había sido la
sobrina de la muchacha muerta, se convirtiera en su mejor amiga,
y cuando «se enamoró por primera vez y para
siempre, tal como solía decir» fue con otro
de sus primos segundos, Hans Bror Blixen, quien había sido
sobrino de la joven muerta. Y como éste no le prestaba
mayor atención, decidió incluso a los veintiséis
años, edad suficiente para tener la madurez necesaria para
aflicción y sorpresa de todos los que la rodeaban
casarse con su hermano gemelo y partir con él para África,
justo antes de estallar la Primera Guerra Mundial. Lo que siguió
fue sórdido y despreciable, de ningún modo un material
que se pudiera poner en una historia o sobre el que se pudiera
narrar una historia. (Se separó inmediatamente después
de la guerra y se divorció en 1923.)
¿O acaso sí era posible? Por lo que sé, jamás
escribió una historia sobre este absurdo matrimonio, pero
sí escribió algunos cuentos sobre lo que debió
de haber sido para ella la lección obvia de sus locuras
juveniles, es decir, sobre el «pecado» de hacer realidad
una historia, de intervenir en la vida según un modelo
preconcebido en lugar de aguardar con paciencia que la historia
surja, de repetir en la imaginación algo diferente a la
creación de una ficción, y luego tratar de vivir
según ella. El primero de estos cuentos es «El poeta»
(en Seven Gothic Tales); otros los escribió casi veinticinco
años después (lamentablemente, la biografía
de Parmenia Migel no contiene ningún resumen cronológico),
«La historia inmortal» (en Anecdotes of Destiny) y
«Ecos» (en Last Tales). El primero narra el encuentro
entre un joven poeta de procedencia campesina y su benefactor
de alto rango, un caballero anciano que en su juventud había
caído bajo los hechizos de Weimar y «del gran Geheimrat
Goethe», con el resultado de que «fuera de la poesía,
para él la vida no tenía ningún ideal real».
Por desgracia, ninguna ambición tan alta ha convertido
jamás a un hombre en poeta y cuando se dio cuenta de que
«la poesía de su vida tenía que provenir de
algún lugar» decidió adoptar el papel de «un
mecenas» y empezó a buscar «un gran poeta»
digno de consideración, y lo encontró adcuadamente
cerca, en la ciudad donde vivía. Pero un verdadero mecenas,
uno que sabía tanto sobre poesía, no podía
contentarse del todo con pagar dinero; también tenía
que proporcionar las tragedias y las penas a partir de las cuales
sabía que la poesía obtenía sus mejores inspiraciones.
Por lo tanto se casó con una joven mujer y arregló
las cosas de tal manera que los dos jóvenes bajo su protección
tenían que enamorarse sin ninguna posibilidad de matrimonio.
Bien, el final es bastante sangriento; el joven mata a su benefactor
de un tiro, y mientras que el anciano en su agonía de muerte
sueña con Goethe y Weimar, la joven, viendo a su amante
como en una visión «con la soga al cuello,»
lo mata. «Sólo porque le convenía que el mundo
fuera hermoso, se propuso conjuntarlo para que así fuera»,
se dijo a sí misma. «¡Tú!», le
gritó, «¡Tú, poeta!».
La perfecta ironía de «El poeta» tal vez la
entienden mejor aquellos que conocen la Bildung alemana y su desafortunada
relación con Goethe tan bien como su autora. (El cuento
contiene varias alusiones a poemas alemanes de Goethe y Heine
y también a la traducción de Homero hecha por Voss.
También podría interpretarse como una historia sobre
los vicios de la Bildung.). «La historia inmortal»,
por el contrario, está concebida y escrita como un cuento
popular. Su héroe es un «comerciante de té
inmensamente rico» de Cantón con buenas razones para
«tener fe en su propia omnipotencia», y quien sólo
al final de su vida entra en contacto con los libros. Entonces
se sintió molesto porque relataban cosas que nunca habían
sucedido y se enfureció cuando se enteró de que
quizás la única historia que conocía (sobre
un marinero que llegó a la costa, conoció a un viejo
caballero, «el hombre más rico» del pueblo,
y éste le pidió que «hiciera lo mejor»
en la cama de su joven esposa que todavía podía
tener un hijo y le dio una moneda de cinco guineas por su servicio)
«nunca haya sucedido y
nunca suceda y es por eso que
se cuenta la historia». Entonces, el anciano se pone a buscar
un marinero para hacer realidad la historia que se contaba en
todos los puertos del mundo. Todo parece ir bien, salvo que el
joven marinero se niega a reconocer a la mañana siguiente
cualquier similitud entre la historia y lo que le había
sucedido durante la noche, rechaza las cinco guineas y le deja
a la dama en cuestión el único tesoro que posee:
«un enorme caracol rosa brillante» del cual «cree
que no haya otro igual en el mundo».
«Ecos», el último en esta categoría,
es una continuación tardía de «Los soñadores»
en Gothic Tales, la historia de Pellegrina Leoni. «La diva
que había perdido la voz» vuelve a escucharla en
sus viajes en el muchacho Emanuele, a quien comienza a hacer a
su propia imagen, de modo que su sueño, su mejor sueño
y el menos egoísta, se haga realidad: que renaciera la
voz que había proporcionado tanto placer. Robert Langbaum,
a quien he mencionado más arriba, señala aquí
que «Isak Dinesen se acusaba a sí misma» y
que la historia, tal como lo sugieren de todos modos las primeras
páginas, trata «sobre el canibalismo» y nada
en ella confirma que la cantante «haya estado formando al
muchacho para restaurar su propia juventud y para hacer resurgir
a la Pellegrina Leoni a la que ella había enterrado en
Milán doce años atrás». (La elección
misma de un sucesor masculino imposibilita esta interpretación.)
La conclusión de la misma cantante es: «Y la voz
de Pellegrina Leoni no volverá a escucharse nunca más».
El muchacho, antes de tirarle piedras, la había acusado:
«Usted es una bruja, un vampiro
Ahora sé que
moriría si volviera a usted» para la próxima
lección de canto. Estas mismas acusaciones las podría
haber proferido el joven poeta a su mecenas, el joven marinero
a su benefactor y, en general, todas aquellas personas que, bajo
el pretexto de ser ayudadas, son utilizadas para hacer que los
sueños de otros se hagan realidad. (Ella misma creyó
que podía casarse sin estar enamorada porque su primo «la
necesitaba y que era tal vez el único ser humano que la
necesitaba», cuando, en realidad, ella lo usó para
empezar una nueva vida en el este de África, para vivir
entre los nativos tal como lo había hecho su padre cuando
vivió como ermitaño entre los indios chippeway.
«Los indios son mejores que nuestra gente civilizada de
Europa», le había dicho a su hija de pequeña,
cuando su mejor don era que nunca olvidaba. «Sus ojos ven
más que los nuestros, y son más sabios».)
Así, los primeros años de su vida le habían
enseñado que, aunque se puedan relatar historias o escribir
poemas sobre la vida, no se puede hacer la vida poética,
vivirla como si fuera una obra de arte (como lo había hecho
Goethe) o usarla para realizar una «idea». La vida
puede contener la «esencia» (¿qué otra
cosa podría contener?); el recuerdo, la repetición
en la imaginación, pueden descifrar la esencia y darle
a uno el «elixir»; y, en ocasiones, uno puede tener
hasta el privilegio de «hacer» algo con él,
como, por ejemplo, «componer una historia». Pero la
vida en sí no es esencia ni elixir, y si uno la trata como
tal, ella sólo le tenderá trampas. Fue quizás
la amarga experiencia de las trampas de la vida lo que la preparó
(aunque un poco tarde, tenía alrededor de treinta y cinco
años cuando conoció a Finch-Hatton) para sentir
la grande passion, que de hecho no es más rara que una
obra maestra. Narrar historias fue lo que, de todos modos, la
hizo finalmente sabia y no una «bruja», una «sirena»
o una «profetisa», tal como pensaban los que la rodeaban.
La sabiduría es una virtud de la edad madura y parece que
sólo le llega a aquellos que, durante la juventud, no fueron
ni sabios ni prudentes.
Traducción
de Claudia Ferrari
y Agustín Serrano de Haro