Equitare,
Arcum tendere, Veritatem dicere
1. Kamante y «Lulú»
Desde los Bosques y las Tierras
Altas, venimos, venimos.
1. La granja de Ngong
Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas
de Ngong. El ecuador atravesaba aquellas tierras altas a un centenar
de millas al norte, y la granja se asentaba a una altura de unos
seis mil pies. Durante el día te sentías a una gran
altitud, cerca del sol, las primeras horas de la mañana
y las tardes eran límpidas y sosegadas, y las noches frías.
La situación geográfica y la altitud se combinaban
para formar un paisaje único en el mundo. No era ni excesivo
ni opulento; era el África destilada a seis mil pies de
altura, como la intensa y refinada esencia de un continente. Los
colores eran secos y quemados, como los colores en cerámica.
Los árboles tenían un follaje luminoso y delicado,
de estructura diferente a la de los árboles en Europa;
no crecían en arco ni en cúpula, sino en capas horizontales,
y su forma daba a los altos árboles solitarios un parecido
con las palmeras, o un aire romántico y heroico, como barcos
aparejados con las velas cargadas, y los linderos del bosque tenían
una extraña apariencia, como si el bosque entero vibrase
ligeramente. Las desnudas y retorcidas acacias crecen aquí
y allá entre la hierba de las grandes praderas, y la hierba
tenía un aroma como de tomillo y arrayán de los
pantanos; en algunos lugares el olor era tan fuerte que escocía
las narices. Todas las flores que encontrabas en las praderas
o entre las trepadoras y lianas de los bosques nativos eran diminutas,
como flores de las dunas; tan sólo en el mismísimo
principio de las grandes lluvias crecía un cierto número
de grandes y pesados lirios muy olorosos. Las panorámicas
eran inmensamente vacías. Todo lo que se veía estaba
hecho para la grandeza y la libertad, y poseía una inigualable
nobleza.
La principal característica del paisaje y de tu vida en
él era el aire. Al recordar una estancia en las tierras
altas africanas te impresiona el sentimiento de haber vivido durante
un tiempo en el aire. Lo habitual era que el cielo tuviera un
color azul pálido o violeta, con una profusión de
nubes poderosas, ingrávidas, siempre cambiantes, encumbradas
y flotantes, pero también tenía un vigor azulado,
y a corta distancia coloreaba con un azul intenso y fresco las
cadenas de colinas y los bosques. A mediodía el aire estaba
vivo sobre la tierra, como una llama; centelleaba, se ondulaba
y brillaba como agua fluyendo, reflejaba y duplicaba todos los
objetos, creando una gran Fata Morgana. Allí arriba respirabas
a gusto y absorbías seguridad vital y ligereza de corazón.
En las tierras altas te despertabas por la mañana y pensabas:
«Estoy donde debo estar.»
La montaña de Ngong
se extiende, como una larga cordillera, de norte a sur y está
coronada por cuatro majestuosos picos que, como olas inmóviles
azul oscuro, se recortan contra el cielo. Tiene una altura de
ocho mil pies sobre el nivel del mar y al este dos mil pies sobre
la tierra que le rodea; pero hacia el oeste la vertiente es más
profunda y empinada: las colinas bajan verticalmente hacia el
valle de la Falla Grande.
El viento en las tierras altas soplaba de modo continuo de norte
a nordeste. Es el mismo viento que por las costas de África
y Arabia llaman el Monzón, el viento del este, que era
el caballo favorito del rey Salomón. Allí arriba
se sentía simplemente la resistencia del aire, como la
tierra al lanzarse hacia adelante en el espacio. El viento corría
directamente contra las colinas de Ngong y sus laderas ofrecían
un lugar ideal para los planeadores, que podían ser levantados
por las corrientes por encima de la montaña. Las nubes,
que viajaban con el viento, chocaban contra las laderas de la
colina, quedaban colgadas o eran atrapadas en la cima y rompían
en lluvia. Pero las que iban más altas y evitaban el escollo
se disolvían hacia el oeste, sobre el ardiente desierto
del valle de la Falla. Muchas veces he seguido desde mi casa el
avance de esas maravillosas procesiones, admirando sus orgullosas
masas flotantes, que en seguida pasaban las colinas, se perdían
en el aire azul y desaparecían.
Las colinas, vistas desde la granja, cambiaban de aspecto muchas
veces durante el día, en ocasiones parecían muy
cercanas y otras muy lejanas. Por la tarde, al oscurecer, parecía
al principio como si en el cielo se hubiera dibujado una delgada
línea plateada siguiendo la silueta de la montaña
ensombrecida; luego, al caer la noche, los cuatro picos parecían
planos y alisados, como si la montaña se hubiera extendido
y estirado.
Desde las colinas de Ngong se tiene una vista única: hacia
el sur se extienden las vastas llanuras del gran cazadero que
llegan hasta el Kilimanjaro; hacia el este y hacia el norte la
región que es como un parque, de colinas bajas con bosques
detrás, y el terreno ondulante de la reserva kikuyu, que
llega hasta el monte Kenya, a cien millas de distancia un
mosaico de pequeños campos de maíz cuadrados, huertos
de plátanos y pastos, el humo azul aquí y allá
de una aldea nativa, como un pequeño grupo de toperas puntiagudas.
Pero hacia el oeste, muy abajo, yace el seco y lunar paisaje de
las tierras bajas africanas. El desierto pardo está irregularmente
moteado por pequeñas matas de arbustos espinosos, los serpenteantes
lechos de los ríos siguen el trazo de tortuosas sendas
de color verde oscuro; esos son los bosques de las poderosas mimosas
con sus grandes ramas, con espinas como púas; allí
crecen los cactus y es el hogar de la jirafa y el rinoceronte.
Cuando se penetra en la región de las colinas una se da
cuenta de que es tremendamente grande, misteriosa y pintoresca;
variada, con sus largos valles, matorrales, verdes laderas y peñascos
escarpados. A gran altura, bajo uno de los picos, hay incluso
un bosquecillo de bambúes. Hay manantiales y pozos en las
colinas; he acampado allá arriba junto a ellos.
En mi época en las colinas de Ngong vivían el búfalo,
el alce africano y el rinoceronte los nativos más
viejos recordaban un tiempo en que había elefantes,
y siempre lamenté que la montaña entera de Ngong
no estuviera dentro de la Reserva. Sólo una pequeña
parte estaba dentro de ella y el faro del pico del sur señalaba
su límite. Al prosperar la colonia y convertirse Nairobi,
la capital, en una ciudad grande, las colinas de Ngong podrían
haber sido un cazadero sin par. Pero durante mis últimos
años en África muchos de los jóvenes que
trabajaban en el comercio de Nairobi venían hasta las colinas
los domingos en motocicleta y disparaban contra todo lo que veían,
y supongo que la caza mayor se habrá ido de las colinas,
más hacia el sur, a través de los matorrales espinosos
y el terreno pedregoso.
Se caminaba fácilmente por las colinas y hasta por los
cuatro picos; la hierba era tan corta como la de un prado y entre
ella aparecían de vez en cuando piedras grises. A lo largo
de la cordillera, subiendo y bajando los picos, como un tren de
cremallera suavemente empinado, había un estrecho sendero
de caza. Una mañana, cuando estaba de acampada, subí
y recorrí el sendero y encontré huellas frescas
y estiércol de una manada de alces africanos. Los grandes
y pacíficos animales debieron subir hasta allí arriba
al amanecer, caminando en una larga fila, y no puedo imaginarme
que tuvieran otra razón más que la de mirar, flanqueados
por grandes profundidades, la tierra que se extendía muy
abajo.
En mi granja cultivábamos
café. La tierra, sin embargo, era un poco demasiado alta
para ello y resultaba muy dificil sacarlo adelante; nunca nos
hicimos ricos con el cafetal. Pero un cafetal es algo que se apodera
de ti y no te suelta, y siempre hay algo que hacer: por lo general
siempre estás atrasada en el trabajo.
En la fragosidad e irregularidad de la región, un trozo
de tierra cultivado y cuidado según las reglas parecía
muy hermoso. Más tarde, cuando volé sobre África
y me familiaricé con el aspecto que ofrecía mi granja
desde el aire, empecé a admirar mi cafetal, que resplandecía
de un verde brillante en medio del gris verdoso de las tierras
que le rodeaban, y me di cuenta de cuánto necesitan las
mentes humanas de las figuras geométricas. Toda la zona
de Nairobi, especialmente el norte de la población, está
dividida de la misma forma y allí vive una gente que piensa
y habla constantemente de plantar, podar o recolectar café,
y que durante la noche, en la cama, continúa meditando
sobre cómo mejorar sus cafetales.
Cultivar café es trabajo que requiere mucha paciencia.
No se parece en absoluto al que te imaginabas cuando joven y llena
de esperanza cogías tus cajas de relucientes esquejes de
café del vivero, bajo una lluvia torrencial, y veías
cómo los trabajadores de la granja ponían las plantas
en hileras regulares de agujeros en la tierra húmeda y
luego las protegían del sol con ramas arrancadas de los
arbustos, porque la oscuridad es privilegio de lo que es joven.
En cuatro o cinco años los árboles comienzan a dar
frutos, pero entre tanto hay sequías, enfermedades y crecen
tenaces semillas de maleza nativa black jack, cuyas
largas y ásperas vainas se pegan a tus ropas y a tus medias.
Algunos de los árboles, mal plantados, con sus raíces
primarias torcidas, morirán al empezar a florecer. Se plantan
poco más de seiscientos árboles por acre; y yo tenía
seiscientos acres de tierra con café; pacientemente mis
bueyes arrastraban las escarbadoras por los campos, arriba y abajo,
entre las hileras de árboles, muchos miles de millas, esperando
una futura recompensa.
Hay momentos de gran belleza en un cafetal. Cuando florecía
la plantación, al principio de las lluvias, había
una visión radiante, como una nube de tiza en la neblina
y la llovizna, en seiscientos acres de tierra. La flor del café
tiene un delicado aroma, ligeramente amargo, como la flor del
endrino. Cuando los frutos maduros enrojecían el campo,
todas las mujeres y niños, a los que denominaban totos,
eran llamados para recoger el café de las plantas, junto
con los hombres; luego los carros y carretas llevaban el café
hasta la factoría cercana al río. Nuestra maquinaria
nunca fue muy buena, pero nosotros proyectamos y construimos la
factoría y la apreciábamos mucho.
Una vez la factoría se quemó y tuvimos que reconstruirla.
El gran secador de café daba vueltas y vueltas, haciendo
sonar los granos en sus tripas de hierro como si fueran guijas
que el mar lava en sus orillas. A veces el café se secaba
en plena noche y entonces había que sacarlo del secador.
Era un hermoso momento, con las linternas encendidas en la grande
y sombría sala de la fábrica, llena por todas partes
de telarañas y cáscaras de café, y los impacientes
y relucientes rostros oscuros, a la luz de las lámparas
alrededor del secador; sentías como si la factoría
estuviera suspendida en la gran noche africana como una joya resplandeciente
en la oreja de un etíope. Después el café
era descascarillado, clasificado y seleccionado a mano, y luego
empaquetado en sacos cosidos con una aguja de talabartero.
Al final, a primera hora de la mañana, cuando todavía
estaba oscuro y yo aún no me había levantado, oía
los carros cargados hasta los topes de sacos de café, doce
una tonelada, con dieciséis bueyes por carro, que iniciaban
su camino hacia la estación de ferrocarril de Nairobi,
subiendo la larga cuesta de la factoría entre gritos y
matraqueo, y a los carreteros que corrían junto a los carros.
Me gustaba pensar que esa era la única cuesta que iban
a encontrar en su camino porque la granja estaba mil pies más
alta que la ciudad de Nairobi. Por la tarde salía a encontrarme
con la procesión que volvía: los agotados bueyes,
con la cabeza baja, tiraban de los carros vacíos, guiados
por un pequeño y agotado toto, y los cansados carreteros
arrastraban su látigo por el polvo de la carretera. No
podíamos hacer más. El café estaría
navegando por el mar en uno o dos días y lo único
que podíamos hacer era esperar a tener buena suerte en
las grandes subastas de Londres.
Tenía seis mil acres de tierra y, por tanto, mucho terreno
sobrante, además del cafetal. Parte de la granja era bosque
nativo y unos mil acres tierras de aparceros, a los que llamaban
shambas. Los aparceros eran nativos que, con sus familias, tenían
unos cuantos acres en la granja de un hombre blanco y a cambio
trabajaban para él un cierto número de días
al año. Me parece que mis aparceros veían la relación
de una manera diferente, porque muchos habían nacido en
la granja, al igual que sus padres, y muy probablemente me consideraban
una especie de aparcera superior asentada en sus propiedades.
La tierra de los aparceros tenía más vida que el
resto de la granja y cambiaba con las estaciones del año.
El maíz sobresalía sobre tu cabeza cuando ibas caminando
por los estrechos senderos endurecidos por los pasos, entre los
altos, verdes y susurrantes regimientos, y luego se cortaba. Las
mujeres recogían y desgranaban las alubias que maduraban
en los campos, juntaban los tallos y vainas y los quemaban, así
que, en determinadas estaciones, en la granja se elevaban delgadas
columnas de humo azul. Los kikuyus también cultivaban boniatos,
de hojas parecidas a las de la viña, que se extendían
por el suelo como una tupida y complicada estera, y calabazas
grandes de diversos tipos moteadas de amarillo y verde.
Al entrar en las shambas de los kikuyus lo primero que te llamaba
la atención era el trasero de una anciana rastrillando
el suelo, como el cuadro de un avestruz que esconde su cabeza
en la arena. Cada familia kikuyu tiene varias cabañas pequeñas,
redondas y puntiagudas, y otras que sirven de almacén;
el espacio entre las cabañas está lleno de vida
y su suelo es duro como el cemento; allí se muele el maíz,
se ordeñan las cabras y corren los niños y las gallinas.
Solía cazar faisanes con espolones en los campos de boniato
en torno a las cabañas, a la luz azulada del crepúsculo,
y las palomas torcaces zureaban su sonora canción en los
árboles de troncos altos y floqueados, restos que aún
quedaban en las shambas de los bosques que una vez cubrieron toda
la granja.
Tenía, además, dos mil acres de pradera en la granja.
Las altas hierbas corrían y huían como las olas
del mar azotadas por el viento y los pastorcillos kikuyus apacentaban
las vacas de sus padres. En las estaciones frías llevaban
consigo carbones encendidos en cestitas de mimbre, lo que a veces
provocaba grandes incendios que eran desastrosos para el pastoreo
en la granja. En los años de sequía las cebras y
los alces bajaban hasta los prados de la granja.
Nairobi era nuestra ciudad,
a doce millas de distancia, allá abajo en una porción
de tierra llana entre colinas. Allí estaba la casa del
Gobierno y las grandes oficinas centrales; desde allí se
gobernaba el país.
Es imposible que una ciudad no desempeñe un papel en tu
vida, no importa lo bueno o lo malo que puedas decir de ella,
tu espíritu se siente atraído por la ley mental
de la gravitación. La luminosa calina del cielo sobre la
ciudad por la noche, que se veía desde algunos lugares
de mi granja, me hacía pensar y me recordaba las grandes
ciudades de Europa.
Cuando llegué por primera vez a África no había
coches en el país y teníamos que cabalgar hasta
Nairobi o íbamos en un carro arrastrado por seis mulas,
que dejábamos luego en los establos de The Highland Transport.
Durante toda mi época Nairobi fue una ciudad variopinta,
con unos cuantos nuevos y espléndidos edificios de piedra
y zonas enteras de viejas tiendas, oficinas y bungalows construidos
de chapa ondulada, con hileras de eucaliptus, en calles desnudas
y polvorientas. Las oficinas del Alto Tribunal, el Departamento
de Asuntos Nativos y el Departamento Veterinario estaban instalados
de cualquier manera: sentía un gran respeto hacia aquellos
funcionarios gubernamentales capaces de trabajar en unas habitaciones
asfixiantes y oscuras como un pozo. A pesar de todo, Nairobi era
una ciudad donde podías hacer compras, enterarte de noticias,
almorzar o cenar en los hoteles y bailar en el club. Un lugar
animado que se movía como agua fluyendo y crecía
como algo joven, que cambiaba de año en año, mientras
estabas fuera con un safari. La nueva casa del Gobierno estaba
ya construida y era un edificio majestuoso y fresco, con un espléndido
salón de baile y un bonito jardín; se levantaban
grandes hoteles, se celebraban grandes e impresionantes exposiciones
agrícolas y florales, y nuestra Quasi Gente Bien de la
colonia de vez en cuando animaba la ciudad con trifulcas de melodrama
ligero. Nairobi te decía: «Aprovéchate lo
que puedas de mí y del tiempo. Wir kommen nie wieder so
jung», tan indisciplinada y rapaz, «zusammen».
Por lo general, Nairobi y yo nos entendíamos muy bien y
una vez en que iba conduciendo por la ciudad pensé: «El
mundo no existiría sin las calles de Nairobi.»
Los barrios de los nativos y de los emigrantes de color eran muy
grandes en comparación con la ciudad europea.
La ciudad Swaheli, en la carretera al Club Muthaiga, gozaba de
dudosa reputación; era un lugar animado, sucio y chillón,
en donde a cualquier hora ocurrían cosas. Estaba construida
fundamentalmente con latas viejas de parafina aplanadas a martillazos
y en diversos grados de oxidación, como el coral, de cuya
estructura fosilizada el espíritu de la civilización
avanzada se alejaba continuamente.
La ciudad Somalí estaba más lejos de Nairobi debido,
supongo, al sistema somalí de aislamiento de sus mujeres.
En mis tiempos había unas cuantas muchachas somalíes,
jóvenes y hermosas, cuyos nombres conocía todo el
mundo, que se fueron a vivir al Bazaar y le tomaban el pelo a
la policía de Nairobi; eran inteligentes y cautivadoras.
Pero a las mujeres somalíes honradas nunca se las veía
en la ciudad. La ciudad Somalí estaba expuesta a todos
los vientos, sin sombra y con polvo, y a los somalíes les
debía recordar sus desiertos nativos. Los europeos, que
viven durante mucho tiempo, generaciones incluso, en el mismo
sitio, no pueden acostumbrarse a la completa indiferencia ante
lo que les rodea que caracteriza a las razas nómadas. Las
casas somalíes estaban diseminadas irregularmente por el
terreno desnudo y parecía como si hubieran sido sujetas
por clavos de cuatro pulgadas para que duraran una semana. Lo
que resultaba sorprendente es que cuando entrabas en ellas te
encontrabas con interiores ordenados y frescos, perfumados con
inciensos árabes, con preciosas alfombras y tapices, vasijas
de bronce y de plata, y espadas con empuñaduras de marfil
y nobles hojas. Las mujeres somalíes poseían unos
modales dignos y corteses, eran hospitalarias y alegres, con una
risa que sonaba como campanillas de plata. Me sentía a
gusto en su aldea somalí gracias a mi criado somalí,
Farah Aden, que estuvo conmigo durante toda mi época africana,
y asistí a muchas de sus fiestas. Una boda somalí
es una soberbia celebración tradicional. Como invitada
de honor me llevaban a la habitación de la novia, de cuyas
paredes y lecho nupcial colgaban antiguos tejidos resplandecientes
y bordados, en medio de los cuales se veía a la muchacha
de oscuros ojos, derecha como el bastón de un mariscal,
vestida con pesadas sedas, oro y ámbar.
Los somalíes eran tratantes de ganado y comerciaban por
todo el país. Para el transporte de las mercancías
empleaban burritos grises y a veces camellos, que eran altivos,
endurecidos productos del desierto, más allá de
los sufrimientos terrenales, como los cactus y los somalíes.
Las terribles disputas tribales perjudicaban mucho a los somalíes.
En este aspecto sentían y razonaban de un modo distinto
al resto de la gente. Farah pertenecía a la tribu Habr
Yunis, así que personalmente, cuando había una riña,
me ponía de su parte. Una vez hubo una verdadera batalla
entre las dos tribus de Dulba Hantis y Habr Chaolo, con disparos
e incendios, y muriendo diez o doce personas antes de que pudiera
intervenir el Gobierno. Farah tenía un joven amigo de su
propia tribu, llamado Sayid, muy simpático, que solía
venir por la granja, así que me apenó cuando me
contaron los sirvientes que estaba de visita en una casa de los
Habr Chaolo cuando un miembro iracundo de los Dulba Hantis disparó
dos tiros al azar a través del muro de la casa, rompiendo
la pierna del muchacho. Le dije a Farah que sentía la desgracia
de su amigo.
¿Qué? ¿Sayid ?exclamó
con vehemencia. Se lo merecía. ¿Quién
le mandó ir a tomar el té a casa de un Habr Chaolo?
Los indios de Nairobi dominaban el gran barrio nativo del Bazaar
y sus grandes mercaderes poseían pequeñas villas
en las afueras de la ciudad: Jevanjee, Suleiman Virjee, Allidina
Visram. Les encantaban las escaleras de piedra labrada, las balaustradas
y los jarrones, no muy bien tallados en la blanda piedra del país
como las construcciones que hacen los niños con piezas
de color rosa. Daban té en sus jardines, con pastelillos
indios al estilo de las villas, y eran gente astuta, viajada y
sumamente cortés. Pero los indios de África son
comerciantes tan codiciosos que una nunca sabía si estaba
frente a un ser humano o ante el cerebro de una firma comercial.
Estuve en la casa de Suleiman Virjee y cuando una vez vi la bandera
a media asta sobre su complejo comercial, le pregunté a
Farah:
¿Ha muerto Suleiman Virjee?
Muerto a medias dijo Farah.
¿Ponen las banderas a media asta cuando uno está
medio muerto?
Suleiman ha muerto dijo Farah. Virjee está
vivo.
Antes de hacerme cargo de la
dirección de la granja me gustaba mucho cazar y participé
en numerosos safaris. Pero en cuanto me convertí en granjera,
guardé mis rifles.
Los masai, la nación nómada y ganadera, eran vecinos
de la granja y vivían al otro lado del río; de vez
en cuando alguno venía a casa a quejarse de que un león
mataba sus vacas y me pedía que lo cazara; lo hacía,
si podía. Algunos sábados, seguida de una alegre
comitiva de jóvenes kikuyus, iba también a las llanuras
de Orungui a cazar una o dos cebras para que las comieran mis
jornaleros. Mataba pájaros en la granja, faisanes con espolones
y gallinas de Guinea, que eran una excelente comida. Pero durante
muchos años dejé las expediciones de caza.
Sin embargo, con frecuencia en la granja hablábamos de
los safaris que habíamos hecho. Los lugares de las acampadas
se fijan en tu mente como si hubieras vivido durante mucho tiempo
en ellos. Recordabas la huella de una curva de tu carro en la
hierba de la pradera como los rasgos de un amigo.
En los safaris había visto una manada de búfalos,
ciento veintinueve, que emergían de la niebla matinal bajo
un cielo cobrizo, de uno en uno, como si aquellos oscuros y enormes
animales, como de hierro, con sus poderosos cuernos que se balanceaban
horizontalmente no se acercaran, sino que se fueran creando ante
mis ojos y desaparecieran a medida que quedaban terminados. Vi
a una manada de elefantes que viajaba por el espeso bosque nativo,
donde la luz solar se derrama entre las espesas trepadoras formando
manchitas y franjas, y que caminaban pausadamente como si tuvieran
una cita al fin del mundo. Era, en tamaño gigantesco, como
el reborde de una viejísima e infinitamente preciosa alfombra
persa, con matices de verde, amarillo y negro amarronado. Muchas
veces a través de las palmeras vi el paso de las jirafas
con su curiosa e inimitable gracia vegetal, como si no fuera una
manada de animales, sino una familia de flores enormes, raras,
de tallos largos y moteados, que avanzara lentamente. Había
seguido a dos rinocerontes en su paseo matinal, cuando resoplaban
y olisqueaban en el aire del amanecer tan frío que
duele la nariz, y que parecían dos enormes pedruscos
angulares retozando en el largo valle y disfrutando juntos de
la vida. Y también había visto al león real,
antes del alba, bajo la luna menguante, cuando cruza la pradera
gris camino de casa después de la matanza, y deja una oscura
estela en la hierba plateada, con el rostro todavía rojo
hasta las orejas, o durante la siesta, al mediodía, cuando
reposaba satisfecho en medio de su familia sobre la hierba corta
y a la delicada sombra primaveral de las anchas acacias de su
parque africano.
Era agradable evocar esas cosas en los momentos aburridos en la
granja. Y la gran caza estaba allí todavía, en su
propio país; podía ir en su busca una vez más
si quería. Su proximidad otorgaba brillo e interés
a la granja. Farah aunque con el tiempo llegó a ocuparse
más de los asuntos de la granja y mis antiguos servidores
de safari vivían con la esperanza de otras cacerías.
En la espesura aprendí a recelar de los movimientos bruscos.
Las criaturas con quienes tratas son tímidas y vigilantes,
saben esquivarte cuando menos te lo esperas. Ningún animal
doméstico es capaz de una quietud igual a la de un animal
salvaje. La gente civilizada ha perdido la capacidad de estarse
quieta y debe aprender en silencio de la vida salvaje antes de
que ésta te acepte. El arte de moverse suavemente, sin
brusquedades, es lo primero que debe estudiar el cazador, sobre
todo si lleva una cámara. Los cazadores no pueden hacer
lo que quieran, deben mezclarse con el viento y con los colores
y olores del paisaje y adaptarse al tempo de todo el conjunto.
A veces un movimiento se repite una y otra vez y deben copiarlo.
Cuando atrapas el ritmo de África te das cuenta de que
es el mismo que el de toda su música. Lo que aprendí
de la caza en el país me fue útil con los nativos.
El amor a la mujer y a la feminidad es una característica
masculina, y el amor al hombre y a la masculinidad es una característica
femenina, y hay una sensibilidad especial hacia los países
y razas del sur que es una cualidad nórdica. Los normandos
debieron enamorarse de los países extranjeros, Francia
primero, luego Inglaterra. Aquellos viejos milords de la historia
y literatura del siglo xviii que están siempre viajando
por Italia, Grecia y España no tenían nada de meridional
en sus naturalezas, sino que les atraía y les fascinaba
algo que era completamente distinto a ellos. Los antiguos pintores,
filósofos y poetas germánicos y escandinavos cuando
llegaban por primera vez a Florencia y Roma, se arrodillaban,
para adorar al sur.
Aquella gente tan impaciente tenía una curiosa e ilógica
paciencia con respecto a aquel mundo ajeno. De la misma manera
que es casi imposible que una mujer irrite a un hombre verdadero,
y que ningún hombre desdeña por completo a las mujeres,
ni las rechaza del todo, así la impulsiva y pelirroja gente
del norte era capaz de soportar cualquier cosa de los países
y razas tropicales. Había cosas que no hubieran soportado
ni en sus países ni a sus allegados, pero aceptaban las
sequías de las tierras altas africanas, las insolaciones,
la ictericia hematúrica del ganado y la incompetencia de
los sirvientes nativos, con humildad y resignación. Su
misma sensación de individualidad se iba perdiendo por
las infinitas posibilidades de relacionarse que existen entre
personas que pueden llegar a formar una unidad, aunque sea a través
de las muchas diferencias de carácter que las separan.
La gente de Europa meridional y las personas de sangre mezclada
no tienen esa cualidad; la condenan o la desprecian. Así,
los hombres muy varoniles desprecian a los enamorados melancólicos
y las mujeres muy racionales, que no tienen paciencia con sus
hombres, se sienten indignadas ante Griselda.
En cuanto a mí, desde mis primeras semanas en África
sentí un intenso afecto por los nativos. Era un sentimiento
muy fuerte que comprendía a todas las edades y los dos
sexos. El descubrimiento de las razas de piel oscura fue una magnífica
ampliación de mi mundo. Como una persona con una simpatía
innata hacia los animales que crece en un medio donde no los hay
y entra en contacto con ellos en su madurez; o como una persona
a la que le gustan instintivamente los bosques y las selvas y
entra en uno de ellos por primera vez en su vida cuando tiene
veinte años; o como alguien con oído para la música
que la oye por primera vez ya mayor, casos así pueden ser
similares al mío. Una vez que hube conocido a los nativos
acordé la rutina de mi vida cotidiana con la orquesta.
Mi padre fue oficial de los ejércitos danés y francés
y cuando era un jovencísimo teniente en Duppel, escribió
a casa: «Allí en Duppel fui oficial de una columna
grande. Era un trabajo duro, pero espléndido. El amor a
la guerra es una pasión como cualquier otra, amas a los
soldados como amas a las mujeres jóvenes, hasta la locura;
pero un amor no excluye al otro, como saben las chicas. El amor
a las mujeres es para una cada vez, mientras que el amor a los
soldados abarca al regimiento entero, que te gustaría que
fuera lo mayor posible.» A mí me pasaba lo mismo
con los nativos.
No era fácil llegar a conocer a los nativos. Eran rápidos
de oído y evanescentes; si los asustabas, en un segundo
podían retirarse a su mundo, al igual que los animales
salvajes desaparecen ante un brusco movimiento que tú hagas:
simplemente ya no están ahí. Hasta que no conoces
bien a un nativo es imposible conseguir una respuesta suya a derechas.
Ante una pregunta directa de cuántas vacas tiene, te responde
evasivamente: «Tantas como le dije ayer.» Va contra
los sentimientos de los europeos ser respondidos de una manera
semejante, como muy probablemente va contra los sentimientos de
los nativos ser interrogados de esa forma. Si les presionábamos
o acosábamos para que nos explicaran su comportamiento,
esquivaban la respuesta cuanto podían y luego empleaban
una grotesca fantasía humorística para conducirnos
a una pista falsa. Hasta los niños pequeños, en
una situación de ese tipo, adquirían las cualidades
de un veterano jugador de póker, que no se preocupa si
sobrevaloras o infravaloras su jugada con tal de que no conozcas
sus cartas verdaderas. Cuando realmente lográbamos entrar
en la existencia de los nativos actuaban como hormigas cuando
metes un palo en un hormiguero; reparaban el daño con una
incansable energía, rápida y silenciosamente, como
si borraran una acción vergonzosa.
No podíamos saber ni imaginar qué clases de peligros
temían que les podían deparar nuestras manos. Yo
creo que nos temían de la misma manera que se teme un terrorífico
ruido repentino, no como se teme a la muerte o al dolor. Pero
era muy difícil de saber, porque los nativos poseen el
gran arte del mimo. En las shambas, por la mañana, te encontrabas
a veces faisanes con espolones que corrían ante tu caballo
como si tuvieran el ala rota y temieran que les cogieran los perros.
Pero su ala no estaba rota ni tenían miedo de los perros
podían alzar el vuelo ante ellos cuando quisieran,
lo que pasaba es que su nidada de polluelos estaba cerca y querían
llamar nuestra atención para que no la descubriéramos.
Al igual que el faisán, los negros simulaban que nos tenían
miedo, porque había otra amenaza más profunda cuya
naturaleza no podíamos adivinar. O quizá resultara
que su comportamiento con nosotros entrañaba una extraña
broma y que aquella gente tan tímida no nos temía
en absoluto. Los nativos tienen mucho menos sentido de los riesgos
de la vida que los hombres blancos. A veces en un safari o en
la granja, en momentos de suma tensión, mi mirada se encontraba
con la de mis compañeros nativos y sentía que estábamos
muy lejos unos de otros y que ellos no comprendían mi temor
ante el peligro. Pensé que tal vez fueran en su vida, dentro
de su elemento, como nosotros no podremos ser nunca, como peces
en aguas profundas que por mucho que se esforzaran no podrían
entender nuestro temor a ahogarnos. Esta seguridad, este arte
de nadar, lo tenían, en mi opinión, porque habían
conservado un conocimiento que para nosotros se ha perdido con
nuestros primeros padres; entre todos los continentes es África
quien nos lo puede enseñar: que Dios y el Diablo son una
unidad, la majestad coeterna, no dos seres increados, sino uno
solo, y los nativos nunca confunden a las personas ni dividen
la sustancia.
En nuestros safaris y en la granja mi conocimiento de los nativos
llegó a convertirse en una relación estable y personal.
Éramos buenos amigos. Acepté el hecho de que nunca
llegaría a conocerles ni a entenderles del todo, mientras
que ellos me conocían perfectamente y sabían qué
decisión iba a tomar antes de que yo misma estuviera segura.
Durante algún tiempo tuve una pequeña granja allá
arriba, en Gil-Gil, donde vivía en una tienda de campaña
y viajaba por ferrocarril entre Gil-Gil y Ngong. En Gil-Gil a
lo mejor decidía de pronto volver a casa cuando comenzaba
a llover, pero cuando llegaba a Kikuyu, que era nuestra estación
en la línea de ferrocarril, y desde donde había
diez millas hasta la granja, uno de los míos estaba allí,
con una mula, para que hiciera el camino cabalgando. Cuando les
preguntaba cómo sabían que iba a bajar, miraban
para otro lado, parecían sentirse incómodos, asustados
o aburridos, de la misma manera que nos sentiríamos nosotros
si una persona sorda se empeñara en que le explicáramos
una sinfonía.
Cuando los nativos se sentían a salvo de nuestros ruidos
repentinos y de nuestros bruscos movimientos, nos hablaban con
mucha más franqueza de lo que lo hacen los europeos entre
sí. Nunca eran de fiar, pero sí noblemente sinceros.
Un buen nombre lo que se llama de prestigio significaba
mucho en el mundo nativo. Parecía como si en un momento
determinado hubieran hecho una valoración conjunta sobre
ti, de la que nunca se echarían atrás.
A veces la vida en la granja era muy solitaria y en la quietud
de los atardeceres, cuando los minutos goteaban del reloj, la
vida parecía caer goteando de ti también sólo
porque no tenías gente blanca con la que hablar. Pero durante
todo el tiempo tuve conciencia de que la existencia silenciosa
y apartada de los nativos corría paralela con la mía,
en un plano diferente. Los ecos pasaban de la una a la otra.
Los nativos eran África en carne y hueso. El alto volcán
extinguido de Longonot, que domina el valle de la Falla, las grandes
mimosas que se alzan a lo largo de los ríos, los elefantes
y las jirafas, no eran más africanos que los nativos pequeñas
figuras en un vasto escenario. Todas eran expresiones diferentes
de una idea, variaciones sobre el mismo tema. No era un revoltijo
congénito de átomos heterogéneos, sino un
revoltijo heterogéneo de átomos congénitos,
como ocurre con la hoja de roble, la bellota y el objeto hecho
de roble. Nosotros, mandando y siempre con prisas, chocábamos
frecuentemente con el paisaje. Los nativos están en armonía
con él y cuando esa gente de talla elevada, esbelta, oscura
y de ojos negros viaja siempre en fila india, así
que hasta las grandes venas del tráfico nativo son estrechos
senderos, trabajan la tierra, cuidan del ganado, celebran
sus grandes danzas o te cuentan un cuento, es África la
que vaga, danza y te entretiene. En las tierras altas recordaba
las palabras del poeta:
Siempre encontré
noble al Nativo
e insípido al emigrante.
La colonia cambia y ya ha cambiado mucho desde que viví
allí. Cuando escribo con toda la precisión que me
es posible mis experiencias con la granja, con el país
y con algunos de los habitantes de las llanuras y de los bosques,
puede que tenga algún tipo de interés histórico.
Traducción de Barbara
McShane y Javier Alfaya