Leyendo
las obras de Antón Chéjov, sentimos la impresión
de vivir uno de esos días melancólicos, avanzado el
otoño, cuando el aire es tan transparente, que los árboles
desnudos, las casas angostas y los hombres se destacan nítidos.
Todo es extraño, solitario, inmóvil, sin fuerza. Están
desiertas las lejanías profundas y azules, se confunden con
el cielo pálido, y sombrean siniestramente la tierra recubierta
de un barro helado. El espíritu del autor, semejante al sol
de otoño, ilumina con cruel claridad los senderos, las calles
tortuosas, las casas pequeñas y sucias, dentro de las cuales
seres miserables se sofocan de aburrimiento y pereza, aunque llenando
el ambiente con absurda y soñolienta agitación. He aquí,
caminando como un ratón gris, la Queridita, una mujer que sabe
amar inmensa y servilmente. Y a su lado, la triste Olga de Tres hermanas,
también sabe amar y se somete sin replicar a los caprichos
de la mujer, vulgar y depravada, de su perezoso hermano; ante sus
ojos, ve romperse la vida de sus hermanas y ella no hace más
que llorar, incapaz de prestar una ayuda; sin una palabra de protesta
ante tal mediocridad.
He aquí la patética Ranevsky y los otros propietarios
de la Cerisaie (Cerezal) egoístas como niños,
seniles como ancianos. No murieron a tiempo y gimen; nada ven ni comprenden
de cuanto los rodea; parásitos impotentes a cogerse de nuevo
a la vida. El vulgar estudiante Trafimov habla elocuentemente de la
necesidad de trabajar, y vive ocioso, burlándose estúpidamente
de Varia que trabaja sin descanso para asegurar el bienestar de los
inútiles.
Verchinine imagina la belleza de la vida en trescientos años
más, sin darse cuenta de que a su alrededor todo se descompone
y que Solenny se prepara, por aburrimiento e idiotez, a asesinar al
buen barón Toussenbach.
Ante nuestros ojos desfila una interminable caravana de hombres y
mujeres, esclavos del amor, de la estupidez, de la flojera, de la
codicia por los bienes terrenales; dominados por el sombrío
temor a la existencia, sienten una angustia confusa y llenan su vida
con discursos incoherentes sobre el porvenir; no ven su puesto en
el presente.
A veces, en medio de esta masa gris salta una chispa: es Ivanov o
Treplev que han adivinado su misión y mueren.
Muchos de entre ellos se detienen a soñar en la belleza de
la vida dentro de doscientos años más, pero ninguno
se pregunta: ¿quién la embellecerá si nosotros
no hacemos más que soñar?
Ante esta multitud aburridora e insulsa de seres impotentes, pasó
un hombre grande, inteligente y observador; miró los opacos
habitantes de su país, y con una sonrisa triste, de reproche
suave pero profundo, con un gesto de horrible decepción, dijo
sinceramente:
¡Vuestra vida es mala, señores!
Hace cinco días que permanezco involuntariamente en cama, a
causa de una fiebre. La deprimente lluvia finlandesa riega la tierra
como un polvo húmedo. En el fuerte de Inno truenan los cañones
en maniobras. En la noche, su lengua alargada barre las nubes con
sus disparos: es un espectáculo abominable que nos impide olvidar
el diabólico maleficio de la guerra.
He leído a Chéjov. Si él no estuviera muerto,
desde hace diez años, la guerra lo habría muerto después
de envenenarlo con el odio por la humanidad.
Recuerdo su entierro. El ataúd del escritor, tan tiernamente
querido por Moscú, era conducido en un carro sucio, sobre
cuya puerta se leía en grandes caracteres: Para Ostras.
Algunos, de la pequeña comitiva que se reunió en la
estación para recibir los restos del escritor, siguieron el
cuerpo del general Keller, que devolvían de Manchuria, y se
sorprendieron de oír que enterraban a Chéjov con música
militar. Comprendido el error, algunas personas de mal humor se pusieron
a rezongar.
No más de cien personas acompañaron el entierro de Chéjov.
Recuerdo especialmente a dos abogados; llevaban zapatos nuevos y vistosas
corbatas; parecían recién casados. Uno de ellos, V.
A. Maklakof, hablaba de la inteligencia de los perros; el otro, farsanteaba
con su villa y la belleza de los alrededores, mientras una dama de
morado, bajo una sombrilla de encajes, convencía a un anciano
de anteojos:
¡Ah! ¡Era extraordinariamente agradable y espiritual!
El anciano tosía con aire incrédulo. Un policía
gordo, majestuoso, montado sobre un caballo blanco encabezaba el convoy.
Todo esto, y aun otros detalles, eran de una vulgaridad cruel y contrastaban
con la memoria de un grande y excelente artista.
En una carta dirigida al viejo A. Souvorine, decía Chéjov:
Nada hay más aburridor, es decir, menos poético,
que esta lucha prosaica por la existencia que destruye el goce de
vivir y nos inclina a la apatía.
Estas palabras expresan un estado de alma netamente ruso, pero que,
generalmente, no era el de Antón Pavlovitch. En Rusia, donde
todo abunda menos el amor al trabajo, la mayoría de los hombres
piensan así. El ruso admira la energía, pero no cree
en ella. Un escritor activo un Jack London, por ejemplo
es imposible en Rusia.
Naturalmente, los libros de London se leen mucho, pero no veo que
inciten a la acción al ruso; solamente exaltan su imaginación.
En este sentido Chéjov no es muy ruso. Para él, desde
su juventud, la lucha por la vida era una inquietud cotidiana: debía
procurarse un gran pedazo de pan. A estas preocupaciones sin alegría
consagró todas las fuerzas de su juventud, y podemos con razón
admirarnos de que haya conservado su buen humor. La vida se le presentaba
como una fastidiosa aspiración por la saciedad y el reposo;
sus grandes dramas y tragedias quedaban ocultos bajo el tosco espesor
de las cosas cotidianas. Y sólo pudo observar con mirada penetrante
la esencia de estos dramas cuando se sintió liberado de la
preocupación de proveer a los que lo rodeaban.
Jamás he visto un hombre que, tan intensa y totalmente como
Antón Pavlovitch, haya sentido la importancia del trabajo como
fundamento de la civilización; ello se manifestaba en los menores
detalles de su vida familiar, en la selección de objetos y
en el noble cariño por ellos, y que extraño al deseo
de acaparar no se cansa de admirar en ellos las creaciones del espíritu
humano. Le gustaba construir, hacer jardines y embellecer la tierra;
él sentía la poesía del trabajo. ¡Con qué
conmovedora solicitud vigilaba el crecimiento de los árboles
frutales y de los arbustos que había plantado! Mientras hacía
construir su casa en Aouta, decía:
Si cada uno hiciera lo que pudiera en su propiedad, ¡qué
hermosa sería la tierra!
Como trabajara en una obra sobre Basile Bouslaev, le leí el
presuntuoso monólogo de Basile:
¡Hola! ¡Si tuviera más fuerza!
Con mi cálido aliento derretiría las nieves,
Daría la vuelta al mundo, sembrando la tierra entera.
Habría caminado un siglo, y construido ciudades.
¡Levantaría templos, plantando por todas partes jardines!
Habría adornado la tierra como una moza.
Y estrechándola como una joven esposa,
Habría levantado la tierra hasta mi pecho.
La habría alzado y ofrecido al Señor:
¡Mira, Señor, lo que es ahora la tierra!
¡Cómo la ha embellecido Basilio!
Tú la lanzaste al espacio como una piedra,
Y yo he hecho una preciosa esmeralda.
Mírala, Señor, y regocíjate,
¡De verla resplandecer tan verde al sol!
Te la regalaría, señor
¡Pero la amo demasiado!
Este monólogo agradó a Chéjov. Tosiendo ligeramente
me dijo emocionado:
¡Está bien
verdadero, muy humano! Esto contiene
precisamente el sentido de toda la filosofía: el
hombre ha convertido la tierra en un lugar habitable, también
conseguirá hacerla acogedora. Y con un gesto de obstinación,
repitió: ¡Sí, lo conseguirá!
Luego me pidió que le leyera las fanfarronadas de Basile; escuchaba
mirando por la ventana, y aconsejó:
Los dos últimos versos están de más. Es
inútil fanfarronería.
Raras veces hacía alusiones a su obra literaria, a disgusto,
casi con vergüenza y tal vez con tanta reserva como para hablar
de León Tolstoi. Sólo en sus momentos de alegría
llegaba a exponer un tema, siempre humorístico.
Escuche, voy a escribir una novela sobre una profesora atea
admiradora de Darwin y convencida de la necesidad de luchar contra
los prejuicios y las supersticiones del pueblo. Pero a medianoche
se dirige a los baños para hacer allí cocer un gato
negro y sacarle la clavícula: el hueso que atrae al hombre
y le inspira el amor. Sí, sí, ese hueso tiene esa propiedad.
Hablaba de sus obras como si se tratara de comedias y creo que estaba
sinceramente persuadido de ello. Probablemente Savva Morozov lo había
oído decir, pues declaraba: debían ser puestas
en escena como comedias líricas.
Chéjov seguía con gran interés el movimiento
literario y se mostraba especialmente benévolo con los principiantes.
Leía con sorprendente paciencia los voluminosos manuscritos
de Lazarewsky, Oliger y muchos otros.
Necesitamos más escritores decía. La literatura
no es más que una novedad en nuestras costumbres y sólo
destinada a la élite. En Noruega hay un escritor
por cada 226 habitantes y nosotros contamos uno por un millón.
A veces la enfermedad lo ponía hipocondríaco y aun,
misántropo. En tales momentos era caprichoso en sus juicios
y duro con los hombres.
Un día, sacudido por una tos seca, me dijo mientras jugaba
con el termómetro:
Vivir para morir no es muy divertido, pero vivir sabiendo que
se ha de morir prematuramente, es un absurdo
En otra ocasión, sentado cerca de una ventana abierta y mirando
a lo lejos el mar, exclamó con inesperada irritación:
Estamos acostumbrados a vivir en la esperanza del buen tiempo,
de una hermosa cosecha, de una agradable aventura, de enriquecernos
o de ser nombrados prefecto de policía. Pero la esperanza de
hacerse más inteligente, no la percibo entre los hombres. Nos
decimos que con otro zar las cosas mejorarán, y que en doscientos
años más serán aún mejores, pero nadie
hace nada por que la mejoría llegue mañana. En resumen,
la vida se hace cada día más complicada y se dirige
ella misma, no sabemos dónde. Mientras tanto los hombres se
embrutecen y se alejan más y más de ella.
Reflexionó un instante y arrugando la frente agregó:
Parecen mendigos, inválidos en una procesión.
Era médico, y la enfermedad de un médico es siempre
más aflictiva que la de sus clientes; éstos no hacen
más que sentir, mientras que el médico tiene además
nociones de la destrucción de su organismo. Es uno de los casos
en que se puede decir que el conocimiento lo acerca a la muerte.
Cuando reía, sus ojos eran hermosos, acariciadores y dulces
como los de una mujer. Y su risa casi silenciosa era particularmente
agradable. Hacía gozar realmente su risa. No conozco a nadie
que sea capaz de reír como él, intelectualmente.
Jamás lo hacían reír las anécdotas groseras.
Con esa risa afectuosa y cordial me decía:
¿Sabe usted por qué Tolstoi se muestra tan variable
con usted? Es porque está celoso: se imagina que Soulerjitsky
quiere a usted, más que a él. Sí, sí.
Ayer me dijo:
Yo no puedo ser sincero con Gorki, no sé por qué,
pero no puedo. Me disgusta que Souler viva con él. Gorki es
un hombre malo. Parece un seminarista a quien han obligado a tomar
el hábito, y esto lo ha puesto furioso contra todos. Tiene
el alma del observador, de los hebreos; ha llegado, no se sabe de
dónde, a tierra extranjera, a Canaan; observa todo, anota todo,
y lo lleva a su dios. Y su dios es un monstruo de la especie de las
ondinas o las sílfides de los campesinos.
Contándome esto, Chéjov terminó riendo hasta
llorar y prosiguió, secándose los ojos:
Yo le contesté: No, Gorki es bueno. Y él
insistió No, no, yo sé. Tiene una nariz de pato
y sólo los desgraciados o los malos pueden tenerla. Desde luego,
las mujeres tampoco lo quieren y ellas son como los perros: olfatean
a los hombres buenos. Souler, sí, posee el don de amar desinteresadamente.
En ello, es genial. Saber amar, es saberlo todo.
Y Chéjov repitió:
Sí, el viejo está celoso
¡Qué
ser admirable!
Siempre que hablaba de Tolstoi, tenía en los ojos una sonrisa
particular, imperceptible, tierna y confusa. Bajaba la voz como hablando
de algo irreal y misterioso que exigía palabras prudentes y
suaves.
Más de una vez deploró que no hubiese cerca de Tolstoi
un Eckermann que anotara cuidadosamente los pensamientos incisivos,
inesperados y aun contradictorios del viejo sabio.
Usted debería encargarse de ello aconsejaba a Soulerjitsky.
Tolstoi lo quiere tanto, habla a menudo y muy bien de usted.
De Souler, ha dicho Chéjov:
Es un niño sabio
Lo cual es muy exacto.
Un día, en mi presencia, Tolstoi expresaba a Chéjov
su admiración por una de sus novelas, creo que por Queridita:
Es como un encaje tejido por una joven casta. Había antaño,
solteronas bordadoras que ponían en su trabajo los sueños
de toda su vida. Entrelazaban en sus encajes todos sus sueños
de amor puro y vago.
Tolstoi hablaba emocionado, con lágrimas en los ojos. Aquel
día, Chéjov tenía temperatura; estaba sentado,
con manchas rojas en las mejillas, la cabeza inclinada, y limpiaba
cuidadosamente sus anteojos. Largo rato permaneció en silencio,
luego suspiró y dijo confundido:
Está llena de faltas.
Mucho se puede escribir sobre Chéjov, pero sería necesario
un estilo neto y muy fino, y yo no me siento capaz. Convendría
escribir de él como él mismo escribió su Estepa,
una novela perfumada, liviana, de una melancolía tan rusa y
tan soñadora, una de esas novelas que se escriben para sí
mismo.
Reconforta el recuerdo de semejante hombre: inmediatamente el valor
vuelve a la vida y toma un sentido claro.
El hombre es el eje del mundo.
¿Y sus vicios, sus defectos? dirán.
Estamos todos hambrientos de amor por la humanidad, y cuando se tiene
hambre, aun el pan crudo, parece bueno.
Traducción de Alfonso Maura
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