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Excelentes
personas
Anton
Chéjov
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Había
una vez en Moscú un hombre llamado Vladimir Semiónich
Liadovski. Había obtenido su grado universitario en la Facultad
de Leyes y tenía un puesto en el consejo administrativo de
cierto ferrocarril; pero si se le preguntaba cuál era su oficio,
sus grandes ojos brillantes miraban con candor y franqueza a través
de sus gafas doradas, y su agradable, aterciopelada, ceceante voz
de barítono respondía:
Mi oficio es la literatura.
Después de terminar su carrera, Vladimir Semiónich había
logrado que un periódico le publicara una columna de crítica
teatral. De esto pasó a notas más extensas, y un año
después escribía ya, para el mismo periódico,
un artículo semanal sobre cuestiones literarias. Pero no debe
pensarse que era un aficionado, que su trabajo literario tenía
un carácter efímero y fortuito. Al ver su magra e impecable
figura, de alta frente y larga melena, al escuchar sus discursos,
me parecía que el acto de escribir, sin importar lo que escribiera
o cómo lo hacía, era parte orgánica de él,
como el latido de su corazón, y que todo su programa literario
debía haber sido parte integral de su cerebro cuando él
estaba aún en el vientre de su madre. Hasta en su modo de andar,
en sus gestos, en la manera como sacudía la ceniza de su cigarro,
podía yo leer todo su programa, de la A a la Z, con todo su
artificio, tedio y sentimientos honorables. Era un literato de pies
a cabeza cuando, con rostro inspirado, colocaba una corona de flores
sobre el ataúd de alguna celebridad, o cuando, con rostro grave
y solemne, reunía firmas para alguna solicitud; su pasión
por amistarse con literatos distinguidos, su aptitud para encontrar
talento hasta donde no lo había, su perpetuo entusiasmo, su
pulso que latía ciento veinte veces por minuto, su ignorancia
de la vida, el aleteo genuinamente femenino con que acudía
a conciertos y a veladas literarias en beneficio de los estudiantes
desamparados, el modo en que gravitaba hacia los jóvenes
;
todo esto le hubiera creado reputación de escritor, incluso,
sin la existencia de sus artículos.
Era uno de aquellos escritores a quienes las frases como Somos
apenas unos cuantos o ¿Qué es la vida sino
una lucha? ¡Adelante!, sientan perfectamente; aunque él
jamás luchaba con nadie y jamás iba hacia adelante.
Incluso podía permitirse especular a propósito de ideales
sin ser empalagoso. Cada aniversario de la universidad, el día
de santa Tatiana, Vladimir Semiónich se emborrachaba, cantaba
el Gaudeamus fuera de tiempo, y su cara resplandeciente y sudorosa
parecía decir: ¡Ved, estoy borracho; estoy celebrando!
Pero aun eso le sentaba bien.
Vladimir Semiónich poseía genuina fe en su vocación
literaria y en todo su programa. No tenía dudas, y evidentemente
estaba muy satisfecho de sí mismo. Sólo una cosa lo
atormentaba: su periódico circulaba poco y no era muy influyente.
Pero Vladimir Semiónich creía que tarde o temprano podría
ingresar en una revista sólida y tener más campo y más
oportunidades de expresarse; y toda su escasa preocupación
a este respecto palidecía ante el brillo de sus esperanzas.
Visitando a este hombre encantador, conocí a su hermana, la
doctora Vera Semiónovna. Lo que me impresionó de ella
a primera vista fue su aspecto exhausto y su salud pésima.
Era joven, con buena figura y facciones agradables aunque un poco
grandes, pero comparada con su ágil, locuaz y elegante hermano,
parecía angulosa, distraída, descuidada y hosca. Había
algo tenso, frío, apático en sus movimientos, sonrisas
y palabras; no gozaba de simpatías y tenía fama de orgullosa
y de poco inteligente. En realidad, creo yo, estaba descansando.
Querido amigo me decía a menudo su hermano, suspirando
y echándose el cabello hacia atrás con un movimiento
pintoresco y literario, ¡nunca hay que juzgar por las
apariencias! Mire este libro: se ha leído desde hace mucho
tiempo. Está torcido, andrajoso, y yace en el polvo sin que
nadie se acuerde de él; pero ábralo usted, y lo hará
llorar y palidecer. Mi hermana es como ese libro. Alce usted la tapa
y atisbe su alma: se horrorizará. ¡Vera tuvo en tres
meses experiencias que hubieran sido amplias para toda una vida!
Vladimir Semiónich miró alrededor, me tomó de
la manga y empezó a murmurar:
¿Sabe usted?, después de graduada se casó,
por amor, con un arquitecto. ¡Es toda una tragedia! Llevaban
apenas un mes de casados cuando, ¡tras!, el esposo murió
de tifo. Pero eso no fue todo. Ella enfermó también,
y cuando al recobrarse supo que su Iván había muerto
tomó una buena dosis de morfina. De no haber sido por las vigorosas
medidas adoptadas por sus amigos, mi Vera descansaría ya en
el cielo. Dígame, ¿no es una tragedia? ¿Y no
es mi hermana como una ingénue que ha representado ya los cinco
actos de su vida? El público puede quedarse para ver la farsa,
pero la ingénue debe irse a casa a descansar.
Después de tres meses desolados, Vera Semionovna había
ido a vivir con su hermano. No estaba hecha para practicar la medicina,
que la extenuaba y no la satisfacía; no daba la impresión
de conocer su materia, y nunca la oí decir nada referente a
sus estudios médicos.
Dejó la medicina, y callada y ociosa, como una prisionera,
pasó el resto de su juventud en incolora apatía, gacha
la cabeza e inertes las manos. Lo único que no le era del todo
indiferente y disipaba en algo la penumbra de su vida, era la presencia
de su hermano, a quien amaba. Lo amaba a él y amaba su programa,
sentía gran reverencia por sus artículos; y cuando se
le preguntaba qué estaba haciendo Vladimir Semiónich,
respondía en voz queda, como temerosa de despertarlo o distraerlo:
Está escribiendo.
Cuando él trabajaba, ella solía sentarse a su lado,
los ojos fijos en la mano que escribía. En tales momentos parecía
un animal enfermo calentándose al sol
Un atardecer invernal Vladimir Semiónich escribía una
crítica para su periódico; Vera Semionovna estaba a
su lado, mirando como siempre su diestra. El crítico escribía
rápidamente, sin tachaduras ni correcciones. La pluma raspaba
y rechinaba. Cerca del papel, yacía en la mesa un recién
cortado ejemplar de una voluminosa revista, que contenía un
relato sobre la vida campesina, firmado con dos iniciales. Vladimir
Semiónich estaba entusiasmado; pensaba que el autor era admirable
en su manejo del tema, sugería a Turgeniev en sus descripciones
de la naturaleza, era honesto, y conocía en forma excelente
la vida campesina. El propio crítico no sabía nada de
la vida campesina, a no ser lo que había leído o escuchado
por allí, pero sus sentimientos y sus convicciones íntimas
lo forzaban a creer la historia. Predecía un brillante futuro
para el autor, le aseguraba que esperaría con impaciencia la
conclusión del relato, y así por el estilo.
¡Estupenda historia! dijo, reclinándose en
la silla y cerrando plácidamente los ojos. El tono es
extremadamente bueno.
Vera Semionovna miró a su hermano, bostezó, y súbitamente
hizo una pregunta inesperada. Por las noches tenía la costumbre
de bostezar nerviosamente y de hacer preguntas cortas, repentinas
y no siempre oportunas.
Volodia preguntó, ¿qué significa
la no resistencia al mal?
¡La no resistencia al mal! repitió su hermano
abriendo los ojos.
Sí. ¿Qué entiendes tú por eso?
Pues verás, querida, supónte que unos ladrones
o salteadores te ataquen, y tú, en vez de
No, dame una definición lógica.
¿Una definición lógica? ¡Jm! Bien
Vladimir Semiónich meditó. La no resistencia
al mal significa una actitud de no intervención respecto a
todo aquello que en la esfera de la moral se considera malo.
Así diciendo, Vladimir Semiónich se inclinó sobre
la mesa para tomar una novela. Dicha novela, escrita por una mujer,
exploraba la dolorosa e irregular situación de una dama de
sociedad que vivía bajo el mismo techo con su amante y su hijo
ilegítimo. Vladimir Semiónich se sentía complacido
con la excelente tendencia de la historia, con el argumento y con
la manera de presentarlo. Haciendo un breve sumario de la novela,
seleccionó los mejores pasajes y añadió a su
informe: ¡Cuán apegado a la realidad, cuán
vivo, cuán pintoresco! La autora no es solamente una artista;
es, asimismo, una sicóloga sutil, capaz de ahondar en las almas
de sus personajes. Ved, por ejemplo, esta vívida descripción
de las emociones de la heroína al encontrarse con su marido,
y así por el estilo.
Volodia dijo Vera Semionovna interrumpiendo sus efusiones
críticas, una idea extraña me obsesiona desde
ayer. Me pregunto una y otra vez dónde estaríamos todos
si la vida humana estuviera organizada sobre la no resistencia al
mal.
Según toda probabilidad, en ninguna parte. La no resistencia
daría rienda suelta a la voluntad criminal, y para no hablar
de lo que ocurriría con la civilización, esto no dejaría
piedra sobre piedra en ningún lugar de la tierra.
¿Qué quedaría?
Arrabales y burdeles. En mi próximo artículo hablaré
quizá de ello. Gracias por recordármelo.
Y una semana después mi amigo cumplió su promesa. Esto
ocurría justamente en el periodo durante la década
de los ochenta en que la gente empezaba a hablar y a escribir
acerca de la no resistencia, del derecho de juzgar, de castigar, de
hacer la guerra; cuando algunas personas de nuestro grupo empezaban
a prescindir de sus sirvientes, a retirarse al campo, a labrar la
tierra, y a renunciar a la comida animal y al amor carnal.
Tras leer el artículo de su hermano, Vera Semionovna meditó,
y apenas perceptiblemente alzó los hombros.
¡Muy bonito! dijo. Pero todavía hay
muchas cosas que no comprendo. Por ejemplo, en el cuento Pertenecientes
a la Catedral, de Leskov, hay un jardinero raro que siembra
para beneficio de todos: para sus clientes, para los limosneros, y
para quien quiera robarle. ¿Se comporta con sensatez?
Por el tono y por la expresión de su hermana, Vladimir Semiónich
se dio cuenta de que no le había gustado el artículo,
y casi por vez primera, su vanidad de autor sufrió un golpe.
Con un ligero matiz de irritación, respondió:
El robo es inmoral. Sembrar para los ladrones equivale a reconocer
el derecho de los ladrones a existir. ¿Qué pensarías
tú si yo estableciera un periódico, y dividiéndolo
en secciones, destinara una al chantaje, otra a las ideas liberales?
De seguir el ejemplo de ese jardinero, lógicamente debería
yo destinar una sección a los chantajistas, a la canalla intelectual.
¿Sí?
Vera Semionovna no respondió. Se levantó de la mesa,
fue con languidez al sofá y se acostó.
No sé, no sé nada de eso dijo meditabunda.
Quizá tengas razón; pero a mí me parece, siento
de algún modo, que hay algo falso en nuestra resistencia al
mal, como si algo se ocultara o se callara. Sabe Dios
Acaso
nuestros métodos de resistir al mal pertenezcan a la categoría
de los prejuicios que han arraigado tanto en nosotros que no podemos
separarnos de ellos, y por tanto no podemos juzgarlos imparcialmente.
¿Qué quieres decir?
No sé cómo explicarte. Quizá el hombre
se equivoca al pensar que tiene la obligación de resistir al
mal y que tiene derecho de hacerlo, del mismo modo que se equivoca
al pensar, por ejemplo, que el corazón es como un as de corazones.
Es muy posible que al resistir al mal no debamos usar la fuerza, sino
usar precisamente lo opuesto a la fuerza
Si tú, por ejemplo,
no quieres que te roben este cuadro, deberías regalarlo, en
vez de encerrarlo con llave
¡Inteligente, muy inteligente! ¡Si quiero casarme
con una mujer rica y vulgar, ella debería salvarme de una acción
tan baja adelantándoseme en la proposición!
Hermano y hermana hablaron hasta la medianoche sin comprenderse. Cualquier
extraño que los hubiera oído, apenas habría podido
discernir lo que cualquiera de los dos quería demostrar.
Acostumbraban pasar la velada en casa. No había amistades a
quienes pudieran visitar, y no sentían necesidad de amistades;
siguiendo la costumbre de los círculos literarios, sólo
iban al teatro cuando había una nueva obra; no iban a conciertos,
pues no les interesaba la música.
Puedes pensar lo que gustes empezó de nuevo Vera
Semionovna, al día siguiente; pero para mí la
cuestión está casi por completo resuelta. Estoy firmemente
convencida de que no tengo bases para resistir un mal dirigido contra
mí personalmente. Si quieren matarme, que lo hagan. Con defenderme
no mejoraré al asesino. Todo lo que tengo que decidir ahora
es la segunda mitad de la cuestión: ¿cómo debo
comportarme ante un mal dirigido contra mi prójimo?
¡Vera, cuidado y no te dé la rabia! dijo
Vladimir Semiónich riendo. ¡Veo que la no resistencia
se está convirtiendo en tu idée fixe!
Quería poner fin con una broma a las aburridas discusiones,
pero de algún modo el asunto estaba más allá
de toda broma; la que lo acompañaba era artificial y agria.
Su hermana dejó de sentarse junto a él y de mirar reverente
su mano, y él sentía cada noche que a su espalda, en
el sofá, yacía alguien que no estaba de acuerdo con
él. Y su espalda se ponía tiesa y entumida, y su alma
se helaba. La vanidad de un autor es vengativa, implacable, incapaz
de perdonar, y su hermana era la primera y única persona que
había desnudado y perturbado aquel incómodo sentimiento,
que es como una gran vajilla, fácil de desempacar pero imposible
de guardar de nuevo como estaba.
Semanas y meses pasaron, y su hermana seguía aferrada a sus
ideas y no se sentaba junto a él. Una noche de invierno, Vladimir
Semiónich escribía un artículo. Hablaba de cierta
novela que describía cómo una maestra de aldea rechazaba
al hombre a quien amaba y que la amaba, un hombre tan próspero
como inteligente, sólo porque el matrimonio haría imposible
su trabajo educativo. Vera Semionovna yacía en el sofá
y meditaba sombría.
¡Dios mío, qué lenta! dijo estirándose.
¡Qué insípida y vacía es la vida! Yo no
sé qué hacer, y tú gastas tus mejores años
en sólo Dios sabe qué. Como algún alquimista,
te pones a remover basura vieja que nadie quiere. ¡Dios mío!
Vladimir Semiónich dejó caer su pluma y se volvió
lentamente hacia su hermana.
¡Es deprimente mirarte! dijo ella. Wagner,
en Fausto, desenterraba gusanos, pero al menos estaba
buscando un tesoro, mientras que tú buscas gusanos por los
gusanos mismos.
¡Eso es confuso!
Sí, Volodia, todos estos días he estado pensando,
he estado pensando dolorosamente durante largo tiempo, y he llegado
a la conclusión de que eres reaccionario y convencional más
allá de toda esperanza. Anda, pregúntate a ti mismo
cuál es el objeto de tu celosa y esmerada labor. Dime, ¿cuál
es? Vaya, todo lo que se podría extraer de esa basura que siempre
andas revolviendo se ha extraído desde hace mucho tiempo. Uno
puede machacar agua en un mortero y analizarla cuanto quiera sin descubrir
más de lo que los químicos han descubierto ya
¡Conque sí! dijo Vladimir Semiónich,
arrastrando pesadamente las palabras, al tiempo que se levantaba.
Sí, todo esto es basura vieja porque estas ideas son eternas;
pero entonces, ¿qué es lo que tú consideras nuevo?
Tú te dedicaste a trabajar en el dominio del pensamiento;
eres tú quien debe pensar algo nuevo. Yo no tengo por qué
enseñarte.
¡Yo, un alquimista! gritó el crítico,
con asombro e indignación, alzando irónicamente los
ojos. Arte, progreso
¿es alquimista todo eso?
¿Ves, Volodia?, me parece que si todos ustedes los pensadores
se ocuparan de resolver los grandes problemas, todas las pequeñas
cuestiones de las que se ocupan en la actualidad se resolverían
por añadidura. Si uno sube en un globo para ver un pueblo,
verá asimismo, sin ningún esfuerzo, los campos y las
aldeas y los ríos. Cuando se manufacturara estearina, se obtiene
glicerina como producto accesorio. Me parece que el pensamiento contemporáneo
se ha posado en un sitio y está aferrado allí. Es apático,
tímido, prejuzga, teme emprender un vuelo amplio y titánico,
del mismo modo que tú y yo tememos escalar una alta montaña;
es conservador.
Conversaciones como ésta no podían menos que dejar huella.
Las relaciones entre los hermanos se volvían más tensas
cada día. El hermano llegó a ser incapaz de trabajar
en presencia de la hermana, y se irritaba al saberla acostada en el
sofá, mirando su espalda; la hermana fruncía nerviosa
el entrecejo y se estiraba cuando, queriendo volver al pasado, él
trataba de compartir con ella sus entusiasmos. Cada noche se quejaba
de estar aburrida y hablaba acerca de la independencia y de la mente
y de aquellos que se encuentran presos en el cauce de la tradición.
Arrastrada por sus nuevas ideas, Vera Seminovna demostraba que el
trabajo en que su hermano tanto se abstraía era convencional,
un vano esfuerzo de las metas conservadoras por defender lo que ya
había tenido su época y empezaba a desvanecerse de la
escena. Hacía innumerables comparaciones. Primero comparaba
a su hermano con un alquimista, luego, con un mohoso viejo creyente
que prefería morir antes que escuchar la voz de la razón.
Gradualmente hubo también un cambio en su manera de vivir.
Era capaz de pasarse todo el día acostada en el sofá
sin hacer nada más que pensar, mientras su rostro mostraba
una expresión seca y hostil como la de una persona poseída
por una fe hasta un grado de intransigencia. Empezó a rechazar
las atenciones de los sirvientes; ella misma barría y aseaba
su cuarto, limpiaba sus botas y cepillaba sus vestidos. Su hermano
no podía evitar sentir irritación y hasta odio al verla
ir de aquí para allá, con su rostro frío, ocupada
en su trabajo de sirvienta. En ese trabajo que su hermana desempeñaba
con cierta solemnidad, veía él algo forzado y falso,
algo a la vez fariseo y afectado. Y sabiendo que no podía aspirar
a persuadirla, la molestaba con pullas, como un niño.
¡Has decidido no resistir al mal, pero resistes el que
tengamos sirvientes! se burlaba. Si la servidumbre es
un mal, ¿por qué le opones resistencia? ¡Eso es
incongruente!
Sufría, sentía indignación e incluso vergüenza.
Sentía vergüenza cuando su hermana hacía cosas
extrañas enfrente de otras personas.
Es horrible, amigo mío me dijo en privado, moviendo
con desolación las manos. Parece que nuestra ingénue
se ha quedado a la farsa para representar también allí
un papel. ¡Se ha vuelto morbosa hasta la médula de los
huesos! Me lavo las manos, que piense como quiera; pero, ¿por
qué habla, por qué me provoca? Debería darse
cuenta de lo que significa para mí el escucharla. ¡De
lo que siento cuando en mi presencia tiene el descaro de apoyar sus
errores citando en forma blasfema las enseñanzas de Cristo!
¡Me asfixia! Me hace hervir de indignación el oírla
desarrollar sus teorías y tratar de distorsionar el Evangelio
para acomodarlo a su gusto, absteniéndose de citar el pasaje
de los mercaderes arrojados del templo. ¡Ése, mi querido
amigo, es el resultado de tener una educación deficiente, un
desarrollo incompleto! ¡Esa es la consecuencia de un programa
de estudios médicos ajeno por completo a la cultura general!
Un día, al regresar de la oficina, Vladimir Semiónich
encontró a su hermana llorando. Sentada en el sofá con
la cabeza baja, se retorcía las manos, y las lágrimas
corrían libremente por su mejillas. El buen corazón
del crítico latió dolorosamente. Las lágrimas
inundaron también sus ojos, y ansió acariciar a su hermana,
perdonarla, implorarle perdón, y vivir como antes vivían
Se arrodilló frente a ella y le besó la cabeza, las
manos, los hombros
Ella sonrió, sonrió amarga
e inexplicablemente, mientras él se incorporaba con un grito
de alegría, y recogiendo una revista de la mesa dijo cálidamente:
¡Hurra! ¡Viviremos como antes, Verochka! ¡Con
la bendición de Dios! ¡Y tengo una sorpresa para ti!
¡A falta de champaña, celebraremos la ocasión
leyéndola juntos! ¡Es un relato espléndido y maravilloso!
¡Oh, no, no! gritó Vera Semionovna, apartando
el libro con alarma. ¡Lo he leído ya! ¡No
lo quiero, no lo quiero!
¿Cuándo lo leíste?
Hace un año
, dos
¡Lo leí hace
mucho tiempo, y lo conozco!
¡Jm! ¡Eres una fanática! dijo fríamente
el hermano, lanzando la revista a la mesa.
¡No, el fanático eres tú, no yo! ¡Tú!
Y Vera Semionovna se deshizo nuevamente en lágrimas. Su hermano
quedó de pie ante ella, miró sus hombros temblorosos,
y pensó. Pensó, no en las agonías de soledad
sufridas por cualquiera que empieza a pensar de una manera nueva y
propia, ni en los inevitables sufrimientos implícitos en una
genuina revolución espiritual, sino en la ofensa a su propio
programa, la ofensa a su vanidad de autor.
Desde entonces trató a su hermana con frialdad, con ironía
descuidada, soportando su presencia en la habitación del mismo
modo que se soporta la presencia de ancianas que dependen de uno.
Ella, por su parte, cesó de discutir con él y opuso
a todos sus argumentos, pullas y ataques un silencio condescendiente
que irritaba al crítico más que nunca.
Una mañana de verano Vera Semionovna, vestida de viaje y con
una bolsa de viaje al hombro, entró a ver a su hermano y lo
besó con ligereza en la frente.
¿Dónde vas? preguntó él con
sorpresa.
A la provincia de N
a trabajar en la vacunación.
El hermano la acompañó a la calle.
Conque eso es lo que has decidido, muchacha extraña murmuró.
¿No quieres algún dinero?
No, gracias. Adiós.
La hermana estrechó la diestra del hermano y se alejó.
¿Por qué no tomas un coche? gritó
Vladimir Semiónich.
Ella no contestó. Su hermano la miró alejarse, observó
su impermeable de color herrumbroso, el contoneo de su figura cabizbaja;
forzó un suspiro, pero no logró despertar un sentimiento
de tristeza. Su hermana se había vuelto una extraña
para él. Y él era un extraño para ella. Por lo
menos, ella no volvió una sola vez la cabeza.
Regresando a su habitación, Vladimir Semiónich se sentó
en el acto a la mesa y empezó a trabajar en su artículo.
Nunca volví a ver a Vera Semionovna. No sé dónde
pueda estar ahora. Y Vladimir Semiónich continuó escribiendo
sus artículos, depositando coronas sobre los ataúdes
de las celebridades, cantando Gaudeamus, colaborando activamente con
la Sociedad de Ayuda Mutua de los Periodistas Moscovitas.
Cayó enfermo de inflamación pulmonar; estuvo en cama
tres meses, primero en su casa, luego, en el hospital Golitsin. Un
absceso se formó en su rodilla. Se dijo que debía ser
enviado a Crimea, y se recolectaron fondos para tal propósito.
Pero Vladimir Semiónich no fue a Crimea: murió. Lo enterramos
en el cementerio de Vagankovski, en el lado izquierdo, donde yacen
los artistas y los literatos.
El otro día, varios escritores comíamos en el restaurante
Tártaro. Referí que había estado hacía
poco en el cementerio de Vagankovski y había visto allí
la tumba de Vladimir Semiónich. Estaba totalmente descuidada
y apenas si sobresalía del terreno; la cruz se había
roto; era necesario colectar unos cuantos rublos para arreglarla.
Pero los demás me escucharon sin atención, no respondieron,
y no pude conseguir un solo centavo. Nadie recordaba a Vladimir Semiónich.
Estaba completamente olvidado.
Traducción de Juan Tovar
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