I
Todo
sucedió hace unos seis o siete años, cuando yo vivía
en uno de los distritos de la provincia de T., en la propiedad del
hacendado Belokúrov, un hombre joven que se levantaba muy
temprano, iba vestido con un largo abrigo, bebía cerveza
por la noche y no paraba de quejarse de que nadie ni nada le ofrecía
consuelo. Vivía en un pabellón levantado en el jardín,
mientras yo me alojaba en la vieja casa señorial, en una
enorme sala con columnas carente de cualquier mobiliario, a excepción
de un amplio diván que me servía de cama y una mesa
en la que hacía solitarios. En aquella casa, al llegar el
buen tiempo, algo zumbaba siempre en las viejas estufas, y durante
las tormentas la casa entera temblaba y parecía que iba a
hacerse pedazos; daba algo de miedo, sobre todo por la noche, cuando
hasta diez grandes ventanas se iluminaban de pronto con el resplandor
de los relámpagos.
Condenado por el destino a una constante ociosidad, no hacía
absolutamente nada. Pasaba horas enteras contemplando desde las
ventanas el cielo, los pájaros, la alameda, leía todo
lo que me llegaba a través del correo, dormía. A veces
salía de la casa y vagaba por los alrededores hasta la caída
de la tarde.
En una ocasión, al regresar a casa, entré sin darme
cuenta en una propiedad desconocida. El sol ya se había puesto
y sobre el centeno florido caían las sombras vespertinas.
Dos filas de altos y viejos abetos, plantados muy cerca unos de
otros, se alzaban como dos muros compactos, formando una sombría
y bella alameda. Atravesé con facilidad la cerca y me adentré
en el sendero, deslizándome sobre las agujas de los abetos,
que cubrían la tierra con una capa de varios centímetros
de espesor. En el lugar reinaban la oscuridad y el silencio; tan
sólo en las copas de los árboles temblaba algún
brillante rayo dorado, que se irisaba en las telas de araña.
Los abetos exhalaban un olor intenso, sofocante. Al poco tiempo
me interné en una larga alameda de tilos. También
allí tenía todo un aspecto abandonado y viejo; las
hojas del pasado año susurraban tristemente bajo mis pies,
y las sombras se extendían entre los árboles a la
luz del crepúsculo. A la derecha, en un viejo jardín
con árboles frutales, resonaba el débil y desganado
canto de una oropéndola, probablemente también vieja.
Al poco tiempo las hileras de tilos desaparecieron; pasé
junto a una casa blanca con terraza y desván y de pronto
surgieron ante mí un patio señorial, un amplio estanque
con casetas de baño, una multitud de verdes sauces y una
aldea en la otra orilla del estanque, con un campanario alto y estrecho
en cuya cruz se reflejaban los rayos del sol poniente. Por un instante
se apoderó de mí la sensación de que estaba
contemplando un cuadro familiar y conocido, un panorama ya visto
en algún momento de la infancia.
Junto al blanco portón que separaba el patio de los campos
circundantes, viejo, fuerte y adornado con leones de piedra, había
dos muchachas. Una de ellas, de mayor edad, delgada, pálida,
muy bella, con espesos cabellos castaños y una boca pequeña
y rígida, lucía una expresión severa y apenas
me prestaba atención; la otra, bastante joven aún
tendría diecisiete o dieciocho años, no más,
también delgada y pálida, con una gran boca y unos
grandes ojos, me miró con asombro cuando pasé a su
lado, profirió un comentario en inglés y se mostró
confundida; de mí se apoderó la impresión de
que esos hermosos rostros también me resultaban conocidos,
y regresé a casa con la sensación de haber vivido
un bello sueño.
Poco tiempo después, cuando paseaba a mediodía con
Belokúrov por los alrededores de la casa, entró en
el patio de manera inesperada, susurrando sobre la hierba, un coche
con ballestas en el que iba sentada una de esas muchachas, en concreto
la mayor. Venía con una lista de suscripción en favor
de las víctimas de un incendio. Sin mirarnos, con gran seriedad
y detalle, nos informó de cuántas casas habían
ardido en la aldea de Sianov, de cuántos hombres, mujeres
y niños se habían quedado sin hogar y de cuáles
serían las primeras medidas del comité de salvación,
del que ella formaba parte. Una vez que obtuvo nuestra firma, guardó
la lista e inició la despedida.
Nos ha olvidado usted por completo, Piotr Petróvich
le dijo a Belokúrov, tendiéndole la mano.
Venga a vernos, y si monsieur N. (en ese momento pronunció
mi apellido) quiere ver cómo viven los admiradores de su
talento y se digna visitarnos, tanto mi madre como yo nos sentiremos
muy reconocidas.
Hice una reverencia.
Cuando se marchó, Piotr Petróvich me contó
algunas cosas. Esa muchacha, según sus palabras, era de buena
familia y se llamaba Lidia Volchanínov; en cuanto a la hacienda
en la que vivía con su madre y su hermana, recibía
el nombre de Shelkovka, lo mismo que la aldea de la otra orilla
del estanque. En el pasado, el padre había ocupado un puesto
importante en Moscú y había muerto con el grado de
consejero privado. A pesar de su buena posición, las Volchanínov
vivían en la aldea de manera permanente, tanto en verano
como en invierno, y Lidia trabajaba como profesora en la escuela
rural de Shelkovka, actividad por la que percibía veinticinco
rublos mensuales. Para sus gastos sólo empleaba esa cantidad,
y se enorgullecía de vivir a sus expensas.
Es una familia interesante exclamó Belokúrov.
Deberíamos visitarlas en alguna ocasión. Se alegrarán
mucho de conocerle.
Un día festivo, después de la comida, nos acordamos
de las Volchanínov y decidimos dirigirnos a Shelkovka. Tanto
la madre como las hijas estaban en casa. La madre, Yekaterina Pávlovna,
que había sido bella en el pasado, aunque ahora estaba gorda,
padecía de asma y tenía un aspecto triste y distraído,
trataba de entablar conmigo una conversación sobre pintura.
Cuando su hija le informó de que quizás iría
a visitarlas, se había acordado apresuradamente de dos o
tres paisajes míos contemplados en exposiciones de Moscú,
y ahora me preguntaba qué había querido expresar en
ellos. Lidia o Lida, como la llamaban en casa, hablaba más
con Belokúrov que conmigo. Seria, sin sonreír, le
preguntaba por qué no prestaba ningún servicio en
el zemstvo y por qué no había acudido hasta la fecha
a ninguna de sus reuniones.
Eso no está bien, Piotr Petróvich le dijo
en tono de reproche. Eso no está bien. Debería
darle vergüenza.
Tienes razón, Lida, tienes razón convino
su madre. Eso no está bien.
Todo nuestro distrito se encuentra en manos de Balaguin continuó
Lida, dirigiéndose a mí. Él mismo es
presidente del consejo y ha repartido todos los cargos del distrito
entre sus sobrinos y yernos, de modo que puede hacer cuanto se le
antoja. Hay que luchar. Los jóvenes deberían componer
un partido fuerte, pero ya ve usted qué jóvenes tenemos.
¡Debería darle vergüenza, Piotr Petróvich!
La hermana pequeña, Zhenia, guardó silencio mientras
se habló del zemstvo. No tomaba parte en las conversaciones
serias, pues en la familia aún no se la consideraba adulta.
Como si aún fuera pequeña, la llamaban Misius, nombre
que en la infancia ella había dado a su miss, a su institutriz.
Estuvo mirándome todo el tiempo con curiosidad y cuando me
puse a hojear el álbum de fotografías, me ofreció
algunas explicaciones: Ése es mi tío
Ése
es mi padrino, decía, al tiempo que pasaba el dedo
por los retratos y me rozaba infantilmente con su hombro, permitiéndome
contemplar de cerca su pecho débil, poco desarrollado, sus
finos hombros, su trenza y su cuerpo delgado, ceñido con
fuerza por el cinturón.
Jugamos al croquet y al lawn-tennis, paseamos por el parque, tomamos
el té y estuvimos largo rato cenando. Después de la
enorme sala vacía con columnas, me sentía a gusto
en esa pequeña y acogedora casa en cuyas paredes no había
oleografías y donde a la servidumbre se la trataba de usted;
además, gracias a la presencia de Lida y de Misius, todo
se me antojaba joven y pulcro, rodeado de un aura de corrección.
Después de la cena Lida volvió a hablar con Belokúrov
del zemstvo, de Balaguin, de las bibliotecas escolares. Era una
muchacha vivaz, sincera, convencida, y su conversación resultaba
interesante, aunque hablaba mucho y en voz demasiado alta probablemente
había adquirido esa costumbre en la escuela. En cambio Piotr
Petróvich, que desde los tiempos de estudiante estaba habituado
a convertir cualquier conversación en una discusión,
hablaba con indiferencia, desapasionamiento y prolijidad, mostrando
un claro deseo de aparecer como una persona inteligente y avanzada.
En un determinado momento, volcó la salsera con la manga
y sobre el mantel apareció una gran mancha; no obstante,
al parecer, sólo yo reparé en ese hecho.
Durante el camino de regreso a casa, todo estaba oscuro y en silencio.
La buena educación consiste no en no volcar la salsa
sobre el mantel, sino en no darte cuenta cuando lo hace otro exclamó
Belokúrov y suspiró. Sí, una familia
encantadora, inteligente. ¡Cuánto me he apartado de
la buena sociedad! ¡Cuánto me he apartado! ¡Y
es que tengo tantos quehaceres! ¡Me paso el día ocupado!
Habló de lo mucho que debe trabajar una persona cuando quiere
convertirse en un agricultor ejemplar. Pero yo pensaba: ¡qué
hombre tan indolente y perezoso! Cuando hablaba con seriedad de
algún asunto, arrastraba con esfuerzo la e, y
así era como trabajaba: con lentitud, desgana y constantes
retrasos. Me resultaba difícil creer en su diligencia, porque
las cartas que le confiaba para que las depositara en el correo
pasaban semanas enteras en su bolsillo.
Lo más duro de todo murmuraba, mientras caminaba
a mi lado, lo más duro de todo es que te pasas todo
el tiempo trabajando y no encuentras comprensión en nadie.
¡Ninguna comprensión!
II
Empecé a frecuentar la casa de las Volchanínov. Por
lo común, me sentaba en el escalón inferior de la
terraza. Me sentía descontento conmigo mismo, me apenaba
mi vida, que tan deprisa y de forma tan banal pasaba, y no hacía
más que pensar en lo bueno que sería extirparme del
pecho el corazón, que tanto me pesaba. A mi lado, en la terraza,
se oían voces, rumores de vestidos, el roce de las páginas
de un libro. Pronto me habitué a las actividades de Lida,
que durante el día recibía enfermos, repartía
libros y a menudo marchaba hasta la aldea con la cabeza descubierta,
bajo una sombrilla, mientras por la noche hablaba en voz alta del
zemstvo y de las escuelas. Esa muchacha delgada, hermosa, invariablemente
estricta, con una boca pequeña, de delicados contornos, siempre
que iniciaba una conversación seria me decía con sequedad:
Esto no puede interesarle a usted.
No le caía simpático. Le desagradaba porque era paisajista
y en mis cuadros no representaba las necesidades del pueblo y porque,
según su parecer, mostraba indiferencia por aquellos principios
en los que ella creía con tanto apasionamiento. Recuerdo
que en una ocasión, a orillas del lago Baikal, conocí
a una muchacha buriata que iba montada a caballo y vestía
camisa y pantalones azules de tela china; le pregunté si
quería venderme su pipa; mientras hablábamos, ella
contemplaba con desprecio mi rostro europeo y mi sombrero; al cabo
de un minuto se aburrió de mi conversación, dio un
alarido y partió al galope. De la misma manera, Lida me consideraba
un extraño y me despreciaba por ello. No exteriorizaba su
antipatía por mí, pero yo me percataba de ella. A
veces, cuando estaba sentado en el peldaño inferior de la
terraza me sentía dominado por la ira y me decía que
curar campesinos sin ser médico equivale a engañarles
y que es fácil practicar la filantropía cuando se
poseen dos mil desiatinas de tierra.
En cuanto a su hermana Misius, no tenía ninguna preocupación
y pasaba la vida en una completa ociosidad, como yo. Nada más
levantarse por la mañana, cogía su libro y se ponía
a leer; se sentaba en la terraza, en un sillón tan hondo
que sus pequeños pies apenas alcanzaban el suelo o se ocultaba
con el libro en la alameda de tilos o atravesaba el portón
y se dirigía al campo. Se pasaba el día entero leyendo,
devorando con avidez una página tras otra, y sólo
en el cansancio y aturdimiento de su mirada y en la intensa palidez
de su rostro se adivinaba lo mucho que esa lectura fatigaba su cerebro.
Cuando yo llegaba, ella se ruborizaba, dejaba el libro, fijaba en
mi cara sus grandes ojos y me contaba algún suceso de la
jornada: por ejemplo, que en las dependencias de los criados había
empezado a arder el hollín o que un trabajador había
pescado en el estanque un enorme pez. Los días de diario
solía ir vestida con una camisa de color claro y una falda
azul oscuro. Paseábamos juntos, cogíamos cerezas para
hacer mermelada, remábamos por el estanque, y cuando ella
saltaba para atrapar una cereza o manejaba los remos, a través
de las anchas mangas se transparentaban sus delgados y débiles
brazos. En ocasiones, mientras yo pintaba un esbozo, ella permanecía
en pie a mi lado y contemplaba mi trabajo con admiración.
Un domingo de finales de julio fui a visitar a las Volchanínov
por la mañana, a eso de las nueve. Estuve vagando por el
parque, a bastante distancia de la casa, buscando setas blancas,
muy abundantes ese verano, y dejando una señal junto a ellas
para recogerlas luego con Zhenia. Soplaba un viento tibio. Al poco
rato vi cómo Zhenia y su madre, ambas con vestidos de domingo
de color claro, regresaban a casa desde la iglesia; Zhenia sujetaba
con la mano su sombrero para que el viento no se lo llevara. Más
tarde oí cómo tomaban el té en la terraza.
Para mí, una persona desocupada en busca de una justificación
para su constante ociosidad, esas festivas mañanas veraniegas
en nuestras haciendas poseían un especial atractivo. Cuando
el verde jardín, aún húmedo a causa del rocío,
resplandece risueño a la luz del sol; cuando en los alrededores
de la casa huele a reseda y a adelfa y los jóvenes recién
llegados de la iglesia beben té en el jardín, tan
alegres y bien vestidos; y cuando uno sabe que esas personas saludables,
bien alimentadas y hermosas se pasarán el día entero
sin hacer nada, quisiera uno que toda la vida fuera así.
En eso mismo pensaba yo entonces, mientras vagaba por el jardín,
dispuesto a prolongar esos paseos sin rumbo y sin objeto todo el
día, todo el verano.
Zhenia llegó con una cesta; por la expresión de su
cara parecía como si supiera o presintiera que iba a encontrarse
conmigo en el jardín. Estuvimos recogiendo setas y charlando;
cuando me hacía alguna pregunta se adelantaba unos pasos
para verme el rostro.
Ayer en nuestra aldea se produjo un milagro exclamó.
La coja Pelagueia llevaba enferma todo el año, sin que médicos
ni medicamentos pudieran aliviarla; pero ayer una vieja le susurró
unas palabras y la enfermedad desapareció.
Eso no tiene importancia le dije yo. No hay que
buscar milagros sólo en los enfermos y en las viejas. ¿Acaso
la salud no es un milagro? ¿Y la misma vida? Todo lo que
es incomprensible es un milagro.
¿Y a usted no le asusta lo incomprensible?
No. Me aproximo con seguridad a los acontecimientos que no
comprendo, sin someterme a ellos, situándome por encima.
El hombre debe sentirse superior a los leones, a los tigres, a las
estrellas, superior a todo cuanto hay en la naturaleza, superior
incluso a lo que no comprende y parece milagroso; de otro modo,
no es un hombre sino un ratón que se asusta de todo.
Zhenia pensaba que yo, al ser pintor, sabía muchas cosas
y podía adivinar otras muchas. Le gustaba que la condujera
a las regiones de lo eterno y de lo bello, a ese mundo superior
que, según su opinión, me era propio, y hablaba conmigo
de Dios, de la vida eterna, de los milagros. Y yo, que no podía
admitir que mi persona y mi imaginación desaparecerían
para siempre después de la muerte, contestaba: Sí,
el hombre es inmortal; Sí, nos espera la vida
eterna. Y ella me escuchaba, me creía y no me exigía
pruebas.
Cuando nos dirigíamos a la casa, se detuvo de repente y exclamó:
Lida es una persona extraordinaria. ¿No es verdad?
La quiero muchísimo y estaría dispuesta a sacrificar
mi vida por ella en cualquier momento. Pero dígame en
ese momento Zhenia me tocó la manga con un dedo, dígame,
¿por qué está discutiendo usted siempre con
ella? ¿Por qué se muestra tan irritado?
Porque no tiene razón.
Zhenia negó con la cabeza y unas lágrimas asomaron
a sus ojos:
¡Qué incomprensible es todo esto! exclamó.
En ese momento Lida, que acababa de regresar de algún lugar,
apareció junto al porche con una fusta en la mano, esbelta,
hermosa, iluminada por el sol, e impartió alguna orden a
un trabajador. Con gran premura y destempladas voces, atendió
a dos o tres enfermos; después, con aspecto preocupado y
hacendoso, se paseó por las habitaciones, abriendo ya un
armario, ya otro, subiendo al desván. Estuvieron largo tiempo
buscándola y llamándola para que viniera a comer,
pero cuando se presentó ya habíamos acabado la sopa.
Por alguna razón recuerdo y aprecio todos esos pequeños
detalles; de hecho, mi memoria guarda una imagen precisa de toda
esa jornada, aunque no sucedió en ella nada especial. Después
de la comida, Zhenia se tumbó en un hondo sillón y
se puso a leer; yo me senté en el peldaño inferior
de la escalera. Guardamos silencio. Todo el cielo se cubrió
de nubes y empezó a caer una lluvia fina e intermitente.
Hacía calor, el viento se había aquietado hacía
tiempo; parecía como si ese día no fuera a concluir
nunca. Yekaterina Pávlovna, soñolienta, con un abanico,
salió a la terraza y se acercó a nosotros.
Ay, mamá exclamó Zhenia, besándole
la mano, no te sienta bien dormir de día.
Se adoraban. Cuando una salía al jardín, la otra ya
estaba en la terraza y, mirando hacia los árboles, llamaba:
¡Zhenia!, o bien: Mamaíta, ¿dónde
estás? Rezaban siempre juntas, tenían las mismas
creencias y se comprendían muy bien, incluso cuando guardaban
silencio. Además, su actitud hacia la gente era la misma.
Yekaterina Pávlovna también se acostumbró pronto
a mí y me cogió cariño, y cuando dejaba de
aparecer durante dos o tres días, mandaba a alguien a preguntar
por mi salud. Contemplaba mis esbozos con admiración, me
contaba con la misma locuacidad y sinceridad de Misius lo que había
sucedido a lo largo de la jornada y con frecuencia me confiaba sus
secretos domésticos.
Reverenciaba a su hija mayor. Lida nunca era cariñosa y sólo
hablaba de cosas serias; vivía su propia vida y para su madre
y su hermana era una persona sagrada y algo enigmática, como
para los marineros el almirante que pasa todo el tiempo en su camarote.
Nuestra Lida es una persona extraordinaria solía
decir la madre. ¿No es verdad?
También entonces, mientras lloviznaba, hablábamos
de Lida.
Es una persona extraordinaria exclamó la madre
y añadió en voz baja, mirando temerosamente a su alrededor,
como si estuviera conspirando: Mujeres así se cuentan
con los dedos de una mano, pero, sabe usted, empiezo a estar algo
preocupada. La escuela, los dispensarios, los libros: todo eso está
muy bien, ¿pero por qué llegar a esos extremos? Ya
tiene veinticuatro años, es hora de que empiece a pensar
seriamente en sí misma. Con tanto libro y tantos dispensarios
no ves cómo pasa la vida
Hay que casarse.
Zhenia, pálida a causa de la lectura, con el pelo desordenado,
levantó la cabeza y dijo como para sí misma, mirando
a su madre:
¡Mamá, todo está en manos de Dios!
Y de nuevo se sumergió en la lectura,
Llegó Belokúrov con su largo abrigo y una camisa bordada.
Jugamos al croquet y al lawn-tennis; luego, cuando oscureció,
cenamos y disfrutamos de una larga sobremesa; Lida volvió
a ocuparse de las escuelas y de Balaguin, el que tenía en
sus manos todo el distrito. Esa noche, al salir de casa de las Volchanínov,
tuve la impresión de que había gozado de un día
festivo largo, larguísimo, pero también me asaltó
el triste convencimiento de que todo en esta vida, por muy largo
que sea, tiene su fin. Zhenia nos acompañó hasta el
portón; tal vez porque había pasado el día
entero con ella, de la mañana a la noche, sentía que
en su ausencia todo me resultaría aburrido y que esa simpática
familia estaba muy unida a mí. Por primera vez en todo el
verano me entraron ganas de pintar.
Dígame, ¿por qué lleva una vida tan insulsa
y anodina? le pregunté a Belokúrov de camino
a casa. Mi vida es aburrida, pesada y monótona porque
soy un artista, un hombre extraño; desde los tiempos de la
juventud estoy trabajado por la envidia, por la insatisfacción,
por la desconfianza en mi actividad; siempre he sido pobre y no
he dejado de ir de un lado para otro, pero usted es un hombre sano,
normal, un propietario, un señor, ¿por qué
lleva una vida tan poco interesante? ¿Por qué disfruta
tan poco de la existencia? ¿Por que, por ejemplo, no se ha
enamorado todavía de Lida o de Zhenia?
Olvida usted que estoy enamorado de otra mujer respondió
Belokúrov.
Se refería a su amiga Liubov Ivánovna, que vivía
con él en el pabellón. Todos los días veía
cómo esa dama, corpulenta, rolliza, grave, semejante a un
ganso bien cebado, se paseaba por el jardín con un vestido
ruso adornado de abalorios, siempre bajo una sombrilla, mientras
la criada venía a buscarla a cada momento, bien para comer,
bien para tomar el té. Tres años antes había
alquilado uno de los pabellones cercanos a la casa, y desde entonces
se había quedado a vivir con Belokúrov, al parecer
para siempre. Era diez años mayor que él y le controlaba
de cerca, hasta el punto de que él debía pedirle permiso
para ausentarse de la casa. A menudo sollozaba con voz de hombre;
en tales ocasiones yo mandaba decir que si no paraba me iría
del apartamento; y ella, entonces, dejaba de llorar.
Cuando llegamos a casa, Belokúrov se sentó en un diván
y se hundió en sus pensamientos; yo empecé a pasear
por la sala, experimentando una ligera inquietud, como un enamorado.
Me apetecía hablar de las Volchanínov.
Lida sólo puede enamorarse de un funcionario del zemstvo
tan interesado como ella en los hospitales y las escuelas exclamé.
Por una muchacha como ésa puede uno convertirse en funcionario
del zemtsvo e incluso gastar zapatos de hierro, como los personajes
de los cuentos. ¿Y Misius? ¡Qué encanto es esa
Misius!
Belokúrov, alargando mucho la e, empezó
a hablar de la enfermedad del siglo: el pesimismo. Habló
con convencimiento y con un tono de voz como si yo estuviera discutiendo
con él. Cientos de kilómetros de desierta, monótona
y ardiente estepa no pueden causar tanto hastío como un hombre
que se sienta, se pone a hablar y no hace ningún indicio
de marcharse.
No se trata de pesimismo ni de optimismo exclamé
yo con irritación. El problema es que noventa y nueve
personas de cada cien no tienen inteligencia. Belokúrov se
dio por aludido, se ofendió y se marchó.
III
El príncipe está de visita en Maloziómovo
y te manda saludos dijo Lida a su madre. Acababa de llegar
y se estaba quitando los guantes. Contó muchas cosas
interesantes
Prometió elevar de nuevo al consejo provincial
la cuestión del centro médico, pero dice que hay pocas
esperanzas. Y dirigiéndose a mí, añadió:
Perdone, siempre me olvido de que estos asuntos no pueden
interesarle.
Me sentí irritado.
¿Por qué no pueden interesarme? pregunté
y me encogí de hombros. A usted no le importa mi opinión,
pero le aseguro que esa cuestión me interesa mucho.
¿Sí?
Sí. A mi modo de ver, en Maloziómovo no hace
falta ningún centro médico.
Mi irritación se transmitió también a ella.
Me miró, entornó los ojos y preguntó:
¿Y qué es lo que hace falta? ¿Paisajes?
Tampoco paisajes. Allí no hace falta nada.
Terminó de quitarse los guantes y desplegó un periódico
que acababan de traer del correo; al cabo de un minuto dijo en voz
baja, tratando de contenerse:
La semana pasada Anna murió durante el parto; si hubiera
habido un centro médico cerca aún estaría viva.
Y los señores paisajistas, me parece, deberían tener
alguna opinión sobre el particular.
Tengo una opinión muy concreta sobre el particular,
se lo aseguro contesté yo, pero ella se cubría
con el periódico como si no quisiera escucharme. Según
mi parecer, los centros médicos, las escuelas, las bibliotecas
y los dispensarios, dadas las actuales condiciones de vida, sólo
sirven para subyugar. El pueblo está sujeto por una gran
cadena, y ustedes, en lugar de romper esa cadena, añaden
nuevos eslabones: ésa es mi opinión.
Me miró a los ojos y sonrió con aire burlón,
pero yo continué, tratando de expresar mi idea principal:
Lo importante no es que Anna haya muerto durante el parto,
sino que todas las Annas, Mavras y Pelagueias van con la espalda
doblada de la mañana a la noche, enferman a causa del trabajo
excesivo, se pasan la vida sufriendo por sus hijos enfermos y hambrientos,
se sienten acuciadas por la enfermedad y la muerte, están
siempre luchando por restablecerse, se marchitan pronto, envejecen
de manera prematura y mueren cercadas por la suciedad y la inmundicia;
sus hijos, al crecer, inician el mismo camino, y así pasan
cientos de años; millones de personas, para ganar un pedazo
de pan, viven peor que los animales, experimentando un terror continuo.
Todo el horror de su situación reside en que no tienen tiempo
de pensar en su alma, de recordar que han sido creadas a imagen
y semejanza de Dios; el hambre, el frío, el terror cerval,
el trabajo agobiante, lo mismo que aludes de nieve, les obstruyen
todos los caminos que conducen a la actividad espiritual, lo único
que distingue al hombre del animal, lo único por lo que merece
la pena vivir. Ustedes tratan de ayudarlos con hospitales y escuelas,
pero esas cosas no los liberan de sus cadenas; al contrario, los
esclavizan ustedes aún más, ya que, al introducir
en sus vidas nuevos prejuicios, aumenta el número de sus
necesidades, por no hablar ya de que por los emplastos y los libros
deben pagar al zemstvo y, por tanto, doblar aún más
la espalda.
No quiero discutir con usted exclamó Lida, bajando
el periódico. Ya he escuchado antes esas razones. Sólo
le diré una cosa: no puede uno quedarse con los brazos cruzados.
Es verdad que no vamos a salvar a la humanidad entera y que quizás
cometemos muchos errores, pero hacemos lo que podemos y tenemos
razón. La tarea más elevada y sagrada de una persona
cultivada es ayudar a sus semejantes, y nosotros tratamos de ayudarlos
como podemos. A usted no le gusta, pero no se puede dar satisfacción
a todo el mundo.
Tienes razón, Lida, tienes razón exclamó
la madre.
En presencia de Lida siempre se sentía intimidada y cuando
conversaba con ella la miraba con inquietud, temiendo decir algo
superfluo o inconveniente. Nunca la contradecía; al contrario,
siempre estaba de acuerdo con ella: Tienes razón, Lida,
tienes razón.
La alfabetización de los campesinos, los libros con
lamentables instrucciones y máximas y los centros médicos
no pueden reducir la ignorancia ni la mortalidad, lo mismo que la
luz de sus ventanas no basta para iluminar este enorme jardín
exclamé yo. Ustedes no aportan nada; con su intromisión
en la vida de esas personas sólo crean nuevas necesidades,
nuevos motivos para el trabajo.
¡Ah, Dios mío, pero algo hay que hacer! dijo
Lida con enfado; y en el tono de su voz se adivinaba que juzgaba
mis reflexiones insignificantes y las despreciaba.
Hay que liberar a las personas del pesado trabajo físico
exclamé yo. Hay que aligerar su yugo, concederles
un respiro para que no se pasen toda la vida junto a las estufas,
junto a las artesas o en el campo, para que tengan también
tiempo de pensar en su alma, en Dios, para que puedan desarrollar
más ampliamente sus aptitudes espirituales. La más
alta vocación del hombre es la actividad espiritual, la búsqueda
constante de la verdad y el sentido de la vida. Consiga liberarlos
del rudo y bestial trabajo, permítales sentir la libertad
y entonces verá qué absurdos son en realidad esos
libros y esos hospitales. Una vez que el hombre tiene conciencia
de su verdadera vocación, sólo pueden satisfacerle
la religión, la ciencia, el arte, y no esas naderías.
¡Liberarles del trabajo! se rió Lida.
¿Acaso eso es posible?
Sí. Asuman ustedes una parte de su trabajo. Si todos
nosotros, habitantes de la ciudad y del campo, todos sin excepción,
nos pusiéramos de acuerdo para repartir entre nosotros el
trabajo que la humanidad realiza para la satisfacción de
sus necesidades físicas, probablemente a cada uno de nosotros
no nos corresponderían más de dos o tres horas al
día. Imagínese que todos nosotros, ricos y pobres,
trabajáramos sólo tres horas al día y dispusiéramos
libremente del resto del tiempo. Imagínese también
que, para depender menos de nuestro cuerpo y fatigarnos menos, inventamos
máquinas que se ocupen del trabajo y tratamos de reducir
el número de nuestras necesidades al mínimo. Imagínese
que nos armamos de valor para no temerles al hambre y al frío,
para no sufrir constantemente por la salud de nuestros hijos, como
sufren Anna, Mavra y Pelagueia. Imagínese que no nos curamos,
no mantenemos farmacias, ni fábricas de tabaco ni destilerías
de alcohol: ¡cuánto tiempo libre nos quedaría
entonces! Todos nosotros emplearíamos ese ocio en las ciencias
y las artes. Así como a veces los campesinos se unen para
arreglar un camino, de la misma manera todos nosotros, en paz, buscaríamos
la verdad y el sentido de la vida, y esa verdad estoy convencido
de ello se nos revelaría muy pronto; el hombre se libraría
de ese constante, angustioso y opresivo miedo a la muerte e incluso
de la misma muerte.
Se contradice usted exclamó Lida. No deja
de referirse a la ciencia, y sin embargo rechaza la alfabetización.
Para qué vale la alfabetización cuando el hombre
sólo tiene la posibilidad de leer los letreros de las tabernas
y libros que no comprende; esa alfabetización existe entre
nosotros desde los tiempos de Riurik; el gogoliano Petrushka hace
ya tiempo que sabe leer, pero las aldeas siguen igual que en tiempos
de Rurik. No es alfabetización lo que se necesita, sino una
libertad que permita una amplia manifestación de las aptitudes
espirituales. No se necesitan escuelas, sino universidades.
Rechaza usted también la medicina.
Sí. Sólo sería necesaria para estudiar
las enfermedades como manifestaciones de la naturaleza, no para
curarlas. No se trata de curar enfermedades, sino de prevenir sus
causas. Elimine usted la causa principal el trabajo físico
y desaparecerán las enfermedades. No reconozco una ciencia
que cura añadí con apasionamiento. Las
ciencias y las artes, cuando son verdaderas, no ambicionan fines
temporales o parciales, sino otros eternos y universales: buscan
la verdad y el sentido de la vida, buscan a Dios, el alma; cuando
descienden a las necesidades y cuestiones diarias, a los dispensarios
y las bibliotecas, lo único que hacen es complicar y entorpecer
la vida. Entre nosotros hay muchos médicos, farmacéuticos,
juristas, mucha gente sabe leer y escribir, pero carecemos de biólogos,
matemáticos, filósofos, poetas. Toda la inteligencia,
toda la energía espiritual se ha gastado en la satisfacción
de necesidades temporales y pasajeras
Los sabios, los escritores
y los artistas están abarrotados de trabajo; gracias a su
talento, las comodidades de la vida aumentan día a día.
Nuestras demandas físicas se multiplican, pero estamos aún
lejos de la verdad, y el hombre, lo mismo que antes, sigue siendo
el más cruel y ruin de los animales; todo contribuye a que
los seres humanos, en su gran mayoría, degeneren y pierdan
para siempre cualquier capacidad vital. En esas condiciones la vida
del artista no tiene ningún sentido, pues cuanto más
talento tiene, más extraña e incomprensible resulta
su posición, ya que en realidad trabaja para entretener a
un animal cruel y ruin, y contribuye a mantener el orden establecido.
Yo no quiero trabajar y no trabajaré
Nada es necesario.
¡Que la tierra se hunda en el infierno!
Misius, retírate dijo Lida a su hermana, considerando,
por lo visto, que mis palabras eran perjudiciales para una muchacha
tan joven.
Zhenia miró con ojos tristes a su hermana y a su madre y
salió de la habitación.
La gente suele decir todas esas cosas cuando quiere justificar
su indiferencia exclamó Lida. Rechazar los hospitales
y las escuelas es más fácil que curar y enseñar.
Tienes razón, Lida, tienes razón convino
su madre.
Amenaza usted con dejar de trabajar continuó
Lida. Es evidente que valora usted mucho su trabajo. Pero
dejemos de discutir; no vamos a ponernos de acuerdo, ya que la más
deficiente de todas las bibliotecas o dispensarios, de los que usted
acaba de hablar con tanto desprecio, es más importante para
mí que todos los paisajes del mundo. En ese momento,
dirigiéndose a su madre, añadió en un tono
completamente distinto: el príncipe está muy
delgado y ha cambiado mucho desde que estuvo en nuestra casa. Lo
envían a Vichy.
Hablaba con su madre del príncipe para no tener que dirigirse
a mí. Su rostro ardía; para ocultar su agitación
se inclinaba mucho sobre la mesa, como si fuera miope, y aparentaba
leer el periódico. Mi presencia le desagradaba. Me despedí
y salí de la casa.
IV
Todo era tranquilidad en el patio; la aldea del otro lado del estanque
ya dormía. No se veía ni una luz; tan sólo
en el estanque lucían los pálidos reflejos de las
estrellas. Junto al portón con los leones, Zhenia, inmóvil,
me esperaba para acompañarme.
Todos duermen en la aldea le dije, tratando de distinguir
en la oscuridad su rostro; al fin vislumbré sus ojos tristes
y oscuros, fijos en los míos. El tabernero y el cuatrero
duermen plácidamente, mientras nosotros, personas honradas,
nos irritamos y discutimos.
Era una melancólica noche de agosto; melancólica porque
olía ya a otoño. La luna estaba saliendo detrás
de una nube púrpura e iluminaba levemente el camino y los
oscuros campos otoñales que lo rodeaban. Caían estrellas
fugaces. Zhenia iba a mi lado, tratando de no mirar el cielo para
no ver la caída de las estrellas, que por algún motivo
le asustaba.
Yo creo que tiene usted razón dijo, temblando
a causa de la humedad de la noche. Si las personas, conjuntamente,
pudieran entregarse a las actividades espirituales, pronto lo sabrían
todo.
Claro que sí. Somos criaturas superiores; si fuéramos
conscientes de toda la fuerza del genio humano y pensáramos
sólo en los fines supremos, acabaríamos siendo como
dioses. Pero eso no sucederá nunca: la humanidad degenerará
y del genio no quedará ni huella.
Cuando ya no se veía el portón, Zhenia se detuvo y
apresuradamente me apretó la mano.
Buenas noches exclamó temblando, encogiéndose
de frío, pues sus hombros sólo estaban cubiertos por
una blusa. Venga mañana.
Me aterraba la idea de quedarme solo, irritado, descontento conmigo
mismo y con los otros; también yo trataba de no mirar las
estrellas fugaces.
Quédese conmigo un minuto más exclamé.
Se lo ruego.
Amaba a Zhenia. Ese amor acaso se debiera a que salía a recibirme
y me acompañaba, a que me miraba con ternura y admiración.
¡Qué conmovedores y bellos eran su pálido rostro,
sus finas manos, su debilidad, su ociosidad, sus libros! ¿Y
la inteligencia? Tenía la sospecha de que poseía una
inteligencia poco común; me admiraba la amplitud de sus opiniones,
quizás porque razonaba de otro modo que la severa y hermosa
Lida, que no me quería. A Zhenia le atraía mi condición
de artista; había conquistado su corazón con mi talento
y ahora sentía unos enormes deseos de pintar sólo
para ella. Soñaba que era una pequeña reina que dominaría
conmigo esos árboles, esos campos, la niebla, el amanecer,
esa naturaleza maravillosa y encantada, en medio de la cual me había
sentido hasta entonces desesperadamente solo y superfluo.
Quédese un minuto más le pedí.
Se lo suplico.
Me quité el abrigo y se lo puse sobre los hombros ateridos;
ella, temiendo parecer ridícula y fea con un abrigo de hombre,
se echó a reír y se lo quitó; en ese momento
la abracé y empecé a cubrir de besos su rostro, sus
hombros, sus manos.
¡Hasta mañana! susurró ella, y con
mucho cuidado, como si temiera destruir la quietud de la noche,
me abrazó. No existen secretos entre nosotras; debo
contárselo todo ahora mismo a mi madre y a mi hermana
¡Qué miedo me da! No por mi madre, mi madre le quiere,
¡pero Lida! Volvió corriendo al portón. ¡Adiós!
gritó.
Luego, durante unos dos minutos, la oí correr. No me apetecía
volver a mi alojamiento, pues nada tenía que hacer allí.
Permanecí inmóvil unos instantes y después,
en silencio, volví sobre mis pasos para mirar una vez más
la casa en la que ella vivía, la encantadora, ingenua y vieja
casa, que parecía mirarme con las ventanas del desván,
semejantes a ojos, y comprenderlo todo. Pasé junto a la terraza,
me senté en el banco junto a la pista de lawn-tennis, en
la oscuridad, bajo el viejo olmo, y desde allí contemplé
la mansión. En las ventanas del desván, donde vivía
Misius, lució una brillante luz, que luego se volvió
de un verde suave: habían cubierto la lámpara con
una pantalla. Unas sombras se movieron
Me sentía lleno
de ternura, de paz, de satisfacción; de satisfacción
porque me había dejado llevar por mis sentimientos y me había
enamorado, aunque al mismo tiempo me causaba inquietud el pensamiento
de que en ese momento, a unos pocos pasos de mí, en una de
las habitaciones de esa casa, se encontraba Lida, que no me quería,
que probablemente me odiaba. Seguía sentado, esperando que
saliera Zhenia, y al aguzar el oído me pareció oír
voces en el desván.
Pasó cerca de una hora. La luz verde se apagó y las
sombras dejaron de verse. La luna se elevaba ya sobre la casa y
alumbraba el jardín dormido y los senderos; los macizos de
dalias y de rosas que había delante de la casa, claramente
visibles, parecían de un mismo color. Empezó a hacer
mucho frío. Salí del jardín, recogí
el abrigo del suelo y sin mayores premuras me encaminé a
la casa.
Al día siguiente, cuando llegué a la mansión
de las Volchanínov después de la comida, la puerta
de cristal del jardín estaba abierta de par en par. Me senté
en la terraza, esperando que de un momento a otro, desde detrás
del parterre de la plazoleta o por una de las alamedas, apareciera
Zhenia o me llegara su voz desde las habitaciones; al cabo de un
rato pasé a la sala, al comedor. No había nadie. Del
comedor me dirigí al recibidor, atravesando un largo pasillo;
luego volví sobre mis pasos. En el pasillo había algunas
puertas; tras una de ellas resonó la voz de Lida.
A un cuervo en cierto lugar
Dios
decía
en voz alta y alargando las palabras, probablemente dictando.
Dios envió un pedazo de queso
a un cuervo
en
cierto lugar
¿Quién está ahí?
exclamó de pronto, al escuchar mis pasos.
Soy yo.
¡Ah! Perdone, ahora no puedo atenderle, estoy ocupada
con Dasha.
¿Yekaterina Pávlovna está en el jardín?
No, se ha ido hoy con mi hermana a casa de mi tía,
en la provincia de Penza. Y en invierno, probablemente, se marcharán
al extranjero
añadió, después de
una pausa. A un cuervo en cierto lugar
Di-os envió
un pe-dazo de queso
¿Lo has escrito?
Salí al vestíbulo y sin pensar en nada me quedé
mirando el estanque y la aldea; hasta mí llegaban algunas
palabras:
Un pedazo de queso
A un cuervo en cierto lugar Dios
envió un pedazo de queso
Salí de la hacienda siguiendo el mismo camino que la primera
vez, sólo que en sentido contrario: primero pasé del
patio al jardín que rodeaba la casa; después a la
alameda de tilos
Allí me alcanzó un muchacho
que me entregó una nota: Se lo he contado todo a mi
hermana, y ella exige que me separe de usted leí.
No sería capaz de entristecerla con mi desobediencia. Que
Dios le conceda felicidad, perdóneme. ¡Si supiera con
qué amargura lloramos mi madre y yo!
Luego la sombría alameda de abetos, la cerca desmoronada
En ese mismo campo en el que antaño florecía el centeno
y piaban las perdices, pastaban ahora las vacas y los caballos trabados.
Más allá, en las colinas, destacaba el intenso verdor
de la sementera de otoño. Un humor sobrio y prosaico se apoderó
de mí; me dio vergüenza todo cuanto había dicho
en casa de las Volchanínov. Volví a sentir el tedio
de la vida. Al llegar a casa, hice las maletas y por la noche me
marché a San Petersburgo.
No
he vuelto a ver a las Volchanínov. Hace poco, yendo a Crimea,
me encontré en el tren con Belokúrov. Lo mismo que
antes, iba vestido con un abrigo largo y una camisa bordada. Cuando
le pregunté por su salud, me contestó: Bien,
gracias a sus oraciones. Nos pusimos a charlar. Había
vendido su hacienda y comprado otra más pequeña, que
había puesto a nombre de Liubov Ivánovna. Me contó
algunas cosas de las Volchanínov. Lida, según sus
palabras, seguía viviendo en Shelkovka, y enseñaba
a los niños en la escuela; poco a poco, había conseguido
reunir en torno suyo un grupo de gentes afines que, tras constituir
un partido fuerte, había desalojado en las últimas
elecciones del zemstvo a Balaguin, aquel que hasta entonces había
tenido todo el distrito en su poder. De Zhenia sólo me dijo
que no vivía en la casa y que no sabía dónde
se encontraba.
Empiezo ya a olvidarme de la casa con desván; sólo
alguna que otra vez, cuando pinto o leo, de repente, sin causa ninguna,
me acuerdo de la luz verde en la ventana, del rumor de mis pasos
en el campo por la noche, cuando regresaba a casa lleno de amor
y a causa del frío me frotaba las manos. Y en muy raros momentos,
cuando me atormenta la soledad y me agobia la tristeza, algunos
vagos recuerdos me visitan; entonces, por alguna razón, empieza
a parecerme que también ella se acuerda de mí y me
espera, y que algún día nos encontraremos
Misius, ¿dónde estás?
Traducción
de Víctor Gallego Ballestero
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