El
20 de mayo, a las ocho de la tarde, las seis baterías de la
reserva de la brigada de artillería de N., que se dirigían
a su campamento, se detuvieron a pasar la noche en la aldea de Mestechki.
En medio del alboroto, mientras unos oficiales se afanaban junto a
los cañones y otros, que habían entrado en la plaza
aledaña a la cerca de la iglesia, escuchaban a los aposentadores,
apareció detrás de la iglesia un jinete vestido de paisano,
montado sobre un extraño caballo. Era un caballo bayo y pequeño,
con un hermoso cuello y una pequeña cola; no seguía
un camino recto, sino que parecía avanzar de costado, haciendo
con las patas pequeños pasos de baile, como si se las estuvieran
golpeando con un látigo. Tras acercarse a los oficiales, el
jinete levantó el sombrero y exclamó:
Su excelencia el teniente general von Rabbek, hacendado local,
invita a los señores oficiales a que, sin mayores demoras,
vayan a tomar el té a su casa.
El caballo se inclinó, ejecutó unos movimientos de baile
y retrocedió de costado; el jinete volvió a levantar
el sombrero y al poco rato desapareció detrás de la
iglesia junto a su extraña montura.
¡Qué se vaya al diablo! murmuraron algunos
oficiales, dispersándose por los distintos alojamientos.
¡Con el sueño que tenemos, y nos viene ese von Rabbek
con su té! ¡Ya sabemos qué té sirven allí!
Todos los oficiales de las seis baterías recordaron que el
año anterior, durante unas maniobras, un hacendado local, un
conde que había sido militar, les había invitado a tomar
el té, junto con los oficiales de un regimiento de cosacos;
el hospitalario y cordial anfitrión les había recibido
muy bien, les había dado de comer y de beber y no les había
dejado regresar a sus alojamientos en la aldea, ofreciéndoles
pasar la noche en su casa. Todo eso, por supuesto, estaba muy bien;
no se podía pensar en algo mejor; lo malo era que el militar
retirado se había entusiasmado tanto con la aparición
de esos jóvenes, que hasta el amanecer había estado
contando a los oficiales episodios de su glorioso pasado, les había
conducido por las distintas habitaciones, les había mostrado
cuadros valiosos, grabados antiguos, armas raras, les había
leído cartas auténticas de personajes encumbrados, mientras
los extenuados y fatigados oficiales escuchaban y miraban, anhelando
la compañía del lecho y tapándose la boca con
la manga para ocultar los bostezos; cuando finalmente el anfitrión
los dejó marchar ya era demasiado tarde para dormir.
¿No sería también von Rabbek uno de ésos?
Lo fuera o no, no se podía hacer nada. Los oficiales se cambiaron
de uniforme, se acicalaron y todos juntos se pusieron a buscar la
casa del hacendado. En la plaza contigua a la iglesia les dijeron
que para llegar a la residencia de los señores podían
ir por el camino de abajo descendiendo hasta el río por
detrás de la iglesia y caminando por la orilla hasta el mismo
jardín, donde una avenida les llevaría hasta la casa
o bien por el camino de arriba directamente desde la iglesia,
por un camino que a medio kilómetro de la aldea llegaba hasta
los graneros de la hacienda. Los oficiales decidieron ir por el camino
de arriba.
¿Quién será ese von Rabbek? cavilaban
por el camino. ¿No será el que comandaba la división
de caballería de N. en Plevna?
No, ése no se llamaba von Rabbek, sino simplemente Rabbe.
¡Qué buen tiempo hace!
Junto al primer granero de la hacienda el camino se dividía
en dos; uno seguía recto y se perdía en la oscuridad
de la noche, mientras el otro giraba a la derecha y llevaba a la casa
señorial. Los oficiales tomaron por el de la derecha y empezaron
a hablar más bajo
A ambos lados del camino se sucedían
graneros de piedra con tejados rojos, pesados y severos, muy parecidos
a los cuarteles de cualquier ciudad de provincias. Ante ellos relucían
las ventanas de la casa señorial.
¡Señores, buena señal! dijo uno de
los oficiales. Nuestro setter va a la cabeza; eso significa
que huele alguna presa
El teniente Lobitko, que iba delante, hombre alto, grueso y sin rastro
de bigotes (tenía más de veinticinco años, pero
en su rostro redondo y lleno, por alguna razón, aún
no despuntaba la barba), conocido en la brigada por su capacidad para
adivinar en los alrededores la presencia de mujeres, se volvió
y comentó:
Sí, aquí debe haber mujeres. Me lo dice el instinto.
En el umbral de la casa los oficiales fueron recibidos por el propio
von Rabbek, un anciano de aspecto respetable, de unos sesenta años,
vestido de paisano. Tras estrechar la mano de los huéspedes,
dijo que se sentía muy contento y feliz, pero rogaba encarecidamente
a los señores oficiales le disculparan por no poder alojarlos
en su casa; habían venido a verle dos hermanas suyas con sus
hijos, varios hermanos y algunos vecinos, de modo que no quedaba ni
una sola habitación libre.
El general estrechó la mano a todos los oficiales, les pidió
disculpas y sonrió, pero en su rostro se adivinaba que se alegraba
mucho menos de su visita que el conde del año anterior, y que
sólo les había invitado porque, en su opinión,
así lo exigía el decoro. Los mismos oficiales, mientras
ascendían por la mullida escalera alfombrada y escuchaban sus
palabras, sentían que habían sido invitados simplemente
porque habría sido inadecuado no hacerlo, y cuando vieron a
los lacayos, que se apresuraban a encender los faroles de la entrada,
abajo, y los del recibidor, arriba, tuvieron la impresión de
que llevaban la inquietud y el desasosiego a esa casa. En un lugar
en que, debido probablemente a alguna celebración familiar
o a algún otro acontecimiento, se habían reunido dos
hermanas con sus hijos, varios hermanos y algunos vecinos, ¿podía
agradar la presencia de diecinueve oficiales desconocidos?
Arriba, en la entrada del salón, los huéspedes fueron
recibidos por una anciana alta y esbelta, de rostro alargado y cejas
negras, muy parecida a la emperatriz Eugenia. Sonriendo de forma afable
y majestuosa, dijo que se sentía muy feliz y contenta de tener
huéspedes y se disculpó por no poder invitar a los señores
oficiales a pasar allí la noche. En su delicada y majestuosa
sonrisa, que desaparecía inmediatamente de su rostro cada vez
que le daba la espalda a un invitado, se veía que a lo largo
de su vida había visto a muchos oficiales, que en ese momento
no estaba para esas cosas, y que si los había invitado a su
casa y ahora se disculpaba era simplemente por que así lo exigían
su educación y su posición en la sociedad.
En el gran comedor al que fueron conducidos los oficiales, tomaban
el té, junto a un extremo de la mesa, una docena de señoras
y caballeros, tanto maduros como jóvenes. Un grupo de hombres,
oscurecido por el ligero humo de los cigarros, estaba de pie detrás
de las sillas de los comensales; en medio de ellos había un
joven enjuto con patillas pelirrojas que, tartajeando, expresaba en
voz alta algún comentario en inglés. Detrás de
ese grupo, a través de la puerta, se veía una luminosa
habitación con mobiliario de color azul.
Señores, son ustedes tantos que no es posible presentarlos
exclamó en voz alta el general, tratando de mostrarse
muy alegre. Preséntense ustedes mismos sin ceremonias.
Los oficiales unos con caras muy serias e incluso severas, otros
sonriendo de manera forzada, y sintiendo todos una gran incomodidad
saludaron de una u otra forma y se sentaron a tomar el té.
El que más incómodo se sentía era el capitán
Riabóvich, un oficial pequeño, cargado de espaldas,
con gafas y patillas de lince. Mientras algunos de sus compañeros
se mostraban serios y otros sonreían con aire forzado, su rostro,
sus patillas de lince y sus gafas parecían decir: ¡Soy
el oficial más tímido, más apocado y más
insulso de toda la brigada! En los primeros momentos, mientras
entraba en el salón y se sentaba a tomar el té, no pudo
prestar atención a ningún rostro u objeto concreto.
Las caras, los vestidos, las garrafitas con coñac talladas,
el vaho que se elevaba de los vasos y las cornisas moldeadas se fundieron
en una impresión vasta y general, que llevó la inquietud
a su espíritu y el deseo de ocultar la cabeza en alguna parte.
Como un recitador que se presenta por primera vez ante el público,
veía todo lo que tenía delante de los ojos, pero no
comprendía apenas nada (ese estado, cuando el sujeto ve pero
no comprende, ha recibido de los fisiólogos el nombre de ceguera
psíquica). Unos instantes más tarde, una vez familiarizado
con el ambiente, Riabóvich recuperó la capacidad de
ver e inició sus observaciones. Al ser una persona tímida
y poco sociable, le llamó la atención principalmente
todo aquello de lo que él carecía, en particular el
singular valor de sus nuevos conocidos. Von Rabbek, su esposa, dos
damas maduras, una señorita con un vestido de color lila y
el joven con las patillas pelirrojas, que resultó ser el hijo
menor de von Rabbek, con mucha astucia, como si lo hubieran ensayado
antes, se mezclaron entre los oficiales y enseguida provocaron una
animada discusión, en la que los invitados no podían
dejar de intervenir. La señorita del vestido lila trató
de demostrar con gran vehemencia que la vida de los artilleros era
mucho más llevadera que la de los soldados de caballería
e infantería, mientras von Rabbek y las damas maduras sostenían
lo contrario. Se inició así un vivaz intercambio de
pareceres. Riabóvich contemplaba a la señorita del vestido
lila, que con tanta pasión hablaba de un tema que le era ajeno
y tan poco podía interesarle, y advertía cómo
en su rostro surgían y desaparecían insinceras sonrisas.
Von Rabbek y su familia, tras implicar con gran habilidad a los oficiales
en la conversación, vigilaban sus vasos y sus bocas, cerciorándose
de que todos bebían y disponían de azúcar y preguntando
en su caso por qué ése no comía bizcocho o aquél
no bebía coñac. Cuanto más miraba y escuchaba
Riabóvich, tanto más le gustaba esa insincera pero muy
bien disciplinada familia.
Después del té los oficiales pasaron a la sala. El olfato
no había engañado al teniente Lobitko: en la sala había
muchas señoritas y jóvenes mujeres casadas. El setter-teniente
ya se había aproximado a una rubia muy joven ataviada con un
vestido negro y, encorvándose con cierta fanfarronería,
como si se apoyara en un invisible sable, sonreía y movía
los hombros con coquetería. Probablemente profería algún
comentario carente del menor interés, ya que la rubia contemplaba
con condescendencia su rostro saciado y le preguntaba con indiferencia:
¿Es posible? En ese desapasionado es posible,
el setter, si hubiera sido inteligente, habría podido deducir
que difícilmente le gritarían ¡adelante!
Se oyó el sonido de un piano; los tristes acordes de un vals
se difundieron por el salón y salieron volando por las ventanas
abiertas de par en par; en ese momento todos parecieron recordar que
estaban ya en primavera, que más allá de las ventanas
reinaba una noche de mayo. Todos sintieron que en el aire flotaba
el olor de las tiernas hojas de los álamos, de las rosas y
de las lilas. Riabóvich que, bajo la influencia de la música,
empezaba a sentir los efectos del coñac que había bebido,
dirigió una mirada de reojo a la ventana, sonrió y se
puso a seguir los movimientos de las mujeres; tenía la impresión
de que el olor de las rosas, de los álamos y de las lilas no
procedía del jardín, sino de los rostros y los vestidos
femeninos.
El hijo de von Rabbek invitó a bailar a una joven enjuta y
dio dos vueltas de vals con ella. Lobitko se deslizó por el
parqué hasta la señorita del vestido lila, la tomó
entre sus brazos y se puso a trazar vertiginosos giros con ella por
la sala. Había comenzado el baile
Riabóvich estaba
cerca de la puerta, en el grupo de los que no bailaban, y seguía
observando. No había bailado ni una sola vez en toda su vida;
ni una sola vez había estrechado el talle de una mujer decente.
Le agradaba ver cómo un hombre, ante los ojos de todos, cogía
a una mujer desconocida por el talle y le ofrecía su hombro
para que pusiera en él su mano, pero nunca pudo imaginarse
en esa situación. Hubo un tiempo en que sentía envidia
del valor y el desparpajo de sus compañeros y sufría;
la conciencia de que era tímido, cargado de espaldas e insulso,
de que tenía un talle largo y patillas de lince, le mortificaban;
pero con los años ese sentimiento se había convertido
en costumbre, de modo que en esos momentos, al contemplar a las parejas
que bailaban o a las personas que hablaban con voz recia, ya no las
envidiaba, sólo se sentía triste y conmovido.
Cuando comenzó la cuadrilla, el joven von Rabbek se acercó
al grupo de los que no bailaban y propuso a dos oficiales una partida
de billar. Los oficiales aceptaron y salieron con él de la
sala. Riabóvich, que no tenía nada que hacer y deseaba
tomar parte de algún modo en el movimiento general, decidió
seguirles. Tras abandonar la sala, atravesaron el comedor y a continuación
un estrecho pasillo acristalado, desde donde pasaron a una habitación
en la que tres soñolientos lacayos, nada más verlos,
saltaron del sofá en que estaban sentados. Finalmente, atravesando
toda una hilera de habitaciones, el joven von Rabbek y los oficiales
entraron en una pequeña estancia en la que había un
billar. Comenzó la partida.
Riabóvich, que sólo participaba en los juegos de naipes,
se quedó de pie junto al billar, mirando con indiferencia a
los jugadores, mientras éstos, con las guerreras desabotonadas
y los tacos en la mano, iban de un lado para otro, bromeaban y gritaban
palabras incomprensibles. Los jugadores no reparaban en su presencia
y sólo de vez en cuando alguno de ellos, apartándole
con el codo o tocándole accidentalmente con el taco, se volvía
hacia él y decía: ¡Pardon! Antes de
que la primera partida concluyera, se mostraba ya aburrido y le parecía
que molestaba y estaba de más
Sintió deseos de
regresar al salón y salió de la estancia.
Durante el camino de regreso se convirtió en protagonista de
una pequeña aventura. A la mitad del recorrido se dio cuenta
de que iba por un camino equivocado. Recordaba perfectamente que debía
encontrarse con los tres soñolientos lacayos, pero había
atravesado ya cinco o seis estancias y, como si se los hubiera tragado
la tierra, sus figuras no aparecían. Tras advertir su error,
retrocedió unos pasos, giró a la derecha y se encontró
en un gabinete semioscuro que no había visto cuando se dirigía
a la sala de billar; tras permanecer allí inmóvil medio
minuto, abrió con escasa decisión la primera puerta
que se ofreció a su vista y entró en una habitación
sumida en una completa oscuridad. Delante de él se veía
la hendidura de una puerta por la que se filtraba una brillante luz;
detrás de la puerta se oían los sordos compases de una
triste mazurca. También allí, lo mismo que en el salón,
las ventanas estaban abiertas de par en par y olía a álamos,
a lilas y a rosas
Riabóvich se detuvo pensativo
En ese momento, de la forma
más inesperada, se oyó el rumor de unos pasos apresurados
y el susurro de un vestido; poco después una jadeante voz de
mujer murmuraba: ¡por fin!, al tiempo que dos brazos
suaves y perfumados, indudablemente femeninos, se enlazaban a su cuello;
una cálida mejilla se apretó contra la suya y en ese
mismo instante resonó el sonido de un beso. Nada más
besarle, la mujer profirió un grito y, según le pareció
a Riabóvich, se apartó con repugnancia de su lado. También
él estuvo a punto de gritar y se lanzó contra la brillante
hendidura de la puerta.
Cuando volvió a la sala, el corazón le latía
con fuerza y las manos le temblaban de forma tan apreciable, que se
apresuró a ocultarlas en la espalda. En un primer momento se
sintió dominado por la vergüenza y el miedo; pensando
que toda la sala sabía que una mujer acababa de abrazarlo y
de besarlo, se encogía y miraba con inquietud a su alrededor,
pero tras convencerse de que los presentes bailaban y conversaban
igual que antes, se entregó a un sentimiento nuevo, no experimentado
hasta entonces en toda su vida. Algo extraño le sucedía
Su cuello, que acababa de ser rodeado por esos suaves y perfumados
brazos, le parecía cubierto de una esencia; en la mejilla,
junto al bigote izquierdo, donde le había besado esa mujer
desconocida, sentía un frescor ligero y agradable, semejante
al que producen las gotas de menta, y cuanto más se frotaba
ese lugar, más fuerte se volvía el frescor; un sentimiento
nuevo, extraño, que no paraba de crecer, le colmaba y le cubría
de la cabeza a los pies
Sentía deseos de bailar, de hablar,
de salir corriendo al jardín, de reírse con todas sus
fuerzas
Se había olvidado por completo de que era un
hombre cargado de espaldas e insulso, de que tenía patillas
de lince y un aspecto indeterminado (así había
sido definido una vez su continente en una conversación de
mujeres que había escuchado de forma casual). Cuando pasó
a su lado la mujer de Rabbek, le dirigió una sonrisa tan pronunciada
y cortés, que ésta se detuvo y se quedó mirándole
con aire interrogativo.
¡Me gusta muchísimo su casa!
exclamó,
acomodándose las gafas sobre la nariz.
La mujer del general sonrió y le contó que esa casa
había pertenecido a su padre; luego ella le preguntó
si vivían aún sus padres, si hacía tiempo que
era militar, por qué estaba tan delgado y otras cosas por el
estilo
Tras recibir cumplida respuesta a todas sus preguntas,
siguió su camino, mientras él, tras aquella conversación,
empezó a sonreír de manera aún más cortés,
pensando que estaba rodeado de unas personas excelentes.
Durante la cena Riabóvich comió maquinalmente todo lo
que le ofrecieron, bebió y, sin escuchar nada, trató
de explicarse su reciente aventura
Ese episodio tenía
un carácter misterioso y novelesco, pero su explicación
no resultaba difícil. Seguramente, alguna señorita o
alguna mujer casada había concertado una cita con algún
caballero en la habitación oscura, había pasado largo
rato esperando y, presa del nerviosismo y la agitación, había
tomado a Riabóvich por su héroe; eso era más
que probable, ya que Riabóvich, al pasar por la habitación
oscura se había detenido a pensar, adoptando de ese modo el
aspecto de una persona que también espera algo
Así
se explicaba Riabóvich el beso recibido.
¿Pero quién será ella? pensaba, contemplando
los rostros de las mujeres. Debe ser joven, ya que las viejas
no conciertan entrevistas. Además, seguro que es una mujer
cultivada; así lo indican el susurro de su vestido, su olor,
su voz
Detuvo la mirada en la señorita del vestido lila, que le pareció
muy hermosa; tenía bellos hombros y brazos, un rostro inteligente
y una voz agradable. Al mirarla, Riabóvich sintió deseos
de que la mujer desconocida fuese precisamente ésa y no otra
Pero en ese momento la joven sonrió de modo un tanto artificial
y frunció su larga nariz, con lo que su rostro adquirió
un aspecto avejentado. Entonces sus ojos se volvieron sobre la rubia
del vestido negro. Era más joven, más sencilla y más
sincera, tenía unas sienes deliciosas y bebía con gran
delicadeza de su copa. Riabóvich sintió deseos de que
la desconocida fuera ella. Pero pronto advirtió que su rostro
era inexpresivo y dirigió la mirada sobre su vecina
Es difícil adivinarlo reflexionaba, meditabundo.
Si a la del vestido lila le tomara sólo los hombros y los brazos,
le añadiera las sienes de la rubia y los ojos de esa que está
a la izquierda de Lobitko, entonces
Entrelazó con la imaginación todas esas partes y obtuvo
la imagen de la muchacha que le había besado, la imagen anhelada,
pero no pudo hallarla entre las mujeres que estaban sentadas a la
mesa.
Después de la cena los invitados, satisfechos y algo ebrios,
comenzaron a despedirse y a dar las gracias. Los anfitriones volvieron
a disculparse por no poder ofrecerles alojamiento.
¡Estoy muy contento, señores! decía
el general, en esta ocasión con sinceridad (probablemente porque
al despedir a los invitados la gente suele ser mucho más sincera
y amable que al recibirlos). ¡Muy contento! ¡No dejen
de visitarnos en su camino de regreso! ¡Sin ceremonias! Pero
¿adónde van? ¿Quieren ir por arriba? No, vayan
por el jardín, por el camino de abajo la distancia es menor.
Los oficiales salieron al jardín. Después de la luz
brillante y del ruido, el jardín les pareció muy oscuro
y tranquilo. Caminaron en silencio hasta llegar al portón.
Estaban medio borrachos, se sentían alegres y satisfechos,
pero la oscuridad y el silencio los volvieron por un momento pensativos.
Todos ellos, incluido Riabóvich, albergaban probablemente un
mismo pensamiento: ¿llegaría un tiempo en que también
ellos, como ese von Rabbek, tendrían una gran casa, una familia,
un jardín, en que también ellos podrían agasajar
a sus huéspedes, aunque fuera de manera insincera, colmarlos
de comida, de bebida, de atenciones?
Una vez atravesado el portón, todos se pusieron a hablar a
la vez y sin ninguna razón estallaron en sonoras carcajadas.
Caminaban ya por el sendero que descendía hasta el río
y luego avanzaba junto al agua, rodeando los arbustos de la ribera,
los surcos y los sauces que se inclinaban sobre las aguas. Tanto la
orilla como el sendero resultaban apenas visibles, mientras la otra
ribera estaba ya inmersa en una completa oscuridad. En algunos puntos
de las negras aguas titilaban las estrellas, que temblaban y desaparecían;
esos destellos era lo único que permitía adivinar la
rapidez con que fluían las aguas. Todo estaba en calma. En
la otra orilla piaban las becadas, y en ésta, oculto en un
arbusto, sin prestar la menor atención al grupo de los oficiales,
cantaba con fuerza un ruiseñor. Los oficiales se detuvieron
junto al arbusto y lo tocaron, pero el ruiseñor siguió
cantando.
¿Cómo es posible? exclamaron algunos con
aprobación. ¡Estamos a su lado y no nos hace ni
caso! ¡Qué granuja!
Al final del camino el sendero iba elevándose y cerca de la
villa de la iglesia se unía a la carretera. En ese punto los
oficiales, fatigados por la ascensión a la colina, se sentaron
a fumar un cigarrillo. En la otra orilla surgió una luz roja
y pálida; como no tenían nada mejor que hacer, pasaron
un buen rato tratando de dilucidar si era una hoguera, una luz en
una ventana o alguna otra cosa
Riabóvich también
miraba esa luz y pensaba que ésta le sonreía y le hacía
guiños, como si estuviera al tanto del beso.
Al llegar a su alojamiento, Riabóvich se desvistió enseguida
y se metió en la cama. En la misma isba que él estaban
alojados Lobitko y el teniente Merzliakov, un joven callado y tranquilo,
considerado en su círculo un oficial instruido; ese hombre
llevaba siempre consigo un ejemplar de El Mensajero de Europa, que
leía en cuanto se presentaba la menor oportunidad. Lobitko
se desnudó, estuvo paseando largo rato de un extremo al otro
de la estancia, con aire de hombre insatisfecho, y envió al
ordenanza a buscar cerveza. Merzliakov estaba tumbado; había
colocado una vela junto a la cabecera y se había sumergido
en la lectura de El Mensajero de Europa.
¿Quién será ella? pensaba Riabóvich,
mirando el techo cubierto de hollín.
Le parecía que su cuello aún estaba cubierto de aquella
esencia y cerca de la boca sentía ese frescor semejante al
de las gotas de menta. Por su imaginación pasaron fugazmente
los hombros y los brazos de la señorita de lila, las sienes
y los sinceros ojos de la rubia ataviada de negro, talles, vestidos,
broches. Trató de concentrar su atención en esas imágenes,
pero éstas saltaban, se esfumaban, titilaban. Cuando en el
amplio fondo negro que ve todo hombre al cerrar los ojos desaparecieron
del todo esas imágenes, empezó a oír pasos apresurados,
el rumor de un vestido, el sonido de un beso y una inmensa alegría
inmotivada se apoderó de él
Entregado de lleno
a esa alegría, oyó cómo el ordenanza regresaba
e informaba de que no había cerveza. Lobitko se indignó
de manera terrible y de nuevo se puso a pasear por la estancia.
¿No es idiota? exclamaba, deteniéndose ya
junto a Riabóvich ya junto a Merzliakov. ¡Hay que
ser imbécil y tonto para no encontrar cerveza! ¿Eh?
¿No es un canalla?
Es normal que no encuentre aquí cerveza dijo Merzliakov,
sin apartar la vista de El Mensajero de Europa.
¿Sí? ¿Así lo cree? insistía
Lobitko. ¡Por Dios, enviadme a la luna y enseguida os
encontraré mujeres y cerveza! Voy a ir yo en persona y la encontraré
¡Llámeme cobarde si no la encuentro!
Pasó largo rato vistiéndose y poniéndose las
altas botas, luego se fumó en silencio un cigarrillo y salió.
Rabbek, Grabbek, Labbek murmuró, deteniéndose
en el zaguán. No me apetece ir solo, diablos. Riabóvich,
¿no le apetece dar un paseo? ¿Eh?
Al no recibir respuesta, regresó, se desvistió lentamente
y se metió en la cama. Merzliakov suspiró, dejó
a un lado El Mensajero de Europa y apagó la vela.
Sí
murmuraba Lobitko, que fumaba a oscuras
un cigarrillo.
Riabóvich se cubrió la cabeza, se acurrucó y
trató de reunir en la imaginación esas fugaces imágenes
para conformar con ellas una unidad, pero no obtuvo ningún
resultado. Pronto se quedó dormido; su último pensamiento
fue que alguien le había acariciado y le había llenado
de alegría, que en su vida había acontecido un suceso
singular y acaso estúpido, pero al mismo tiempo extraordinariamente
hermoso y agradable. Ese pensamiento no le abandonó ni siquiera
durante el sueño.
Cuando se despertó, la sensación de esencia en su cuello
y el frescor de menta junto al labio habían desaparecido, pero
la alegría de la víspera seguía agitándose
en su pecho como una ola. Miró con arrobo el marco de la ventana,
dorado por la luz del sol naciente, y prestó oídos a
los movimientos de la calle. Algunas personas conversaban en voz alta
junto a la ventana. El comandante de la batería de Riabóvich,
Lebedetski, que acababa de alcanzar a la brigada, hablaba con el sargento
en voz muy alta, debido a su costumbre de gritar.
¿Y qué más? vociferó el comandante.
Ayer, mientras herraban a Golubchik, excelencia, le hirieron
en una pezuña. El veterinario le puso barro con vinagre. Ahora
le llevan de la brida, separado de los otros. Además, excelencia,
ayer el artesano Artemiov se emborrachó y el teniente ordenó
colocarlo sobre el avantrén de la cureña de reserva.
El sargento informó también de que Kárpov había
olvidado las nuevas cintas para las trompetas y las estacas para las
tiendas de campaña y de que la víspera los señores
oficiales habían sido invitados a pasar la velada en casa del
general von Rabbek. En medio de la conversación apareció
en la ventana la cabeza de Lebedetski, con su barba rojiza. Fijó
sus ojos miopes en las soñolientas fisonomías de los
oficiales y saludó.
¿Está todo en orden? preguntó.
Uno de los caballos se produjo una herida en la cerviz con la
nueva collera respondió Lobitko, bostezando.
El comandante suspiró, se quedó unos instantes pensativo
y finalmente exclamó en voz muy alta:
Creo que iré a ver a Aleksandra Evgrafovna. Debo visitarla.
Bueno, adiós. Me reuniré con ustedes por la noche.
Un cuarto de hora más tarde la brigada se puso en camino. Cuando
pasaban junto a los graneros de la hacienda, Riabóvich miró
hacia la derecha, donde se encontraba la casa. Las persianas de las
ventanas estaban bajadas. Era evidente que todos aún dormían.
También la mujer que por la noche le había besado. Quiso
imaginársela dormida. La ventana de la alcoba abierta de par
en par; las verdes ramas que se asomaban a ella; el frescor de la
mañana; el olor de los álamos, de las lilas y de las
rosas; una cama y una silla, y sobre ésta el susurrante vestido
de la noche anterior; los zapatos y el reloj sobre la mesilla: todas
esas cosas se las representó con claridad y nitidez, pero los
rasgos del rostro, la dulce sonrisa soñolienta, todo aquello
que era importante y capital, escapaba a su imaginación como
mercurio entre los dedos. Al cabo de medio kilómetro, volvió
la mirada: la iglesia amarilla, la casa, el río y el jardín
estaban inundados de luz; el río, con sus orillas de un intenso
color verde, reflejando el cielo azul y destellando al sol en algunos
puntos, estaba muy hermoso. Riabóvich contempló Mestechki
por última vez y de él se apoderó una enorme
tristeza, como si se estuviera separando de algo muy próximo
y querido.
Mientras tanto, en el camino, se sucedían cuadros muchas veces
vistos y carentes de interés
A la derecha y a la izquierda
campos de centeno joven y alforfón con saltarines grajos; si
miraba hacia adelante sólo veía polvo y las nucas de
los soldados; si miraba hacia atrás, el mismo polvo y algunos
rostros
A la cabeza de todos marchaban cuatro hombres con sables:
era la vanguardia. Tras ellos una multitud de cantores y a continuación
los trompeteros montados a caballo. La vanguardia y los cantores,
como los portadores de antorchas en una procesión fúnebre,
se olvidaban a cada momento de mantener la distancia reglamentaria
y se alejaban del resto de la tropa
Riabóvich se hallaba
junto al primer cañón de la quinta batería. Podía
ver los cuatro batallones que iban delante de él. Para una
persona ajena a la milicia la larga y pesada caravana de una brigada
en movimiento parece un embrollo complicado y difícilmente
comprensible; no entiende por qué hay tantos hombres junto
a una pieza de artillería y por qué la llevan tantos
caballos con arreos extraños, como si ésta en realidad
fuera tan terrible y pesada. Para Riabóvich todo aquello resultaba
comprensible y por ello mismo carecía de interés. Sabía
desde hacía mucho tiempo por qué, a la cabeza de cada
batería, junto al oficial, marchaba un fornido artillero y
por qué recibía el nombre de adelantado; detrás
de ese oficial iban los jinetes de la primera unidad y luego los de
la segunda. Riabóvich sabía que los caballos de la izquierda,
en los que iban montados los jinetes, se llamaban caballos de silla,
mientras los de la derecha recibían el nombre de auxiliares;
todo eso también le parecía del todo irrelevante. Detrás
de esas unidades iban dos caballos de tiro, uno de ellos montado por
un jinete que llevaba aún el polvo del día anterior
en la espalda y un tosco y ridículo madero sobre la pierna
derecha; Riabóvich conocía también el significado
de ese madero y no le parecía ridículo. Todos los jinetes
agitaban maquinalmente los látigos y de vez en cuando gritaban.
La misma pieza de artillería era poco atractiva. Sobre el avantrén
había sacos de avena cubiertos con una lona, mientras del cañón
iban colgadas teteras, mochilas de soldado y bolsas, por lo que éste
tenía el aspecto de un pequeño animal inofensivo, rodeado,
sin que se supiera bien por qué, de personas y caballos. A
ambos lados del mismo, agitando los brazos, marchaban seis artilleros.
Detrás del cañón se sucedían nuevos adelantados,
jinetes, caballos de tiro, y detrás de ellos otro cañón,
igual de feo e inexpresivo que el primero. Tras el segundo venía
un tercero, luego un cuarto; junto a esa cuarta pieza iba otro oficial
y así sucesivamente. Había seis baterías en la
brigada, y cuatro cañones en cada batería. La caravana
se extendía durante medio kilómetro. La cerraba el convoy
de la intendencia, junto al cual caminaba pensativa, inclinando la
cabeza de largas orejas, una criatura extremadamente simpática:
la mula Magar, traída de Turquía por el comandante de
una batería.
Riabóvich miraba con indiferencia tan pronto hacia adelante
como hacia atrás, contemplando ya las nucas ya los rostros;
en otra ocasión se habría quedado adormilado, pero ahora
se sumergió en esos nuevos y agradables pensamientos. En un
principio, cuando la brigada se puso en camino, trató de convencerse
de que la historia del beso sólo era interesante como una pequeña
y misteriosa aventura; que en realidad resultaba insignificante y
pensar en ella como en algo serio era cuando menos una estupidez;
pero poco después se desembarazó de la lógica
y se entregó a los sueños
De modo que tan pronto
se imaginaba en la sala de la mansión de von Rabbek, junto
a una muchacha parecida a la señorita del vestido lila y a
la rubia de negro, como cerraba los ojos y se veía con otra
muchacha, completamente desconocida, de facciones muy imprecisas,
a la que hablaba y acariciaba, inclinándose sobre sus hombros;
se imaginaba la guerra y la separación, el posterior reencuentro,
la cena con su mujer, los niños
¡Poned el freno! se oía cada vez que bajaban
una colina.
Él también gritaba aquella orden y sentía miedo
de que ese grito quebrara sus sueños y lo llevara de vuelta
a la realidad
Al pasar por delante de una hacienda, Riabóvich contempló
el jardín a través de la cerca. Ante sus ojos surgió
una larga avenida, recta como una regla, cubierta de arena amarilla
y rodeada de jóvenes abedules
Con la avidez de las personas
soñadoras se imaginó unos pequeños pies de mujer
caminando por esa arena amarilla, y de pronto, de forma completamente
inesperada, surgió en su imaginación con total claridad
la mujer que le había besado y que él había acertado
a componer la víspera durante la cena. Esa imagen se le quedó
grabada en el cerebro y ya no le abandonó.
A mediodía resonó un grito detrás de él,
junto al convoy de la intendencia:
¡Firmes! ¡La vista a la izquierda! ¡Señores
oficiales!
En un coche, tirado por una pareja de caballos blancos, se acercaba
el general de la brigada. Se detuvo cerca de la segunda batería
y gritó algo que nadie entendió. Algunos oficiales,
entre ellos Riabóvich, cabalgaron hasta llegar a su altura.
Bueno, ¿cómo va todo? preguntó el
general, parpadeando con sus ojos enrojecidos. ¿Hay enfermos?
Tras recibir las respuestas oportunas, el general, pequeño
y enjuto, chasqueó los labios, se quedó unos momentos
pensativo y finalmente exclamó, dirigiéndose a uno de
sus oficiales:
Uno de los conductores del tercer cañón se ha
quitado la rodillera y la ha colgado del avantrén, el muy canalla.
Castíguelo.
Levantó los ojos hasta Riabóvich y añadió:
Me parece que sus correas laterales son demasiado largas
Tras hacer algunas aburridas observaciones más, el general
miró a Lobitko y sonrió:
Tiene usted hoy un aspecto muy triste, teniente Lobitko exclamó.
¿Echa de menos a Lopujova? ¿Eh? ¡Señores,
echa de menos a Lopujova!
Lopujova era una mujer muy gruesa y alta, que había superado
con creces los cuarenta. El general, que sentía debilidad por
las mujeres corpulentas de cualquier edad, pensaba que sus oficiales
compartían esa pasión. Éstos sonrieron respetuosamente.
El general, satisfecho de haber dicho algo divertido y mordaz, se
rió a carcajadas, tocó la espalda del cochero y saludó.
El coche siguió su camino
Todas las cosas con las que sueño y que me parecen imposibles
e irreales, en realidad son absolutamente comunes pensaba Riabóvich,
mirando la nube de polvo que el coche del general dejaba a su paso.
Son cosas ordinarias y les suceden a todos
Ese general, por
ejemplo, antaño estuvo enamorado; ahora está casado
y tiene hijos. El capitán Vajter también está
casado y es amado por su mujer, a pesar de su nuca roja y fea y de
su figura sin talle
Salmánov es grosero y tiene mucho
de tártaro, pero también él vivió una
aventura que terminó en matrimonio
Yo soy igual que todos,
y más tarde o más temprano viviré una experiencia
como las de los demás
El pensamiento de que era un hombre corriente y de que su vida era
normal le alegró y le dio ánimos. Se puso a dibujar
a la desconocida y se representó su propia felicidad a su antojo,
sin refrenar lo más mínimo su imaginación
Por la noche, una vez que la brigada llegó a su destino y los
oficiales se recluyeron en sus tiendas, Riabóvich, Merzliakov
y Lobitko se sentaron en torno a un baúl y se dispusieron a
cenar. Merzliakov comía sin prisas y masticaba lentamente,
mientras leía El Mensajero de Europa, que tenía en las
rodillas. Lobitko hablaba sin parar y vertía cerveza en un
vaso, mientras Riabóvich, con la cabeza trastornada por las
ensoñaciones de todo el día, callaba y bebía.
Después de apurar tres vasos, se sintió algo ebrio,
se relajó y experimentó unos deseos irreprimibles de
compartir con sus compañeros esas nuevas sensaciones.
Ayer, en casa de ese von Rabbek, me sucedió algo muy
extraño
comenzó, tratando de comunicar a
su voz un tono indiferente y burlón. Como saben, me dirigí
a la sala de billar
Empezó a relatar con gran minuciosidad la historia del beso
y al cabo de un minuto se quedó en silencio
Ese minuto
había sido suficiente para contarlo todo. Riabóvich
se sorprendió mucho de que la narración hubiera requerido
tan poco tiempo, pues tenía la impresión de que el asunto
del beso daba para hablar durante toda la noche. Tras escuchar sus
palabras, Lobitko, que era muy aficionado a mentir, y por tanto no
creía a nadie, le miró con incredulidad y se echó
a reír. Merzliakov movió las cejas y con mucha calma,
sin apartar los ojos de El Mensajero de Europa, exclamó:
¡Qué raro!
Arrojarse al cuello sin avisar
Debe tratarse de una neurótica.
Sí, probablemente
convino Riabóvich.
Algo semejante me sucedió a mí una vez
exclamó
Lobitko, y miró a sus compañeros con ojos asustados.
El año pasado me dirigía a Kovno
Saco un billete
de segunda clase
El vagón estaba lleno hasta los topes
y no era posible dormir. Le doy al revisor cincuenta kopeks de propina
Éste coge mi equipaje y me conduce a otro compartimento
Me tumbo y me cubro con la manta
Reina una oscuridad absoluta.
De pronto oigo cómo alguien me toca el hombro y respira en
mi cara. Hago un movimiento con la mano y tropiezo con un codo
Abro los ojos y, qué les parece, ¡era una mujer! Los
ojos negros, los labios rojos como un buen salmón, las aletas
de la nariz hinchadas, los pechos como topes
Perdone le interrumpió con calma Merzliakov,
lo de los pechos lo entiendo, pero ¿cómo pudo ver los
labios si todo estaba tan oscuro?
Lobitko empezó a removerse en el asiento, riéndose de
la desconfianza de Merzliakov. Riabóvich se sintió ofendido.
Se apartó del baúl, se acostó y prometió
no sincerarse nunca con nadie.
La vida del campamento dio comienzo
Los días pasaban,
muy semejantes los unos a los otros. Durante todo ese tiempo Riabóvich
sintió, pensó y se comportó como un enamorado.
Cada mañana, cuando el ordenanza le traía todo lo necesario
para lavarse, él se echaba el agua fría por la cabeza
y recordaba que había en su vida un acontecimiento cálido
y hermoso.
Por las noches, cuando los compañeros hablaban del amor y de
las mujeres, él aguzaba el oído y se aproximaba aún
más, luciendo esa expresión que adoptan los soldados
cuando escuchan el relato de un combate en el que han tomado parte.
Y en aquellas ocasiones en que los oficiales, algo borrachos, encabezados
por el setter Lobitko, hacían incursiones donjuanescas por
los arrabales, Riabóvich, que tomaba parte en ellas, se sentía
triste, experimentaba un hondo sentimiento de culpa y le pedía
mentalmente perdón a la desconocida
En los momentos de
ocio o en las noches de insomnio, cuando se engolfaba en recuerdos
de su infancia, su madre, su padre y en general de todo lo que le
resultaba familiar o querido, invariablemente rememoraba también
Mestechki, el extraño caballo, la figura de von Rabbek y la
de su mujer, tan parecida a la emperatriz Eugenia, la habitación
oscura, la rendija iluminada por debajo de la puerta
El 31 de agosto regresaba del campamento, pero ya no con toda la brigada,
sino sólo con dos baterías. Se pasó todo el camino
soñando, emocionado, como si se dirigiera a su lugar de nacimiento.
Sentía un enorme deseo de contemplar de nuevo aquel extraño
caballo, la iglesia, la insincera familia de von Rabbek, la habitación
oscura; esa voz interior que con tanta frecuencia engaña
a los enamorados le susurraba que seguramente la vería
Y algunas preguntas le atormentaban: ¿cómo se comportaría
con ella? ¿De qué le hablaría? ¿Se habría
olvidado del beso? En último término, pensaba que aunque
no se encontrara con ella, el solo hecho de pasearse por la habitación
oscura y recordar le procuraría un enorme placer
Al atardecer surgieron en el horizonte la conocida iglesia y los blancos
graneros. A Riabóvich empezó a latirle con más
fuerza el corazón
Sin escuchar las palabras que le dirigía
el oficial que iba a su lado, olvidado de todo, contemplaba con avidez
el río, que destellaba a lo lejos, el tejado de la casa y el
palomar, sobre el que volaban en círculo algunas palomas, iluminadas
por el sol poniente.
De camino a la iglesia y más tarde, mientras escuchaba a los
aposentadores, no dejaba de pensar que en cualquier momento surgiría
desde detrás de la cerca de la iglesia un jinete que invitaría
a los oficiales a tomar el té
Pero las instrucciones
de los aposentadores habían concluido, los oficiales habían
desmontado y se habían dirigido lentamente a la aldea, y el
jinete seguía sin aparecer
Pronto sabrá von Rabbek por los mujiks que hemos llegado
y enviará a alguien a buscarnos pensaba Riabóvich
al tiempo que entraba en una isba, y no entendía por qué
su compañero encendía una vela ni por qué los
ordenanzas se apresuraban a preparar el samovar.
Una intensa inquietud se apoderó de él. Se tumbó
en la cama, luego se levantó y miró por la ventana para
ver si venía el jinete. Pero éste no aparecía
por ninguna parte. Volvió a tumbarse, al cabo de media hora
se levantó e incapaz de soportar esa intranquilidad salió
a la calle y se dirigió a la iglesia. La plaza próxima
a la cerca estaba oscura y desierta
Junto a la misma ladera
había tres soldados que guardaban silencio. Al ver a Riabóvich
se cuadraron y saludaron. Él les devolvió el saludo
y empezó a bajar por el conocido sendero.
En la otra orilla todo el cielo estaba cubierto de un tinte purpúreo.
Empezaba a salir la luna; dos mujeres, hablando en voz alta, caminaban
por una huerta y arrancaban hojas de repollo; detrás de las
huertas se adivinaban las negras siluetas de algunas isbas
En
la orilla por la que él caminaba, todo tenía el mismo
aspecto que en el mes de mayo: el sendero, los arbustos, los sauces
inclinados sobre las aguas
pero ya no se oía el canto
de aquel valeroso ruiseñor ni olía a álamo y
a hierba fresca.
Al llegar al jardín, Riabóvich se quedó mirando
el portón. En el interior todo era oscuridad y silencio
Sólo se veían los blancos troncos de los abedules más
próximos y un fragmento de la avenida; todo lo demás
se había fundido en una masa negra. Riabóvich aguzó
el oído y la vista, pero al cabo de un cuarto de hora, al no
escuchar ningún sonido ni vislumbrar ninguna luz, se dio la
vuelta
Se acercó al río. La caseta de baño del general
y algunas toallas colgadas del pretil del puentecillo destacaban con
su blancura
Se inclinó sobre el puente y pasó
la mano por una toalla áspera y fría. Miró las
aguas
El río fluía deprisa, dejando un leve rumor
junto a los pilotes de la caseta de baño. Una luna roja se
reflejaba en la orilla izquierda; algunas pequeñas olas atravesaban
su reflejo, lo estiraban y lo quebraban en pedazos, como si quisieran
llevárselo
¡Qué tonto soy! ¡Qué tonto! pensaba
Riabóvich, mirando las aguas fugitivas. ¡Qué
absurdo es todo esto!
En ese momento en que ya no esperaba nada, la historia del beso, su
intranquilidad, sus inciertas esperanzas y su desilusión se
le aparecieron a una luz más clara. Ya no le resultaba extraño
que no hubiera llegado el mensajero del general, ni juzgaba impensable
la posibilidad de no volver a ver nunca a aquella mujer que, casualmente,
tomándole por otro, le había besado; al contrario, lo
extraño sería que volviera a verla
El agua seguía fluyendo, sin saber adónde ni para qué.
Fluía igual que en el mes de mayo; en aquel entonces, se había
vertido a un gran río, de allí había pasado al
mar, luego había ascendido al cielo en forma de vapor, más
tarde había regresado en forma de lluvia
de modo que
tal vez fuera esa misma agua la que fluía ahora ante los ojos
de Riabóvich
¿Por qué? ¿Para qué?
Y el mundo entero, la vida entera le parecieron a Riabóvich
una broma incomprensible y absurda
Al apartar los ojos de las
aguas y dirigirlos al cielo recordó de nuevo cómo el
destino, en la persona de una mujer desconocida, le había acariciado
casualmente; recordó los sueños y las imágenes
del verano, y su vida se le antojó extraordinariamente pobre,
triste y anodina
Cuando regresó a la isba, no encontró en ella a ningún
compañero. El ordenanza le informó de que todos se habían
ido a casa del general Font Riabkin que había enviado
a un emisario a caballo para invitarlos
Por un instante en el
pecho de Riabóvich surgió un destello de alegría,
pero éste se apresuró a apagarlo y, contrariando a su
destino, como queriendo fastidiarlo, se negó a acudir a casa
del general y se metió en la cama.
Traducción
de Víctor Gallego Ballestero
|