Septiembre-Octubre 2002, Nueva época No. 57-58 Xalapa • Veracruz • México
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El beso
Anton Chéjov

El 20 de mayo, a las ocho de la tarde, las seis baterías de la reserva de la brigada de artillería de N., que se dirigían a su campamento, se detuvieron a pasar la noche en la aldea de Mestechki. En medio del alboroto, mientras unos oficiales se afanaban junto a los cañones y otros, que habían entrado en la plaza aledaña a la cerca de la iglesia, escuchaban a los aposentadores, apareció detrás de la iglesia un jinete vestido de paisano, montado sobre un extraño caballo. Era un caballo bayo y pequeño, con un hermoso cuello y una pequeña cola; no seguía un camino recto, sino que parecía avanzar de costado, haciendo con las patas pequeños pasos de baile, como si se las estuvieran golpeando con un látigo. Tras acercarse a los oficiales, el jinete levantó el sombrero y exclamó:
—Su excelencia el teniente general von Rabbek, hacendado local, invita a los señores oficiales a que, sin mayores demoras, vayan a tomar el té a su casa.
El caballo se inclinó, ejecutó unos movimientos de baile y retrocedió de costado; el jinete volvió a levantar el sombrero y al poco rato desapareció detrás de la iglesia junto a su extraña montura.
—¡Qué se vaya al diablo! —murmuraron algunos oficiales, dispersándose por los distintos alojamientos—. ¡Con el sueño que tenemos, y nos viene ese von Rabbek con su té! ¡Ya sabemos qué té sirven allí!
Todos los oficiales de las seis baterías recordaron que el año anterior, durante unas maniobras, un hacendado local, un conde que había sido militar, les había invitado a tomar el té, junto con los oficiales de un regimiento de cosacos; el hospitalario y cordial anfitrión les había recibido muy bien, les había dado de comer y de beber y no les había dejado regresar a sus alojamientos en la aldea, ofreciéndoles pasar la noche en su casa. Todo eso, por supuesto, estaba muy bien; no se podía pensar en algo mejor; lo malo era que el militar retirado se había entusiasmado tanto con la aparición de esos jóvenes, que hasta el amanecer había estado contando a los oficiales episodios de su glorioso pasado, les había conducido por las distintas habitaciones, les había mostrado cuadros valiosos, grabados antiguos, armas raras, les había leído cartas auténticas de personajes encumbrados, mientras los extenuados y fatigados oficiales escuchaban y miraban, anhelando la compañía del lecho y tapándose la boca con la manga para ocultar los bostezos; cuando finalmente el anfitrión los dejó marchar ya era demasiado tarde para dormir.
¿No sería también von Rabbek uno de ésos? Lo fuera o no, no se podía hacer nada. Los oficiales se cambiaron de uniforme, se acicalaron y todos juntos se pusieron a buscar la casa del hacendado. En la plaza contigua a la iglesia les dijeron que para llegar a la residencia de los señores podían ir por el camino de abajo —descendiendo hasta el río por detrás de la iglesia y caminando por la orilla hasta el mismo jardín, donde una avenida les llevaría hasta la casa— o bien por el camino de arriba —directamente desde la iglesia, por un camino que a medio kilómetro de la aldea llegaba hasta los graneros de la hacienda. Los oficiales decidieron ir por el camino de arriba.
—¿Quién será ese von Rabbek? —cavilaban por el camino—. ¿No será el que comandaba la división de caballería de N. en Plevna?
—No, ése no se llamaba von Rabbek, sino simplemente Rabbe.
—¡Qué buen tiempo hace!
Junto al primer granero de la hacienda el camino se dividía en dos; uno seguía recto y se perdía en la oscuridad de la noche, mientras el otro giraba a la derecha y llevaba a la casa señorial. Los oficiales tomaron por el de la derecha y empezaron a hablar más bajo… A ambos lados del camino se sucedían graneros de piedra con tejados rojos, pesados y severos, muy parecidos a los cuarteles de cualquier ciudad de provincias. Ante ellos relucían las ventanas de la casa señorial.
—¡Señores, buena señal! —dijo uno de los oficiales—. Nuestro setter va a la cabeza; eso significa que huele alguna presa…
El teniente Lobitko, que iba delante, hombre alto, grueso y sin rastro de bigotes (tenía más de veinticinco años, pero en su rostro redondo y lleno, por alguna razón, aún no despuntaba la barba), conocido en la brigada por su capacidad para adivinar en los alrededores la presencia de mujeres, se volvió y comentó:
—Sí, aquí debe haber mujeres. Me lo dice el instinto.
En el umbral de la casa los oficiales fueron recibidos por el propio von Rabbek, un anciano de aspecto respetable, de unos sesenta años, vestido de paisano. Tras estrechar la mano de los huéspedes, dijo que se sentía muy contento y feliz, pero rogaba encarecidamente a los señores oficiales le disculparan por no poder alojarlos en su casa; habían venido a verle dos hermanas suyas con sus hijos, varios hermanos y algunos vecinos, de modo que no quedaba ni una sola habitación libre.
El general estrechó la mano a todos los oficiales, les pidió disculpas y sonrió, pero en su rostro se adivinaba que se alegraba mucho menos de su visita que el conde del año anterior, y que sólo les había invitado porque, en su opinión, así lo exigía el decoro. Los mismos oficiales, mientras ascendían por la mullida escalera alfombrada y escuchaban sus palabras, sentían que habían sido invitados simplemente porque habría sido inadecuado no hacerlo, y cuando vieron a los lacayos, que se apresuraban a encender los faroles de la entrada, abajo, y los del recibidor, arriba, tuvieron la impresión de que llevaban la inquietud y el desasosiego a esa casa. En un lugar en que, debido probablemente a alguna celebración familiar o a algún otro acontecimiento, se habían reunido dos hermanas con sus hijos, varios hermanos y algunos vecinos, ¿podía agradar la presencia de diecinueve oficiales desconocidos?
Arriba, en la entrada del salón, los huéspedes fueron recibidos por una anciana alta y esbelta, de rostro alargado y cejas negras, muy parecida a la emperatriz Eugenia. Sonriendo de forma afable y majestuosa, dijo que se sentía muy feliz y contenta de tener huéspedes y se disculpó por no poder invitar a los señores oficiales a pasar allí la noche. En su delicada y majestuosa sonrisa, que desaparecía inmediatamente de su rostro cada vez que le daba la espalda a un invitado, se veía que a lo largo de su vida había visto a muchos oficiales, que en ese momento no estaba para esas cosas, y que si los había invitado a su casa y ahora se disculpaba era simplemente por que así lo exigían su educación y su posición en la sociedad.
En el gran comedor al que fueron conducidos los oficiales, tomaban el té, junto a un extremo de la mesa, una docena de señoras y caballeros, tanto maduros como jóvenes. Un grupo de hombres, oscurecido por el ligero humo de los cigarros, estaba de pie detrás de las sillas de los comensales; en medio de ellos había un joven enjuto con patillas pelirrojas que, tartajeando, expresaba en voz alta algún comentario en inglés. Detrás de ese grupo, a través de la puerta, se veía una luminosa habitación con mobiliario de color azul.
—Señores, son ustedes tantos que no es posible presentarlos —exclamó en voz alta el general, tratando de mostrarse muy alegre—. Preséntense ustedes mismos sin ceremonias.
Los oficiales —unos con caras muy serias e incluso severas, otros sonriendo de manera forzada, y sintiendo todos una gran incomodidad— saludaron de una u otra forma y se sentaron a tomar el té.
El que más incómodo se sentía era el capitán Riabóvich, un oficial pequeño, cargado de espaldas, con gafas y patillas de lince. Mientras algunos de sus compañeros se mostraban serios y otros sonreían con aire forzado, su rostro, sus patillas de lince y sus gafas parecían decir: “¡Soy el oficial más tímido, más apocado y más insulso de toda la brigada!” En los primeros momentos, mientras entraba en el salón y se sentaba a tomar el té, no pudo prestar atención a ningún rostro u objeto concreto. Las caras, los vestidos, las garrafitas con coñac talladas, el vaho que se elevaba de los vasos y las cornisas moldeadas se fundieron en una impresión vasta y general, que llevó la inquietud a su espíritu y el deseo de ocultar la cabeza en alguna parte. Como un recitador que se presenta por primera vez ante el público, veía todo lo que tenía delante de los ojos, pero no comprendía apenas nada (ese estado, cuando el sujeto ve pero no comprende, ha recibido de los fisiólogos el nombre de “ceguera psíquica”). Unos instantes más tarde, una vez familiarizado con el ambiente, Riabóvich recuperó la capacidad de ver e inició sus observaciones. Al ser una persona tímida y poco sociable, le llamó la atención principalmente todo aquello de lo que él carecía, en particular el singular valor de sus nuevos conocidos. Von Rabbek, su esposa, dos damas maduras, una señorita con un vestido de color lila y el joven con las patillas pelirrojas, que resultó ser el hijo menor de von Rabbek, con mucha astucia, como si lo hubieran ensayado antes, se mezclaron entre los oficiales y enseguida provocaron una animada discusión, en la que los invitados no podían dejar de intervenir. La señorita del vestido lila trató de demostrar con gran vehemencia que la vida de los artilleros era mucho más llevadera que la de los soldados de caballería e infantería, mientras von Rabbek y las damas maduras sostenían lo contrario. Se inició así un vivaz intercambio de pareceres. Riabóvich contemplaba a la señorita del vestido lila, que con tanta pasión hablaba de un tema que le era ajeno y tan poco podía interesarle, y advertía cómo en su rostro surgían y desaparecían insinceras sonrisas.
Von Rabbek y su familia, tras implicar con gran habilidad a los oficiales en la conversación, vigilaban sus vasos y sus bocas, cerciorándose de que todos bebían y disponían de azúcar y preguntando en su caso por qué ése no comía bizcocho o aquél no bebía coñac. Cuanto más miraba y escuchaba Riabóvich, tanto más le gustaba esa insincera pero muy bien disciplinada familia.
Después del té los oficiales pasaron a la sala. El olfato no había engañado al teniente Lobitko: en la sala había muchas señoritas y jóvenes mujeres casadas. El setter-teniente ya se había aproximado a una rubia muy joven ataviada con un vestido negro y, encorvándose con cierta fanfarronería, como si se apoyara en un invisible sable, sonreía y movía los hombros con coquetería. Probablemente profería algún comentario carente del menor interés, ya que la rubia contemplaba con condescendencia su rostro saciado y le preguntaba con indiferencia: “¿Es posible?” En ese desapasionado “es posible”, el setter, si hubiera sido inteligente, habría podido deducir que difícilmente le gritarían “¡adelante!”
Se oyó el sonido de un piano; los tristes acordes de un vals se difundieron por el salón y salieron volando por las ventanas abiertas de par en par; en ese momento todos parecieron recordar que estaban ya en primavera, que más allá de las ventanas reinaba una noche de mayo. Todos sintieron que en el aire flotaba el olor de las tiernas hojas de los álamos, de las rosas y de las lilas. Riabóvich que, bajo la influencia de la música, empezaba a sentir los efectos del coñac que había bebido, dirigió una mirada de reojo a la ventana, sonrió y se puso a seguir los movimientos de las mujeres; tenía la impresión de que el olor de las rosas, de los álamos y de las lilas no procedía del jardín, sino de los rostros y los vestidos femeninos.
El hijo de von Rabbek invitó a bailar a una joven enjuta y dio dos vueltas de vals con ella. Lobitko se deslizó por el parqué hasta la señorita del vestido lila, la tomó entre sus brazos y se puso a trazar vertiginosos giros con ella por la sala. Había comenzado el baile… Riabóvich estaba cerca de la puerta, en el grupo de los que no bailaban, y seguía observando. No había bailado ni una sola vez en toda su vida; ni una sola vez había estrechado el talle de una mujer decente. Le agradaba ver cómo un hombre, ante los ojos de todos, cogía a una mujer desconocida por el talle y le ofrecía su hombro para que pusiera en él su mano, pero nunca pudo imaginarse en esa situación. Hubo un tiempo en que sentía envidia del valor y el desparpajo de sus compañeros y sufría; la conciencia de que era tímido, cargado de espaldas e insulso, de que tenía un talle largo y patillas de lince, le mortificaban; pero con los años ese sentimiento se había convertido en costumbre, de modo que en esos momentos, al contemplar a las parejas que bailaban o a las personas que hablaban con voz recia, ya no las envidiaba, sólo se sentía triste y conmovido.
Cuando comenzó la cuadrilla, el joven von Rabbek se acercó al grupo de los que no bailaban y propuso a dos oficiales una partida de billar. Los oficiales aceptaron y salieron con él de la sala. Riabóvich, que no tenía nada que hacer y deseaba tomar parte de algún modo en el movimiento general, decidió seguirles. Tras abandonar la sala, atravesaron el comedor y a continuación un estrecho pasillo acristalado, desde donde pasaron a una habitación en la que tres soñolientos lacayos, nada más verlos, saltaron del sofá en que estaban sentados. Finalmente, atravesando toda una hilera de habitaciones, el joven von Rabbek y los oficiales entraron en una pequeña estancia en la que había un billar. Comenzó la partida.
Riabóvich, que sólo participaba en los juegos de naipes, se quedó de pie junto al billar, mirando con indiferencia a los jugadores, mientras éstos, con las guerreras desabotonadas y los tacos en la mano, iban de un lado para otro, bromeaban y gritaban palabras incomprensibles. Los jugadores no reparaban en su presencia y sólo de vez en cuando alguno de ellos, apartándole con el codo o tocándole accidentalmente con el taco, se volvía hacia él y decía: “¡Pardon!” Antes de que la primera partida concluyera, se mostraba ya aburrido y le parecía que molestaba y estaba de más… Sintió deseos de regresar al salón y salió de la estancia.
Durante el camino de regreso se convirtió en protagonista de una pequeña aventura. A la mitad del recorrido se dio cuenta de que iba por un camino equivocado. Recordaba perfectamente que debía encontrarse con los tres soñolientos lacayos, pero había atravesado ya cinco o seis estancias y, como si se los hubiera tragado la tierra, sus figuras no aparecían. Tras advertir su error, retrocedió unos pasos, giró a la derecha y se encontró en un gabinete semioscuro que no había visto cuando se dirigía a la sala de billar; tras permanecer allí inmóvil medio minuto, abrió con escasa decisión la primera puerta que se ofreció a su vista y entró en una habitación sumida en una completa oscuridad. Delante de él se veía la hendidura de una puerta por la que se filtraba una brillante luz; detrás de la puerta se oían los sordos compases de una triste mazurca. También allí, lo mismo que en el salón, las ventanas estaban abiertas de par en par y olía a álamos, a lilas y a rosas…
Riabóvich se detuvo pensativo… En ese momento, de la forma más inesperada, se oyó el rumor de unos pasos apresurados y el susurro de un vestido; poco después una jadeante voz de mujer murmuraba: “¡por fin!”, al tiempo que dos brazos suaves y perfumados, indudablemente femeninos, se enlazaban a su cuello; una cálida mejilla se apretó contra la suya y en ese mismo instante resonó el sonido de un beso. Nada más besarle, la mujer profirió un grito y, según le pareció a Riabóvich, se apartó con repugnancia de su lado. También él estuvo a punto de gritar y se lanzó contra la brillante hendidura de la puerta.
Cuando volvió a la sala, el corazón le latía con fuerza y las manos le temblaban de forma tan apreciable, que se apresuró a ocultarlas en la espalda. En un primer momento se sintió dominado por la vergüenza y el miedo; pensando que toda la sala sabía que una mujer acababa de abrazarlo y de besarlo, se encogía y miraba con inquietud a su alrededor, pero tras convencerse de que los presentes bailaban y conversaban igual que antes, se entregó a un sentimiento nuevo, no experimentado hasta entonces en toda su vida. Algo extraño le sucedía… Su cuello, que acababa de ser rodeado por esos suaves y perfumados brazos, le parecía cubierto de una esencia; en la mejilla, junto al bigote izquierdo, donde le había besado esa mujer desconocida, sentía un frescor ligero y agradable, semejante al que producen las gotas de menta, y cuanto más se frotaba ese lugar, más fuerte se volvía el frescor; un sentimiento nuevo, extraño, que no paraba de crecer, le colmaba y le cubría de la cabeza a los pies… Sentía deseos de bailar, de hablar, de salir corriendo al jardín, de reírse con todas sus fuerzas… Se había olvidado por completo de que era un hombre cargado de espaldas e insulso, de que tenía patillas de lince y un “aspecto indeterminado” (así había sido definido una vez su continente en una conversación de mujeres que había escuchado de forma casual). Cuando pasó a su lado la mujer de Rabbek, le dirigió una sonrisa tan pronunciada y cortés, que ésta se detuvo y se quedó mirándole con aire interrogativo.
—¡Me gusta muchísimo su casa!… —exclamó, acomodándose las gafas sobre la nariz.
La mujer del general sonrió y le contó que esa casa había pertenecido a su padre; luego ella le preguntó si vivían aún sus padres, si hacía tiempo que era militar, por qué estaba tan delgado y otras cosas por el estilo… Tras recibir cumplida respuesta a todas sus preguntas, siguió su camino, mientras él, tras aquella conversación, empezó a sonreír de manera aún más cortés, pensando que estaba rodeado de unas personas excelentes.
Durante la cena Riabóvich comió maquinalmente todo lo que le ofrecieron, bebió y, sin escuchar nada, trató de explicarse su reciente aventura… Ese episodio tenía un carácter misterioso y novelesco, pero su explicación no resultaba difícil. Seguramente, alguna señorita o alguna mujer casada había concertado una cita con algún caballero en la habitación oscura, había pasado largo rato esperando y, presa del nerviosismo y la agitación, había tomado a Riabóvich por su héroe; eso era más que probable, ya que Riabóvich, al pasar por la habitación oscura se había detenido a pensar, adoptando de ese modo el aspecto de una persona que también espera algo… Así se explicaba Riabóvich el beso recibido.
“¿Pero quién será ella? —pensaba, contemplando los rostros de las mujeres—. Debe ser joven, ya que las viejas no conciertan entrevistas. Además, seguro que es una mujer cultivada; así lo indican el susurro de su vestido, su olor, su voz…”
Detuvo la mirada en la señorita del vestido lila, que le pareció muy hermosa; tenía bellos hombros y brazos, un rostro inteligente y una voz agradable. Al mirarla, Riabóvich sintió deseos de que la mujer desconocida fuese precisamente ésa y no otra… Pero en ese momento la joven sonrió de modo un tanto artificial y frunció su larga nariz, con lo que su rostro adquirió un aspecto avejentado. Entonces sus ojos se volvieron sobre la rubia del vestido negro. Era más joven, más sencilla y más sincera, tenía unas sienes deliciosas y bebía con gran delicadeza de su copa. Riabóvich sintió deseos de que la desconocida fuera ella. Pero pronto advirtió que su rostro era inexpresivo y dirigió la mirada sobre su vecina…
“Es difícil adivinarlo —reflexionaba, meditabundo—. Si a la del vestido lila le tomara sólo los hombros y los brazos, le añadiera las sienes de la rubia y los ojos de esa que está a la izquierda de Lobitko, entonces…”
Entrelazó con la imaginación todas esas partes y obtuvo la imagen de la muchacha que le había besado, la imagen anhelada, pero no pudo hallarla entre las mujeres que estaban sentadas a la mesa.
Después de la cena los invitados, satisfechos y algo ebrios, comenzaron a despedirse y a dar las gracias. Los anfitriones volvieron a disculparse por no poder ofrecerles alojamiento.
—¡Estoy muy contento, señores! —decía el general, en esta ocasión con sinceridad (probablemente porque al despedir a los invitados la gente suele ser mucho más sincera y amable que al recibirlos). ¡Muy contento! ¡No dejen de visitarnos en su camino de regreso! ¡Sin ceremonias! Pero ¿adónde van? ¿Quieren ir por arriba? No, vayan por el jardín, por el camino de abajo la distancia es menor.
Los oficiales salieron al jardín. Después de la luz brillante y del ruido, el jardín les pareció muy oscuro y tranquilo. Caminaron en silencio hasta llegar al portón. Estaban medio borrachos, se sentían alegres y satisfechos, pero la oscuridad y el silencio los volvieron por un momento pensativos. Todos ellos, incluido Riabóvich, albergaban probablemente un mismo pensamiento: ¿llegaría un tiempo en que también ellos, como ese von Rabbek, tendrían una gran casa, una familia, un jardín, en que también ellos podrían agasajar a sus huéspedes, aunque fuera de manera insincera, colmarlos de comida, de bebida, de atenciones?
Una vez atravesado el portón, todos se pusieron a hablar a la vez y sin ninguna razón estallaron en sonoras carcajadas. Caminaban ya por el sendero que descendía hasta el río y luego avanzaba junto al agua, rodeando los arbustos de la ribera, los surcos y los sauces que se inclinaban sobre las aguas. Tanto la orilla como el sendero resultaban apenas visibles, mientras la otra ribera estaba ya inmersa en una completa oscuridad. En algunos puntos de las negras aguas titilaban las estrellas, que temblaban y desaparecían; esos destellos era lo único que permitía adivinar la rapidez con que fluían las aguas. Todo estaba en calma. En la otra orilla piaban las becadas, y en ésta, oculto en un arbusto, sin prestar la menor atención al grupo de los oficiales, cantaba con fuerza un ruiseñor. Los oficiales se detuvieron junto al arbusto y lo tocaron, pero el ruiseñor siguió cantando.
—¿Cómo es posible? —exclamaron algunos con aprobación—. ¡Estamos a su lado y no nos hace ni caso! ¡Qué granuja!
Al final del camino el sendero iba elevándose y cerca de la villa de la iglesia se unía a la carretera. En ese punto los oficiales, fatigados por la ascensión a la colina, se sentaron a fumar un cigarrillo. En la otra orilla surgió una luz roja y pálida; como no tenían nada mejor que hacer, pasaron un buen rato tratando de dilucidar si era una hoguera, una luz en una ventana o alguna otra cosa… Riabóvich también miraba esa luz y pensaba que ésta le sonreía y le hacía guiños, como si estuviera al tanto del beso.
Al llegar a su alojamiento, Riabóvich se desvistió enseguida y se metió en la cama. En la misma isba que él estaban alojados Lobitko y el teniente Merzliakov, un joven callado y tranquilo, considerado en su círculo un oficial instruido; ese hombre llevaba siempre consigo un ejemplar de El Mensajero de Europa, que leía en cuanto se presentaba la menor oportunidad. Lobitko se desnudó, estuvo paseando largo rato de un extremo al otro de la estancia, con aire de hombre insatisfecho, y envió al ordenanza a buscar cerveza. Merzliakov estaba tumbado; había colocado una vela junto a la cabecera y se había sumergido en la lectura de El Mensajero de Europa.
“¿Quién será ella?” —pensaba Riabóvich, mirando el techo cubierto de hollín.
Le parecía que su cuello aún estaba cubierto de aquella esencia y cerca de la boca sentía ese frescor semejante al de las gotas de menta. Por su imaginación pasaron fugazmente los hombros y los brazos de la señorita de lila, las sienes y los sinceros ojos de la rubia ataviada de negro, talles, vestidos, broches. Trató de concentrar su atención en esas imágenes, pero éstas saltaban, se esfumaban, titilaban. Cuando en el amplio fondo negro que ve todo hombre al cerrar los ojos desaparecieron del todo esas imágenes, empezó a oír pasos apresurados, el rumor de un vestido, el sonido de un beso y una inmensa alegría inmotivada se apoderó de él… Entregado de lleno a esa alegría, oyó cómo el ordenanza regresaba e informaba de que no había cerveza. Lobitko se indignó de manera terrible y de nuevo se puso a pasear por la estancia.
—¿No es idiota? —exclamaba, deteniéndose ya junto a Riabóvich ya junto a Merzliakov—. ¡Hay que ser imbécil y tonto para no encontrar cerveza! ¿Eh? ¿No es un canalla?
—Es normal que no encuentre aquí cerveza —dijo Merzliakov, sin apartar la vista de El Mensajero de Europa.
—¿Sí? ¿Así lo cree? —insistía Lobitko—. ¡Por Dios, enviadme a la luna y enseguida os encontraré mujeres y cerveza! Voy a ir yo en persona y la encontraré… ¡Llámeme cobarde si no la encuentro!
Pasó largo rato vistiéndose y poniéndose las altas botas, luego se fumó en silencio un cigarrillo y salió.
—Rabbek, Grabbek, Labbek —murmuró, deteniéndose en el zaguán—. No me apetece ir solo, diablos. Riabóvich, ¿no le apetece dar un paseo? ¿Eh?
Al no recibir respuesta, regresó, se desvistió lentamente y se metió en la cama. Merzliakov suspiró, dejó a un lado El Mensajero de Europa y apagó la vela.
—Sí… —murmuraba Lobitko, que fumaba a oscuras un cigarrillo.
Riabóvich se cubrió la cabeza, se acurrucó y trató de reunir en la imaginación esas fugaces imágenes para conformar con ellas una unidad, pero no obtuvo ningún resultado. Pronto se quedó dormido; su último pensamiento fue que alguien le había acariciado y le había llenado de alegría, que en su vida había acontecido un suceso singular y acaso estúpido, pero al mismo tiempo extraordinariamente hermoso y agradable. Ese pensamiento no le abandonó ni siquiera durante el sueño.
Cuando se despertó, la sensación de esencia en su cuello y el frescor de menta junto al labio habían desaparecido, pero la alegría de la víspera seguía agitándose en su pecho como una ola. Miró con arrobo el marco de la ventana, dorado por la luz del sol naciente, y prestó oídos a los movimientos de la calle. Algunas personas conversaban en voz alta junto a la ventana. El comandante de la batería de Riabóvich, Lebedetski, que acababa de alcanzar a la brigada, hablaba con el sargento en voz muy alta, debido a su costumbre de gritar.
—¿Y qué más? —vociferó el comandante.
—Ayer, mientras herraban a Golubchik, excelencia, le hirieron en una pezuña. El veterinario le puso barro con vinagre. Ahora le llevan de la brida, separado de los otros. Además, excelencia, ayer el artesano Artemiov se emborrachó y el teniente ordenó colocarlo sobre el avantrén de la cureña de reserva.
El sargento informó también de que Kárpov había olvidado las nuevas cintas para las trompetas y las estacas para las tiendas de campaña y de que la víspera los señores oficiales habían sido invitados a pasar la velada en casa del general von Rabbek. En medio de la conversación apareció en la ventana la cabeza de Lebedetski, con su barba rojiza. Fijó sus ojos miopes en las soñolientas fisonomías de los oficiales y saludó.
—¿Está todo en orden? —preguntó.
—Uno de los caballos se produjo una herida en la cerviz con la nueva collera —respondió Lobitko, bostezando.
El comandante suspiró, se quedó unos instantes pensativo y finalmente exclamó en voz muy alta:
—Creo que iré a ver a Aleksandra Evgrafovna. Debo visitarla. Bueno, adiós. Me reuniré con ustedes por la noche.
Un cuarto de hora más tarde la brigada se puso en camino. Cuando pasaban junto a los graneros de la hacienda, Riabóvich miró hacia la derecha, donde se encontraba la casa. Las persianas de las ventanas estaban bajadas. Era evidente que todos aún dormían. También la mujer que por la noche le había besado. Quiso imaginársela dormida. La ventana de la alcoba abierta de par en par; las verdes ramas que se asomaban a ella; el frescor de la mañana; el olor de los álamos, de las lilas y de las rosas; una cama y una silla, y sobre ésta el susurrante vestido de la noche anterior; los zapatos y el reloj sobre la mesilla: todas esas cosas se las representó con claridad y nitidez, pero los rasgos del rostro, la dulce sonrisa soñolienta, todo aquello que era importante y capital, escapaba a su imaginación como mercurio entre los dedos. Al cabo de medio kilómetro, volvió la mirada: la iglesia amarilla, la casa, el río y el jardín estaban inundados de luz; el río, con sus orillas de un intenso color verde, reflejando el cielo azul y destellando al sol en algunos puntos, estaba muy hermoso. Riabóvich contempló Mestechki por última vez y de él se apoderó una enorme tristeza, como si se estuviera separando de algo muy próximo y querido.
Mientras tanto, en el camino, se sucedían cuadros muchas veces vistos y carentes de interés… A la derecha y a la izquierda campos de centeno joven y alforfón con saltarines grajos; si miraba hacia adelante sólo veía polvo y las nucas de los soldados; si miraba hacia atrás, el mismo polvo y algunos rostros… A la cabeza de todos marchaban cuatro hombres con sables: era la vanguardia. Tras ellos una multitud de cantores y a continuación los trompeteros montados a caballo. La vanguardia y los cantores, como los portadores de antorchas en una procesión fúnebre, se olvidaban a cada momento de mantener la distancia reglamentaria y se alejaban del resto de la tropa… Riabóvich se hallaba junto al primer cañón de la quinta batería. Podía ver los cuatro batallones que iban delante de él. Para una persona ajena a la milicia la larga y pesada caravana de una brigada en movimiento parece un embrollo complicado y difícilmente comprensible; no entiende por qué hay tantos hombres junto a una pieza de artillería y por qué la llevan tantos caballos con arreos extraños, como si ésta en realidad fuera tan terrible y pesada. Para Riabóvich todo aquello resultaba comprensible y por ello mismo carecía de interés. Sabía desde hacía mucho tiempo por qué, a la cabeza de cada batería, junto al oficial, marchaba un fornido artillero y por qué recibía el nombre de adelantado; detrás de ese oficial iban los jinetes de la primera unidad y luego los de la segunda. Riabóvich sabía que los caballos de la izquierda, en los que iban montados los jinetes, se llamaban caballos de silla, mientras los de la derecha recibían el nombre de auxiliares; todo eso también le parecía del todo irrelevante. Detrás de esas unidades iban dos caballos de tiro, uno de ellos montado por un jinete que llevaba aún el polvo del día anterior en la espalda y un tosco y ridículo madero sobre la pierna derecha; Riabóvich conocía también el significado de ese madero y no le parecía ridículo. Todos los jinetes agitaban maquinalmente los látigos y de vez en cuando gritaban. La misma pieza de artillería era poco atractiva. Sobre el avantrén había sacos de avena cubiertos con una lona, mientras del cañón iban colgadas teteras, mochilas de soldado y bolsas, por lo que éste tenía el aspecto de un pequeño animal inofensivo, rodeado, sin que se supiera bien por qué, de personas y caballos. A ambos lados del mismo, agitando los brazos, marchaban seis artilleros. Detrás del cañón se sucedían nuevos adelantados, jinetes, caballos de tiro, y detrás de ellos otro cañón, igual de feo e inexpresivo que el primero. Tras el segundo venía un tercero, luego un cuarto; junto a esa cuarta pieza iba otro oficial y así sucesivamente. Había seis baterías en la brigada, y cuatro cañones en cada batería. La caravana se extendía durante medio kilómetro. La cerraba el convoy de la intendencia, junto al cual caminaba pensativa, inclinando la cabeza de largas orejas, una criatura extremadamente simpática: la mula Magar, traída de Turquía por el comandante de una batería.
Riabóvich miraba con indiferencia tan pronto hacia adelante como hacia atrás, contemplando ya las nucas ya los rostros; en otra ocasión se habría quedado adormilado, pero ahora se sumergió en esos nuevos y agradables pensamientos. En un principio, cuando la brigada se puso en camino, trató de convencerse de que la historia del beso sólo era interesante como una pequeña y misteriosa aventura; que en realidad resultaba insignificante y pensar en ella como en algo serio era cuando menos una estupidez; pero poco después se desembarazó de la lógica y se entregó a los sueños… De modo que tan pronto se imaginaba en la sala de la mansión de von Rabbek, junto a una muchacha parecida a la señorita del vestido lila y a la rubia de negro, como cerraba los ojos y se veía con otra muchacha, completamente desconocida, de facciones muy imprecisas, a la que hablaba y acariciaba, inclinándose sobre sus hombros; se imaginaba la guerra y la separación, el posterior reencuentro, la cena con su mujer, los niños…
—¡Poned el freno! —se oía cada vez que bajaban una colina.
Él también gritaba aquella orden y sentía miedo de que ese grito quebrara sus sueños y lo llevara de vuelta a la realidad…
Al pasar por delante de una hacienda, Riabóvich contempló el jardín a través de la cerca. Ante sus ojos surgió una larga avenida, recta como una regla, cubierta de arena amarilla y rodeada de jóvenes abedules… Con la avidez de las personas soñadoras se imaginó unos pequeños pies de mujer caminando por esa arena amarilla, y de pronto, de forma completamente inesperada, surgió en su imaginación con total claridad la mujer que le había besado y que él había acertado a componer la víspera durante la cena. Esa imagen se le quedó grabada en el cerebro y ya no le abandonó.
A mediodía resonó un grito detrás de él, junto al convoy de la intendencia:
—¡Firmes! ¡La vista a la izquierda! ¡Señores oficiales!
En un coche, tirado por una pareja de caballos blancos, se acercaba el general de la brigada. Se detuvo cerca de la segunda batería y gritó algo que nadie entendió. Algunos oficiales, entre ellos Riabóvich, cabalgaron hasta llegar a su altura.
—Bueno, ¿cómo va todo? —preguntó el general, parpadeando con sus ojos enrojecidos—. ¿Hay enfermos?
Tras recibir las respuestas oportunas, el general, pequeño y enjuto, chasqueó los labios, se quedó unos momentos pensativo y finalmente exclamó, dirigiéndose a uno de sus oficiales:
—Uno de los conductores del tercer cañón se ha quitado la rodillera y la ha colgado del avantrén, el muy canalla. Castíguelo.
Levantó los ojos hasta Riabóvich y añadió:
—Me parece que sus correas laterales son demasiado largas…
Tras hacer algunas aburridas observaciones más, el general miró a Lobitko y sonrió:
—Tiene usted hoy un aspecto muy triste, teniente Lobitko —exclamó—. ¿Echa de menos a Lopujova? ¿Eh? ¡Señores, echa de menos a Lopujova!
Lopujova era una mujer muy gruesa y alta, que había superado con creces los cuarenta. El general, que sentía debilidad por las mujeres corpulentas de cualquier edad, pensaba que sus oficiales compartían esa pasión. Éstos sonrieron respetuosamente. El general, satisfecho de haber dicho algo divertido y mordaz, se rió a carcajadas, tocó la espalda del cochero y saludó. El coche siguió su camino…
“Todas las cosas con las que sueño y que me parecen imposibles e irreales, en realidad son absolutamente comunes —pensaba Riabóvich, mirando la nube de polvo que el coche del general dejaba a su paso—. Son cosas ordinarias y les suceden a todos… Ese general, por ejemplo, antaño estuvo enamorado; ahora está casado y tiene hijos. El capitán Vajter también está casado y es amado por su mujer, a pesar de su nuca roja y fea y de su figura sin talle… Salmánov es grosero y tiene mucho de tártaro, pero también él vivió una aventura que terminó en matrimonio… Yo soy igual que todos, y más tarde o más temprano viviré una experiencia como las de los demás…”
El pensamiento de que era un hombre corriente y de que su vida era normal le alegró y le dio ánimos. Se puso a dibujar a la desconocida y se representó su propia felicidad a su antojo, sin refrenar lo más mínimo su imaginación…
Por la noche, una vez que la brigada llegó a su destino y los oficiales se recluyeron en sus tiendas, Riabóvich, Merzliakov y Lobitko se sentaron en torno a un baúl y se dispusieron a cenar. Merzliakov comía sin prisas y masticaba lentamente, mientras leía El Mensajero de Europa, que tenía en las rodillas. Lobitko hablaba sin parar y vertía cerveza en un vaso, mientras Riabóvich, con la cabeza trastornada por las ensoñaciones de todo el día, callaba y bebía. Después de apurar tres vasos, se sintió algo ebrio, se relajó y experimentó unos deseos irreprimibles de compartir con sus compañeros esas nuevas sensaciones.
—Ayer, en casa de ese von Rabbek, me sucedió algo muy extraño… —comenzó, tratando de comunicar a su voz un tono indiferente y burlón—. Como saben, me dirigí a la sala de billar…
Empezó a relatar con gran minuciosidad la historia del beso y al cabo de un minuto se quedó en silencio… Ese minuto había sido suficiente para contarlo todo. Riabóvich se sorprendió mucho de que la narración hubiera requerido tan poco tiempo, pues tenía la impresión de que el asunto del beso daba para hablar durante toda la noche. Tras escuchar sus palabras, Lobitko, que era muy aficionado a mentir, y por tanto no creía a nadie, le miró con incredulidad y se echó a reír. Merzliakov movió las cejas y con mucha calma, sin apartar los ojos de El Mensajero de Europa, exclamó:
—¡Qué raro!… Arrojarse al cuello sin avisar… Debe tratarse de una neurótica.
—Sí, probablemente… —convino Riabóvich.
—Algo semejante me sucedió a mí una vez… —exclamó Lobitko, y miró a sus compañeros con ojos asustados—. El año pasado me dirigía a Kovno… Saco un billete de segunda clase… El vagón estaba lleno hasta los topes y no era posible dormir. Le doy al revisor cincuenta kopeks de propina… Éste coge mi equipaje y me conduce a otro compartimento… Me tumbo y me cubro con la manta… Reina una oscuridad absoluta. De pronto oigo cómo alguien me toca el hombro y respira en mi cara. Hago un movimiento con la mano y tropiezo con un codo… Abro los ojos y, qué les parece, ¡era una mujer! Los ojos negros, los labios rojos como un buen salmón, las aletas de la nariz hinchadas, los pechos como topes…
—Perdone —le interrumpió con calma Merzliakov—, lo de los pechos lo entiendo, pero ¿cómo pudo ver los labios si todo estaba tan oscuro?
Lobitko empezó a removerse en el asiento, riéndose de la desconfianza de Merzliakov. Riabóvich se sintió ofendido. Se apartó del baúl, se acostó y prometió no sincerarse nunca con nadie.
La vida del campamento dio comienzo… Los días pasaban, muy semejantes los unos a los otros. Durante todo ese tiempo Riabóvich sintió, pensó y se comportó como un enamorado. Cada mañana, cuando el ordenanza le traía todo lo necesario para lavarse, él se echaba el agua fría por la cabeza y recordaba que había en su vida un acontecimiento cálido y hermoso.
Por las noches, cuando los compañeros hablaban del amor y de las mujeres, él aguzaba el oído y se aproximaba aún más, luciendo esa expresión que adoptan los soldados cuando escuchan el relato de un combate en el que han tomado parte. Y en aquellas ocasiones en que los oficiales, algo borrachos, encabezados por el setter Lobitko, hacían incursiones donjuanescas por los arrabales, Riabóvich, que tomaba parte en ellas, se sentía triste, experimentaba un hondo sentimiento de culpa y le pedía mentalmente perdón a la desconocida… En los momentos de ocio o en las noches de insomnio, cuando se engolfaba en recuerdos de su infancia, su madre, su padre y en general de todo lo que le resultaba familiar o querido, invariablemente rememoraba también Mestechki, el extraño caballo, la figura de von Rabbek y la de su mujer, tan parecida a la emperatriz Eugenia, la habitación oscura, la rendija iluminada por debajo de la puerta…
El 31 de agosto regresaba del campamento, pero ya no con toda la brigada, sino sólo con dos baterías. Se pasó todo el camino soñando, emocionado, como si se dirigiera a su lugar de nacimiento. Sentía un enorme deseo de contemplar de nuevo aquel extraño caballo, la iglesia, la insincera familia de von Rabbek, la habitación oscura; esa “voz interior” que con tanta frecuencia engaña a los enamorados le susurraba que seguramente la vería… Y algunas preguntas le atormentaban: ¿cómo se comportaría con ella? ¿De qué le hablaría? ¿Se habría olvidado del beso? En último término, pensaba que aunque no se encontrara con ella, el solo hecho de pasearse por la habitación oscura y recordar le procuraría un enorme placer…
Al atardecer surgieron en el horizonte la conocida iglesia y los blancos graneros. A Riabóvich empezó a latirle con más fuerza el corazón… Sin escuchar las palabras que le dirigía el oficial que iba a su lado, olvidado de todo, contemplaba con avidez el río, que destellaba a lo lejos, el tejado de la casa y el palomar, sobre el que volaban en círculo algunas palomas, iluminadas por el sol poniente.
De camino a la iglesia y más tarde, mientras escuchaba a los aposentadores, no dejaba de pensar que en cualquier momento surgiría desde detrás de la cerca de la iglesia un jinete que invitaría a los oficiales a tomar el té… Pero las instrucciones de los aposentadores habían concluido, los oficiales habían desmontado y se habían dirigido lentamente a la aldea, y el jinete seguía sin aparecer…
“Pronto sabrá von Rabbek por los mujiks que hemos llegado y enviará a alguien a buscarnos” —pensaba Riabóvich al tiempo que entraba en una isba, y no entendía por qué su compañero encendía una vela ni por qué los ordenanzas se apresuraban a preparar el samovar.
Una intensa inquietud se apoderó de él. Se tumbó en la cama, luego se levantó y miró por la ventana para ver si venía el jinete. Pero éste no aparecía por ninguna parte. Volvió a tumbarse, al cabo de media hora se levantó e incapaz de soportar esa intranquilidad salió a la calle y se dirigió a la iglesia. La plaza próxima a la cerca estaba oscura y desierta… Junto a la misma ladera había tres soldados que guardaban silencio. Al ver a Riabóvich se cuadraron y saludaron. Él les devolvió el saludo y empezó a bajar por el conocido sendero.
En la otra orilla todo el cielo estaba cubierto de un tinte purpúreo. Empezaba a salir la luna; dos mujeres, hablando en voz alta, caminaban por una huerta y arrancaban hojas de repollo; detrás de las huertas se adivinaban las negras siluetas de algunas isbas… En la orilla por la que él caminaba, todo tenía el mismo aspecto que en el mes de mayo: el sendero, los arbustos, los sauces inclinados sobre las aguas… pero ya no se oía el canto de aquel valeroso ruiseñor ni olía a álamo y a hierba fresca.
Al llegar al jardín, Riabóvich se quedó mirando el portón. En el interior todo era oscuridad y silencio… Sólo se veían los blancos troncos de los abedules más próximos y un fragmento de la avenida; todo lo demás se había fundido en una masa negra. Riabóvich aguzó el oído y la vista, pero al cabo de un cuarto de hora, al no escuchar ningún sonido ni vislumbrar ninguna luz, se dio la vuelta…
Se acercó al río. La caseta de baño del general y algunas toallas colgadas del pretil del puentecillo destacaban con su blancura… Se inclinó sobre el puente y pasó la mano por una toalla áspera y fría. Miró las aguas… El río fluía deprisa, dejando un leve rumor junto a los pilotes de la caseta de baño. Una luna roja se reflejaba en la orilla izquierda; algunas pequeñas olas atravesaban su reflejo, lo estiraban y lo quebraban en pedazos, como si quisieran llevárselo…
“¡Qué tonto soy! ¡Qué tonto! —pensaba Riabóvich, mirando las aguas fugitivas—. ¡Qué absurdo es todo esto!”
En ese momento en que ya no esperaba nada, la historia del beso, su intranquilidad, sus inciertas esperanzas y su desilusión se le aparecieron a una luz más clara. Ya no le resultaba extraño que no hubiera llegado el mensajero del general, ni juzgaba impensable la posibilidad de no volver a ver nunca a aquella mujer que, casualmente, tomándole por otro, le había besado; al contrario, lo extraño sería que volviera a verla…
El agua seguía fluyendo, sin saber adónde ni para qué. Fluía igual que en el mes de mayo; en aquel entonces, se había vertido a un gran río, de allí había pasado al mar, luego había ascendido al cielo en forma de vapor, más tarde había regresado en forma de lluvia… de modo que tal vez fuera esa misma agua la que fluía ahora ante los ojos de Riabóvich… ¿Por qué? ¿Para qué?
Y el mundo entero, la vida entera le parecieron a Riabóvich una broma incomprensible y absurda… Al apartar los ojos de las aguas y dirigirlos al cielo recordó de nuevo cómo el destino, en la persona de una mujer desconocida, le había acariciado casualmente; recordó los sueños y las imágenes del verano, y su vida se le antojó extraordinariamente pobre, triste y anodina…
Cuando regresó a la isba, no encontró en ella a ningún compañero. El ordenanza le informó de que todos se habían ido a “casa del general Font Riabkin” que había enviado a un emisario a caballo para invitarlos… Por un instante en el pecho de Riabóvich surgió un destello de alegría, pero éste se apresuró a apagarlo y, contrariando a su destino, como queriendo fastidiarlo, se negó a acudir a casa del general y se metió en la cama.

Traducción
de Víctor Gallego Ballestero