Los
poetas de excelente factura establecen un compromiso firme para
fundar la Damien Pettigrew. ¿Qué lugar,
si es que tiene alguno, ocupa el delirio en su vida de trabajo?
Italo Calvino. ¿El delirio?… Supongamos que contesto:
“Siempre soy racional. Sea lo que fuere que diga o escribo,
todo está sujeto a la razón, la claridad y la lógica”.
¿Qué pensaría de mí? Pensaría
que soy completamente ciego cuando de mí se trata, una
especie de paranoico. Si por otro lado respondiera: “Oh,
sí, soy verdaderamente delirante, siempre escribo como
si estuviera en trance, no sé cómo escribo cosas
tan locas”, usted me creería un farsante, que desempeña
un rol no demasiado creíble. Tal vez deberíamos
partir de esta pregunta: ¿Qué es lo que pongo de
mí mismo en lo que escribo? Mi respuesta: pongo mi razón,
mi voluntad, mi gusto. La cultura a la que pertenezco, pero al
mismo tiempo no puedo controlar, digamos,
mi neurosis, o lo que podríamos llamar delirio.
¿De
qué naturaleza son sus sueños? ¿Está
más interesado en Jung que en Freud?
Una vez, después de leer La interpretación de los
sueños, de Freud, me fui a la cama. Soñé.
A la mañana siguiente recordaba perfectamente mi sueño,
de modo que pude aplicar el método de Freud a ese sueño,
y explicarlo hasta los últimos detalles. En ese momento,
creí que estaba por empezar para mí una nueva era,
a partir de ese momento mis sueños ya no tendrían
ningún secreto para mí. Pero no ocurrió así.
Esa fue la única vez en que Freud iluminó la oscuridad
de mi subconsciente. Desde entonces he seguido soñando
como lo hacía antes. Pero olvido los sueños, o cuando
soy capaz de recordarlos, no comprendo absolutamente nada de ellos.
Explicar la naturaleza de mis sueños no sería satisfactorio
ni para un analista freudiano ni para un jungiano. Leo a Freud
porque me parece un excelente escritor… un escritor del
género policial que puede ser seguido con gran pasión.
También leo a Jung, que está interesado en cosas
de gran interés también para un escritor, cosas
como los símbolos y mitos. Jung no es tan buen escritor
como Freud. Pero de todos modos, estoy interesado en los dos.
Las
imágenes de la fortuna y el azar recurren con frecuencia
en su ficción, desde las tiradas de las cartas del tarot
hasta la azarosa distribución de manuscritos. ¿La
idea del azar desempeña algún papel en la composición
de sus obras?
Mi libro sobre el tarot, El castillo de los destinos cruzados,
es el más calculado de todos los que he escrito. Nada en
él quedó librado al azar. No creo que el azar desempeñe
ningún rol en mi literatura.
¿Cómo
escribe? ¿Cómo lleva a cabo la acción física
de escribir?
Escribo a mano, y hago muchas, muchas correcciones. Diría
que tacho más de lo que escribo. Tengo que buscar cada
palabra cuando hablo, y experimento la misma dificultad cuando
escribo. Después hago una cantidad de adiciones, interpolaciones,
con una caligrafía diminuta. Llega un momento en el que
ni siquiera yo mismo puedo descifrar mi letra, así que
uso una lupa para ver lo que he escrito. Tengo dos caligrafías
diferentes. Una es de buen tamaño, con letras bastante
grandes: las o y las a tienen un gran agujero en el medio. Esa
es la caligrafía que uso cuando estoy copiando o cuando
estoy bastante seguro de lo que estoy escribiendo. Mi otra caligrafía
corresponde a un estado mental menos seguro y es muy pequeña:
las o son como puntos. Es muy difícil descifrarla, incluso
para mí mismo.
Mis páginas están siempre cubiertas de tachaduras
y revisiones. En una época hacía una cantidad de
versiones manuscritas. Ahora, después de la primera versión,
manuscrita y llena de tachaduras y agregados, empiezo a mecanografiar,
descifrándola sobre la marcha. Cuando finalmente releo
la versión mecanografiada, descubro un texto absolutamente
distinto, al que con frecuencia vuelvo a revisar. Después
hago más correcciones. En cada página intento primero
hacer las correcciones a máquina, después corrijo
un poco más a mano. Con frecuencia la página se
vuelve tan ilegible que tengo que volver a mecanografiarla. Envidio
a esos escritores que pueden seguir adelante sin corregir.
¿Trabaja
todos los días o tan sólo ciertos días a
determinadas horas?
En teoría, me gustaría trabajar todos los días.
Pero a la mañana invento todo tipo de excusas para no trabajar:
tengo que salir, hacer alguna compra, comprar los periódicos.
Por lo general, me las arreglo para desperdiciar la mañana,
así que termino escribiendo de tarde. Soy un escritor diurno,
pero como desperdicio la mañana, me he convertido en un
escritor vespertino. Podría escribir de noche, pero cuando
lo hago no duermo. Así que trato de evitarlo.
¿Siempre
tiene una tarea establecida, algo específico en lo que
decide trabajar? ¿O tiene varias cosas en marcha al mismo
tiempo?
Siempre tengo una cantidad de proyectos. Tengo una lista de alrededor
de veinte libros que me gustaría escribir, pero después
llega el momento de decidir que voy a escribir ese libro. Sólo
soy un novelista ocasional. Muchos de mis libros se forman a partir
de la reunión de textos breves, relatos; o si no son libros
que tienen una estructura general pero que están compuestos
por diversos textos. Para mí es muy importante construir
un libro alrededor de una idea. Demoro mucho tiempo en la construcción
de un libro, haciendo bosquejos que finalmente resultan no tener
ninguna utilidad para mí. Los tiro. Lo que determina el
libro es la escritura, el material que está verdaderamente
sobre la página.
Soy muy lento para arrancar. Si tengo una idea para una novela,
encuentro todos los pretextos concebibles para no trabajar en
ella. Si estoy abocado a un libro de relatos o de textos breves,
me lleva un tiempo empezar cada uno de ellos. Hasta en el caso
de los artículos soy lento para empezar. Hasta con los
artículos para los periódicos siempre tengo el mismo
problema para encaminarlos. Una vez que empecé, puedo ser
muy rápido. En otras palabras, escribo rápido, pero
tengo largos periodos vacíos. Es un poco como la historia
del gran artista chino: el emperador le pidió que dibujara
un cangrejo, y el artista respondió: “Necesito diez
años, una gran casa y veinte criados”. Pasaron los
diez años, y el emperador le pidió el dibujo del
cangrejo. “Necesito otros dos años”, respondió
el artista. Después pidió una semana más.
Y finalmente tomó su lápiz y dibujó el cangrejo
en un momento, con un solo gesto rápido.
¿Empieza
con un pequeño grupo de ideas no asociadas, o con una concepción
más amplia que va llenando gradualmente?
Empiezo con una pequeña imagen única, y después
la amplío.
Turgenev
dice: “Prefiero una arquitectura demasiado pequeña
y no demasiado grande porque eso podría interferir con
la verdad de lo que digo”. ¿Podría comentar
esto con respecto a su propia escritura?
Es cierto que en el pasado, digamos durante los últimos
diez años, la arquitectura de mis libros ha ocupado un
lugar muy importante, tal vez demasiado importante. Pero sólo
cuando siento que he logrado una estructura figurosa creo tener
algo que se sostiene, una obra completa. Por ejemplo, cuando empecé
a escribir Las ciudades invisibles sólo tenía una
idea vaga de cuál sería la estructura, la arquitectura
del libro. Pero después, poco a poco, el diseño
cobró tanta importancia que se transformó en el
sostén de todo el libro: se convirtió en el argumento
de un libro que carecía de argumento. En el caso de El
castillo de los destinos cruzados podemos decir lo mismo…
que la arquitectura es el libro mismo.
Para entonces yo había llegado a un nivel de obsesión
por la estructura que por poco me volví loco. Con respecto
a Si una noche de invierno un viajero, podría decirse que
no hubiera podido existir sin una estructura muy precisa, muy
articulada. Creo que he logrado construirla, y eso me produce
una gran satisfacción. Por supuesto, todos estos esfuerzos
no tienen nada que ver con el lector. Lo importante es que se
disfrute de la lectura del libro, independientemente de todo el
trabajo que yo haya puesto en él.
Usted
vive en varias ciudades, desplazándose con bastante frecuencia
entre Roma, París y Turín, y también a esta
casa cerca del mar. ¿El lugar ejerce alguna influencia
sobre lo que está escribiendo?
No lo creo. La experiencia de la vida cotidiana en un determinado
lugar puede influir sobre lo que uno está escribiendo,
pero no el hecho de que se esté escribiendo aquí
o allá. En este momento estoy escribiendo un libro que
en cierta medida está relacionado con esta casa de Toscana
donde he estado pasando los veranos durante varios años.
Pero podría seguir adelante con lo que estoy escribiendo
en alguna otra parte.
¿Podría
escribir en un cuarto de hotel?
Yo solía decir que un cuarto de hotel era el espacio ideal:
vacío, anónimo. No hay allí ninguna pila
de cartas para responder (ni tampoco el remordimiento que implica
no responderlas), y tampoco tengo que cumplir con un montón
de tareas más. En ese sentido, un cuarto de hotel es verdaderamente
ideal. Pero he descubierto que necesito un espacio propio, una
madriguera, aunque supongo que si tengo algo verdaderamente claro
en la mente, podría escribir hasta en un cuarto de hotel.
¿Viaja
con anotaciones y papeles?
Sí, con frecuencia llevo anotaciones y bosquejos. Durante
los últimos diez años, más o menos, los bosquejos
se han convertido para mí en algo semejante a una obsesión.
Sus
padres eran científicos, los dos. ¿No quisieron
que usted también fuera científico?
Mi padre era agrónomo, y mi madre, botánica. Estaban
profundamente relacionados con el mundo vegetal, con la naturaleza,
con las ciencias naturales. Pero muy tempranamente advirtieron
que yo no tenía ninguna inclinación en ese sentido…
La reacción usual de los hijos con respecto a los padres.
Ahora lamento no haber asimilado tanto de sus conocimientos como
hubiera podido. Mi reacción también puede haberse
debido en parte al hecho de que mis padres eran muy mayores. Nací
cuando mi madre tenía cuarenta años y mi padre casi
cincuenta, así que había una enorme distancia entre
nosotros.
¿Cuándo
empezó a escribir?
Cuando era adolescente no tenía idea de qué quería
ser. Empecé a escribir bastante temprano. Pero antes de
escribir algo, mi pasión era dibujar: dibujaba caricaturas
de mis compañeros de clase, de mis profesores. Dibujos
imaginativos, pero sin formación. Cuando era pequeño,
mi madre me inscribió en un curso de dibujo por correspondencia;
la primera cosa mía que se publicó —no tengo
un ejemplar ahora y me resultó imposible encontrar alguno—
fue un dibujo. Yo tenía once años. El dibujo apareció
en una revista publicada por esa escuela por correspondencia,
y yo era el alumno más joven. Cuando era muy joven escribía
poemas. Alrededor de los dieciséis años intenté
escribir obras de teatro: era mi primera pasión, tal vez
porque durante ese periodo uno de mis vínculos con el mundo
exterior era la radio, y solía escuchar muchas obras radiales.
Así que empecé escribiendo —o tratando de
escribir— obras teatrales. En realidad, en el caso de esas
obras y también de algunos cuentos, yo era el ilustrador
además del autor. Pero cuando empecé a escribir
en serio, sentí que mis dibujos carecían de cualquier
clase de estilo; no había logrado desarrollar ninguno.
Así que abandoné el dibujo. Algunas personas —durante
una reunión, por ejemplo— se distraen haciendo dibujitos
en un papel. Yo me he acostumbrado a no hacer siquiera eso.
¿Por
qué abandonó el teatro?
Después de la guerra, en Italia el teatro no ofrecía
ningún modelo. La narrativa italiana florecía, y
entonces yo empecé a escribir ficción. Conocí
a una cantidad de escritores. Después empecé a escribir
novelas. Es una cuestión de mecanismos mentales. Si uno
se acostumbra a traducir en una novela las propias experiencias,
las propias ideas, lo que uno tiene para decir se convierte en
una novela; a uno no le queda ninguna materia prima para otra
forma de expresión literaria. Mi manera de escribir prosa
está bastante próxima a la manera en que un poeta
compone un poema. No soy un novelista que escribe novelas largas.
Concentro una idea o una experiencia en un breve texto sintético
que se relaciona estrechamente con otros textos para formar una
serie. Presto particular atención a las expresiones y a
las palabras, tanto con respecto al ritmo como a los sonidos y
las imágenes que evocan. Creo, por ejemplo, que Las ciudades
invisibles es un libro que ocupa un lugar situado entre la poesía
y la novela. Si lo escribiera completamente en verso, sería
un tipo de poesía prosaica, narrativa… o tal vez
sería poesía lírica, porque la poesía
lírica es la que más amo y la que leo en los grandes
poetas.
¿Cómo entró en el mundo literario
de Turín, en el grupo que se concentraba alrededor de la
editorial de Giulio Einaudi y de autores como Cesare Pavese y
Natalia Ginzburg? Usted era muy joven entonces.
Fui a Turín casi por casualidad. En realidad, mi vida empezó
después de la guerra. Antes, vivía en San Remo,
que es un sitio muy alejado de los círculos culturales
y literarios. Cuando decidí mudarme, vacilaba entre Turín
y Milán; los dos escritores —ambos una década
mayores que yo— que leyeron primero mis cosas fueron Pavese,
que vivía en Turín, y Elio Vittorini, que vivía
en Milán. Durante mucho tiempo no podía decidirme
entre las dos ciudades. Tal vez si hubiera elegido Milán,
que es una ciudad más viva y activa, las cosas hubieran
sido diferentes.
Turín es un lugar más serio, más austero.
Mi elección de Turín fue, en cierto grado, de naturaleza
ética: me identificaba con su tradición cultural
y política. Turín había sido la ciudad de
los intelectuales antifascistas, y eso seducía esa parte
de mí fascinada por una suerte de severidad protestante.
Es la ciudad más protestante de Italia, una Boston italiana.
Tal vez a causa de mi apellido (Calvino), y tal vez porque procedo
de una familia muy austera, estaba predestinado a hacer elecciones
moralistas. Cuando tenía seis años, en San Remo,
la primera escuela elemental a la que asistí era una institución
protestante privada. Los maestros me atiborraron con las Escrituras.
Así que tengo una especie de conflicto interno: siento
una suerte de oposición hacia la Italia más suelta
y laxa, lo que me ha llevado a identificarme con esos pensadores
italianos que creen que las desgracias del país se originan
en el rechazo de la reforma protestante. Por otro lado, no tengo
alma de puritano. Mi apellido es Calvino, pero mi nombre, después
de todo, es Italo.
¿Cree
que los jóvenes actuales tienen características
diferentes de las de los jóvenes de su época? A
medida que envejece, ¿cree que tiende más a sentir
disgusto por lo que hacen los jóvenes?
De tanto en tanto me enfurezco con los jóvenes; pienso
en largos sermones que después nunca pronuncio, en primer
lugar porque no me gusta predicar, y en segundo lugar porque nadie
me escucharía. Entonces lo único que me queda es
seguir reflexionando sobre las dificultades de comunicarse con
la gente joven. Algo ocurrió entre mi generación
y la de ellos. Se ha interrumpido cierta continuidad de la experiencia,
tal vez carecemos de puntos de referencia comunes. Pero si pienso
retrospectivamente en mi juventud, la verdad del asunto es que
yo no le prestaba ninguna atención a las críticas,
ni tampoco a los reproches o a las sugerencias. Así que
hoy no tengo autoridad para hablar.
Usted
finalmente eligió Turín y se mudó allí.
¿Empezó inmediatamente a trabajar para Einaudi,
la casa editora?
Bastante pronto. Después de que Pavese me presentó
a Giulio Einaudi y le pidió que me contratara, me pusieron
en el departamento de publicidad. Einaudi había sido un
centro de oposición al fascismo. Tenía una historia
de la que yo estaba dispuesto a apropiarme, aunque en realidad
no la había experimentado. Es difícil para un extranjero
comprender la manera en que Italia está constituida por
una cantidad de centros diferentes, cada uno con diferentes tradiciones
en su historia cultural. Yo venía de una región
cercana, Liguria, que casi no tenía tradición literaria;
no había allí ningún centro literario. El
escritor que no tiene detrás de él ninguna tradición
literaria local se siente un poco un extraño. Durante la
primera parte del siglo, los grandes centros literarios de Italia
fueron especialmente Florencia, Roma y Milán. El ambiente
intelectual de Turín, particularmente en Einaudi, estaba
más centrado en la historia y en los problemas sociales
que en la literatura. Pero todas estas cosas sólo tienen
importancia en Italia. En los años siguientes, un entorno
internacional siempre me ha importado más… el hecho
de ser italiano dentro del contexto de una literatura internacional.
Hasta en mis gustos como lector, antes de convertirme en escritor,
siempre me interesó la literatura dentro de un encuadre
mundial.
¿Cuáles
fueron los escritores a los que leyó con mayor placer,
y los que le causaron la mayor impresión?
De tanto en tanto, cuando releo libros de mi adolescencia y de
mi primera juventud, me sorprende redescubrir una parte de mí
que aparentemente he olvidado, a pesar de que ha seguido actuando
en mi interior. Hace un tiempo, por ejemplo, releí San
Julián el Hospitalario, y recordé hasta qué
punto ese libro —con su visión del mundo de los animales
como si fuera un tapiz gótico— influyó en
mi primera ficción.
Ciertos escritores a los que leí de muchacho, como Stevenson,
han seguido siendo para mí modelos de estilo, de levedad,
de ímpetu y de energía narrativa. Los autores de
mis lecturas infantiles, como Kipling y Stevenson, siguen siendo
mis modelos. Junto a ellos situaría al Stendhal de La cartuja
de Parma.
Con Pavese y los otros escritores de la editorial Einaudi usted
tenía también camaradería literaria, ¿no
es cierto? Les daba sus manuscritos para que los leyeran y le
hicieran comentarios.
Sí. En ese momento yo estaba escribiendo muchos cuentos,
se los mostraba a Pavese, a Natalia Ginzburg, que era una joven
escritora que también trabajaba allí. O si no se
los llevaba a Vittorini a Milán, que está sólo
a dos horas de Turín. Yo prestaba atención a esas
opiniones. En cierto momento, Pavese me dijo: “Ahora ya
sabemos que puedes escribir cuentos; tienes que dar el salto y
escribir una novela”. No sé si fue un consejo o no,
porque yo era un escritor de cuentos… si hubiera dicho todo
lo que tenía para decir en forma de cuentos, habría
escrito una cantidad de cuentos que nunca escribí. De todos
modos, se publicó mi primera novela, y fue un éxito.
Durante varios años traté de escribir otra. Pero
el clima literario ya había empezado a definirse como neorrealismo,
y eso no era para mí.
Finalmente volví a lo fantastico, y conseguí escribir
El vizconde demediado, que era realmente una expresión
de mí mismo. Digo que “volví” porque
probablemente ésa fuera mi verdadera naturaleza. Sólo
fue a causa de haber experimentado la guerra y las vicisitudes
de la Italia de esos años lo que me había permitido,
durante un tiempo, trabajar felizmente en otra dirección
hasta que “volví” y encontré un tipo
de invención que me pertenecía.
¿Los
novelistas son mentirosos? Y si no lo son, ¿qué
clase de verdad cuentan?
Los novelistas cuentan esa verdad escondida por debajo de cada
mentira. Para un psicoanalista no es importante que uno diga la
verdad o una mentira, porque las mentiras son tan interesantes,
elocuentes y reveladoras como cualquier supuesta verdad.
Sospecho de los escritores que alegan decir toda la verdad sobre
ellos mismos, sobre la vida o sobre el mundo. Prefiero quedarme
con las verdades que encuentro en los escritores que se presentan
a sí mismos como mentirosos sin freno. Mi propósito
cuando escribí Si una noche de invierno un viajero, una
novela absolutamente basada en la fantasía, era encontrar
de esa manera una verdad que no hubiera podido descubrir de otro
modo.
¿Usted
cree que los escritores escriben lo que pueden o lo que deben?
Los escritores escriben lo que pueden. El acto de escribir es
una función que se torna efectiva solamente si permite
al escritor expresar su propio yo interior. Un escritor siente
varias clases de limitaciones… Limitaciones literarias tales
como el número de versos en un soneto, o las leyes de la
tragedia clásica. Estas limitaciones son parte de la estructura
de la obra, y dentro de ella la personalidad del escritor tiene
libertad para expresarse. Pero después hay limitaciones
sociales, tales como los deberes religiosos, éticos, filosóficos
y políticos. Estas limitaciones no pueden imponerse directamente
a la obra, sino que deben ser filtradas a través del yo
interior del escritor. Sólo cuando forman parte de la verdadera
personalidad del escritor pueden encontrar su lugar en la obra
sin asfixiarla.
En
una oportunidad usted dijo que le gustaría haber escrito
un relato de Henry James. ¿Hay alguna otra obra que le
gustaría reclamar como propia?
Sí, en una oportunidad mencioné “La alegre
esquina”. ¿Y qué diría ahora? Daré
una respuesta diferente. Me gustaría haber escrito Peter
Schlemil, de Adalbert von Chamisso.
¿Fue
influido por Joyce o por alguno de los modernistas?
Mi autor es Kafka, y mi novela favorita es América.
Usted
parece estar más próximo a escritores de lengua
inglesa —Conrad, James, hasta Stevenson— que a cualquier
otro de la tradición prosística italiana. ¿Es
verdad eso?
Siempre me he sentido muy próximo a Giacomo Leopardi. Además
de ser un maravilloso poeta, también fue un extraordinario
escritor de prosa de gran estilo, humor, imaginación y
profundidad.
Usted
ha hablado de la diferencia de status social entre los escritores
norteamericanos e italianos: los escritores italianos están
más estrechamente relacionados con la industria editorial,
en tanto los norteamericanos suelen estar ligados a las instituciones
académicas.
Como escenario para una novela, la universidad —tan frecuente
en las novelas norteamericanas— es muy aburrida (Nabokov
es la única gran excepción), aún más
aburrida que la editorial que emplean como escenario algunas novelas
italianas.
¿Y
su trabajo en Einaudi? ¿No interfirió con su actividad
creativa?
Einaudi es una editorial especializada en historia, ciencia, arte,
sociología, filosofía y los clásicos. La
ficción ocupa el último lugar. Trabajar allí
es como vivir en un mundo enciclopédico.
La
lucha del hombre que intenta ser organizado en medio de la arbitrariedad
del azar parece ser el tema que predomina en gran parte de su
obra. Estoy pensando especialmente en Si una noche de invierno
un viajero y en el Lector que no ceja en su intento de encontrar
el capítulo siguiente del libro que está leyendo.
El conflicto entre las elecciones del mundo y la obsesión
del hombre de atribuirles sentido es un tema recurrente en lo
que he escrito.
En
su escritura usted ha alternado entre modos de escribir realistas
y fantásticos. ¿Disfruta de ambos de la misma manera?
Cuando escribo un libro que es pura invención, siento un
anhelo de escribir de un modo que trate directamente la vida cotidiana,
mis actividades e ideas. En ese momento, el libro que me gustaría
escribir no es el que estoy escribiendo. Por otra parte, cuando
estoy escribiendo algo muy autobiográfico, ligado a las
particularidades de la vida cotidiana, mi deseo va en dirección
opuesta. El libro se convierte en uno de invención, sin
relación aparente conmigo mismo y, tal vez por esa misma
razón, más sincero.
¿Cómo
les ha ido a sus novelas en Estados Unidos?
Las ciudades invisibles es la que ha ganado más admiradores
en Estados Unidos… algo sorprendente, ya que sin duda no
es uno de mis libros más fáciles. No es una novela
sino más bien una colección de poemas en prosa.
Los Cuentos italianos fueron otro éxito… una vez
que el libro apareció en su traducción completa,
veinticinco años después de haber sido publicado
por primera vez en Italia.
Mientras Las ciudades invisibles tuvo mayor éxito entre
connaisseurs, hombres de letras, gente cultivada, los Cuentos
tuvieron lo que podríamos definir como un éxito
de público. En Estados Unidos mi imagen es la de un escritor
fantástico, un escritor de cuentos.
¿Cree
que Europa está avasallada por la cultura inglesa y norteamericana?
No. No comparto las reacciones chauvinistas. El conocimiento de
las culturas extranjeras es un elemento vital de cualquier cultura;
no creo que nunca tengamos bastante de eso. Una cultura debe abrirse
a las influencias externas si quiere conservar vivo su propio
poder creativo. En Italia, el componente cultural más importante
ha sido siempre la literatura francesa. También la literatura
norteamericana me dejó, sin duda, una marca de por vida.
Poe fue uno de mis primeros intereses; él me enseñó
lo que era una novela. Más tarde, descubrí que Hawthorne
era a veces más grande que Poe. A veces, no siempre. Melville.
Una novela perfecta, Benito Cereno, era todavía más
valiosa que Moby Dick. Después de todo, hice mi primer
aprendizaje a la sombra de Cesare Pavese, el primer italiano que
tradujo a Melville. Además, entre mis primeros modelos
literarios se contaron algunos escritores norteamericanos menores
de fines del siglo XIX, como Stephen Crane y Ambrose Bierce. Los
años de mi desarrollo literario, a principios de la década
de 1940, estaban dominados especialmente por Hemingway, Faulkner
y Fitzgerald. En esa época, aquí en Italia experimentábamos
una suerte de infatuación por la literatura norteamericana.
Hasta autores menores como Saroyan, Caldwell y Cain eran considerados
modelos de estilo. Después vino Nabokov, de quien he sido
y todavía soy, un gran admirador. Debo admitir que mi interés
por la literatura norteamericana está impulsado por el
deseo de seguir lo que ocurre en una sociedad que, de alguna manera,
anticipa lo que ocurrirá en Europa pocos años más
tarde. En este sentido, escritores como Saul Bellow, Mary McCarthy,
Gore Vidal, son importantes a causa de su contacto con la sociedad,
que se expresa en la producción de ensayos de calidad.
Al mismo tiempo siempre estoy buscando nuevas voces literarias…
como en el caso del descubrimiento de las novelas de John Updike
a mediados de la década de 1950.
Durante
los primeros y cruciales años de la posguerra, usted vivió
casi continuamente en Italia. Y sin embargo, con la excepción
de su novela breve El observador, sus historias reflejan muy poco
de la situación política del país en ese
momento, aunque personalmente usted estaba muy involucrado en
política.
Esa novela debía formar parte de una trilogía, nunca
terminada, titulada Una crónica de la década de
1950. Mis años formativos coincidieron con la Segunda Guerra
Mundial: en los años que siguieron traté de captar
el significado de los terribles traumas que había vivido,
especialmente durante la ocupación alemana. Así
que la política tuvo gran importancia durante la primera
fase de mi vida adulta. En realidad, me uní al partido
comunista, aunque en Italia el partido era muy diferente de los
partidos comunistas de otros países. Todavía me
sentía obligado a aceptar muchas cosas que estaban muy
alejadas de mi manera de pensar y de sentir. Más tarde,
empecé a sentir cada vez con más intensidad que
la idea de construir una verdadera democracia en Italia empleando
el modelo —o el mito— de Rusia me resultaba difícil
de aceptar. La contradicción cobró tal magnitud
que me sentí totalmente distanciado del mundo comunista
y, finalmente, de la política. Eso fue afortunado. La idea
de poner a la literatura en segundo lugar, después de la
política, es un enorme error, porque la política
casi nunca logra concretar sus ideales. La literatura, por otra
parte, puede lograr algo en su propio campo y además, a
la larga, puede ejercer también algún efecto práctico.
Ahora he llegado a creer que las cosas importantes sólo
se logran por medio de procesos muy lentos.
En
un país donde casi todos los escritores importantes han
escrito para el cine o incluso han dirigido películas,
usted parece haberse resistido a la seducción del cine.
¿Por qué y cómo?
Cuando era joven, era un gran fanático del cine, un gran
espectador. Pero siempre fui un espectador. La idea de pasarme
al otro lado de la pantalla nunca me ha atraído. Saber
cómo se hace elimina un poco de la fascinación que
el cine ejerce sobre mí. Me gustan las películas
japonesas y suecas precisamente porque son tan remotas.
¿Alguna
vez se ha aburrido?
Sí, en la infancia. Pero hay que señalar que el
aburrimiento de la infancia es una clase especial de aburrimiento.
Es un aburrimiento lleno de sueños, como de proyecciones
hacia otro lugar, hacia otra realidad. En la adultez, el aburrimiento
está formado por la repetición, es la continuación
de algo de lo que ya no esperamos ninguna sorpresa. Y… ¡ojalá
tuviera tiempo de aburrirme hoy! Lo que sí siento es el
miedo de repetirme en la obra literaria. Por eso cada vez debo
tener que enfrentar un nuevo desafío. Debo encontrar algo
que hacer que parezca una novedad, algo que está un poco
más allá de mis capacidades.