I
Si una noche de invierno un viajero
Estás
a punto de empezar a leer la nueva novela de Italo Calvino, Si
una noche de invierno un viajero. Relájate. Concéntrate.
Aleja de ti cualquier otra idea. Deja que el mundo que te rodea
se esfume en lo indistinto. La puerta es mejor cerrarla; al otro
lado siempre está la televisión encendida. Dilo
en seguida, a los demás: «¡No, no quiero ver
la televisión!». Alza la voz, si no te oyen: «¡Estoy
leyendo! ¡No quiero que me molesten!». Quizá
no te han oído, con todo ese estruendo; dilo más
fuerte, grita:
«¡Estoy empezando a leer la nueva novela de Italo
Calvino!». O no lo digas si no quieres; esperemos que te
dejen en paz. Adopta la postura más cómoda: sentado,
tumbado, aovillado, acostado. Acostado de espaldas, de lado, boca
abajo. En un sillón, en el sofá, en la mecedora,
en la tumbona, en el puf. En la hamaca, si tienes una hamaca.
Sobre la cama, naturalmente, o dentro de la cama. También
puedes ponerte cabeza abajo, en postura de yoga. Con el libro
invertido, claro.
La verdad, no se logra encontrar la postura ideal para leer. Antaño
se leía de pie, ante un atril. Se estaba acostumbrado a
permanecer en pie. Se descansaba así cuando se estaba cansado
de montar a caballo. A caballo a nadie se le ocurría nunca
leer; y sin embargo ahora la idea de leer en el arzón,
el libro colocado sobre las crines del caballo, acaso colgado
de las orejas del caballo mediante una guarnición especial,
te parece atractiva. Con los pies en los estribos se debería
de estar muy cómodo para leer; tener los pies en alto es
la primera condición para disfrutar de la lectura.
Bueno, ¿a qué esperas? Extiende las piernas, alarga
también los pies sobre un cojín, sobre dos cojines,
sobre los brazos del sofá, sobre las orejas del sillón,
sobre la mesita de té, sobre el escritorio, sobre el piano,
sobre el globo terráqueo. Quítate los zapatos, primero.
Si quieres tener los pies en alto; si no, vuelve a ponértelos.
Y ahora no te quedes ahí con los zapatos en una mano y
el libro en la otra.
Regula la luz de modo que no te fatigue la vista. Hazlo ahora,
porque en cuanto te hayas sumido en la lectura ya no habrá
forma de moverte. Haz de modo que la página no quede en
sombra, un adensarse de letras negras sobre un fondo gris, uniformes
como un tropel de ratones; pero ten cuidado de que no le caiga
encima una luz demasiado fuerte que se refleje sobre la cruda
blancura del papel royendo las sombras de los caracteres como
en un mediodía del sur. Trata de prever ahora todo lo que
pueda evitarte interrumpir la lectura. Los cigarrillos al alcance
de la mano, si fumas, el cenicero. ¿Qué falta aún?
¿Tienes que hacer pis? Bueno, tú sabrás.
No es que esperes nada particular de este libro en particular.
Eres alguien que por principio no espera ya nada de nada. Hay
muchos, más jóvenes que tú o menos jóvenes,
que viven a la espera de experiencias extraordinarias; en los
libros, las personas, los viajes, los acontecimientos, en lo que
el mañana te reserva. Tú no.
Tú sabes que lo mejor que cabe esperar es evitar lo peor.
Ésta es la conclusión a la que has llegado, tanto
en la vida personal como en las cuestiones generales y hasta en
las mundiales. ¿Y con los libros? Eso, precisamente porque
lo has excluido en cualquier otro terreno, crees que es justo
concederte aún este placer juvenil de la expectativa en
un sector bien circunscrito como el de los libros, donde te puede
ir mal o bien, pero el riesgo de la desilusión no es grave.
Conque has visto en un periódico que había salido
Si una noche de invierno un viajero, nuevo libro de Italo Calvino,
que no publicaba hacía varios años. Has pasado por
la librería y has comprado el volumen. Has hecho bien.
Ya en el escaparate de la librería localizaste la portada
con el título que buscabas. Siguiendo esa huella visual
te abriste paso en la tienda a través de la tupida barrera
de los Libros Que No Has Leído que te miraban ceñudos
desde mostradores y estanterías tratando de intimidarte.
Pero tú sabes que no debes dejarte acoquinar, que entre
ellos se despliegan hectáreas y hectáreas de los
Libros Que Puedes Prescindir de Leer, de los Libros Hechos Para
Otros Usos Que La Lectura, de los Libros Ya Leídos Sin
Necesidad Siquiera De Abrirlos Pues Pertenecen A La Categoría
De Lo Ya Leído Antes Aun De Haber Sido Escrito. Y así
superas el primer cinturón de baluartes y te cae encima
la infantería de los Libros Que Si Tuvieras Más
Vidas Que Vivir Ciertamente Los Leerías También
De Buen Grado Pero Por Desgracia Los Días Que Tienes Que
Vivir Son Los Que Son. Con rápido movimiento saltas sobre
ellos y caes entre las falanges de los Libros Que Tienes Intención
De Leer Aunque Antes Deberías Leer Otros, de los Libros
Demasiado Caros Que Podrías Esperar A Comprarlos Cuando
Los Revendan A Mitad de Precio, de los Libros Idem De Idem Cuando
Los Reediten En Bolsillo, de los Libros Que Podrías Pedirle
A Alguien Que Te Preste, de los Libros Que Todos Han Leído,
Conque Es Casi Como Si Los Hubieras Leído También
Tú. Eludiendo estos asaltos, llegas bajo las torres del
fortín, donde ofrecen resistencia.
los Libros Que Hace Mucho Tiempo Tienes Programado Leer,
los Libros Que Buscabas Desde Hace Años Sin Encontrarlos,
los Libros Que Se Refieren A Algo Que Te Interesa En Este Momento,
los Libros Que Quieres Tener Al Alcance De La Mano Por Si Acaso,
los Libros Que Podrías Apartar Para Leerlos A Lo Mejor
Este Verano,
los Libros Que Te Faltan Para Colocarlos Junto A Otros Libros
En Tu Estantería,
los Libros Que Te Inspiran Una Curiosidad Repentina, Frenética
Y No Claramente Justificable.
Hete aquí que te ha sido posible reducir el número
ilimitado de fuerzas en presencia a un conjunto muy grande, sí,
pero en cualquier caso calculable con un número finito,
aunque este relativo alivio se vea acechado por las emboscadas
de los Libros Leídos Hace Tanto Tiempo Que Sería
Hora de Releerlos y de los Libros Que Has Fingido Siempre Haber
Leído Mientras Que Ya Sería Hora De Que Te Decidieses
A Leerlos De Veras.
Te liberas con rápidos zigzags y penetras de un salto en
la ciudadela de las Novedades Cuyo Autor O Tema Te Atrae. También
en el interior de esta fortaleza puedes practicar brechas entre
las escuadras de los defensores dividiéndolas en Novedades
De Autores O Temas No Nuevos (para ti o en absoluto) y Novedades
De Autores O Temas Completamente Desconocidos (al menos para ti)
y definir la atracción que sobre ti ejercen basándote
en tus deseos y necesidades de nuevo y de no nuevo (de lo nuevo
que buscas en lo no nuevo y de lo no nuevo que buscas en lo nuevo).
Todo esto para decir que, recorridos rápidamente con la
mirada los títulos de los volúmenes expuestos en
la librería, has encaminado tus pasos hacia una pila de
Si una noche de invierno un viajero con la tinta aún fresca,
has agarrado un ejemplar y lo has llevado a la caja para que se
estableciera tu derecho de propiedad sobre él.
Has echado aún un vistazo extraviado a los libros de alrededor
(o mejor dicho, eran los libros los que te miraban con el aire
extraviado de los perros que desde las jaulas de la perrera municipal
ven a un ex compañero alejarse tras la correa del amo venido
a rescatarlo) y has salido.
Es un placer especial el que te proporciona el libro recién
publicado, no es sólo un libro lo que llevas contigo sino
su novedad, que podría ser tambien sólo la del objeto
salido ahora mismo de la fábrica, la belleza de la juventud
con que también los libros se adornan, que dura hasta que
la portada empieza a amarillear, un velo de smog a depositarse
sobre el canto, el lomo a descoserse por las esquinas, en el rápido
otoño de las bibliotecas. No, tú esperas siempre
tropezar con una novedad auténtica, que habiendo sido novedad
una vez continúe siéndolo para siempre. Al haber
leído el libro recién salido, te apropiarás
de esa novedad desde el primer instante, sin tener después
que perseguirla, acosarla. ¿Será ésta la
vez de veras? Nunca se sabe. Veamos cómo empieza.
Quizá ya en la librería has empezado a hojear el
libro. ¿O no has podido, porque estaba envuelto en su capullo
de celofán? Ahora estás en el autobús, de
pie, entre la gente, colgado por un brazo de una anilla, y empiezas
a abrir el paquete con la mano libre, con gestos un poco de mono,
un mono que quiere pelar un plátano y al mismo tiempo mantenerse
aferrado a la rama. Mira que le estás dando codazos a los
vecinos; pide perdón, por lo menos.
O quizá el librero no ha empaquetado el volumen; te lo
ha dado en una bolsa. Eso simplifica las cosas. Estás al
volante de tu coche, parado en un semáforo, sacas el libro
de la bolsa, desgarras la envoltura transparente, te pones a leer
las primeras líneas. Te llueve una tempestad de bocinazos;
hay luz verde; estás obstruyendo el tráfico.
Estás en tu mesa de trabajo, tienes el libro colocado como
al azar entre los papeles, en cierto momento apartas un dossier
y encuentras el libro bajo los ojos, lo abres con aire distraído,
apoyas los codos en la mesa, apoyas las sienes en las manos cerradas
en puño, pareces concentrado en el examen de un expediente
y en cambio estás explorando las primeras páginas
de la novela. Poco a poco te recuestas en el respaldo, alzas el
libro a la altura de la nariz, inclinas la silla en equilibrio
sobre las patas posteriores, abres un cajón lateral del
escritorio para poner los pies, la posición de los pies
durante la lectura es de suma importancia, alargas las piernas
sobre la superficie de la mesa, sobre los expedientes sin despachar.
Pero ¿no te parece una falta de respeto? De respeto, por
supuesto, no a tu trabajo (nadie pretende juzgar tu rendimiento
profesional; admitamos que tus tareas se inserten regularmente
en el sistema de actividades improductivas que ocupa tanta parte
de la economía nacional y mundial), sino al libro. Peor
aún si perteneces en cambio —de grado o por fuerza—
al número de esos para quienes trabajar significa trabajar
en serio, realizar —intencionadamente o sin hacerlo aposta—
algo necesario o al menos no inútil para los demás
amén de para sí: entonces el libro que te has llevado
contigo al lugar de trabajo como una especie de amuleto o talismán
te expone a tentaciones intermitentes, unos cuantos segundos substraídos
cada vez al objeto principal de tu atención, sea éste
un perforador de fichas electrónicas, los hornillos de
una cocina, las palancas de mando de un bulldozer, un paciente
tendido con las tripas al aire en la mesa de operaciones.
En suma, es preferible que refrenes la impaciencia y esperes a
abrir el libro cuando estés en casa. Ahora sí. Estás
en tu habitación, tranquilo, abres el libro por la primera
página, no, por la última, antes de nada quieres
ver cómo es de largo. No es demasiado largo, por fortuna.
Las novelas largas escritas hoy acaso sean un contrasentido: la
dimensión del tiempo se ha hecho pedazos, no podemos vivir
o pensar sino retazos de tiempo que se alejan cada cual a lo largo
de su trayectoria y al punto desaparecen. La continuidad del tiempo
podemos encontrarla sólo en las novelas de aquella época
en la cual el tiempo no aparecía ya como inmóvil
ni todavía como estallando, una época que duró
más o menos cien años, y luego se acabó.
Le das vueltas al libro entre las manos, recorres las frases de
la contraportada, de la solapa, frases genéricas, que no
dicen mucho. Mejor así, no hay un discurso que pretenda
superponerse indiscretamente al discurso que el libro deberá
comunicar directamente, a lo que tú deberás exprimir
del libro, sea poco o mucho. Cierto que también este girar
en torno al libro, leerlo alrededor antes de leerlo por dentro,
forma parte del placer del libro nuevo pero, como todos los placeres
preliminares, tiene una duración óptima si se quiere
que sirva para empujar hacia el placer más consistente
de la consumación del acto, esto es, de la lectura del
libro.
Conque ya estás preparado para atacar las primeras líneas
de la primera página. Te dispones a reconocer el inconfundible
acento del autor. No. No lo reconoces en absoluto. Aunque, pensándolo
bien, ¿quién ha dicho que este autor tenga un acento
inconfundible? Al contrario, se sabe que es un autor que cambia
mucho de un libro a otro. Precisamente en estos cambios se reconoce
que es él. Pero aquí parece que no tiene nada que
ver con todo lo demás que ha escrito, al menos por lo que
recuerdas. ¿Es una desilusión? Veamos. Acaso al
principio te sientes un poco desorientado, como cuando se te presenta
una persona a la que por el nombre identificabas con cierta cara,
y tratas de hacer coincidir los rasgos que ves con los que recuerdas,
y la cosa no marcha. Pero después prosigues y adviertes
que el libro se deja leer de todas maneras, con independencia
de lo que te esperabas del autor, es el libro en sí lo
que te intriga, e incluso bien pensado prefieres que sea así,
hallarte ante algo que aún no sabes bien qué es.
Si
una noche de invierno un viajero
La novela comienza en una estación de ferrocarril, resopla
una locomotora, un vaivén de pistones cubre la apertura
del capítulo, una nube de humo esconde parte del primer
párrafo. Entre el olor a estación pasa una ráfaga
de olor a cantina de la estación. Hay alguien que está
mirando a través de los vidrios empañados, abre
la puerta encristalada del bar, todo es neblinoso, incluso dentro,
como visto por ojos de miope, o bien por ojos irritados por granitos
de carbón. Son las páginas del libro las que están
empañadas como los cristales de un viejo tren, sobre las
frases se posa la nube de humo. Es una noche lluviosa; el hombre
entra en el bar; se desabrocha la gabardina húmeda; una
nube de vapor lo envuelve; un silbido parte a lo largo de los
rieles brillantes de lluvia hasta perderse de vista.
Un silbido como de locomotora y un chorro de vapor se alzan de
la máquina del café que el viejo barman pone a presión
como si lanzase una señal, o al menos eso parece por la
sucesión de las frases del segundo párrafo, donde
los jugadores de las mesas cierran el abanico de las cartas contra
el pecho y se vuelven hacia el recién llegado con una triple
torsión del cuello, de los hombros y de las sillas, mientras
los clientes de la barra levantan las tacitas y soplan en la superficie
del café con labios y ojos entornados, o sorben la espuma
de las jarras de cerveza con atención exagerada, para que
no se derrame. El gato arquea el lomo, la cajera cierra la caja
registradora que hace tlin. Todos estos signos convergen para
informar que se trata de una pequeña estación de
provincias, donde quien llega es al punto notado.
Las estaciones se parecen todas; poco importa que las luces no
logren iluminar más allá de su halo deslavazado,
total, éste es un ambiente que tú conoces de memoria,
con el olor a tren que persiste incluso después de que
todos los trenes han salido, el olor especial de las estaciones
después de haber salido el último tren. Las luces
de la estación y las frases que estás leyendo parecen
tener la tarea de disolver más que de indicar las cosas
que afloran de un velo de oscuridad y niebla. Yo he bajado en
esta estación esta noche por primera vez en mi vida y ya
me parece haber pasado en ella toda una vida, entrando y saliendo
de este bar, pasando del olor de la marquesina al olor aserrín
mojado de los retretes, todo mezclado en un único olor
que es el de la espera, el olor de las cabinas telefónicas
cuando sólo cabe recuperar las fichas porque el número
llamado no da señales de vida.
Yo soy el hombre que va y viene entre el bar y la cabina telefónica.
O sea: ese hombre se llama «yo» y no sabes más
de él, al igual que esta estación se llama solamente
«estación» y al margen de ella no existe sino
la señal sin respuesta de un teléfono que suena
en una habitación oscura de una ciudad lejana. Cuelgo el
auricular, espero la lluvia de chatarra que cae por la garganta
metálica, vuelvo a empujar la puerta de cristales, a dirigirme
hacia las tazas amontonadas a secar entre una nube de vapor.
Las máquinas-exprés en los cafés de las estaciones
ostentan un parentesco con las locomotoras, las máquinas
exprés de ayer y de hoy con las locomotrices y locomotoras
de ayer y de hoy. Por mucho que vaya y venga, que vague y dé
vueltas, estoy cogido en la trampa, en esa trampa intemporal que
las estaciones tienden infaliblemente. Un polvillo de carbón
aletea aún en el aire de las estaciones, aunque haga muchos
años que han electrificado todas las líneas, y una
novela que habla de trenes y estaciones no puede dejar de transmitir
este olor a humo. Hace ya un par de páginas que estás
avanzando en la lectura y sería hora de que se te dijera
claramente si ésta en la que he bajado de un tren con retraso
es una estación de antaño o una estación
de ahora; y en cambio las frases siguen moviéndose en el
indeterminado, en lo gris, en una especie de tierra de nadie de
la experiencia reducida al mínimo común denominador.
Ten cuidado: con seguridad se trata de un sistema para implicarte
poco a poco, para capturarte en la peripecia sin que te des cuenta:
una trampa. O acaso el autor está aún indeciso,
como por lo demás tampoco tú, lector, estás
muy seguro de qué te gustaría más leer: si
la llegada a una vieja estación que te dé la sensación
de una vuelta atrás, de una reocupación de los tiempos
y lugares perdidos, o bien un relampagueo de luces y sonidos que
te dé la sensación de estar vivo hoy, del modo en
el cual hoy se cree que da gusto estar vivo. Este bar (o «cantina
de la estación» como también se le llama)
podrían ser mis ojos, miopes o irritados, los que lo ven
desenfocado y neblinoso mientras que nada impide en cambio que
esté saturado de luz irradiada por tubos de color relámpago
y reflejada por espejos de forma que colme todos los pasillos
e intersticios, y que el espacio sin sombras desborde de música
a todo volumen que estalla desde un vibrante aparato mata-silencios,
y que los futbolines y los otros juegos eléctricos que
simulan carreras hípicas y cacerías humanas estén
todos en marcha, y que sombras coloreadas naden en la transparencia
de un televisor y en la de un acuario de peces tropicales alegrados
por una corriente vertical de burbujitas de aire. Y que mi brazo
no sostenga una bolsa de fuelle, rebosante y un poco desgastada,
sino que empuje una maleta cuadrada de material plástico
rígido provista de pequeñas ruedas, manejable con
un bastón metálico cromado y plegable.
Tú, lector, creías que allí bajo la marquesina
mi mirada se había clavado en las manecillas caladas como
alabardas de un redondo reloj de vieja estación, con el
vano esfuerzo de hacerlo gira hacia atrás, de recorrer
a la inversa el cementerio de las horas pasadas, tendidas exánimes
en su panteón circular. Pero ¿quién te dice
que los números del reloj no asoman por portillos rectangulares
y que yo no veo cada minuto caerme encima de golpe como la hoja
de una guillotina? En cualquier caso, el resultado no cambiaría
mucho: incluso avanzando por un mundo pulido y asequible mi mano
contraída sobre el leve timón de la maleta con ruedas
expresaría siempre un rechazo interior, como si aquel desenvuelto
equipaje constituyese para mí un peso ingrato y extenuante.
Algo me debe de haber salido torcido: un extravío, un retraso,
un transbordo perdido; quizás al llegar habría debido
encontrar un contacto, probablemente en relación con esta
maleta que parece preocuparme tanto, no está claro si por
temor a perderla o porque no veo la hora de deshacerme de ella.
Lo que parece seguro es que no es un equipaje cualquiera, como
para entregarlo en consigna o fingir olvidarlo en la sala de espera.
Es inútil que mire el reloj; si alguien había venido
a esperarme ya se habrá ido hace rato; es inútil
que rabie con la manía de hacer girar hacia atrás
relojes y calendarios esperando retornar al momento precedente
a aquel en el cual ha ocurrido algo que no debía ocurrir.
Si en esta estación debía encontrar a alguien, que
a lo mejor nada tenía que ver con esta estación
sino que sólo debía bajar de un tren y volver a
marcharse en otro tren, como hubiera debido hacer yo, y uno de
los dos debía entregar algo al otro, por ejemplo, yo debía
confiar al otro esta maleta con ruedas que en cambio se ha quedado
conmigo y me quema las manos, entonces lo único que cabe
hacer es intentar restablecer el contacto perdido.
Ya un par de veces he cruzado el café y me he asomado a
la puerta que da a la plaza invisible y cada vez el muro de oscuridad
me ha rechazado hacia atrás a esta especie de iluminado
limbo colgado entre las dos oscuridades del haz de rieles y de
la ciudad neblinosa. ¿Salir para ir a dónde? La
ciudad allá fuera no tiene aún un nombre, no sabemos
si se quedará al margen de la novela o si la contendrá
por entero en su negro de tinta. Sé sólo que este
primer capítulo tarda en apartarse de la estación
y el bar: no es prudente que me aleje de aquí donde aún
podrían venir a buscarme, ni que me deje ver por otras
personas con esta maleta embarazosa. Por eso sigo atiborrando
de fichas el teléfono público que me las escupe
cada vez: muchas fichas, como para una conferencia: quién
sabe dónde se encuentran, ahora, aquellos de quienes debo
recibir instrucciones, digamos incluso acatar órdenes,
está claro que dependo de otros, no tengo la pinta de alguien
que viaja por una cuestión personal o que dirige sus propios
negocios; se diría más bien que soy un ejecutor,
un peón de una partida muy complicada, una pequeña
rueda de un gran engranaje, tan pequeña que ni siquiera
debería verse; en realidad, estaba establecido que pasase
por aquí sin dejar rastro; y en cambio cada minuto que
paso aquí dejo rastro: dejo rastro si no hablo con nadie
pues me califico como alguien que no quiere despegar los labios;
dejo rastro si hablo pues toda palabra dicha es una palabra que
queda y puede volver a aparecer a continuación, con comillas
o sin comillas. Quizá por esto el autor acumula suposición
tras suposición en largos párrafos sin diálogos,
un espesor de plomo denso y opaco en el cual yo pueda pasar inadvertido,
desaparecer.
Soy una persona que no llama nada la atención, una presencia
anónima sobre un fondo aún más anónimo,
y si tú, lector, no has podido dejar de distinguirme entre
la gente que bajaba del tren y de seguirme en mis idas y venidas
entre el bar y el teléfono es sólo porque me llamo
«yo» y esto es lo único que tú sabes
de mí, pero ya basta para que te sientas impulsado a transferir
una parte de ti mismo a este yo desconocido. Al igual que el autor,
incluso sin tener la menor intención de hablar de sí
mismo, y habiendo decidido llamar «yo» al personaje,
como para substraerlo a la vista, para no tenerlo que nombrar
o describir, porque cualquiera otra denominación o atributo
lo hubiera definido más que este desnudo pronombre, sin
embargo por el solo hecho de escribir «yo» se siente
impulsado a poner en este «yo» un poco de sí
mismo, de lo que él siente o imagina sentir. Nada más
fácil que identificarse conmigo, por ahora mi comportamiento
externo es el de un viajero que ha perdido un transbordo, situación
que forma parte de la experiencia de todos; pero una situación
que se produce al comienzo de una novela remite siempre a alguna
otra cosa que ha sucedido o está a punto de suceder, y
es esta otra cosa lo que vuelve arriesgado el identificarse conmigo,
para ti, lector, y para él, autor; y cuanto más
gris, común, indeterminado y corriente sea el inicio de
esta novela, tanto más tú y el autor sentís
una sombra de peligro crecer sobre aquella fracción de
«yo» que habéis transferido atolondradamente
al «yo» de un personaje que no sabéis qué
historia lleva a las espaldas, como esa maleta de la que le gustaría
tanto conseguir deshacerse.
El deshacerme de la maleta debía ser la primera condición
para restablecer la situación de antes: de antes de que
sucediese todo lo que sucedió a continuación. Me
refiero a eso cuando digo que quisiera remontar el curso del tiempo:
querría cancelar las consecuencias de ciertos acontecimientos
y restaurar una condición inicial. Pero cada momento de
mi vida lleva aparejada una acumulación de hechos nuevos
y cada uno de estos hechos nuevos lleva aparejadas sus consecuencias,
de modo que cuanto más trato de volver al momento cero
del que he partido, más me alejo de él: aun cuando
todos mis actos tiendan a cancelar consecuencias de actos precedentes
y consiga incluso obtener resultados apreciables en esta cancelación,
capaces de abrir mi corazón a esperanzas de alivio inmediato,
debo tener empero en cuenta que cada uno de mis movimientos para
cancelar sucesos precedentes provoca una lluvia de nuevos sucesos
que complican la situación peor que antes y que deberé
tratar de cancelar a su vez. Debo pues calcular bien cada movimiento
para obtener el máximo de cancelación con el mínimo
de recomplicación.
Un hombre a quien no conozco debía encontrarme en cuanto
bajara yo del tren, si todo no se hubiera torcido. Un hombre con
una maleta de ruedas igual que la mía, vacía. Las
dos maletas habrían chocado como accidentalmente en el
ir y venir de los viajeros por el andén, entre un tren
y otro. Un hecho que puede ocurrir por casualidad, indistinguible
de lo que sucede por casualidad; pero habría habido una
contraseña que aquel hombre me hubiera dicho, un comentario
al título del periódico que sobresale de mi bolsillo,
sobre la llegada de las carreras de caballos. «¡Ah,
ha ganado Zenón de Elea!», y mientras tanto habríamos
desencallado nuestras maletas trajinando con los bastones metálicos,
a lo mejor intercambiando alguna frase sobre los caballos, los
pronósticos, las apuestas, y nos habríamos alejado
hacia trenes divergentes deslizando cada uno su maleta en su dirección.
Nadie lo habría advertido, pero yo me hubiera quedado con
la maleta del otro y la mía se la hubiera llevado él.
Un plan perfecto, tan perfecto que había bastado una complicación
insignificante para mandarlo a paseo. Ahora estoy aquí
sin saber qué hacer, último viajero a la espera
en esta estación donde no sale ni llega ya ningún
tren antes de mañana por la mañana. Es la hora en
que la pequeña ciudad de provincias se encierra en su concha.
En el bar de la estación han quedado sólo personas
del lugar que se conocen todas entre sí, personas que no
tienen nada que ver con la estación, pero que se acercan
hasta aquí cruzando la plaza oscura quizá porque
no hay otro local abierto en los alrededores, o quizá por
la atracción que las estaciones siguen ejerciendo en las
ciudades de provincias, esa pizca de novedad que se puede esperar
de las estaciones, o quizá sólo el recuerdo de los
tiempos en que la estación era el único punto de
contacto con el resto del mundo.
De nada vale que me diga que no existen ya ciudades de provincias
y que acaso nunca han existido: todos los lugares comunican con
todos los lugares instantáneamente, la sensación
de aislamiento se experimenta sólo durante el trayecto
de un lugar a otro, o sea cuando no se está en ningún
lugar. Yo justamente me encuentro aquí sin un aquí
ni un allá, reconocible como extraño por los no
extraños, tanto al menos como los no extraños son
por mí reconocidos y envidiados. Sí, envidiados.
Estoy mirando desde fuera la vida de una noche cualquiera en una
pequeña ciudad cualquiera, y me doy cuenta de que estoy
al margen de las noches cualesquiera por quién sabe cuánto
tiempo, y pienso en miles de ciudades como ésta, en cientos
de miles de locales iluminados donde a esta hora la gente deja
que descienda la oscuridad de la noche, y no tiene en la cabeza
ninguno de los pensamientos que tengo yo, a lo mejor tendrá
otros que no serán nada envidiables, pero en este momento
estaría dispuesto a cambiarme por cualquiera de ellos.
Por ejemplo, uno de esos jovenzuelos que están recorriendo
los comercios para recoger firmas para una petición al
Ayuntamiento, sobre el impuesto de los anuncios luminosos, y ahora
se la están leyendo al barman.
La novela recoge aquí fragmentos de conversación
que parecen no tener otra función que representar la vida
cotidiana de una ciudad de provincia.
—Y tú, Armida, ¿has firmado ya? —preguntan
a una mujer a la que veo sólo de espaldas, un cinturón
que cuelga de un abrigo largo con el ruedo de piel y las solapas
levantadas, un hilo de humo que sube desde los dedos en torno
al pie de una copa.
—¿Y quién os ha dicho que quiera poner neón
en mi tienda? —responde—. Si el Ayuntamiento se cree
que va a ahorrar farolas, ¡no seré yo, desde luego,
la que ilumine las calles a mi costa! Total, todos saben dónde
está la peletería Armida. Y cuando bajo el cierre
la calle se queda a oscuras, y se acabó lo que se daba.
—Por eso mismo deberías firmar tú también
—le dicen. La tutean; todos se tutean; hablan medio en dialecto;
es gente habituada a verse todos los días desde hace quién
sabe cuántos años; cada conversación que
tienen es la continuación de viejas conversaciones. Se
gastan bromas, incluso pesadas:
—Di la verdad, ¡la oscuridad te sirve para que nadie
vea quién va a visitarte! ¿A quién recibes
en la trastienda cuando echas el cierre?
Estas réplicas forman un zumbido de voces indistintas del
cual podría aflorar incluso una palabra o una frase decisiva
para lo que viene después. Para leer bien tú debes
registrar tanto el efecto zumbido cuanto el efecto intención
oculta, que aún no estás en condiciones (y yo tampoco)
de captar. Al leer debes pues mantenerte a un tiempo distraído
y atentísimo, como yo, que estoy absorto aguzando la oreja
con un codo en la barra del bar y la mejilla sobre el puño.
Y si ahora la novela comienza a salir de su imprecisión
brumosa para dar algún detalle sobre el aspecto de las
personas, la sensación que te quiere transmitir es la de
caras vistas por primera vez, pero que parece haber visto miles
de veces. Estamos en una ciudad por cuyas calles se encuentran
siempre las mismas personas; las caras llevan sobre sí
un peso de costumbre que se comunica también a quien como
yo, aun sin haber estado jamás aquí antes, comprende
que éstas son las caras de siempre, rasgos que el espejo
del bar ha visto espesarse o aflojarse, expresiones que noche
tras noche se han ajado o hinchado. Esta mujer quizá ha
sido la guapa de la ciudad; aún ahora para mí que
la veo por vez primera puede decirse una mujer atractiva; pero
si me imagino que la miro con los ojos de los otros clientes del
bar hete aquí que sobre ella se deposita una especie de
cansancio, quizá sólo la sombra del cansancio de
ellos (o de mi cansancio, o del tuyo). Ellos la conocen desde
que era niña, saben su vida y milagros, alguno de ellos
a lo mejor habrá tenido con ella un asunto, agua pasada,
olvidada, en suma, hay un velo de otras imágenes que se
deposita sobre su imagen y la desenfoca, un peso de recuerdos
que me impiden verla como una persona vista por primera vez, recuerdos
ajenos que permanecen suspendidos como el humo bajo las lámparas.
El gran pasatiempo de estos clientes del bar son al parecer las
apuestas: apuestas sobre sucesos mínimos de la vida cotidiana.
Por ejemplo, uno dice:
—Apostemos a quién llega primero hoy al bar: el doctor
Marne o el comisario Gorin.
Y otro:
—Y el doctor Marne, cuando esté aquí, ¿qué
hará para no tropezar con su ex mujer: se pondrá
a jugar al billar o a rellenar la quiniela?
En una existencia como la mía no se podrían hacer
previsiones: nunca sé qué puede ocurrir en la próxima
media hora, no sé imaginarme una vida totalmente hecha
de mínimas alternativas bien circunscritas, sobre las cuales
se pueden hacer apuestas: o esto o lo otro.
—No sé —digo en voz baja.
—No sé ¿qué? —pregunta ella.
Es un pensamiento que me parece que puedo hasta decirlo y no sólo
guardármelo como hago con todos mis pensamientos, decírselo
a la mujer que está aquí junto a la barra del bar,
la de la peletería, con la que desde hace un rato tengo
ganas de pegar la hebra.
—¿Es así, entre ustedes?
—No, no es cierto —me responde, y yo sabía
que me respondería así. Sostiene que no se puede
prever nada, ni aquí ni en otras partes: cierto que todas
las noches a esta hora el doctor Marne cierra el ambulatorio y
el comisario Gorin termina su horario de servicio en la comisaría
de policía, y pasan siempre por aquí, primero el
uno o primero el otro, pero ¿qué significa eso?
—En cualquier caso, nadie parece dudar del hecho de que
el doctor tratará de evitar a la ex señora Marne
—le digo.
—La ex señora Marne soy yo —responde—.
No haga caso de las historias que cuentan.
Tu atención de lector está ahora orientada a la
mujer, hace ya unas páginas que giras a su alrededor, que
yo, no, que el autor gira en torno a esta presencia femenina,
hace ya unas páginas que tú te esperas que este
fantasma femenino tome forma del modo en que toman forma los fantasmas
femeninos en la página escrita, y es tu espera de lector
la que empuja al autor hacia ella, y también yo, que tengo
otras ideas en la cabeza, me dejo arrastrar a hablar con ella,
a iniciar una conversación que deberé truncar cuanto
antes, para alejarme, desaparecer. Tú seguramente querrías
saber más sobre cómo es ella, y en cambio sólo
unos cuantos elementos afloran en la página escrita, su
rostro queda escondido entre el humo y el pelo, habría
que comprender por encima del pliegue amargo de la boca qué
hay que no sea pliegue amargo.
—¿Qué historias cuentan? —pregunto—.
Yo no sé nada. Sé que usted tiene una tienda, sin
anuncio luminoso. Pero ni siquiera sé dónde está.
Me lo explica. Es una tienda de pieles, maletas y artículos
de viaje. No está en la plaza de la estación sino
en una calle lateral, cerca del paso a nivel del apartadero.
—Pero ¿por qué le interesa?
—Quisiera haber llegado aquí antes. Pasaría
por la calle oscura, vería su tienda iluminada, entraría,
le diría: «Si quiere, le ayudo a echar el cierre».
Me dice que el cierre lo ha echado ya, pero que tiene que volver
a la tienda para el inventario, y se quedará hasta tarde.
La gente del bar intercambia burlas y palmadas en los hombros.
Una apuesta se ha cerrado ya: el doctor está entrando en
el local.
El comisario trae retraso esta noche, vete tú a saber.
El doctor entra y hace un saludo circular; su mirada no se detiene
en su mujer, pero con seguridad ha registrado que hay un hombre
que habla con ella. Avanza hasta el fondo del local, dando la
espalda al bar; mete una moneda en el billar eléctrico.
Hete aquí que yo que debía pasar inadvertido he
sido escrutado, fotografiado por ojos a los que no puedo hacerme
la ilusión de haber escapado, ojos que no olvidan nada
y nadie que se refiera al objeto de los celos y del dolor. Bastan
esos ojos un poco pesados y un poco acuosos para darme a entender
que el drama que ha habido entre ellos no ha acabado aún:
él sigue viniendo todas las noches a este café para
verla, para dejarse abrir de nuevo la vieja herida, y quizá
para saber quién es el que la acompaña a casa esta
noche; y ella viene todas las noches a este café quizá
aposta para hacerlo sufrir, o quizá esperando que el hábito
de sufrir se vuelva para él un hábito como cualquier
otro, adquiera el sabor de la nada que le empasta la boca y la
vida desde hace años.
—Lo que más me gustaría en el mundo —le
digo, porque ahora da igual que siga hablándole—
es hacer girar hacia atrás los relojes.
La mujer da una respuesta cualquiera, como: «Basta con mover
las agujas», y yo: «No, con el pensamiento, concentrándome
hasta hacer retroceder el tiempo», digo, o sea: no está
claro si lo digo realmente o si quisiera decirlo o si el autor
interpreta así las medias frases que estoy farfullando:
—Cuando llegué aquí, mi primera idea fue:
quizá he hecho tal esfuerzo con el pensamiento que el tiempo
ha dado un giro completo; aquí estoy en la estación
de la que me marché la primera vez, que ha permanecido
igual que entonces, sin ningún cambio. Todas las vidas
que podría haber tenido comienzan aquí: está
la chica que habría podido ser mi chica y no lo fue, con
los mismos ojos, el mismo pelo…
Ella mira a su alrededor, con pinta de tomarme a broma; yo hago
una señal con la barbilla hacia ella; ella alza las comisuras
de la boca como para sonreír, luego se detiene; porque
ha cambiado de idea, o porque sonríe sólo así.
—No sé si es un cumplido, pero lo tomo por un cumplido.
¿Y luego?
—Y luego estoy aquí, soy el yo de ahora, con esta
maleta.
Es la primera vez que nombro la maleta, aunque nunca dejo de pensar
en ella.
Y ella:
—Ésta es la noche de las maletas cuadradas con ruedas.
Me quedo tranquilo, impasible. Pregunto:
—¿Qué quiere decir?
—He vendido hoy una, una de ésas.
—¿A quién?
—A alguien de fuera. Como usted. Iba a la estación,
se marchaba. Con la maleta vacía, recién comprada.
Igualita que la suya.
—¿Qué tiene de raro? ¿No vende usted
maletas?
—De éstas, desde que las tengo en la tienda, aquí
nadie las compra. No gustan. O no sirven. O no las conocen. Y
eso que deben de ser cómodas.
—Para mí, no. Por ejemplo, si se me ocurre pensar
que esta noche podría ser para mí una noche bellísima,
me acuerdo de que debo llevar conmigo esta maleta, y no consigo
pensar en nada más.
—¿Y por qué no la deja en alguna parte?
—A lo mejor en una tienda de maletas —le digo.
—También. Una más, una menos.
Se levanta del taburete, se ajusta ante el espejo las solapas
del abrigo, el cinturón.
—Si más tarde paso por allí y llamo al cierre
metálico, ¿me oirá?
—Pruebe.
No se despide de nadie. Está ya fuera en la plaza.
El doctor Marne deja el billar y se adelanta hacia el bar. Quiere
mirarme a la cara, quizá captar alguna alusión de
los otros, o sólo alguna risa burlona. Pero ellos hablan
de las apuestas, de las apuestas sobre él, sin fijarse
en si escucha. Hay una agitación de alegría y confianza,
de palmadas en los hombros, que circunda al doctor Marne, una
historia de viejas bromas y tomaduras de pelo, pero en el centro
de ese jolgorio hay una zona de respeto que jamás es franqueada,
no sólo porque Marne sea el médico, funcionario
de sanidad o algo parecido, sino porque es un amigo, o quizá
porque es desgraciado y lleva su desgracia a cuestas sin dejar
de ser un amigo.
—El comisario Gorin llega hoy más tarde que todos
los pronósticos —dice alguien, porque en ese momento
el comisario entra en el bar.
Entra.
—¡Buenas noches a todos! —viene a mi lado, baja
la mirada sobre la maleta, sobre el periódico, susurra
entre dientes: «Zenón de Elea», después
va a la máquina de cigarrillos.
¿Me han entregado a la policía? ¿Es un polizonte
que trabaja para nuestra organización? Me acerco a la máquina,
como para sacar cigarrillos también yo. Dice:
—Han matado a Jan. Lárgate.
—¿Y la maleta? —pregunto.
—Llévatela. No quiero saber nada ahora. Coge el rápido
de las once.
—Pero no para aquí…
—Parará. Vete al andén seis. A la altura del
apartadero. Tienes tres minutos.
—Pero…
—Esfúmate o tendré que detenerte.
La organización es poderosa. Manda en la policía,
en los ferrocarriles. Hago deslizarse la maleta por los pasos
a travé de las vías, hasta el andén número
seis. Camino a lo largo del andén. El apartadero está
allá al fondo, con el paso a nivel que da a la niebla y
a la oscuridad. El comisario está en la puerta del bar
de la estación, sin quitarme ojo. El rápido llega
a toda velocidad. Afloja la marcha, se para, me borra de la vista
del comisario, vuelve a partir.
Traducción
de Esther Benítez.