Hay
un verso de Dante en el Purgatorio (XVII, 25) que dice: «Poi
piovve dentro a l’alta fantasia» [Llovió después
en la alta fantasía]. Mi conferencia de esta tarde partirá
de esta constatación: la fantasía es un lugar en
el que llueve.
Veamos cuál es el contexto de este verso del Purgatorio.
Estamos en el círculo de los iracundos y Dante contempla
las imágenes que se forman directamente en su mente y que
representan ejemplos clásicos y bíblicos de ira
castigada; Dante comprende que esas imágenes llueven del
cielo, es decir, que Dios se las manda.
En los diversos círculos del Purgatorio, además
de las particularidades del paisaje y de la bóveda celeste,
además de los encuentros con ánimas de pecadores
arrepentidos y con seres sobrenaturales, se presentan a Dante
escenas que son como citas o representaciones de ejemplos de pecados
y de virtudes: primero en forma de bajorrelieves que parecen moverse
y hablar; después como visiones proyectadas delante de
sus ojos, como voces que llegan a sus oídos, y por fin
como imágenes puramente mentales. Estas visiones se van
interiorizando progresivamente, como si Dante comprendiese que
es inútil inventar en cada círculo una nueva forma
de metarrepresentación, y que es lo mismo situar la visión
en la mente, sin hacerla pasar a través de los sentidos.
Pero antes de hacer esto es preciso definir qué es la imaginación,
y Dante lo hace en dos tercetos (XVII, 13-18):
O imaginativa che ne rube
talvolta Sì di fuor, ch’om non s’accorge
perché dintorno suonin mille tube,
chi move te, se ‘I senso non ti porge?
Moveti lume che nel ciel s’informa
per sé o per voler che giù lo scorge.
[Oh fantasía que, de cuando en cuando, / arrebatas al hombre
de tal suerte / que no oyera mil tubas resonando, / ¿quién,
si no es el sentido, ha de moverte? / Muévete aquella luz
que el cielo sella, / por sí o por el querer de quien la
vierte.]
Se trata desde luego de la «alta fantasía»,
como se especificará más adelante, es decir, de
la parte más elevada de la imaginación, diferente
de la imaginación corporal como la que se manifiesta en
el caos de los sueños. Aclarado este punto, tratemos de
seguir el razonamiento de Dante, que reproduce fielmente el de
la filosofía de su tiempo.
¡Oh imaginación que tienes el poder de imponerte
a nuestras facultades y a nuestra voluntad y de arrebatarnos a
un mundo interior, arrancándonos del mundo exterior, tanto
que aunque sonaran mil trompetas no nos daríamos cuenta!
¿De dónde proceden los mensajes visuales que recibes,
cuando no están formados por sensaciones depositadas en
la memoria? «Muévete aquella luz que el cielo sella»:
según Dante —y según Santo Tomás de
Aquino— hay en el cielo una especie de manantial luminoso
que transmite imágenes ideales, formadas según la
lógica intrínseca del mundo imaginario («por
sí») o por voluntad de Dios («o por el querer
de quien la vierte»).
Dante habla de las visiones que se le presentan (a él,
el personaje Dante) casi como si fueran proyecciones cinematográficas
o emisiones televisivas recibidas en una pantalla separada de
lo que es para él la realidad objetiva de su viaje ultraterreno.
Pero, para el poeta Dante, todo el viaje del personaje Dante es
como estas visiones; el poeta debe imaginar visualmente tanto
lo que su personaje ve como lo que cree ver, o está soñando,
o recuerda, o ve representado, o le cuentan, así como debe
imaginar el contenido visual de las metáforas de que se
sirve justamente para facilitar esta evocación visual.
Por lo tanto lo que Dante trata de definir es el papel de la imaginación
en la Divina Comedia, y más precisamente la parte visual
de su fantasía, anterior a la imaginación verbal
o contemporánea de ésta.
Podemos distinguir dos tipos de procesos imaginativos: el que
parte de la palabra y llega a la imagen visual, y el que parte
de la imagen visual y llega a la expresión verbal. El primer
proceso es el que se opera normalmente en la lectura: leemos,
por ejemplo, una escena de novela o un reportaje sobre un acontecimiento
en el periódico y, según la mayor o menor eficacia
del texto, llegamos a ver la escena como si se desarrollase delante
de nuestros ojos, o por lo menos fragmentos y detalles de la escena
que emergen de lo indistinto.
En el cine la imagen que vemos en la pantalla ha pasado también
a través de un texto escrito, después fue «vista»
mentalmente por el director, después se reconstruyó
en su materialidad física en el estudio para quedar definitivamente
fijada en los fotogramas de la película. Una película
es, pues, el resultado de una sucesión de fases, inmateriales
y materiales, en las cuales las imágenes cobran forma;
en este proceso el «cine mental» de la imaginación
tiene una función no menos importante que la función
de las fases de realización efectiva de las secuencias
tal como las registrará la cámara y se montarán
después en la moviola. Este «cine mental» funciona
continuamente en todos nosotros —siempre ha funcionado,
aun antes de la invención del cine— y no cesa nunca
de proyectar imágenes en nuestra visión interior.
Es significativa la importancia que tiene la imaginación
visual en los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola. Al
comienzo mismo de su manual, san Ignacio prescribe la «composición
viendo el lugar» con términos que parecen instrucciones
para la puesta en escena de un espectáculo: «…en
la contemplación o meditación visible, así
como contemplar a Christo nuestro Señor, el qual es visible,
la composición será ver con la vista de la imaginación
el lugar corpóreo donde se halla la cosa que quiero contemplar.
Digo el lugar corpóreo, así como un templo o monte,
donde se halla Jesu Christo o Nuestra Señora». Inmediatamente
después san Ignacio precisa que la contemplación
de los propios pecados no debe ser visual o —si entiendo
bien— debe servirse de una visualidad de tipo metafórico
(el alma encarcelada en el cuerpo corruptible).
Más adelante, el primer día de la segunda semana,
el ejercicio espiritual se inicia con una vasta panorámica
visionaria y con espectaculares escenas de masas:
1.° puncto. El primer puncto es ver las personas, las unas
y las otras; y primero las de la haz de la tierra, en tanta diversidad,
así en trajes como en gestos, unos blancos y otros negros,
unos en paz y otros en guerra, unos llorando y otros riendo, unos
sanos, otros enfermos, unos nasciendo y otros muriendo, etc.
2.° Ver y considerar las tres personas divinas, como en el
su solio real o throno de la su divina majestad, cómo miran
toda la haz y redondez de la tierra y todas las gentes en tanta
çeguedad, y cómo mueren y descienden al infierno.
A Ignacio de Loyola no parece ocurrírsele nunca la idea
de que el Dios de Moisés no tolera ser representado en
imágenes. Por el contrario, se diría que reivindica
para todos los cristianos el grandioso don visionario de Dante
y de Miguel Ángel, sin siquiera el freno que Dante se siente
obligado a poner a la propia imaginación figurativa frente
a las supremas visiones celestiales del Paraíso.
En el ejercicio espiritual del día siguiente (segunda contemplación,
primer punto), el contemplador mismo debe entrar en escena, asumir
un papel de actor en la acción imaginaria:
El primer puncto es ver las personas, es a saber, ver a Nuestra
Señora y a Josephy a la ancilla y al niño Jesú,
después de ser nascido, haciéndome yo un pobrecito
y esclavito indigno, mirándolos, contemplándolos
y sirviéndolos en sus necesidades, como si presente me
hallase, con todo acatamiento y reverencia possible; y después
reflectir en mí mismo para sacar algún provecho.
El
catolicismo de la Contrarreforma tenía, desde luego, un
vehículo fundamental en la comunicación visual,
con las sugestiones emotivas del arte sagrado desde el cual los
fieles debían remontarse a los significados según
la enseñanza oral de la Iglesia. Pero se trata de partir
siempre de una imagen dada, propuesta por la Iglesia misma, no
«imaginada» por los fieles. Lo que distingue, creo,
el procedimiento de Loyola incluso de las formas de la devoción
de su época es el paso de la palabra a la imaginación
visual como vía para alcanzar el conocimiento de los significados
profundos. También aquí el punto de partida y el
de llegada están ya establecidos; en el medio se abre un
campo de infinitas posibilidades de aplicación de la fantasía
individual para representarse personajes, lugares, escenas en
movimiento. Los fieles mismos son quienes deben pintar en los
muros de la mente frescos atestados de figuras, partiendo de los
estímulos que la propia imaginación visual consiga
extraer de un enunciado teológico o de un lacónico
versículo de los evangelios.
Volvamos a la problemática literaria y preguntémonos
cómo se forma lo imaginario de una época en que
la literatura no se remite a una autoridad o a una tradición
como origen o como fin, sino que apunta a la novedad, la originalidad,
la invención. Me parece que en esta situación el
problema de la prioridad de la imagen visual o de la expresión
verbal (que es un poco como el problema del huevo y la gallina)
se resuelve decididamente a favor de la imagen visual.
¿De dónde «llueven» las imágenes
en la fantasía? Dante tenía justamente un alto concepto
de sí mismo, tanto que no tenía empacho en proclamar
la directa inspiración divina de sus visiones. Los escritores
más cercanos a nosotros (salvo algún caso raro de
vocación profética) establecen enlaces con emisores
terrenos como el inconsciente individual o colectivo, el tiempo
recobrado en las sensaciones que reafloran del tiempo perdido,
las epifanías o concentraciones del ser en un solo punto
o instante. Se trata, en fin, de procesos que, aunque no partan
del cielo, escapan del ámbito de nuestras intenciones y
de nuestro control, asumiendo respecto del individuo una suerte
de trascendencia. Y no sólo los poetas y los novelistas
se plantean el problema: de un modo análogo se lo plantea
un estudioso de la inteligencia como Douglas Hofstadter en su
famosa obra Godel, Escher, Bach, donde el verdadero problema es
el de la elección entre varias imágenes «llovidas»
en la fantasía:
Think,
for instance, of a writer who is trying to convey certain ideas
which to him are contained in mental images. He isn’t quite
sure how those images fit together in his mind, and he experiments
around, expressing things one way and then another, and finally
settles on some version. But does he know where it all came from?
Only in a vague sense. Much of the source, like an iceberg, is
deep underwater, unseen —and he knows that.
[Piénsese,
por ejemplo, en un escritor que trata de expresar ciertas ideas
contenidas para él en imágenes mentales. No sabe
con seguridad absoluta cómo armonizan entre sí,
en su mente, esas imágenes, y hace experimentos, prueba
primero de una manera, después de otra y finalmente se
detiene en una versión. Pero ¿sabe de dónde
procede todo eso? Sólo vagamente. La mayor parte de su
fuente, como un iceberg, está profundamente sumergida en
el agua, no es visible, y él lo sabe.]
Pero tal vez debamos pasar primero revista a las maneras en que
se planteó este problema en el pasado. La historia más
exhaustiva, clara y sintética de la idea de imaginación
la encontré en un ensayo de Jean Starobinski, «El
imperio de lo imaginario» (en La relation critique, Gallimard,
1970). De la magia renacentista de origen neoplatónico
parte la idea de la imagen como comunicación con el alma
del mundo, idea que después será la del romanticismo
y el surrealismo. Esta idea contrasta con la de la imaginación
como instrumento de conocimiento; en este caso, aunque se aparte
de las vías del conocimiento científico, la imaginación
puede coexistir con este último y también ayudarlo,
e incluso ser para el científico un momento necesario en
la formulación de sus hipótesis. En cambio las teorías
de la imaginación como depositaria de la verdad del universo
pueden concordar con una Naturphilosophie o con un tipo de conocimiento
teosófico, pero son incompatibles con el conocimiento científico.
A menos de separar lo cognoscible en dos, dejando a la ciencia
el mundo exterior y aislando el conocimiento imaginativo en la
interioridad individual. Starobinski reconoce en esta última
posición el método del psicoanálisis freudiano,
mientras que el de Jung, que da a los arquetipos y al inconsciente
colectivo validez universal, se remite a la idea de imaginación
como participación en la verdad del mundo.
Al llegar a este punto, no puedo eludir una pregunta: ¿en
cuál de las dos corrientes trazadas por Starobinski debo
situar mi idea de la imaginación? Para poder contestar
tengo que recorrer de nuevo en cierto modo mi experiencia de escritor,
sobre todo la relacionada con la narrativa fantástica.
Cuando empecé a escribir relatos fantásticos aún
no me planteaba problemas teóricos; lo único de
lo que estaba seguro era de que en el origen de todos mis cuentos
había una imagen visual. Por ejemplo, una de esas imágenes
fue la de un hombre cortado en dos mitades que siguen viviendo
independientemente; otro ejemplo podría ser el del muchacho
que trepa a un árbol y después pasa de un árbol
a otro sin volver a bajar a tierra; otro, una armadura vacía
que se mueve y habla como si dentro hubiera alguien.
Por lo tanto al idear un relato lo primero que acude a mi mente
es una imagen que por alguna razón se me presenta cargada
de significado, aunque no sepa formular ese significado en términos
discursivos o conceptuales. Apenas la imagen se ha vuelto en mi
mente bastante neta, me pongo a desarrollarla en una historia,
mejor dicho, las imágenes mismas son las que desarrollan
sus potencialidades implícitas, el relato que llevan dentro.
En torno a cada imagen nacen otras, se forma un campo de analogías,
de simetrías, de contraposiciones. En la organización
de este material, que no es sólo visual sino también
conceptual, interviene en ese momento una intención mía
en la tarea de ordenar y dar un sentido al desarrollo de la historia;
o más bien, lo que hago es tratar de establecer cuáles
son los significados compatibles con el trazado general que quisiera
dar a la historia y cuáles no, dejando siempre cierto margen
de opciones posibles. Al mismo tiempo, la escritura, la expresión
verbal, asume cada vez más importancia; diré que
desde el momento en que empiezo a poner negro sobre blanco, la
palabra escrita es lo que cuenta: primero como búsqueda
del equivalente de la imagen visual, después como desarrollo
coherente de la impostación estilística inicial,
y poco a poco se adueña del terreno. La escritura será
lo que guíe el relato en la dirección en la cual
la expresión verbal fluya más felizmente, y la imaginación
visual no tiene más remedio que seguirla.
En las Cosmicómicas el procedimiento es un poco diferente,
porque el punto de partida es un enunciado extraído del
discurso científico: el juego autónomo de las imágenes
visuales debe nacer de ese enunciado conceptual. Mi propósito
era demostrar cómo el discurso por imágenes, típico
del mito, puede nacer en cualquier terreno, aun en el del lenguaje
más alejado de cualquier imagen visual, como el de la ciencia
de hoy. Incluso al leer el libro científico más
técnico o el libro de filosofía más abstracto
se puede encontrar una frase que inesperadamente sirva de estímulo
a la fantasía figurativa. Nos hallamos, pues, con uno de
esos casos en los que la imagen está determinada por un
texto escrito preexistente (una página o una sola frase
con la que me topo leyendo), y que puede dar lugar a un desarrollo
fantástico tanto dentro del espíritu del texto de
partida como en una dirección totalmente autónoma.
La primera cosmicómica que escribí, «La distancia
de la luna», es, por así decirlo, la más «surrealista»,
en el sentido de que el punto de arranque basado en la física
gravitatoria da vía libre a una fantasía de tipo
onírico. En otras cosmicómicas, el plot está
guiado por una idea más consecuente con el punto de partida
científico, pero rodeada siempre de una envoltura de imágenes,
afectiva, de voces que monologan o dialogan.
En una palabra, mi procedimiento quiere unificar la generación
espontánea de las imágenes y la intencionalidad
del pensamiento discursivo. Aun cuando el movimiento de apertura
esté dictado por la imaginación visual que hace
funcionar su lógica intrínseca, aquélla termina
tarde o temprano por encontrarse presa en una red donde razonamientos
y expresión verbal imponen también su lógica.
Como quiera que sea, las soluciones visuales siguen siendo determinantes,
y a veces, cuando menos se espera, llegan a decidir situaciones
que ni las conjeturas del pensamiento ni los recursos del lenguaje
lograrían resolver.
Una aclaración sobre el antropomorfismo de las Cosmicómicas:
la ciencia me interesa justamente en mi esfuerzo por salir de
un conocimiento antropomorfo; pero al mismo tiempo estoy convencido
de que nuestra imaginación no puede ser sino antropomorfa;
de ahí mi intento de representar antropomórficamente
un universo donde el hombre nunca ha existido, más aún,
donde parece sumamente improbable que exista jamás.
Ha llegado el momento de responder a la pregunta que me hice con
respecto a las dos corrientes de que habla Starobinski: la imaginación
como fuente de conocimiento o como identificación con el
alma del mundo. ¿Por cuál opto? A juzgar por lo
que llevo dicho, debería ser un decidido partidario de
la primera tendencia, porque el relato es para mí unificación
de una lógica espontánea de las imágenes
y de un proyecto guiado por una intención racional. Pero
al mismo tiempo siempre he buscado en la imaginación un
medio de alcanzar un conocimiento extraindividual, extrasubjetivo;
por lo tanto sería justo que me declarase más cerca
de la segunda posición, la identificación con el
alma del mundo.
Pero hay otra definición en la que me reconozco plenamente,
y es la imaginación como repertorio de lo potencial, de
lo hipotético, de lo que no es, no ha sido ni tal vez será,
pero que hubiera podido ser. En la argumentación de Starobinski
este aspecto está presente cuando se recuerda la concepción
de Giordano Bruno. El spiritus phantasticus según Giordano
Bruno es «mundus quidem et sinus inexplebilis formarum et
specierum» [un mundo o un golfo, nunca saturable, de formas
y de imágenes]. Yo creo que para cualquier forma de conocimiento
es indispensable alcanzar ese golfo de la multiplicidad potencial.
La mente del poeta y, en algún momento decisivo, la mente
del científico funcionan según un procedimiento
de asociaciones de imágenes que es el más veloz
para vincular y escoger entre las infinitas formas de lo posible
y de lo imposible. La fantasía es una especie de máquina
electrónica que tiene en cuenta todas las combinaciones
posibles y elige las que responden a un fin o simplemente las
que son más interesantes, agradables, divertidas.
Queda por aclarar la parte que en este golfo fantástico
corresponde a lo imaginario indirecto, o sea las imágenes
que nos proporciona la cultura, trátese de la cultura de
masas o de otra forma de tradición. Esta pregunta trae
otra consigo: ¿cuál será el futuro de la
imaginación individual en lo que da en llamarse «civilización
de la imagen»? El poder de evocar imágenes en ausencia
¿seguirá desarrollándose en una humanidad
cada vez más inundada por el diluvio de imágenes
prefabricadas? Hubo un tiempo en que la memoria visual de un individuo
se limitaba al patrimonio de sus experiencias directas y a un
reducido repertorio de imágenes reflejadas por la cultura;
la posibilidad de dar forma a mitos personales nacía del
modo en que los fragmentos de esa memoria se combinaban entre
sí, ensamblándose de maneras inesperadas y sugestivas.
Hoy la cantidad de imágenes que nos bombardea es tal que
no sabemos distinguir ya la experiencia directa de lo que hemos
visto unos pocos segundos en la televisión. La memoria
está cubierta por capas de imágenes en añicos,
como un depósito de desperdicios donde cada vez es más
difícil que una figura logre, entre tantas, adquirir relieve.
Si he incluido la visibilidad en mi lista de los valores que se
han de salvar, es como advertencia del peligro que nos acecha
de perder una facultad humana fundamental: la capacidad de enfocar
imágenes visuales con los ojos cerrados, de hacer que broten
colores y formas del alineamiento de caracteres alfabéticos
negros sobre una página blanca, de pensar con imágenes.
Pienso en una posible pedagogía de la imaginación
que nos habitúe a controlar la visión interior sin
sofocarla y sin dejarla caer, por otra parte, en un confuso, lábil
fantaseo, sino permitiendo que las imágenes cristalicen
en una forma bien definida, memorable, autosuficiente, «icástica».
Naturalmente, se trata de una pedagogía que sólo
se puede practicar sobre uno mismo, con métodos inventados
cada vez y con resultados imprevisibles. La experiencia de mi
primera formación es ya la de un hijo de la «civilización
de las imágenes», aunque estuviera aún en
sus comienzos, lejos de la inflación actual. Digamos que
soy hijo de una época intermedia, cuando eran muy importantes
las ilustraciones coloreadas que acompañaban la infancia,
en los libros, en los semanarios para niños, en los juguetes.
Creo que el haber nacido en aquel periodo marcó profundamente
mi formación. En mi mundo imaginario influyeron ante todo
las figuras del Corriere dei Piccoli, por entonces el semanario
italiano para niños de más difusión. Hablo
de una parte de mi vida que va de los tres a los trece años,
antes de que la pasión por el cine llegara a convertirse
en una forma de posesión absoluta que duró toda
la adolescencia. Más aún, creo que el periodo decisivo
fue entre los tres y los seis años, antes de que aprendiera
a leer.
En los años veinte el Corriere dei Piccoli publicaba en
Italia todos los comics norteamericanos más conocidos de
la época: Happy Hooligan, los Katzenjammer Kids, Felix
the Cat, Maggie and Jiggs, rebautizados todos con nombres italianos.
Y había series italianas, algunas de excelente calidad
por su gusto gráfico y estilo de época. En aquel
tiempo en Italia el sistema de los balloons con las frases del
diálogo no había entrado todavía en las costumbres
(comenzó en los años treinta cuando se importó
Mickey Mouse); el Corriere dei Piccoli redibujaba las historietas
norteamericanas sin los bocadillos, que eran sustituidos por dos
o cuatro versos rimados al pie de cada imagen. Pero yo, que no
sabía leer, podía prescindir perfectamente de las
palabras, porque me bastaban los dibujos. Vivía con esta
revistilla que mi madre había empezado a comprar y a coleccionar
ya antes de mi nacimiento y que hacía encuadernar por años.
Me pasaba las horas recorriendo las imágenes de cada serie
de un número a otro, me contaba mentalmente las historias
interpretando las escenas de diversas maneras, fabricaba variantes,
fundía cada episodio en una historia más vasta,
descubría, aislaba y relacionaba ciertas constantes en
cada serie, contaminaba una serie con otra, imaginaba nuevas series
en las que los personajes secundarios se convertían en
protagonistas.
Cuando aprendí a leer, la ventaja que obtuve fue mínima:
aquellos versos simplotes de rimas pareadas no proporcionaban
informaciones esclarecedoras; eran a menudo interpretaciones conjeturales,
igual que las mías; era evidente que el versificador no
tenía la más mínima idea de lo que estaba
escrito en los balloons del original, porque no sabía inglés
o porque trabajaba con cartoons ya redibujados y mudos. En todo
caso, yo prefería ignorar las líneas escritas y
seguir con mi ocupación favorita de fantasear dentro de
cada viñeta y en su sucesión.
Esta costumbre retrasó sin duda mi capacidad para concentrarme
en la palabra escrita (la atención necesaria para la lectura
la conseguí sólo más tarde y con esfuerzo),
pero la lectura de las figuras sin palabras fue sin duda para
mí una escuela de fabulación, de estilización,
de composición de la imagen. Por ejemplo, la elegancia
gráfica de Pat O’Sullivan al pintar en el pequeño
cartoon cuadrado la silueta negra de Felix the Cat, en una calle
que se pierde en el paisaje dominado por una luna llena en el
cielo negro, creo que quedó para mí como un modelo.
La operación que en edad madura me llevó a extraer
historias de la sucesión de las misteriosas figuras de
los tarots, interpretando la misma figura de una manera cada vez
diferente, tiene seguramente sus raíces en aquel fantaseo
infantil delante de las páginas llenas de imágenes.
Lo que intenté en El castillo de los destinos cruzados
(Il castello dei destini incrociati) es una especie de iconología
fantástica, no sólo con los tarots sino con los
cuadros de la gran pintura. En realidad intenté interpretar
las pinturas de Carpaccio en San Giorgio degli Schiavoni en Venecia,
siguiendo los ciclos de San Jorge y San Jerónimo como si
fueran una historia única, e identificar mi vida con la
de Jorge-Jerónimo. Esta iconología fantástica
se ha convertido en mi modo habitual de expresar mi gran pasión
por la pintura: he adoptado el método de contar mis historias
partiendo de cuadros famosos de la historia del arte, o de imágenes
que ejercen una sugestión sobre mí.
Digamos que son diversos los elementos que concurren a formar
la parte visual de la imaginación literaria: la observación
directa del mundo real, la transfiguración fantasmal y
onírica, el mundo figurativo transmitido por la cultura
en sus diversos niveles, y un proceso de abstracción, condensación
e interiorización de la experiencia sensible, de importancia
decisiva tanto para la visualización como para la verbalización
del pensamiento.
Elementos todos en cierta medida presentes en los autores que
reconozco como modelos, sobre todo en las épocas particularmente
felices para la imaginación visual, en las literaturas
del Renacimiento y del barroco y en las del romanticismo. En una
antología que hice del cuento fantástico en el siglo
XIX, seguí la vena visionaria y espectacular que surge
de los relatos de Hoffmann, Chamisso, Arnim, Eichendorff, Potocki,
Gógol, Nerval, Gautier, Hawthorne, Poe, Dickens, Turguéniev,
Leskov, para llegar a Stevenson, Kipling, Wells. Y paralelamente
a esta vena seguí otra, a veces en los mismos autores,
que hace brotar lo fantástico de lo cotidiano, lo fantástico
interiorizado, mental, invisible, que culminará en Henry
James.
¿Será posible la literatura fantástica en
el año 2000, dada la creciente inflación de imágenes
prefabricadas? Las vías que vemos abiertas desde ahora
pueden ser dos: 1) Reciclar las imágenes usadas en un nuevo
contexto que les cambie el significado. El post-modernism puede
considerarse la tendencia a hacer un uso irónico de lo
imaginario de los mass-media, o bien la tendencia a introducir
el gusto por lo maravilloso heredado de la tradición literaria
en mecanismos narrativos que acentúen su extrañamiento.
2) Hacer el vacío para volver a empezar desde cero.
Samuel Beckett ha obtenido los resultados más extraordinarios
reduciendo al mínimo elementos visuales y lenguaje, como
en un mundo después del fin del mundo.
Tal vez el primer texto en el que todos estos problemas están
presentes al mismo tiempo sea Le chef-d’oeuvre inconnu de
Balzac. Y no es casualidad que una comprensión que podemos
calificar de profética venga de Balzac, situado en una
encrucijada de la historia de la literatura, en una experiencia
«de límite», unas veces visionario, otras realista,
otras las dos cosas al mismo tiempo, siempre como arrastrado por
la fuerza de la naturaleza, pero también siempre muy consciente
de lo que hace.
Le chef-d’oeuvre inconnu, en el que Balzac trabajó
desde 1831 hasta 1837, tenía al principio como subtítulo
«conte fantastique», mientras que en la versión
definitiva figura como «étude philosophique».
En el camino ocurrió que —como declara el propio
Balzac en otro cuento— «la littérature a tué
le fantastique». El cuadro perfecto del viejo Frenhofer,
en el que sólo un pie femenino emerge de un caos de colores,
de una niebla sin forma, es comprendido y admirado por los dos
colegas Pourbus y Poussin en la primera versión del cuento
( 1831, en revista). «Combien de jouissances sur ce morceau
de toile!» [¡Cuántas delicias en esa pequeña
superficie de tela!] Y la modelo misma, que no lo entiende, en
cierto modo se sugestiona.
En la segunda versión (también de 1831 en volumen)
alguna réplica añadida demuestra la incomprensión
de los colegas. Frenhofer es todavía un místico
iluminado que vive para su ideal, pero está condenado a
la soledad. La versión definitiva de 1837 añade
muchas páginas de reflexiones técnicas sobre la
pintura, y un final donde resulta claro que Frenhofer es un loco
que terminará por encerrarse en su presunta obra maestra,
para después quemarla y suicidarse.
Le chef-d’oeuvre inconnu ha sido comentado muchas veces
como una parábola del desarrollo del arte moderno. Leyendo
el último de esos estudios, el de Hubert Damisch (en Fenêtre
jaune cadmium, Ed. du Seuil, París 1984), entendí
que el cuento puede ser leído también como una parábola
sobre la literatura, sobre la divergencia inconciliable entre
expresión lingüística y experiencia sensible,
sobre lo inasible de la imaginación visual. En la primera
versión hay una definición de lo fantástico
como indefinible: «Pour toutes ces singularités,
l’idiome moderne n’a qu’un mot: c’était
indéfinissable… Admirable expression. Elle résume
la littérature fantastique; elle dit tout ce qui échappe
aux perceptions bornées de notre esprit; et quand vous
l’avez placée sous les yeux d’un lecteur, il
est lancé dans l’espace imaginaire…»
[Para todas esas singularidades, el idioma moderno tiene una sola
palabra: era indefinible… Admirable expresión. Resume
la literatura fantástica; dice todo lo que escapa a las
percepciones limitadas de nuestro espíritu; y cuando la
situáis ante los ojos de un lector, éste se ve proyectado
en el espacio imaginario…]
En los años siguientes Balzac rechaza la literatura fantástica,
que para él había querido decir el arte como conocimiento
místico del todo; emprende la descripción minuciosa
del mundo tal como es, siempre con la convicción de expresar
el secreto de la vida. Como Balzac vaciló largamente entre
hacer de Frenhofer un vidente o un loco, su cuento sigue conteniendo
una ambigüedad en la que reside su verdad profunda. La fantasía
del artista es un mundo de potencialidades que ninguna obra logrará
llevar al acto; aquello que experimentamos al vivir constituye
otro mundo, que responde a otras formas de orden y de desorden;
los estratos de palabras que se acumulan en las páginas
como estratos de colores en la tela son a su vez otro mundo, también
infinito, pero más gobernable, menos refractario a una
forma. La relación entre los tres mundos es ese indefinible
del que hablaba Balzac; o mejor, diremos que es indecidible, como
la paradoja de un conjunto infinito que contiene otros conjuntos
infinitos.
El escritor —hablo del escritor de ambiciones infinitas
como Balzac— cumple operaciones en que lo infinito de su
imaginación o lo infinito de la contingencia experimentable,
o ambos, llevan consigo lo infinito de las posibilidades lingüísticas
de la escritura. Alguien podría objetar que una sola vida,
del nacimiento a la muerte, puede contener sólo una cantidad
finita de información: ¿cómo pueden lo imaginario
individual y la experiencia individual extenderse más allá
de ese límite? Pues bien, creo que estas tentativas de
huir del vértigo de lo innumerable son vanas. Giordano
Bruno nos ha explicado cómo el spiritus phantasticus, del
cual la fantasía del escritor extrae formas y figuras,
es un pozo sin fondo; y en cuanto a la realidad exterior, la Comedia
humana de Balzac parte del supuesto de que el mundo escrito puede
constituirse en homólogo del mundo viviente, tanto el de
hoy como el de ayer y el de mañana.
El Balzac fantástico trató de capturar el alma del
mundo en una sola figura entre las infinitas figuras imaginables;
pero para ello debía cargar la palabra escrita de tal intensidad
que ésta terminaría por no remitir ya a un mundo
exterior a ella, como los colores y las líneas del cuadro
de Frenhofer. Balzac se asoma a este umbral, se detiene y cambia
su programa. Ya no la escritura intensiva sino la extensiva. El
Balzac realista tratará de cubrir de escritura la extensión
infinita del espacio y del tiempo pululantes de multitudes, de
vidas, de historias.
Pero ¿no podría ocurrir lo que en los cuadros de
Escher, que Douglas R. Hofstadter cita para ilustrar la paradoja
de Godel? En una galería de cuadros un hombre mira el paisaje
de una ciudad, y este paisaje se abre para incluir también
la galería que lo contiene y el hombre que lo está
mirando. En la Comedia humana infinita Balzac deberá incluir
también al escritor fantástico que él es
o fue, con todas sus fantasías infinitas; y deberá
incluir al escritor realista que él es o quiere ser, empeñado
en capturar el infinito mundo real en su Comedia humana. (Pero
tal vez el mundo interior del Balzac fantástico es el que
incluye el mundo interior del Balzac realista, porque una de las
infinitas fantasías del primero coincide con el infinito
realista de la Comedia humana…)
De cualquier modo, todas las «realidades» y las «fantasías»
pueden cobrar forma sólo a través de la escritura,
en la cual exterioridad e interioridad, mundo y yo, experiencia
y fantasía aparecen compuestas de la misma materia verbal;
las visiones polimorfas de los ojos y del alma se encuentran contenidas
en líneas uniformes de caracteres minúsculos o mayúsculos,
de puntos, comas, paréntesis; páginas de signos
alineados, apretados como granos de arena, representan el espectáculo
abigarrado del mundo en una superficie siempre igual y siempre
diferente, como las dunas que empuja el viento del desierto.
Traducción
de Aurora Bernárdez