Octubre-Diciembre 2005 , Nueva época No. 94-96
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Hay un verso de Dante en el Purgatorio (XVII, 25) que dice: «Poi piovve dentro a l’alta fantasia» [Llovió después en la alta fantasía]. Mi conferencia de esta tarde partirá de esta constatación: la fantasía es un lugar en el que llueve.

Veamos cuál es el contexto de este verso del Purgatorio. Estamos en el círculo de los iracundos y Dante contempla las imágenes que se forman directamente en su mente y que representan ejemplos clásicos y bíblicos de ira castigada; Dante comprende que esas imágenes llueven del cielo, es decir, que Dios se las manda.

En los diversos círculos del Purgatorio, además de las particularidades del paisaje y de la bóveda celeste, además de los encuentros con ánimas de pecadores arrepentidos y con seres sobrenaturales, se presentan a Dante escenas que son como citas o representaciones de ejemplos de pecados y de virtudes: primero en forma de bajorrelieves que parecen moverse y hablar; después como visiones proyectadas delante de sus ojos, como voces que llegan a sus oídos, y por fin como imágenes puramente mentales. Estas visiones se van interiorizando progresivamente, como si Dante comprendiese que es inútil inventar en cada círculo una nueva forma de metarrepresentación, y que es lo mismo situar la visión en la mente, sin hacerla pasar a través de los sentidos.

Pero antes de hacer esto es preciso definir qué es la imaginación, y Dante lo hace en dos tercetos (XVII, 13-18):
O imaginativa che ne rube
talvolta Sì di fuor, ch’om non s’accorge
perché dintorno suonin mille tube,
chi move te, se ‘I senso non ti porge?
Moveti lume che nel ciel s’informa
per sé o per voler che giù lo scorge.
[Oh fantasía que, de cuando en cuando, / arrebatas al hombre de tal suerte / que no oyera mil tubas resonando, / ¿quién, si no es el sentido, ha de moverte? / Muévete aquella luz que el cielo sella, / por sí o por el querer de quien la vierte.]
Se trata desde luego de la «alta fantasía», como se especificará más adelante, es decir, de la parte más elevada de la imaginación, diferente de la imaginación corporal como la que se manifiesta en el caos de los sueños. Aclarado este punto, tratemos de seguir el razonamiento de Dante, que reproduce fielmente el de la filosofía de su tiempo.

¡Oh imaginación que tienes el poder de imponerte a nuestras facultades y a nuestra voluntad y de arrebatarnos a un mundo interior, arrancándonos del mundo exterior, tanto que aunque sonaran mil trompetas no nos daríamos cuenta! ¿De dónde proceden los mensajes visuales que recibes, cuando no están formados por sensaciones depositadas en la memoria? «Muévete aquella luz que el cielo sella»: según Dante —y según Santo Tomás de Aquino— hay en el cielo una especie de manantial luminoso que transmite imágenes ideales, formadas según la lógica intrínseca del mundo imaginario («por sí») o por voluntad de Dios («o por el querer de quien la vierte»).

Dante habla de las visiones que se le presentan (a él, el personaje Dante) casi como si fueran proyecciones cinematográficas o emisiones televisivas recibidas en una pantalla separada de lo que es para él la realidad objetiva de su viaje ultraterreno. Pero, para el poeta Dante, todo el viaje del personaje Dante es como estas visiones; el poeta debe imaginar visualmente tanto lo que su personaje ve como lo que cree ver, o está soñando, o recuerda, o ve representado, o le cuentan, así como debe imaginar el contenido visual de las metáforas de que se sirve justamente para facilitar esta evocación visual. Por lo tanto lo que Dante trata de definir es el papel de la imaginación en la Divina Comedia, y más precisamente la parte visual de su fantasía, anterior a la imaginación verbal o contemporánea de ésta.

Podemos distinguir dos tipos de procesos imaginativos: el que parte de la palabra y llega a la imagen visual, y el que parte de la imagen visual y llega a la expresión verbal. El primer proceso es el que se opera normalmente en la lectura: leemos, por ejemplo, una escena de novela o un reportaje sobre un acontecimiento en el periódico y, según la mayor o menor eficacia del texto, llegamos a ver la escena como si se desarrollase delante de nuestros ojos, o por lo menos fragmentos y detalles de la escena que emergen de lo indistinto.

En el cine la imagen que vemos en la pantalla ha pasado también a través de un texto escrito, después fue «vista» mentalmente por el director, después se reconstruyó en su materialidad física en el estudio para quedar definitivamente fijada en los fotogramas de la película. Una película es, pues, el resultado de una sucesión de fases, inmateriales y materiales, en las cuales las imágenes cobran forma; en este proceso el «cine mental» de la imaginación tiene una función no menos importante que la función de las fases de realización efectiva de las secuencias tal como las registrará la cámara y se montarán después en la moviola. Este «cine mental» funciona continuamente en todos nosotros —siempre ha funcionado, aun antes de la invención del cine— y no cesa nunca de proyectar imágenes en nuestra visión interior.

Es significativa la importancia que tiene la imaginación visual en los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola. Al comienzo mismo de su manual, san Ignacio prescribe la «composición viendo el lugar» con términos que parecen instrucciones para la puesta en escena de un espectáculo: «…en la contemplación o meditación visible, así como contemplar a Christo nuestro Señor, el qual es visible, la composición será ver con la vista de la imaginación el lugar corpóreo donde se halla la cosa que quiero contemplar. Digo el lugar corpóreo, así como un templo o monte, donde se halla Jesu Christo o Nuestra Señora». Inmediatamente después san Ignacio precisa que la contemplación de los propios pecados no debe ser visual o —si entiendo bien— debe servirse de una visualidad de tipo metafórico (el alma encarcelada en el cuerpo corruptible).

Más adelante, el primer día de la segunda semana, el ejercicio espiritual se inicia con una vasta panorámica visionaria y con espectaculares escenas de masas:
1.° puncto. El primer puncto es ver las personas, las unas y las otras; y primero las de la haz de la tierra, en tanta diversidad, así en trajes como en gestos, unos blancos y otros negros, unos en paz y otros en guerra, unos llorando y otros riendo, unos sanos, otros enfermos, unos nasciendo y otros muriendo, etc.

2.° Ver y considerar las tres personas divinas, como en el su solio real o throno de la su divina majestad, cómo miran toda la haz y redondez de la tierra y todas las gentes en tanta çeguedad, y cómo mueren y descienden al infierno.

A Ignacio de Loyola no parece ocurrírsele nunca la idea de que el Dios de Moisés no tolera ser representado en imágenes. Por el contrario, se diría que reivindica para todos los cristianos el grandioso don visionario de Dante y de Miguel Ángel, sin siquiera el freno que Dante se siente obligado a poner a la propia imaginación figurativa frente a las supremas visiones celestiales del Paraíso.

En el ejercicio espiritual del día siguiente (segunda contemplación, primer punto), el contemplador mismo debe entrar en escena, asumir un papel de actor en la acción imaginaria:
El primer puncto es ver las personas, es a saber, ver a Nuestra Señora y a Josephy a la ancilla y al niño Jesú, después de ser nascido, haciéndome yo un pobrecito y esclavito indigno, mirándolos, contemplándolos y sirviéndolos en sus necesidades, como si presente me hallase, con todo acatamiento y reverencia possible; y después reflectir en mí mismo para sacar algún provecho.

El catolicismo de la Contrarreforma tenía, desde luego, un vehículo fundamental en la comunicación visual, con las sugestiones emotivas del arte sagrado desde el cual los fieles debían remontarse a los significados según la enseñanza oral de la Iglesia. Pero se trata de partir siempre de una imagen dada, propuesta por la Iglesia misma, no «imaginada» por los fieles. Lo que distingue, creo, el procedimiento de Loyola incluso de las formas de la devoción de su época es el paso de la palabra a la imaginación visual como vía para alcanzar el conocimiento de los significados profundos. También aquí el punto de partida y el de llegada están ya establecidos; en el medio se abre un campo de infinitas posibilidades de aplicación de la fantasía individual para representarse personajes, lugares, escenas en movimiento. Los fieles mismos son quienes deben pintar en los muros de la mente frescos atestados de figuras, partiendo de los estímulos que la propia imaginación visual consiga extraer de un enunciado teológico o de un lacónico versículo de los evangelios.

Volvamos a la problemática literaria y preguntémonos cómo se forma lo imaginario de una época en que la literatura no se remite a una autoridad o a una tradición como origen o como fin, sino que apunta a la novedad, la originalidad, la invención. Me parece que en esta situación el problema de la prioridad de la imagen visual o de la expresión verbal (que es un poco como el problema del huevo y la gallina) se resuelve decididamente a favor de la imagen visual.

¿De dónde «llueven» las imágenes en la fantasía? Dante tenía justamente un alto concepto de sí mismo, tanto que no tenía empacho en proclamar la directa inspiración divina de sus visiones. Los escritores más cercanos a nosotros (salvo algún caso raro de vocación profética) establecen enlaces con emisores terrenos como el inconsciente individual o colectivo, el tiempo recobrado en las sensaciones que reafloran del tiempo perdido, las epifanías o concentraciones del ser en un solo punto o instante. Se trata, en fin, de procesos que, aunque no partan del cielo, escapan del ámbito de nuestras intenciones y de nuestro control, asumiendo respecto del individuo una suerte de trascendencia. Y no sólo los poetas y los novelistas se plantean el problema: de un modo análogo se lo plantea un estudioso de la inteligencia como Douglas Hofstadter en su famosa obra Godel, Escher, Bach, donde el verdadero problema es el de la elección entre varias imágenes «llovidas» en la fantasía:

Think, for instance, of a writer who is trying to convey certain ideas which to him are contained in mental images. He isn’t quite sure how those images fit together in his mind, and he experiments around, expressing things one way and then another, and finally settles on some version. But does he know where it all came from? Only in a vague sense. Much of the source, like an iceberg, is deep underwater, unseen —and he knows that.

[Piénsese, por ejemplo, en un escritor que trata de expresar ciertas ideas contenidas para él en imágenes mentales. No sabe con seguridad absoluta cómo armonizan entre sí, en su mente, esas imágenes, y hace experimentos, prueba primero de una manera, después de otra y finalmente se detiene en una versión. Pero ¿sabe de dónde procede todo eso? Sólo vagamente. La mayor parte de su fuente, como un iceberg, está profundamente sumergida en el agua, no es visible, y él lo sabe.]

Pero tal vez debamos pasar primero revista a las maneras en que se planteó este problema en el pasado. La historia más exhaustiva, clara y sintética de la idea de imaginación la encontré en un ensayo de Jean Starobinski, «El imperio de lo imaginario» (en La relation critique, Gallimard, 1970). De la magia renacentista de origen neoplatónico parte la idea de la imagen como comunicación con el alma del mundo, idea que después será la del romanticismo y el surrealismo. Esta idea contrasta con la de la imaginación como instrumento de conocimiento; en este caso, aunque se aparte de las vías del conocimiento científico, la imaginación puede coexistir con este último y también ayudarlo, e incluso ser para el científico un momento necesario en la formulación de sus hipótesis. En cambio las teorías de la imaginación como depositaria de la verdad del universo pueden concordar con una Naturphilosophie o con un tipo de conocimiento teosófico, pero son incompatibles con el conocimiento científico. A menos de separar lo cognoscible en dos, dejando a la ciencia el mundo exterior y aislando el conocimiento imaginativo en la interioridad individual. Starobinski reconoce en esta última posición el método del psicoanálisis freudiano, mientras que el de Jung, que da a los arquetipos y al inconsciente colectivo validez universal, se remite a la idea de imaginación como participación en la verdad del mundo.

Al llegar a este punto, no puedo eludir una pregunta: ¿en cuál de las dos corrientes trazadas por Starobinski debo situar mi idea de la imaginación? Para poder contestar tengo que recorrer de nuevo en cierto modo mi experiencia de escritor, sobre todo la relacionada con la narrativa fantástica. Cuando empecé a escribir relatos fantásticos aún no me planteaba problemas teóricos; lo único de lo que estaba seguro era de que en el origen de todos mis cuentos había una imagen visual. Por ejemplo, una de esas imágenes fue la de un hombre cortado en dos mitades que siguen viviendo independientemente; otro ejemplo podría ser el del muchacho que trepa a un árbol y después pasa de un árbol a otro sin volver a bajar a tierra; otro, una armadura vacía que se mueve y habla como si dentro hubiera alguien.

Por lo tanto al idear un relato lo primero que acude a mi mente es una imagen que por alguna razón se me presenta cargada de significado, aunque no sepa formular ese significado en términos discursivos o conceptuales. Apenas la imagen se ha vuelto en mi mente bastante neta, me pongo a desarrollarla en una historia, mejor dicho, las imágenes mismas son las que desarrollan sus potencialidades implícitas, el relato que llevan dentro. En torno a cada imagen nacen otras, se forma un campo de analogías, de simetrías, de contraposiciones. En la organización de este material, que no es sólo visual sino también conceptual, interviene en ese momento una intención mía en la tarea de ordenar y dar un sentido al desarrollo de la historia; o más bien, lo que hago es tratar de establecer cuáles son los significados compatibles con el trazado general que quisiera dar a la historia y cuáles no, dejando siempre cierto margen de opciones posibles. Al mismo tiempo, la escritura, la expresión verbal, asume cada vez más importancia; diré que desde el momento en que empiezo a poner negro sobre blanco, la palabra escrita es lo que cuenta: primero como búsqueda del equivalente de la imagen visual, después como desarrollo coherente de la impostación estilística inicial, y poco a poco se adueña del terreno. La escritura será lo que guíe el relato en la dirección en la cual la expresión verbal fluya más felizmente, y la imaginación visual no tiene más remedio que seguirla.

En las Cosmicómicas el procedimiento es un poco diferente, porque el punto de partida es un enunciado extraído del discurso científico: el juego autónomo de las imágenes visuales debe nacer de ese enunciado conceptual. Mi propósito era demostrar cómo el discurso por imágenes, típico del mito, puede nacer en cualquier terreno, aun en el del lenguaje más alejado de cualquier imagen visual, como el de la ciencia de hoy. Incluso al leer el libro científico más técnico o el libro de filosofía más abstracto se puede encontrar una frase que inesperadamente sirva de estímulo a la fantasía figurativa. Nos hallamos, pues, con uno de esos casos en los que la imagen está determinada por un texto escrito preexistente (una página o una sola frase con la que me topo leyendo), y que puede dar lugar a un desarrollo fantástico tanto dentro del espíritu del texto de partida como en una dirección totalmente autónoma.

La primera cosmicómica que escribí, «La distancia de la luna», es, por así decirlo, la más «surrealista», en el sentido de que el punto de arranque basado en la física gravitatoria da vía libre a una fantasía de tipo onírico. En otras cosmicómicas, el plot está guiado por una idea más consecuente con el punto de partida científico, pero rodeada siempre de una envoltura de imágenes, afectiva, de voces que monologan o dialogan.

En una palabra, mi procedimiento quiere unificar la generación espontánea de las imágenes y la intencionalidad del pensamiento discursivo. Aun cuando el movimiento de apertura esté dictado por la imaginación visual que hace funcionar su lógica intrínseca, aquélla termina tarde o temprano por encontrarse presa en una red donde razonamientos y expresión verbal imponen también su lógica. Como quiera que sea, las soluciones visuales siguen siendo determinantes, y a veces, cuando menos se espera, llegan a decidir situaciones que ni las conjeturas del pensamiento ni los recursos del lenguaje lograrían resolver.

Una aclaración sobre el antropomorfismo de las Cosmicómicas: la ciencia me interesa justamente en mi esfuerzo por salir de un conocimiento antropomorfo; pero al mismo tiempo estoy convencido de que nuestra imaginación no puede ser sino antropomorfa; de ahí mi intento de representar antropomórficamente un universo donde el hombre nunca ha existido, más aún, donde parece sumamente improbable que exista jamás.

Ha llegado el momento de responder a la pregunta que me hice con respecto a las dos corrientes de que habla Starobinski: la imaginación como fuente de conocimiento o como identificación con el alma del mundo. ¿Por cuál opto? A juzgar por lo que llevo dicho, debería ser un decidido partidario de la primera tendencia, porque el relato es para mí unificación de una lógica espontánea de las imágenes y de un proyecto guiado por una intención racional. Pero al mismo tiempo siempre he buscado en la imaginación un medio de alcanzar un conocimiento extraindividual, extrasubjetivo; por lo tanto sería justo que me declarase más cerca de la segunda posición, la identificación con el alma del mundo.

Pero hay otra definición en la que me reconozco plenamente, y es la imaginación como repertorio de lo potencial, de lo hipotético, de lo que no es, no ha sido ni tal vez será, pero que hubiera podido ser. En la argumentación de Starobinski este aspecto está presente cuando se recuerda la concepción de Giordano Bruno. El spiritus phantasticus según Giordano Bruno es «mundus quidem et sinus inexplebilis formarum et specierum» [un mundo o un golfo, nunca saturable, de formas y de imágenes]. Yo creo que para cualquier forma de conocimiento es indispensable alcanzar ese golfo de la multiplicidad potencial. La mente del poeta y, en algún momento decisivo, la mente del científico funcionan según un procedimiento de asociaciones de imágenes que es el más veloz para vincular y escoger entre las infinitas formas de lo posible y de lo imposible. La fantasía es una especie de máquina electrónica que tiene en cuenta todas las combinaciones posibles y elige las que responden a un fin o simplemente las que son más interesantes, agradables, divertidas.

Queda por aclarar la parte que en este golfo fantástico corresponde a lo imaginario indirecto, o sea las imágenes que nos proporciona la cultura, trátese de la cultura de masas o de otra forma de tradición. Esta pregunta trae otra consigo: ¿cuál será el futuro de la imaginación individual en lo que da en llamarse «civilización de la imagen»? El poder de evocar imágenes en ausencia ¿seguirá desarrollándose en una humanidad cada vez más inundada por el diluvio de imágenes prefabricadas? Hubo un tiempo en que la memoria visual de un individuo se limitaba al patrimonio de sus experiencias directas y a un reducido repertorio de imágenes reflejadas por la cultura; la posibilidad de dar forma a mitos personales nacía del modo en que los fragmentos de esa memoria se combinaban entre sí, ensamblándose de maneras inesperadas y sugestivas. Hoy la cantidad de imágenes que nos bombardea es tal que no sabemos distinguir ya la experiencia directa de lo que hemos visto unos pocos segundos en la televisión. La memoria está cubierta por capas de imágenes en añicos, como un depósito de desperdicios donde cada vez es más difícil que una figura logre, entre tantas, adquirir relieve.

Si he incluido la visibilidad en mi lista de los valores que se han de salvar, es como advertencia del peligro que nos acecha de perder una facultad humana fundamental: la capacidad de enfocar imágenes visuales con los ojos cerrados, de hacer que broten colores y formas del alineamiento de caracteres alfabéticos negros sobre una página blanca, de pensar con imágenes. Pienso en una posible pedagogía de la imaginación que nos habitúe a controlar la visión interior sin sofocarla y sin dejarla caer, por otra parte, en un confuso, lábil fantaseo, sino permitiendo que las imágenes cristalicen en una forma bien definida, memorable, autosuficiente, «icástica».

Naturalmente, se trata de una pedagogía que sólo se puede practicar sobre uno mismo, con métodos inventados cada vez y con resultados imprevisibles. La experiencia de mi primera formación es ya la de un hijo de la «civilización de las imágenes», aunque estuviera aún en sus comienzos, lejos de la inflación actual. Digamos que soy hijo de una época intermedia, cuando eran muy importantes las ilustraciones coloreadas que acompañaban la infancia, en los libros, en los semanarios para niños, en los juguetes. Creo que el haber nacido en aquel periodo marcó profundamente mi formación. En mi mundo imaginario influyeron ante todo las figuras del Corriere dei Piccoli, por entonces el semanario italiano para niños de más difusión. Hablo de una parte de mi vida que va de los tres a los trece años, antes de que la pasión por el cine llegara a convertirse en una forma de posesión absoluta que duró toda la adolescencia. Más aún, creo que el periodo decisivo fue entre los tres y los seis años, antes de que aprendiera a leer.

En los años veinte el Corriere dei Piccoli publicaba en Italia todos los comics norteamericanos más conocidos de la época: Happy Hooligan, los Katzenjammer Kids, Felix the Cat, Maggie and Jiggs, rebautizados todos con nombres italianos. Y había series italianas, algunas de excelente calidad por su gusto gráfico y estilo de época. En aquel tiempo en Italia el sistema de los balloons con las frases del diálogo no había entrado todavía en las costumbres (comenzó en los años treinta cuando se importó Mickey Mouse); el Corriere dei Piccoli redibujaba las historietas norteamericanas sin los bocadillos, que eran sustituidos por dos o cuatro versos rimados al pie de cada imagen. Pero yo, que no sabía leer, podía prescindir perfectamente de las palabras, porque me bastaban los dibujos. Vivía con esta revistilla que mi madre había empezado a comprar y a coleccionar ya antes de mi nacimiento y que hacía encuadernar por años. Me pasaba las horas recorriendo las imágenes de cada serie de un número a otro, me contaba mentalmente las historias interpretando las escenas de diversas maneras, fabricaba variantes, fundía cada episodio en una historia más vasta, descubría, aislaba y relacionaba ciertas constantes en cada serie, contaminaba una serie con otra, imaginaba nuevas series en las que los personajes secundarios se convertían en protagonistas.

Cuando aprendí a leer, la ventaja que obtuve fue mínima: aquellos versos simplotes de rimas pareadas no proporcionaban informaciones esclarecedoras; eran a menudo interpretaciones conjeturales, igual que las mías; era evidente que el versificador no tenía la más mínima idea de lo que estaba escrito en los balloons del original, porque no sabía inglés o porque trabajaba con cartoons ya redibujados y mudos. En todo caso, yo prefería ignorar las líneas escritas y seguir con mi ocupación favorita de fantasear dentro de cada viñeta y en su sucesión.

Esta costumbre retrasó sin duda mi capacidad para concentrarme en la palabra escrita (la atención necesaria para la lectura la conseguí sólo más tarde y con esfuerzo), pero la lectura de las figuras sin palabras fue sin duda para mí una escuela de fabulación, de estilización, de composición de la imagen. Por ejemplo, la elegancia gráfica de Pat O’Sullivan al pintar en el pequeño cartoon cuadrado la silueta negra de Felix the Cat, en una calle que se pierde en el paisaje dominado por una luna llena en el cielo negro, creo que quedó para mí como un modelo.

La operación que en edad madura me llevó a extraer historias de la sucesión de las misteriosas figuras de los tarots, interpretando la misma figura de una manera cada vez diferente, tiene seguramente sus raíces en aquel fantaseo infantil delante de las páginas llenas de imágenes. Lo que intenté en El castillo de los destinos cruzados (Il castello dei destini incrociati) es una especie de iconología fantástica, no sólo con los tarots sino con los cuadros de la gran pintura. En realidad intenté interpretar las pinturas de Carpaccio en San Giorgio degli Schiavoni en Venecia, siguiendo los ciclos de San Jorge y San Jerónimo como si fueran una historia única, e identificar mi vida con la de Jorge-Jerónimo. Esta iconología fantástica se ha convertido en mi modo habitual de expresar mi gran pasión por la pintura: he adoptado el método de contar mis historias partiendo de cuadros famosos de la historia del arte, o de imágenes que ejercen una sugestión sobre mí.

Digamos que son diversos los elementos que concurren a formar la parte visual de la imaginación literaria: la observación directa del mundo real, la transfiguración fantasmal y onírica, el mundo figurativo transmitido por la cultura en sus diversos niveles, y un proceso de abstracción, condensación e interiorización de la experiencia sensible, de importancia decisiva tanto para la visualización como para la verbalización del pensamiento.

Elementos todos en cierta medida presentes en los autores que reconozco como modelos, sobre todo en las épocas particularmente felices para la imaginación visual, en las literaturas del Renacimiento y del barroco y en las del romanticismo. En una antología que hice del cuento fantástico en el siglo XIX, seguí la vena visionaria y espectacular que surge de los relatos de Hoffmann, Chamisso, Arnim, Eichendorff, Potocki, Gógol, Nerval, Gautier, Hawthorne, Poe, Dickens, Turguéniev, Leskov, para llegar a Stevenson, Kipling, Wells. Y paralelamente a esta vena seguí otra, a veces en los mismos autores, que hace brotar lo fantástico de lo cotidiano, lo fantástico interiorizado, mental, invisible, que culminará en Henry James.

¿Será posible la literatura fantástica en el año 2000, dada la creciente inflación de imágenes prefabricadas? Las vías que vemos abiertas desde ahora pueden ser dos: 1) Reciclar las imágenes usadas en un nuevo contexto que les cambie el significado. El post-modernism puede considerarse la tendencia a hacer un uso irónico de lo imaginario de los mass-media, o bien la tendencia a introducir el gusto por lo maravilloso heredado de la tradición literaria en mecanismos narrativos que acentúen su extrañamiento. 2) Hacer el vacío para volver a empezar desde cero.
Samuel Beckett ha obtenido los resultados más extraordinarios reduciendo al mínimo elementos visuales y lenguaje, como en un mundo después del fin del mundo.

Tal vez el primer texto en el que todos estos problemas están presentes al mismo tiempo sea Le chef-d’oeuvre inconnu de Balzac. Y no es casualidad que una comprensión que podemos calificar de profética venga de Balzac, situado en una encrucijada de la historia de la literatura, en una experiencia «de límite», unas veces visionario, otras realista, otras las dos cosas al mismo tiempo, siempre como arrastrado por la fuerza de la naturaleza, pero también siempre muy consciente de lo que hace.

Le chef-d’oeuvre inconnu, en el que Balzac trabajó desde 1831 hasta 1837, tenía al principio como subtítulo «conte fantastique», mientras que en la versión definitiva figura como «étude philosophique». En el camino ocurrió que —como declara el propio Balzac en otro cuento— «la littérature a tué le fantastique». El cuadro perfecto del viejo Frenhofer, en el que sólo un pie femenino emerge de un caos de colores, de una niebla sin forma, es comprendido y admirado por los dos colegas Pourbus y Poussin en la primera versión del cuento ( 1831, en revista). «Combien de jouissances sur ce morceau de toile!» [¡Cuántas delicias en esa pequeña superficie de tela!] Y la modelo misma, que no lo entiende, en cierto modo se sugestiona.

En la segunda versión (también de 1831 en volumen) alguna réplica añadida demuestra la incomprensión de los colegas. Frenhofer es todavía un místico iluminado que vive para su ideal, pero está condenado a la soledad. La versión definitiva de 1837 añade muchas páginas de reflexiones técnicas sobre la pintura, y un final donde resulta claro que Frenhofer es un loco que terminará por encerrarse en su presunta obra maestra, para después quemarla y suicidarse.

Le chef-d’oeuvre inconnu ha sido comentado muchas veces como una parábola del desarrollo del arte moderno. Leyendo el último de esos estudios, el de Hubert Damisch (en Fenêtre jaune cadmium, Ed. du Seuil, París 1984), entendí que el cuento puede ser leído también como una parábola sobre la literatura, sobre la divergencia inconciliable entre expresión lingüística y experiencia sensible, sobre lo inasible de la imaginación visual. En la primera versión hay una definición de lo fantástico como indefinible: «Pour toutes ces singularités, l’idiome moderne n’a qu’un mot: c’était indéfinissable… Admirable expression. Elle résume la littérature fantastique; elle dit tout ce qui échappe aux perceptions bornées de notre esprit; et quand vous l’avez placée sous les yeux d’un lecteur, il est lancé dans l’espace imaginaire…» [Para todas esas singularidades, el idioma moderno tiene una sola palabra: era indefinible… Admirable expresión. Resume la literatura fantástica; dice todo lo que escapa a las percepciones limitadas de nuestro espíritu; y cuando la situáis ante los ojos de un lector, éste se ve proyectado en el espacio imaginario…]

En los años siguientes Balzac rechaza la literatura fantástica, que para él había querido decir el arte como conocimiento místico del todo; emprende la descripción minuciosa del mundo tal como es, siempre con la convicción de expresar el secreto de la vida. Como Balzac vaciló largamente entre hacer de Frenhofer un vidente o un loco, su cuento sigue conteniendo una ambigüedad en la que reside su verdad profunda. La fantasía del artista es un mundo de potencialidades que ninguna obra logrará llevar al acto; aquello que experimentamos al vivir constituye otro mundo, que responde a otras formas de orden y de desorden; los estratos de palabras que se acumulan en las páginas como estratos de colores en la tela son a su vez otro mundo, también infinito, pero más gobernable, menos refractario a una forma. La relación entre los tres mundos es ese indefinible del que hablaba Balzac; o mejor, diremos que es indecidible, como la paradoja de un conjunto infinito que contiene otros conjuntos infinitos.

El escritor —hablo del escritor de ambiciones infinitas como Balzac— cumple operaciones en que lo infinito de su imaginación o lo infinito de la contingencia experimentable, o ambos, llevan consigo lo infinito de las posibilidades lingüísticas de la escritura. Alguien podría objetar que una sola vida, del nacimiento a la muerte, puede contener sólo una cantidad finita de información: ¿cómo pueden lo imaginario individual y la experiencia individual extenderse más allá de ese límite? Pues bien, creo que estas tentativas de huir del vértigo de lo innumerable son vanas. Giordano Bruno nos ha explicado cómo el spiritus phantasticus, del cual la fantasía del escritor extrae formas y figuras, es un pozo sin fondo; y en cuanto a la realidad exterior, la Comedia humana de Balzac parte del supuesto de que el mundo escrito puede constituirse en homólogo del mundo viviente, tanto el de hoy como el de ayer y el de mañana.

El Balzac fantástico trató de capturar el alma del mundo en una sola figura entre las infinitas figuras imaginables; pero para ello debía cargar la palabra escrita de tal intensidad que ésta terminaría por no remitir ya a un mundo exterior a ella, como los colores y las líneas del cuadro de Frenhofer. Balzac se asoma a este umbral, se detiene y cambia su programa. Ya no la escritura intensiva sino la extensiva. El Balzac realista tratará de cubrir de escritura la extensión infinita del espacio y del tiempo pululantes de multitudes, de vidas, de historias.

Pero ¿no podría ocurrir lo que en los cuadros de Escher, que Douglas R. Hofstadter cita para ilustrar la paradoja de Godel? En una galería de cuadros un hombre mira el paisaje de una ciudad, y este paisaje se abre para incluir también la galería que lo contiene y el hombre que lo está mirando. En la Comedia humana infinita Balzac deberá incluir también al escritor fantástico que él es o fue, con todas sus fantasías infinitas; y deberá incluir al escritor realista que él es o quiere ser, empeñado en capturar el infinito mundo real en su Comedia humana. (Pero tal vez el mundo interior del Balzac fantástico es el que incluye el mundo interior del Balzac realista, porque una de las infinitas fantasías del primero coincide con el infinito realista de la Comedia humana…)

De cualquier modo, todas las «realidades» y las «fantasías» pueden cobrar forma sólo a través de la escritura, en la cual exterioridad e interioridad, mundo y yo, experiencia y fantasía aparecen compuestas de la misma materia verbal; las visiones polimorfas de los ojos y del alma se encuentran contenidas en líneas uniformes de caracteres minúsculos o mayúsculos, de puntos, comas, paréntesis; páginas de signos alineados, apretados como granos de arena, representan el espectáculo abigarrado del mundo en una superficie siempre igual y siempre diferente, como las dunas que empuja el viento del desierto.

Traducción
de Aurora Bernárdez