I
No
es que Kublai Kan crea en todo lo que dice Marco Polo cuando le
describe las ciudades que ha visi tado en sus embajadas, pero
es cierto que el emperador de los tártaros sigue escuchando
al joven veneciano con más curiosidad y atención
que a ningún otro de sus mensajeros o exploradores. En
la vida de los emperadores hay un momento que sucede al orgullo
por la amplitud desmesurada de los territorios que hemos conquistado,
a la melancolía y al alivio de saber que pronto renunciaremos
a conocerlos y a comprenderlos; una sensación como de vacío
que nos acomete una noche junto con el olor de los elefantes después
de la lluvia y de la ceniza de sándalo que se enfría
en los braseros; un vértigo que hace temblar los ríos
y las montañas historiados en la leonada grupa de los planisferios,
enrolla uno sobre otro los despachos que anuncian el derrumbarse
de los últimos ejércitos enemigos de derrota en
derrota y resquebraja el lacre de los sellos de reyes a quienes
jamás hemos oído nombrar, que imploran la protección
de nuestras huestes triunfantes a cambio de tributos anuales en
metales preciosos, cueros curtidos y caparazones de tortuga; es
el momento desesperado en que se descubre que ese imperio que
nos había parecido la suma de todas las maravillas es una
destrucción sin fin ni forma, que su corrupción
está demasiado gangrenada para que nuestro cetro pueda
ponerle remedio, que el triunfo sobre los soberanos enemigos nos
ha hecho herederos de su larga ruina. Sólo en los informes
de Marco Polo, Kublai Kan conseguía discernir, a través
de las murallas y las torres destinadas a desmoronarse, la filigrana
de un diseño tan sutil que escapaba a la mordedura de las
termitas.
Las
ciudades y la memoria. 1
Partiendo de allá y andando tres jornadas hacia levante,
el hombre se encuentra en Diomira, ciudad con sesenta cúpulas
de plata, estatuas de bronce de todos los dioses, calles pavimentadas
de estaño, un teatro de cristal, un gallo de oro que canta
todas las mañanas en lo alto de una torre. Todas estas
bellezas el viajero ya las conoce por haberlas visto también
en otras ciudades. Pero es propio de ésta que quien llega
una noche de septiembre, cuando los días se acortan y las
lámparas multicolores se encienden todas a la vez sobre
las puertas de las freidurías, y desde una terraza una
voz de mujer grita: ¡uh!, siente envidia de los que ahora
creen haber vivido ya una noche igual a ésta y haber sido
aquella vez felices.
Las
ciudades y la memoria. 2
Al hombre que cabalga largamente por tierras agrestes le asalta
el deseo de una ciudad. Finalmente llega a Isidora, ciudad donde
los palacios tienen escaleras de caracol incrustadas de caracolas
marinas, donde se fabrican con todas las reglas del arte catalejos
y violines, donde cuando el forastero está indeciso entre
dos mujeres siempre encuentra una tercera, donde las peleas de
gallos degeneran en riñas sangrientas entre los que apuestan.
En todas estas cosas pensaba el hombre cuando deseaba una ciudad.
Isidora es, pues, la ciudad de sus sueños; con una diferencia.
La ciudad soñada lo contenía joven; a Isidora llega
a edad avanzada. En la plaza hay un murete desde donde los viejos
miran pasar a la juventud: el hombre está sentado en fila
con ellos. Los deseos ya son recuerdos.
Las
ciudades y el deseo. 1
De la ciudad de Dorotea se puede hablar de dos maneras: decir
que cuatro torres de aluminio se elevan en sus murallas flanqueando
siete puertas del puente levadizo de resorte que franquea el foso
cuyas aguas alimentan cuatro verdes canales que atraviesan la
ciudad y la dividen en nueve barrios, cada uno de trescientas
casas y setecientas chimeneas; y teniendo en cuenta que las muchachas
casaderas de cada barrio se casan con jóvenes de otros
barrios y sus familias intercambian las mercancías de las
que cada una tiene la exclusividad: bergamotas, huevas de esturión,
astrolabios, amatistas, hacer cálculos a base de estos
datos hasta saber todo lo que se quiera de la ciudad en el pasado
el presente el futuro; o bien decir como el camellero que allí
me condujo: «Llegué en la primera juventud, una mañana,
mucha gente iba rápida por las calles rumbo al mercado,
las mujeres tenían hermosos dientes y miraban directamente
a los ojos, tres soldados tocaban el clarín en una tarima,
todo al rededor giraban ruedas y ondulaban carteles de colores.
Hasta entonces yo sólo había conocido el desierto
y las rutas de las caravanas. Aquella mañana en Dorotea
sentí que no había bien que no pudiera esperar de
la vida. En los años siguientes mis ojos volvieron a contemplar
las extensiones del desierto y las rutas de las caravanas; pero
ahora sé que éste es sólo uno de los muchos
caminos que se me abrían aquella mañana en Dorotea».
Las
ciudades y la memoria. 3
Inútilmente, magnánimo Kublai, intentaré
describirte Zaira, la ciudad de los altos bastiones. Podría
decirte de cuántos peldaños son sus calles en escalera,
de qué tipo los arcos de sus soportales, qué chapas
de zinc cubren los tejados; pero ya sé que sería
como no decirte nada. La ciudad no está hecha de esto,
sino de relaciones entre las medidas de su espacio y los acontecimientos
de su pasado: la distancia del suelo de una farola y los pies
colgantes de un usurpador ahorcado; el hilo tendido desde la farola
hasta la barandilla de enfrente y las guirnaldas que empavesan
el recorrido del cortejo nupcial de la reina; la altura de aquella
barandilla y el salto del adúltero que se descuelga de
ella al alba; la inclinación de un canalón y el
gato que lo recorre majestuosamente para colarse por la misma
ventana; la línea de tiro de la cañonera que aparece
de pronto detrás del cabo y la bomba que destruye el canalón;
los rasgones de las redes de pesca y los tres viejos que sentados
en el muelle para remendarlas se cuentan por centésima
vez la historia de la cañonera del usurpador, de quien
se dice que era un hijo adulterino de la reina, abandonado en
pañales allí en el muelle.
En esta ola de recuerdos que refluye la ciudad se embebe como
una esponja y se dilata. Una descripción de Zaira tal como
es hoy debería contener todo el pasado de Zaira. Pero la
ciudad no cuenta su pasado, lo contiene como las líneas
de una mano, escrito en las esquinas de las calles, en las rejas
de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras, en las antenas
de los pararrayos, en las astas de las banderas, cada segmento
surcado a su vez por arañazos, muescas, incisiones, comas.
Las
ciudades y el deseo. 2
Al cabo de tres jornadas, andando hacia el sur, el hombre se encuentra
en Anastasia, ciudad bañada por canales concéntricos
y sobrevolada por cometas. Debería ahora enumerar las mercancías
que aquí se compran a buen precio: ágata ónix
crisopacio y otras variedades de calcedonia; alabar la carne del
faisán dorado que aquí se asa sobre la llama de
leña de cerezo seco y se espolvorea con mucho orégano;
hablar de las mujeres que he visto bañarse en el estanque
de un jardín y que a veces —así cuentan—
invitan al viajero a desvestirse con ellas y a perseguirlas en
el agua. Pero con estas noticias no te diré la verdadera
esencia de la ciudad: porque mientras la descripción de
Anastasia no hace sino despertar los deseos, uno tras otro, para
obligarte a ahogarlos, a quien se encuentra una mañana
en medio de Anastasia los deseos se le despiertan todos juntos
y lo rodean. La ciudad se te aparece como un todo en el que ningún
deseo se pierde y del que tú formas parte, y como ella
goza de todo lo que tú no gozas, no te queda sino habitar
ese deseo y contentarte. Tal poder, que a veces dicen maligno,
a veces benigno, tiene Anastasia, ciudad engañosa: si durante
ocho horas al día trabajas tallando ágatas ónices
crisopacios, tu afán que da forma al deseo toma del deseo
su forma, y crees que gozas de toda Anastasia cuando sólo
eres su esclavo.
Las
ciudades y los signos. 1
El hombre camina días enteros entre los árboles
y las piedras. Rara vez el ojo se detiene en una cosa, y es cuando
la ha reconocido como el signo de otra: una huella en la arena
indica el paso del tigre, un pantano anuncia una vena de agua,
la flor del hibisco el fin del invierno. Todo el resto es mudo
e intercambiable; árboles y piedras son solamente lo que
son.
Finalmente el viaje conduce a la ciudad de Tamara. Uno se adentra
en ella por calles llenas de enseñas que sobresalen de
las paredes. El ojo no ve cosas sino figuras de cosas que significan
otras cosas: las tenazas indican la casa del sacamuelas, el jarro
la taberna, las alabardas el cuerpo de guardia, la balanza el
herborista. Estatuas y escudos representan leones delfines torres
estrellas: signo de que algo —quién sabe qué—
tiene por signo un león o delfín o torre o estrella.
Otras señales indican lo que está prohibido en un
lugar —entrar en el callejón con las carretillas,
orinar detrás del quiosco, pescar con caña desde
el puente— y lo que es lícito —abrevar a las
cebras, jugar a las bochas, quemar los cadáveres de los
parientes—. Desde las puertas de los templos se ven las
estatuas de los dioses, representados cada uno con sus atributos:
la cornucopia, la clepsidra, la medusa, por los cuales el fiel
puede reconocerlos y dirigirles las plegarias justas. Si un edificio
no tiene ninguna enseña o figura, su forma misma y el lugar
que ocupa en el orden de la ciudad bastan para indicar su función:
el palacio real, la prisión, la casa de moneda, la escuela
pitagórica, el burdel. Incluso las mercancías que
los comerciantes exhiben en los mostradores valen no por sí
mismas sino como signo de otras cosas: la banda bordada para la
frente quiere decir elegancia, el palanquín dorado poder,
los volúmenes de Averroes sapiencia, la ajorca para el
tobillo voluptuosidad. La mirada recorre las calles como páginas
escritas: la ciudad dice todo lo que debes pensar, te hace repetir
su discurso, y mientras crees que visitas Tamara, no haces sino
retener los nombres con los cuales se define a sí misma
y a todas sus partes.
Cómo es verdaderamente la ciudad bajo esta apretada envoltura
de signos, qué contiene o esconde, el hombre sale de Tamara
sin haberlo sabido. Fuera se extiende la tierra vacía hasta
el horizonte, se abre el cielo donde corren las nubes. En la forma
que el azar y el viento dan a las nubes el hombre se empeña
en reconocer figuras: un velero, una mano, un elefante…
Las
ciudades y la memoria. 4
Más allá de seis ríos y tres cadenas de montañas
surge Zora, ciudad que quien la ha visto una vez no puede olvidarla
más. Pero no porque deje, como otras ciudades memorables,
una imagen fuera de lo común en el recuerdo. Zora tiene
la propiedad de permanecer en la memoria punto por punto, en la
sucesión de sus calles, y de las casas a lo largo de las
calles, y de las puertas y ventanas de las casas, aunque no haya
en ellas hermosuras o rarezas particulares. Su secreto es la forma
en que la vista se desliza por figuras que se suceden como en
una partitura musical donde no se puede cambiar o desplazar ni
una nota. El hombre que sabe de memoria cómo es Zora, en
la noche, cuando no puede dormir, imagina que camina por sus calles
y recuerda el orden en que se suceden el reloj de cobre, el toldo
a rayas del peluquero, la fuente de los nueve caños, la
torre de cristal del astrónomo, el puesto del vendedor
de sandías, la estatua del ermitaño y el león,
el baño turco, el café de la esquina, el atajo que
lleva al puerto. Esta ciudad que no se borra de la mente es como
un armazón o una retícula en cuyas casillas cada
uno puede disponer las cosas que quiere recordar: nombres de varones
ilustres, virtudes, números, clasificaciones vegetales
y minerales, fechas de batallas, constelaciones, partes de] discurso.
Entre cada noción y cada punto del itinerario podrá
establecer un nexo de afinidad o de contraste que sirva de llamada
instantánea a la memoria.
De modo que los hombres más sabios del mundo son aquellos
que conocen Zora de memoria.
Pero inútilmente emprendí viaje para visitar la
ciudad: obligada a permanecer inmóvil e igual a sí
misma para ser recordada mejor, Zora languideció, se deshizo
y desapareció. La Tierra la ha olvidado.
Las
ciudades y el deseo. 3
De dos maneras se llega a Despina: en barco o en camello. La ciudad
es diferente para el que viene por tierra y para el que viene
del mar.
El camellero que ve despuntar en el horizonte del altiplano los
pináculos de los rascacielos, las antenas radar, agitarse
las mangas de ventilación blancas y rojas, echar humo las
chimeneas, piensa en una embarcación, sabe que es una ciudad
pero la piensa como una nave que lo sacará del desierto,
un velero a punto de zarpar, con el viento que hincha ya sus velas
todavía sin desatar, o un vapor con su caldera vibrando
en la carena de hierro, y piensa en todos los puertos, en las
mercancías de ultramar que las grúas descargan en
los muelles, en las hosterías donde tripulaciones de distinta
bandera se rompen la cabeza a botellazos, en las ventanas iluminadas
de la planta baja, cada una con una mujer peinándose.
En la neblina de la costa el marinero distingue la forma de la
giba de un camello, de una silla de montar bordada de flecos brillantes
entre dos gibas manchadas que avanzan contoneándose, sabe
que es una ciudad pero la piensa como un camello de cuyas albardas
cuelgan odres y alforjas de frutas confitadas, vino de dátiles,
hojas de tabaco, y ya se ve a la cabeza de una larga caravana
que lo saca del desierto del mar, hacia el oasis de agua dulce
a la sombra dentada de las palmeras, hacia palacios de espesos
muros encalados, de patios embaldosados sobre los cuales danzan
descalzas las bailarinas y mueven los brazos, ya dentro, ya fuera
del velo.
Cada ciudad recibe su forma del desierto al que se opone; y así
ven el camellero y el marinero a Despina, ciudad fronteriza entre
dos desiertos.
Las
ciudades y los signos. 2
De la ciudad de Zirma los viajeros vuelven con recuerdos muy claros:
un negro ciego que grita en la multitud, un loco que se asoma
por la cornisa de un rascacielos, una muchacha que pasea con un
puma sujeto por una traílla. En realidad muchos de los
ciegos que golpean con el bastón en el empedrado de Zirma
son negros, en todos los rascacielos hay alguien que se vuelve
loco, todos los locos se pasan horas en las cornisas, no hay puma
que no sea criado por un capricho de muchacha. La ciudad es redundante:
se repite para que algo llegue a fijarse en la mente.
Yo también vuelvo de Zirma: mi recuerdo abarca dirigibles
que vuelan en todas direcciones a la altura de las ventanas, calles
de tiendas donde se dibujan tatuajes en la piel de los marineros,
trenes subterráneos atestados de mujeres obesas que se
sofocan. Los compañeros que venían conmigo en el
viaje juran en cambio que vieron un solo dirigible suspendido
entre los pináculos de la ciudad, un solo tatuador que
disponía sobre su mesa agujas y tintas y dibujos perforados,
una sola mujerona abanicándose en la plataforma de un vagón.
La memoria es redundante: repite los signos para que la ciudad
empiece a existir.
Las
ciudades sutiles. 1
Se supone que Isaura, ciudad de los mil pozos, surge sobre un
profundo lago subterráneo. Dondequiera que los habitantes,
excavando en la tierra largos agujeros verticales, han conseguido
sacar agua, hasta allí y no más lejos se ha extendido
la ciudad: su perímetro verdeante repite el de las orillas
oscuras del lago sepulto, un paisaje invisible condiciona el visible,
todo lo que se mueve al sol es impelido por la ola que bate encerrada
bajo el cielo calcáreo de la roca.
Por eso, dos clases de religiones se dan en Isaura. Los dioses
de la ciudad, según algunos, habitan en las profundidades,
en el lago negro que alimenta las venas subterráneas. Según
otros, los dioses habitan en los cubos que suben colgados de la
cuerda cuando asoman en el brocal de los pozos, en las roldanas
que giran, en los cabrestantes de las norias, en las palancas
de las bombas, en las aspas de los molinos de viento que suben
el agua de las perforaciones, en los andamiajes de metal que encauzan
el enroscarse de las sondas, en los tanques posados en zancos
sobre los tejados, en los arcos delgados de los acueductos, en
todas las columnas de agua, las tuberías verticales, los
flotadores, los rebosaderos, subiendo hasta las veletas que coronan
los aéreos andamiajes de Isaura, ciudad que se mueve hacia
lo alto.
Enviados
a inspeccionar las provincias remotas, los mensajeros y los recaudadores
de impuestos del Gran Kan regresaban puntualmente al palacio real
de Kemenfú y a los jardines de magnolias a cuya sombra
Kublai paseaba escuchando sus largas relaciones. Los embajadores
eran persas sirios coptos turcomanos; es el emperador el extranjero
para cada uno de sus súbditos y sólo a través
de ojos y oídos extranjeros el imperio podía manifestar
a Kublai su existencia. En lenguas incomprensibles para el Kan,
los mensajeros referían noticias escuchadas en lenguas
que les eran incomprensibles: de ese opaco espesor sonoro emergían
las cifras percibidas por el fisco imperial, los nombres y los
patronímicos de los funcionarios depuestos y decapitados,
las dimensiones de los canales de riego que los magros ríos
alimentaban en tiempos de sequía. Pero cuando el que hacía
el relato era el joven veneciano, una comunicación diferente
se establecía entre él y el emperador. Recién
llegado y completamente ayuno de las lenguas del Levante, Marco
Polo no podía expresarse sino con gestos: saltos, gritos
de maravilla y de horror, ladridos o cantos de animales, o con
objetos que extraía de su alforja: plumas de avestruz,
cerbatanas, cuarzos,y disponía delante de sí como
piezas de ajedrez. De vuelta de las misiones que Kublai le encomendaba,
el ingenioso extranjero improvisaba pantomimas que el soberano
debía interpretar: una ciudad era designada por el salto
de un pez que huía del pico del cormorán para caer
en una red, otra ciudad por un hombre desnudo que atravesaba el
fuego sin quemarse, una tercera por una calavera que apretaba
entre los dientes verdes de moho una perla cándida y redonda.
El Gran Kan descifraba los signos, pero el nexo entre éstos
y los lugares visitados seguía siendo incierto: no sabía
nunca si Marco quería representar una aventura que le había
sucedido durante el viaje, una hazaña del fundador de la
ciudad, la profecía de un astrólogo, un acertijo
o una charada para indicar un nombre. Pero por manifiesto u oscuro
que fuese, todo lo que Marco mostraba tenía el poder de
los emblemas, que una vez vistos no se pueden olvidar ni confundir.
En la mente del Kan el imperio se reflejaba en un desierto de
datos frágiles e intercambiables como granos de arena de
los cuales emergían para cada ciudad y cada provincia las
figuras evocadas por los logogrifos del veneciano.
Con el sucederse de las estaciones y de las misiones, Marco se
familiarizó con la lengua tártara y con muchos idiomas
de naciones y dialectos de tribus. Sus relatos eran ahora los
más precisos y minuciosos que el Gran Kan hubiera podido
desear y no había pregunta o curiosidad a la que no respondiesen,
y sin embargo toda noticia sobre un lugar evocaba en la mente
del emperador aquel primer gesto y objeto con el que Marco lo
había designado. El nuevo dato recibía un sentido
de aquel emblema y al mismo tiempo añadía al emblema
un sentido nuevo. Quizás el imperio, pensó Kublai,
es sólo un zodiaco de fantasmas de la mente.
—El día que conozca todos los emblemas —preguntó
a Marco—, ¿conseguiré al fin poseer mi imperio?
Y el veneciano:
—Sire, no lo creas: ese día serás tú
mismo emblema entre los emblemas.
II
—Los
otros embajadores me informan sobre carestías, concusiones,
conjuras, o bien me señalan minas de turquesas recién
descubiertas, precios ventajosos de las pieles de marta, propuestas
de suministros de sables damasquinos. ¿Y tú? —preguntó
el Gran Kan a Polo—. Vuelves de comarcas tan lejanas y todo
lo que sabes decirme son los pensamientos que se le ocurren al
que toma el fresco por la noche sentado en el umbral de su casa.
¿De qué te sirve, entonces, viajar tanto?
—Es de noche, estamos sentados en las escalinatas de tu
palacio, sopla un poco de viento —respondió Marco
Polo—. Cualquiera que sea la comarca que mis palabras evoquen
a tu alrededor, la verás desde un observatorio situado
como el tuyo, aunque en lugar del palacio real haya una aldea
lacustre y la brisa traiga el olor de un estuario fangoso.
—Mi mirada es la del que está absorto y medita, lo
admito. ¿Pero y la tuya? Atraviesas archipiélagos,
tundras, cadenas de montañas. Daría lo mismo que
no te movieses de aquí.
El veneciano sabía que cuando Kublai se las tomaba con
él era para seguir mejor el hilo de sus razonamientos,
y que sus respuestas y objeciones se situaban en un discurso que
ya se desenvolvía por cuenta propia en la cabeza del Gran
Kan. O sea que entre ellos era indiferente que se enunciaran en
voz alta problemas o soluciones, o que cada uno de los dos siguiera
rumiándolos en silencio. De hecho estaban mudos, con los
ojos entrecerrados, reclinados sobre cojines, meciéndose
en hamacas, fumando largas pipas de ámbar.
Marco Polo imaginaba que respondía (o Kublai imaginaba
su respuesta) que cuanto más se perdía en barrios
desconocidos de ciudades lejanas, más entendía las
otras ciudades que había atravesado para llegar hasta allí,
y recorría las etapas de sus viajes, y aprendía
a conocer el puerto del cual había zarpado, y los sitios
familiares de su juventud, y los alrededores de su casa, y una
plazuela de Venecia donde corría un niño.
Al llegar a este punto Kublai Kan lo interrumpía o imaginaba
que lo interrumpía con una pregunta como: «¿Avanzas
con la cabeza siempre vuelta hacia atrás?»; o bien:
«¿Lo que ves está siempre a tus espaldas?»;
o mejor: «¿Tu viaje transcurre sólo en el
pasado?».
Todo para que Marco Polo pudiese explicar o imaginar que explicaba
o que Kublai hubiese imaginado que explicaba o conseguir por último
explicarse a sí mismo que aquello que buscaba era siempre
algo que estaba delante de él, y aunque se tratase del
pasado era un pasado que avanzaba a medida que él avanzaba
en su viaje, porque el pasado del viajero cambia según
el itinerario cumplido, no digamos ya el pasado próximo
al que cada día que pasa añade un día, sino
el pasado más remoto. Al llegar a cada nueva ciudad el
viajero encuentra un pasado suyo que ya no sabía que tenía:
la extrañeza de lo que no eres o no posees más,
te espera al paso en los lugares extraños y no poseídos.
Marco entra en una ciudad: ve a alguien que vive en una plaza
una vida o un instante que podrían ser suyos; en el lugar
de aquel hombre ahora hubiera podido estar él si se hubiese
detenido en el tiempo mucho tiempo antes, o bien si mucho tiempo
antes, en una encrucijada, en vez de tomar por un camino hubiese
tomado por el opuesto y al cabo de una larga vuelta hubiera ido
a encontrarse en el lugar de aquel hombre en aquella plaza. En
adelante, de aquel pasado suyo verdadero o hipotético,
él queda excluido; no puede detenerse; debe continuar hasta
otra ciudad donde lo espera otro pasado suyo, o algo que quizás
había sido un posible futuro y ahora es el presente de
algún otro. Los futuros no realizados son sólo ramas
del pasado: ramas secas.
—¿Viajas para revivir tu pasado? —era en ese
momento la pregunta del Kan, que podía también formularse
así: ¿Viajas para encontrar tu futuro?
Y la respuesta de Marco:
—El otro lado es un espejo en negativo. El viajero reconoce
lo poco que es suyo al descubrir lo mucho que no ha tenido y no
tendrá.
Las
ciudades y la memoria. 5
En Maurilia se invita al viajero a visitar la ciudad y al mismo
tiempo a observar viejas tarjetas postales que la representan
como era antes: la misma plaza idéntica con una gallina
en el lugar de la estación de autobuses, el quiosco de
música en el lugar del puente, dos señoritas con
sombrilla blanca en el lugar de la fábrica de explosivos.
Para no decepcionar a los habitantes hace falta que el viajero
elogie la ciudad de las postales y la prefiera a la presente,
aunque cuidándose de contener dentro de límites
precisos su pesadumbre ante los cambios: reconociendo que la magnificencia
y prosperidad de Maurilia convertida en metrópoli, comparada
con la vieja Maurilia provinciana, no compensan cierta gracia
perdida, que sin embargo se puede disfrutar ahora sólo
en las viejas postales, mientras que antes, con la Maurilia provinciana
delante de los ojos, de gracioso no se veía realmente nada,
y mucho menos se vería hoy si Maurilia hubiese permanecido
igual, y que de todos modos la metrópoli tiene este atractivo
más: que a través de lo que ha llegado a ser se
puede evocar con nostalgia lo que fue.
Hay que guardarse de decirles que a veces ciudades diferentes
se suceden sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre, que nacen
y mueren sin haberse conocido, incomunicables entre sí.
En ocasiones hasta los nombres de los habitantes permanecen iguales,
y el acento de las voces, e incluso las facciones; pero los dioses
que habitan bajo esos nombres y en esos lugares se han marchado
sin decir nada y en su lugar han anidado dioses extranjeros. Es
inútil preguntarse si éstos son mejores o peores
que los antiguos, dado que no existe entre ellos ninguna relación,
así como las viejas postales no representan a Maurilia
como era, sino a otra ciudad que por casualidad se llamaba Maurilia
como ésta.
Las
ciudades y el deseo. 4
En el centro de Fedora, metrópoli de piedra gris, hay un
palacio de metal con una esfera de vidrio en cada aposento. Mirando
el interior de cada esfera se ve una ciudad azul que es el modelo
de otra Fedora. Son las formas que la ciudad hubiera podido adoptar
si, por una u otra razón, no hubiese llegado a ser como
hoy la vemos. Hubo en todas las épocas alguien que, mirando
a Fedora tal como era, imaginó el modo de convertirla en
la ciudad ideal, pero mientras construía su modelo en miniatura
Fedora ya no era la misma de antes y lo que hasta ayer había
sido su posible futuro ahora sólo era un juguete en una
esfera de vidrio.
Fedora tiene hoy en el palacio de las esferas su museo: cada uno
de sus habitantes lo visita, escoge la ciudad que corresponde
a sus deseos, la contempla imaginando que se refleja en el estanque
de las medusas que debía recoger las aguas del canal (si
no lo hubiesen secado), que recorre subido a lo alto del baldaquín
la avenida reservada a los elefantes (ahora proscritos de la ciudad),
que se desliza a lo largo de la espiral del minarete en caracol
(que no volvió a encontrar la base desde donde se levantaría).
En el mapa de tu imperio, oh Gran Kan, deben encontrar su sitio
tanto la gran Fedora de piedra como las pequeñas Fedoras
de las esferas de vidrio. No porque todas sean igualmente reales,
sino porque todas son sólo supuestas. La una encierra todo
lo que se acepta como necesario cuando todavía no lo es;
las otras lo que se imagina como posible y un minuto después
deja de serlo.
Las
ciudades y los signos. 3
El hombre que viaja y no conoce todavía la ciudad que le
espera al cabo del camino, se pregunta cómo será
el palacio real, el cuartel, el molino, el teatro, el bazar. En
cada ciudad del imperio cada edificio es diferente y está
dispuesto en un orden distinto: pero apenas el forastero llega
a la ciudad es conocida y pone la vista en aquel conglomerado
de pagodas y buhardillas y henares, siguiendo el entrelazarse
de anales huertos vertederos, distingue de inmediato cuáles
son los palacios de los príncipes, cuáles los templos
de los grandes sacerdotes, la posada, la cárcel, los bajos
fondos. Así —dice alguien— se confirma la hipótesis
de que cada hombre lleva en su mente una ciudad hecha sólo
de diferencias, una ciudad sin figuras y sin forma, y las ciudades
particulares la rellenan.
En Zoe no es así. En cada lugar de esta ciudad se podría
sucesivamente dormir, fabricar herramientas, cocinar, acumular
monedas de oro, desvestirse, reinar, vender, consultar los oráculos.
Cualquier tejado piramidal podría cubrir tanto el lazareto
de los leprosos como las termas de las odaliscas. El viajero da
vueltas y vueltas y sólo tiene dudas: como no consigue
distinguir los puntos de la ciudad, se le mezclan incluso los
puntos que en su mente son distintos. De esto deduce lo siguiente:
si la existencia en todos sus momentos es enteramente ella misma,
la ciudad de Zoe es el lugar de la existencia indivisible. ¿Pero
entonces, por qué la ciudad? ¿Qué línea
separa el dentro del fuera, el estruendo de las ruedas del aullido
de los lobos?
Las
ciudades sutiles. 2
Ahora diré de la ciudad de Zenobia que tiene esto de admirable:
aunque situada en terreno seco, se levanta sobre altísimos
pilotes, y las casas son de bambú y de zinc, con muchas
galerías y balcones, situadas a distintas alturas, sobre
zancos que se superponen unos a otros, unidas por escaleras de
mano y aceras colgantes, coronadas por miradores cubiertos de
tejados cónicos, depósitos de agua, veletas, de
los que sobresalen roldanas, sedales y grúas.
No se recuerda qué necesidad u orden o deseo impulsó
a los fundadores de Zenobia a dar esta forma a su ciudad, y por
eso no se sabe si quedaron satisfechos con la ciudad tal como
hoy la vemos, crecida quizá por superposiciones sucesivas
del primero y ya indescifrable diseño. Pero lo cierto es
que si a quien vive en Zenobia se le pide que describa cómo
sería para él una vida feliz, la que imagina es
siempre una ciudad como Zenobia, con sus pilotes y sus escalas
colgantes, una Zenobia tal vez totalmente distinta, con estandartes
y cintas flameantes, pero obtenida siempre combinando elementos
de aquel primer modelo.
Dicho esto, es inútil decidir si ha de clasificarse a Zenobia
entre las ciudades felices o entre las infelices. No tiene sentido
dividir las ciudades en estas dos clases, sino en otras dos: las
que a través de los años y las mutaciones siguen
dando su forma a los deseos y aquellas en las que los deseos,
o logran borrar la ciudad, o son borrados por ella.
Las
ciudades y los intercambios. 1
A ochenta millas de proa al viento maestral, el hombre llega a
la ciudad de Eufemia, donde los mercaderes de siete naciones se
reúnen en cada solsticio y cada equinoccio. La barca que
fondea con una carga de jengibre y algodón en rama volverá
a zarpar con la estiba llena de pistacho y semillas de amapola
y la caravana, que acaba de descargar costales de nuez moscada
y uvas pasas, rellena sus albardas para la vuelta con rollos de
muselina dorada. Pero lo que impulsa a remontar ríos y
atravesar desiertos para venir hasta aquí no es sólo
el intercambio de mercancías que encuentras iguales en
todos los bazares, dentro y fuera del imperio del Gran Kan, desparramadas
a tus pies en las mismas esteras amarillas, a la sombra de las
mismas cortinas espantamoscas, ofrecidas con las mismas engañosas
rebajas de precio. No sólo a vender y a comprar se viene
a Eufemia, sino también porque de noche, junto a las hogueras
que rodean el mercado, sentados sobre costales o barriles, o tendidos
sobre pilas de alfombras, a cada palabra que dice uno —como
«lobo», «hermana», «tesoro escondido»,
«batalla», «sarna», «amantes»—,
los otros cuentan cada uno su historia de lobos, hermanas, tesoros,
sarna, amantes, batalla. Y tú sabes que en el largo viaje
que te espera, cuando para permanecer despierto en el balanceo
del camello o del junco se empiezan a evocar de uno en uno los
propios recuerdos, tu lobo se habrá convertido en otro
lobo, tu hermana en una hermana diferente, tu batalla en otra
batalla, al regresar de Eufemia, la ciudad donde en cada solsticio
y cada equinoccio intercambiamos nuestros recuerdos.
…
Recién llegado y completamente ayuno de las lenguas del
Levante, Marco Polo no podía expresarse sino extrayendo
objetos de sus maletas: tambores, pescado salado, collares de
colmillos de jabalí, y señalándolos con gestos,
saltos, gritos de maravilla o de horror, o imitando el aullido
del chacal y el grito del búho.
No siempre las conexiones entre un elemento y otro del relato
eran evidentes para el emperador; los objetos podían querer
decir cosas diferentes: un carcaj lleno de flechas indicaba ya
la proximidad de una guerra, ya la abundancia de caza, ya una
armería; una clepsidra podía significar el tiempo
que pasa o que ha pasado, o bien la arena, o un taller donde se
fabrican clepsidras.
Pero lo que hacía precioso para Kublai cada hecho o noticia
referidos por su inarticulado informador era el espacio que quedaba
en torno, un vacío no colmado de palabras. Las descripciones
de ciudades visitadas por Marco Polo tenían esta virtud:
que se podía dar vueltas con el pensamiento entre ellas,
perderse, detenerse a tomar el fresco, o escapar corriendo.
Con el paso del tiempo, en los relatos de Marco las palabras fueron
sustituyendo a los objetos y los gestos: primero exclamaciones,
nombres aislados, verbos a secas, después giros de frase,
explicaciones ramificadas y frondosas, metáforas y tropos.
El extranjero había aprendido a hablar la lengua del emperador,
o el emperador a entender la lengua del extranjero.
Pero se hubiera dicho que la comunicación entre ellos era
menos feliz que antes; es cierto que las palabras servían
mejor que los objetos y los gestos para catalogar las cosas más
importantes de cada provincia y cada ciudad: monumentos, mercados,
trajes, fauna y flora; sin embargo, cuando Polo empezaba a contar
cómo sería la vida en aquellos lugares, día
tras día, noche tras noche, le faltaban las palabras, y
poco a poco volvía a recurrir a gestos, a muecas, a miradas.
Así, para cada ciudad, tras las noticias fundamentales
enunciadas con vocablos precisos, seguía con un comentario
mudo, alzando las manos de palma, de dorso o de canto, en movimientos
rectos u oblicuos, espasmódicos o lentos. Una nueva suerte
de diálogo se entabló entre ambos: las blancas manos
del Gran Kan, cargadas de anillos, respondían con movimientos
recatados a las ágiles y nudosas del mercader. Al crecer
el entendimiento entre ambos, las manos empezaron a asumir actitudes
estables, que correspondían cada una a un movimiento del
ánimo, en su alternancia y repetición. Y mientras
el vocabulario de las cosas se renovaba con los muestrarios de
las mercancías, el repertorio de los comentarios mudos
tendía a cerrarse y a fijarse. Hasta el placer de recurrir
a ellos disminuía en ambos; en sus conversaciones permanecían
la mayor parte del tiempo callados e inmóviles.
III
Kublai
Kan había advertido que las ciudades de Marco Polo se parecían,
como si el paso de una a otra no implicara un viaje sino un cambio
de elementos. Ahora, de cada ciudad que Marco le describía,
la mente del Gran Kan partía por cuenta propia, y desmontada
la ciudad parte por parte, la reconstruía de otro modo,
sustituyendo ingredientes, desplazándolos, invirtiéndolos.
Entretanto Marco seguía contando su viaje, pero el emperador
ya no lo escuchaba, lo interrumpía:
—De ahora en adelante seré yo quien describa las
ciudades y tú verificarás si existen y si son como
yo las he pensado. Empezaré a preguntarte por una ciudad
en gradas, expuesta al siroco, en un golfo en medialuna. Ahora
diré alguna de las maravillas que contiene: una piscina
de cristal alta como una catedral para ver cómo nadan y
vuelan los peces golondrina y extraer auspicios; una palmera cuyas
hojas al viento tocan el arpa; una plaza rodeada por una mesa
de mármol en forma de herradura, con el mantel también
de mármol, aderezada con manjares y bebidas enteramente
de mármol.
—Sire, estabas distraído. Justamente, de esa ciudad
te hablaba cuando me interrumpiste.
—¿La conoces? ¿Dónde está? ¿Cuál
es su nombre?
—No tiene nombre ni lugar. Te repito la razón por
la cual la describía: del número de ciudades imaginables
hay que excluir aquellas en las cuales se suman elementos sin
un hilo que los conecte, sin una norma interna, una perspectiva,
una explicación. Ocurre con las ciudades lo que en los
sueños: todo lo imaginable puede ser soñado, pero
hasta el sueño más inesperado es un acertijo que
esconde un deseo, o bien su inversa, un temor. Las ciudades, como
los sueños, están construidas de deseos y de temores,
aunque el hilo de su discurrir sea secreto, sus normas absurdas,
sus perspectivas engañosas, y cada cosa esconda otra.
—No tengo ni deseos ni temores —declaró el
Kan—, y mis sueños los compone o la mente o el azar.
—También las ciudades creen que son obra de la mente
o del azar pero ni la una ni el otro bastan para mantener en pie
sus muros. De una ciudad no disfrutas las siete o las setenta
y siete maravillas, sino la respuesta que da a una pregunta tuya.
—O la pregunta que te hace obligándote a responder,
como Tebas por boca de la esfinge.
Traducción
de Aurora Bernárdez