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Debemos
permitir que el invento sea perfeccionado
Hay
que tenerle cierta consideración a la democracia: Federico
Reyes Heroles
Edgar
Onofre |
En
las páginas siguientes, el periodista, escritor y comentarista
político, Federico Reyes Heroles –quien fundó
Transparencia Mexicana, el capítulo nacional de una organización
internacional que realiza múltiples acciones contra la corrupción–,
discurre entre muchas de las facetas de la vida democrática,
sin perder por un solo momento una postura que ha ratificado en
cualquier cantidad de foros: que la democracia no es un ejercicio
electoral, sino una forma de vida y de organización social.
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Desde
su nacimiento en la Grecia antigua, la democracia se ha enfrentado
con duras críticas; sin embargo, no sólo ha perdurado
hasta nuestros días, sino que incluso se le reconoce como el
parangón para la vida social armoniosa y justa, tanto entre
los individuos como entre las naciones. Ya desde sus albores, el filósofo
griego Aristóteles la recibió con un comentario no exento
de crítica: “La democracia ha surgido de la idea de que
si los hombres son iguales en cualquier respecto, lo son en todos”. |
Capullos,
2000. |
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A
lo largo de su historia, la escolta de la democracia ha sido su crítica.
En todas las épocas, escritores, pensadores y demás
hombres de ideas han manifestado su escepticismo, por usar un término
amable, respecto tanto de su naturaleza como de sus aplicaciones.
El escritor norteamericano Charles Bukowski aseguraba, a finales del
siglo XX, que “la diferencia entre una democracia y una dictadura
consiste en que en la democracia puedes votar antes de obedecer las
órdenes”, mientras que el irlandés George Bernard
Shaw –con quien Bukowski rara vez tuvo coincidencias e incluso
lo incluyó en su lista de autores que no deben ser leídos–
señalaba a principios del mismo siglo que “la democracia
es el proceso que garantiza que no seamos gobernados mejor de lo que
nos merecemos”.
La crítica a la democracia también sirvió para
hacer coincidir a franceses e ingleses, dos pueblos históricamente
antagonistas, aunque con dos siglos de diferencia: por un lado, el
filósofo Voltaire afirmaba en el siglo XIX que “la democracia
sólo parece adecuada para un país muy pequeño”;
por otro, en el siglo XVII, su colega británico Thomas Hobbes
aseveraba que “una democracia no es en realidad más que
una aristocracia de oradores, interrumpida a veces por la monarquía
temporal de un orador”.
El norteamericano Ambrose Bierce criticó, en su momento, la
aplicación de la democracia, cuando explicó que “el
elector goza del sagrado privilegio de votar por un candidato que
eligieron otros”; en tanto, el pensador francés Pierre
Joseph Proudhon decía que “la democracia no es más
que un poder arbitrario constitucional que ha sustituido a otro poder
arbitrario constitucional”. Incluso, el escritor inglés
Gilbert Keith Chesterton –de quien el escritor mexicano Alfonso
Reyes dijo que se trataba de un conservador más bien provocador–
manifestó que “democracia significa gobierno por los
que no tienen educación, y aristocracia significa gobierno
por los mal educados”; por su parte, uno de sus lectores y traductores
más famosos, Jorge Luis Borges, puntualizó que “democracia
es una superstición muy difundida, un abuso de la Estadística”.
Asimismo, como podía esperarse, el revolucionario y
escritor ruso Mijail Aleksandrovich Bakunin tuvo un trato
poco amable con la democracia y declaró que “hasta en
las democracias más puras, como los Estados Unidos y Suiza,
una minoría privilegiada detenta el poder contra la mayoría
esclavizada”, y el filósofo español José
Ortega y Gasset advirtió: “Cuidado de la democracia.
Como norma política parece cosa buena. Pero la democracia del
pensamiento y del gesto, la democracia del corazón y la costumbre
es el más peligroso morbo que puede padecer una sociedad”. |
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Hay muchas definiciones de democracia que han venido a agregar algo
al concepto. Esto no quiere decir que las otras dejen de tener sentido.
La idea de que la democracia es una forma de vida es, quizá,
la que más indica el ámbito aspiracional, la deontología,
el deber ser, el rumbo hacia donde deberíamos caminar, y
me parece que ésa es de las más afortunadas, porque
se trata de tener democracia no sólo en las urnas, sino en
las fuentes de empleo, en los medios, en la familia… |
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En
la siguiente entrevista, el escritor mexicano Federico Reyes Heroles,
autor de numerosos títulos dedicados al análisis político
y, sin duda, uno de los principales promotores y críticos
al mismo tiempo de la democracia en nuestro país, aborda
algunas de las críticas hechas a la democracia tanto desde
la perspectiva global como de la estrictamente mexicana.
Además
de la definición que parte de las raíces etimológicas
griegas demos y kratos, ¿cuál de las otras 200 definiciones
de democracia que existen le parece precisa?
Hay muchas definiciones que han venido a agregar algo al concepto
y esto no quiere decir que las otras dejen de tener algún
sentido. Las raíces etimológicas son bastante limitadas
como fuente de conocimiento. Yo diría que la idea de que
la democracia es una forma de vida es quizá la que más
indica el ámbito aspiracional, la deontología, el
deber ser, el rumbo hacia donde deberíamos caminar, y me
parece que ésa es de las más afortunadas, porque se
trata de tener democracia no sólo en las urnas, sino en las
fuentes de empleo, en los medios, en la familia, en todas partes.
La democracia es una forma de vida en la cual las decisiones son
mediadas, estudiadas, analizadas por todos y no por un grupo reducido.
Evidentemente,
el concepto de democracia está más relacionado con
procesos electorales y la política en general. Si su definición
supone el mandato del pueblo, de las mayorías, ¿los
gobernantes realmente le han pedido su opinión al pueblo?
En muchas ocasiones sí. Todo este ejercicio plebiscitario
de la Unión Europea –en Francia y Holanda el más
reciente– es un ejercicio de consulta. Pero si vamos hacia
atrás en la historia o hacia Estados Unidos, encontramos
que en cada elección también hay consultas adicionales
al aspecto central que se está decidiendo. Permanentemente
se hace este tipo de consultas.
¿Y
qué tanto peso ha tenido la opinión del pueblo en
las decisiones de los gobernantes?
Yo creo que la pregunta es ¿cuáles son los límites,
las ventajas y desventajas de los ejercicios plebiscitarios? ¿Por
qué? Porque las decisiones plebiscitarias y lo que ocurrió
en Europa recientemente son una muestra de ello; están muy
impactadas por impresiones o percepciones de corto plazo. Si Carlos
Salinas hubiese deseado la reelección en su quinto año
de gobierno y hubiera preguntado a la gente “¿están
de acuerdo en que me quede seis años más?”,
la mayoría de los mexicanos hubiera dicho que sí.
Por eso también hay que ponerle límites a los ejercicios
plebiscitarios y esos límites los conforma la doctrina que
frena nuestras actitudes y el estado de ánimo. No todo se
trata simplemente de preguntar sí o no, porque, por ejemplo,
después de una serie de actos violentos, una sociedad se
puede inclinar hacia la pena de muerte, pero ¿ya nos pusimos
a pensar de verdad en las consecuencias de ésta?, ¿ya
reflexionamos sobre el hecho de que la pena de muerte no permite
vuelta atrás?, ¿ya recordamos los casos en que la
pena de muerte ha estado basada en una decisión errónea
del juzgador? Ésos son los efectos de largo plazo.
Claro, las sociedades por momentos se irritan, se desesperan y pueden
tomar ese tipo de decisiones. Pero las democracias plebiscitarias
tienen límites y deben tenerlos muy concretos. Los alemanes,
habitantes de uno de los países más educados de la
Europa de la primera mitad del siglo XX, fueron a un plebiscito
para discutir su propia Constitución y esto facilitó
el fascismo. Entonces, hay que ser sumamente cuidadosos con los
procesos plebiscitarios.
Ambas
preguntas vienen a colación porque hay escritores que han
sido muy duros con la democracia –Bukowski
y Ambrose Bierce, entre ellos–, y otros como Baudrillard y
Houellebecq aseguran que vivimos en una cultura de apariencia. ¿La
democracia no es también una apariencia, un acto de simulación?
La pregunta parte de cierto escepticismo frente a la democracia,
que es válido. La pregunta sería, entonces, ¿qué
hacemos? Sí, la democracia puede estar sujeta a ese tipo
de influencias. Tenemos, por ejemplo, la crítica a la imagen:
la democracia se ha convertido en un circo de imágenes y
el que logre generar mejor imagen, el que le meta más dinero
a la televisión, será quien mejor pase por las elecciones.
Sin embargo, creo que hay que ver las cosas con perspectiva. Es
cierto, la imagen ha frivolizado la política, el concepto
ha sido arrinconado, pero también es cierto que hay muchas
más personas que hoy participan en la política, que
están informadas sobre ella, gracias a los medios de comunicación.
Es decir, si nos quedamos con la democracia pura del siglo XIX,
donde votaban nada más quienes leían periódicos,
en México sólo votaría el cinco por ciento
de la población. Pero ahora resulta que tenemos debates televisivos
que son vistos por 40 millones de seres humanos, y por poco que
digan los debates, dicen mucho más a las personas que los
instrumentos del siglo XIX.
Ahora, es innegable que la democracia ha ido avanzando. Entiendo
la actitud escéptica, pero hace un siglo había alrededor
de 60 estados-nación, de los cuales se calculaba que 12 eran
democráticos (entre ellos los que ya podemos imaginar: Estados
Unidos, Francia, Inglaterra, etcétera). Si pasáramos
la lista de verificación democrática que aplicamos
hoy a esos 12 países que se ufanaban al principio del siglo
XX de ser democráticos, ninguno pasaba el examen, porque
en esos países no votaban los jóvenes ni las mujeres.
En el caso de Inglaterra no votaban los no propietarios; en Estados
Unidos no votaban los afroamericanos ni otras minorías. Entonces,
por supuesto, ha habido un avance en la democracia.
Sin caer en la tentación de las olas, el registro final del
siglo XX era bastante alentador, en el sentido de que había
un poco más del 60 por ciento de la población del
mundo viviendo bajo regímenes democráticos, lo que
implica la existencia de partidos políticos, competencia
electoral y otros requisitos. En contraste, sólo 30 por ciento
de la población vivía en un país donde se podía
considerar que la libertad de prensa era total. Entonces, es evidente
que tenemos que ir amalgamando los pasos de la democracia.
Estas
preguntas parten del hecho de que poner en tela de juicio la democracia
no implica, necesariamente, recibir aplausos. ¿La democracia
se ha convertido en una especie de santón, en una religión,
y sus críticos en herejes?
Es importante tener críticos de la democracia. He sido uno
de ellos. No hay que caer en el banal ensueño de que expresar
una inclinación en una urna es suficiente para que la democracia
se consolide en México. Creo que hay que llevarla a otros
territorios. ¿Cómo es posible que en México
participe tan poca población en organizaciones ciudadanas?
Me parece atroz que el 85 por ciento de la población en México
nunca ha participado en un trabajo comunitario. |
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Capullos,
2000. |
Entonces,
¿de qué nos sirve tener una democracia electoral, en
apariencia funcional, si en el fondo tenemos esas debilidades estructurales
que son brutales? |
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Una
sociedad que sólo participa cada tres años y después
se desentiende de lo que ocurre todos los días en su medio,
es una sociedad bastante irresponsable, por más que haya llenado
las urnas el día de la elección. La democracia supone
varias cuestiones. Por ejemplo, ¿cómo pensar que una
democracia se ha consolidado cuando un alto porcentaje de la población
considera que sólo se debe obedecer las normas con las cuales
está de acuerdo? Ésta es una democracia muy frágil.
Creo que tenemos que seguir avanzando, sobre todo en la parte educativa,
axiológica, lo cual es incómodo porque es muy fácil
criticar la Ley Federal Electoral y el COFIPE (Código Federal
de Procedimientos Electorales), pero es más difícil
cuando en el centro tiene que estar el ciudadano, cuando se parte
de que la responsabilidad de que las cosas no funcionen bien radica
en el propio ciudadano y no nada más en las autoridades. |
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Sin
título, 2000. |
La
crítica viene a colación porque los diputados, por ejemplo,
traen siempre en la boca la democracia, el Estado de derecho y toda
esta cosa buena que debe tener una sociedad; sin embargo, al momento
de, por ejemplo, votar por el desafuero de López Obrador, ninguno
fue a su distrito a preguntar a los ciudadanos su opinión.
¿No es esto una especie de engañifa para ocultar que
únicamente están metidos en la disputa frenética
del poder?
Estoy absolutamente de acuerdo. Nuestros legisladores son, en buena
medida, una facha de legisladores, que por el simple hecho de no poder
pensar seriamente en una carrera legislativa, por saberse de paso
en la Cámara, se convierten en aventureros del trabajo legislativo.
Por eso es tan importante que pase la reforma que permitiría
la reelección de diputados, senadores y presidentes municipales,
porque en ese momento tendríamos legisladores con mucho más
compromiso o compromisos más claros con la ciudadanía.
Estoy de acuerdo, las críticas que se le puede hacer al Legislativo
mexicano son infinitas. Hay problemas estructurales. Hay mucho arribismo.
Perdón, pero cuando ve uno las gráficas de reconocimiento
institucional, la policía y los diputados se disputan los últimos
lugares; a veces, los diputados están hasta abajo y la policía
hasta arriba o viceversa, lo cual nos da una idea de que está
muy mal esta carrera nariz con nariz entre la policía y los
diputados, que gozan de gran descrédito.
Hay quienes aseguran que la democracia es el mejor de los
sistemas. ¿Por qué es mala la monarquía o cualquier
otro sistema que no sea democrático, qué es lo que no
ofrecen a sus pueblos?
Precisamente, he publicado libros donde digo que me parece que el
fenómeno de las monarquías debe ser revisado con mucho
cuidado, porque no sólo se trata de hablar de viejas monarquías
que gozan de cabal salud. Estoy pensando en la monarquía sueca,
de la que hablamos muy poco porque funciona; estoy pensando en la
monarquía de Marruecos, donde Mohammed VI llega a inyectar
a esa nación una vitalidad fantástica que, de alguna
manera, está conduciendo a ese país islámico
hacia una modernidad que no conocen sus vecinos. Son monarquías
viejas, pero también son nuevas. |
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El
caso español es el más significativo: si uno se pone
a analizar el surgimiento de la monarquía española,
se encuentra con un rompimiento en el linaje, derivado de un acuerdo
político establecido por Franco que los españoles respetaron.
Pero también en Brasil ha habido movimientos monárquicos
que quieren restaurar la vieja monarquía, y por ahí
andan esos monarcas destronados con la idea de darle mayor estabilidad
al régimen brasileño. La monarquía tiene sus
encantos. |
Entiendo
la actitud escéptica, pero es innegable que la democracia
ha ido avanzando. El registro final del siglo XX era bastante alentador,
en el sentido de que había más del 60 por ciento de
la población del mundo viviendo bajo regímenes democráticos,
lo que implica la existencia de partidos políticos, competencia
electoral y otros requisitos. En contraste, sólo 30 por ciento
de la población vivía en un país donde se podía
considerar que la libertad de prensa era total. Entonces, es evidente
que tenemos que ir amalgamando los pasos de la democracia. |
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Ahora
bien, no deja de ser un anacronismo pensar que una familia, que un
linaje sanguíneo, es el eje de un Estado. Con todo y que las
monarquías constitucionales hoy son muy diferentes a las de
hace tres décadas, que estamos lejos del absolutismo –muy
lejos– y que los monarcas hoy tienen muchas limitaciones, no
deja de ser un anacronismo que estemos observando si la princesa Letizia
tuvo o no bebé, o quién va a ser el sucesor de la corona
británica. Sin embargo, no deja de ser interesante ver el caso
del príncipe de Asturias, el heredero de la Corona española,
que es un individuo que ha recibido una formación académica
y política notable. Tengo el gusto de conocerlo, lo he tratado
en muchas ocasiones, y es un individuo muy astuto, muy inteligente,
con una visión del mundo que ha sido fomentada por la Corona
para que sea un digno sucesor de Juan Carlos I.
¿Funciona
o no funciona formar a alguien para que gobierne un país?
Hay veces que uno cuestiona el hecho de que también las democracias
llevan al poder a personas que no parecieran las más idóneas
por su equilibrio personal, por su vocación de servicio, por
la ignorancia supina que a veces vemos desfilar por las oficinas públicas.
La monarquía tiene eso: es un acto de selección de los
mejores cuadros y esto a la larga también le da estabilidad
a un país. |
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¿No
resulta un poco antidemocrático que los países que
se presumen democráticos –Estados Unidos, por ejemplo–
quieran imponer la democracia a fuerza de guerra a los países
que no lo son? ¿No deberían pedirles su opinión?
Ahí hay una discusión interesantísima: ¿deben
los derechos humanos ser o no nuevos caballeros del intervencionismo?
¿Hasta dónde estamos obligados, a partir de que
asumimos el código mínimo de los derechos humanos,
a intervenir en naciones que cruzan por periodos críticos?
Porque la otra posición es muy fácil: que cada Estado-nación
se gobierne a sí mismo. Suena muy bien, pero ¿y
Ruanda? Cuando el mundo se enteró del horror que estaba
ocurriendo en Ruanda, lo que hicimos fue voltear la cara, dejar
que eso siguiera adelante y la masacre en ese país fue
verdaderamente una vergüenza de la humanidad. ¿Y Camboya?
Estoy pensando en este dictador sin parangón que acabó
con el 10 por ciento de la población de su país
en un año. ¿Qué es esto? ¿Hasta dónde
tenemos que mediar en este tipo de cuestiones?
Los códigos democráticos que están establecidos
por la Unión Europea, y que seguramente seguirán
apareciendo en los nuevos convenios internacionales, son sin duda
un acto civilizatorio. Es decir, por más que nos moleste
la visita del Alto Comisionado de Naciones Unidas para Derechos
Humanos, ésta obliga a que las autoridades estén
pendientes de que la evaluación no vaya a ser negativa.
Entonces, sí es un juego ambivalente: uno no puede darle
una licencia abierta a las autoridades norteamericanas para que
se conviertan en los grandes policías del mundo, pero también
tenemos que admitir que en un mundo global el avance de los derechos
universales se apoya, precisamente, en la existencia de esos otros
que están interesados en que evolucione una nación.
El caso cubano, por ejemplo, ¿qué vamos a hacer
con él?, ¿y la violación de los derechos
humanos a periodistas, por ejemplo, que son verdaderas atrocidades
en el siglo XXI? Creo que hay que ir mediando entre las dos tensiones.
¿Cómo
fue que la humanidad llegó a convencerse a sí misma
y quién la convenció de que la democracia es la
solución a sus problemas?
La democracia es un invento muy antiguo, conceptualmente hablando,
como un ideal; sin embargo, la democracia como aplicación
es muy reciente. Decíamos antes que, a principios del siglo
XX, sólo 12 países podían ser considerados
democráticos.
Si ponemos la democracia en un reloj anual, en el que el primer
día es el 1 de enero, veremos que la democracia –que
se reportó en 1999– llegó el 31 de diciembre
a las 11 y fracción de la noche para el 60 por ciento de
la población en el mundo. Todo lo que hemos visto acerca
de discusión democrática ha ocurrido en la última
hora del año virtual del que estamos hablando. Entonces,
también hay que tenerle cierta consideración a la
democracia. Hay que permitir que el invento sea perfeccionado,
que vaya calando, enraizando… porque si no, podríamos
caer en un doloroso acto de autoflagelación, sin dar oportunidad
a que la fórmula madure.
Se
ha dicho que la democracia oscila entre ser una utopía
imposible y una utopía imposibilitada... Lo pongo así:
si nos dijeran que por un error vamos a ser procesados penalmente,
¿en dónde nos gustaría que nos procesaran?,
¿en un país africano o en Suecia?
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