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I.
Por
arriba, por abajo, en los márgenes de la obra escrita de Sergio
Pitol (Puebla, 1933) circula una iconografía que va de los retratos
del joven intenso que desafía a la cámara mientras padece
fríos cuando menos austriacos, hasta los del autor maduro vestido
de manera levemente excéntrica, dueño de la ligereza de
los que están de regreso. La célebre foto de Alberto Tovalín
en la que Pitol está sentado en el rincón de un patio, con
el bastón en una mano y una gallina de barro casi abrazada por
la otra –foto que sirve de portada a Los mejores cuentos, la antología
personal publicada recientemente por Anagrama– podría ser
un emblema.
La orientación francamente contrapicada del retrato quiebra los
ejes: todo va en descenso y está cargado. El pantalón de
pana, el saco de tweed, los zapatos de cordones y la corbata sólida
producen una visión de conjunto distinguida, pero no elegante (un
valor de pedantes): hay un desdén casi aristocrático, una
comodidad consigo mismo, en el hecho de que la camisa sea a cuadros y
esté desfajada, en que las pestañas de las bolsas del blazer
estén hechas bolas. El escritor descansa en una sola pierna –en
primer plano– y mantiene el equilibrio sostenido al mismo tiempo
por la vertical apolínea del bastón y la redondez felizmente
grotesca de la gallina. Tiene los brazos abiertos y esa sonrisa franquísima
que ilumina los auditorios en los que se presenta a leer.
De primera impresión, la fotografía representa un gesto
de bienvenida, pero una mirada más atenta remite a otra cosa: Pitol
está tirado hacia atrás, la cara el punto más distante
de la cámara, como alejándose del espectador. Es la risa
más ambigua y literaria: refleja una alegría envidiable,
pero es distante; no queda claro qué la produce, a costa de quién
se va a desgranar en una carcajada.
Tenemos la manía, cada vez más injustificada y a ratos hasta
majadera, de pensar en Sergio Pitol como un escritor casi secreto. Hay
ciertas razones históricas que lo han cristalizado ahí:
durante años publicó libros sin promoverlos porque estaba
destacado en alguna misión extranjera; a pesar de la suma de premios
y traducciones que ha acumulado, nunca ha servido de imagen a los consorcios
editoriales con la obscenidad con que lo hicieron algunas figuras del
Boom –Fuentes, García Márquez, Benedetti– y
los grupos de generaciones posteriores que han elegido presentarse como
derivativas suyas –los novelistas de Macondo, del Crack, del Boomerang–.
Aun así, los libros de Pitol ni han sido nunca difíciles
de conseguir, ni han sido ignorados por los lectores serios. Tal vez la
idea del autor como privilegio de los happy few tenga fundamento entonces
en la iconografía: más que minoritario, Pitol es un autor
distante, genuinamente aislado en su biblioteca, cercado por la risa.
Es sólo que el medido carnaval de su presencia genera una imagen
contraria.
II.
Toda la obra de Pitol, ahora que la vamos pudiendo ver como conjunto,
ha asediado con variaciones el problema de que lo real sólo adquiere
sentido cuando se transforma en algo contado. Un recuerdo o un sueño
son materiales dispersos e inútiles que sólo pueden decir
algo si forman una tercera atmósfera en la que las cosas sí
significan. “La inspiración –anota en uno de los momentos
más inteligentes de El mago de Viena– es el fruto más
delicado de la memoria”.
En el corazón del cuento “El regreso”, un joven estudiante
mexicano que va a ser expulsado de su habitación del Hotel Bristol
de Varsovia, en la que vive modestamente, recuerda, mientras come con
un amigo cazador, una historia de su propia infancia: un tlacuache se
ha estado robando gallinas y los niños son comisionados para cazarlo,
cosa que hacen con sus propios brutales medios. Cuando el animal está
agonizando, salen de su cuerpo seis o siete crías, que son exterminadas.
Nada relaciona en el cuento a la expulsión del Bristol con la historia
del tlacuache, pero se genera esa tercera atmósfera en la que la
habitación de hotel y el seno materno proponen una teoría
del mundo: toda mudanza es siempre una expulsión del paraíso
y la vida es una mudanza perpetua; vamos en picada. Basta, para comprobarlo,
pensar en los dos ambientes que se confrontan en el relato: la exuberancia
de la infancia en el trópico contra el rigor del invierno en la
Polonia comunista. ¿Qué puede seguir que sea peor? Siempre
sigue algo y siempre es peor.
III.
El mago de Viena es un libro trabajoso. Podría formar parte del
cuarto volumen de las Obras reunidas de Pitol (Escritos autobiográficos),
en cuyas páginas se siguen las ediciones definitivas de la Autobiografía
precoz (1966), El arte de la fuga (1996) y El viaje (2001), en la medida
en que es un libro de recortes, muchos de los cuales son memoriosos. No
tiene la estatura formal de los dos últimos, en los que los ensayos
literarios, las meditaciones sobre la poética propia y los diarios
íntimos reverberan delicadamente unos sobre los otros generando
esa tercera atmósfera llena de ideas que no podrían articularse
de manera directa, pero tiene una consistencia en la que comulgan libros
tan disímbolos como el Oráculo manual de Gracián
o la Trilogía de Henry Miller. Más que obras para sentarse
a leer de un tirón, son volúmenes de compañía:
devocionarios laicos que se dirigen directamente –sin depender del
truco de la trama– a la conciencia del lector y dejan grabada ahí
su sabiduría para regresar cuando más los necesitamos.
O podría leerse como una suma intermedia de ensayos y notas, tal
como lo fue Pasión por la trama (Era, 1998), que por un lado dejó
constancia de una serie de lecturas pitolianas en la hora apoteósica
de su canonización, y por el otro sirvió para distender
las presiones formales que hicieron de EI viaje el sitio donde comienza
el siglo XXI para las letras mexicanas: lo he leído en las versiones
sucesivas de Era, Anagrama y el Fondo, y cada vez estoy más seguro
de que no hay una maquinaria literaria tan delicadamente tramada como
ésa en las letras hispánicas recientes. Es al mismo tiempo
una lección de sutileza y un ardid de dinamitero: el trabajo de
“un maestro”, diría Vila-Matas con reverencia inopinada
y justa en el prólogo de Los mejores cuentos.
Hay un tramo de El viaje al que no dejo de recurrir: el libro –no
hay otra forma de llamar este tipo de volúmenes que en la edición
del Fondo han sido agrupados mediante la etiqueta aproximada de “autobiográficos”–
se presenta como un ejercicio de voluntad memoriosa: Pitol va a escribir
sobre la ciudad de Praga porque, a pesar de ser su favorita entre aquellas
en que ha vivido, nunca ha podido trazar una sola línea sobre ella;
incluso sus entradas de diario del tiempo en que vivía allí
hablan de lecturas y conversaciones, nunca de la ciudad misma. Entonces,
cuenta una escena, entre terrible y cómica: en un callejón
cercano a la Embajada, un viejo tirado en el suelo increpa a los peatones
sin poderse levantar. Cuando el novelista se aproxima, descubre que no
es que el viejo esté Por arriba, por abajo, en los márgenes
de la obra escrita de Sergio Pitol (Puebla, 1933) circula una iconografía
que va de los retratos del joven intenso que desafía a la cámara
mientras padece fríos cuando menos austriacos, hasta los del autor
maduro vestido de manera levemente excéntrica, dueño de
la ligereza de los que están de regreso. La célebre foto
de Alberto Tovalín en la que Pitol está sentado en el rincón
de un patio, con el bastón en una mano y una gallina de barro casi
abrazada por la otra –foto que sirve de portada a Los mejores cuentos,
la antología personal publicada recientemente por Anagrama–
podría ser un emblema.
La orientación francamente contrapicada del retrato quiebra los
ejes: todo va en descenso y está cargado. El pantalón de
pana, el saco de tweed, los zapatos de cordones y la corbata sólida
producen una visión de conjunto distinguida, pero no elegante (un
valor de pedantes): hay un desdén casi aristocrático, una
comodidad consigo mismo, en el hecho de que la camisa sea a cuadros y
esté desfajada, en que las pestañas de las bolsas del blazer
estén hechas bolas. El escritor descansa en una sola pierna –en
primer plano– y mantiene el equilibrio sostenido al mismo tiempo
por la vertical apolínea del bastón y la redondez felizmente
grotesca de la gallina. Tiene los brazos abiertos y esa sonrisa franquísima
que ilumina los auditorios en los que se presenta a leer.
De primera impresión, la fotografía representa un gesto
de bienvenida, pero una mirada más atenta remite a otra cosa: Pitol
está tirado hacia atrás, la cara el punto más distante
de la cámara, como alejándose del espectador. Es la risa
más ambigua y literaria: refleja una alegría envidiable,
pero es distante; no queda claro qué la produce, a costa de quién
se va a desgranar en una carcajada.
Tenemos la manía, cada vez más injustificada y a ratos hasta
majadera, de pensar en Sergio Pitol como un escritor casi secreto. Hay
ciertas razones históricas que lo han cristalizado ahí:
durante años publicó libros sin promoverlos porque estaba
destacado en alguna misión extranjera; a pesar de la suma de premios
y traducciones que ha acumulado, nunca ha servido de imagen a los consorcios
editoriales con la obscenidad con que lo hicieron algunas figuras del
Boom –Fuentes, García Márquez, Benedetti– y
los grupos de generaciones posteriores que han elegido borracho, sino
que se ha resbalado en su propia caca y cada que se intenta alzar patina
en ella. El episodio termina de cualquier modo y nunca regresa, igual
que la ciudad en que sucedió: El viaje tiene una trama, pero nada
que ver con Praga.
Después, conforme avanza el libro –que es al mismo tiempo
un registro sobre el proceso de escritura de Domar a la divina garza y
un ensayo sobre literatura rusa–, el lector se va dando cuenta de
que el tema que palpita en sus fondos es, sin que se diga nunca, la mierda:
una puesta en narrativa de los rituales asociados al deshecho y una reflexión
sobre la creación como un sitio liberador y no siempre presentable
al que servimos revolcándonos una y otra vez en él. Los
libros son a los hombres lo que el oro a los dioses: santo excremento.
En la conmovedora escena final, Pitol se describe como niño en
Potrero, Veracruz. Entre fiebre y fiebre entra al ingenio azucarero y
se tira sobre una montaña inmensa de bagazo. Ahí, enterrado
en los deshechos, se vislumbra como un niño ruso. Luego confiesa
que de todas las imágenes que ha tenido de sí mismo, ésa
–la más delirante– es la que aún le “parece
ser auténtica verdad”. Entre la trama del libro, el viejo
que se revuelca en su caca y el niño que se vislumbra como ruso,
se ha creado una tercera atmósfera que revienta de revelaciones.
Lo que sucede es que no son visibles sin el matiz de la creación
literaria.
No en balde El arte de la fuga comienza con la descripción miope
de Venecia: para poder ver lo que hay de verdadero en el mundo, hay que
dejar los lentes de diario olvidados en el escritorio. Más adelante,
en el corazón mismo del libro, que es el centro poderosísimo
de la obra de Pitol, la historia que explica todas las historias se vacía
en el cuento perfecto sobre la muerte de la madre del narrador, que sólo
puede ser recordada en una sesión de hipnosis. La realidad está
ahí, pero sólo se puede entender desde su representación:
sin lentes, en sueños, como niño ruso.
IV.
Lo
cual me regresa a la sonrisa con que Pitol mira a sus lectores desde las
fotografías. Tengo la impresión de que, como sucedió
durante muchos años con Borges, el autor de “Vals de Mefisto”
ha sido leído con una seriedad que tal vez no se justifique: la
atmósfera de soledad y enfermedad que suele permitir el estallido
de sus tramas, la complejidad emocional de sus personajes –que nunca
son lo que quieren ser y nunca dicen cuál es el secreto que los
castiga– y la densidad de las atmósferas en que los sitúa,
imponen un respeto que puede despojar a sus cuentos de la calidad de comedias;
la sonrisa está distanciada.
Pitol ha escrito incansablemente para hacer escarnio de lo que lo enerva:
los funcionarios de medio pelo, los vividores que se las dan de príncipes,
las parejas disfuncionales que torturan a los amigos con sus batallas,
los idealistas que estaban nada más esperando la oportunidad para
venderse. Es cierto que la mayoría de sus personajes tienen un
fin trágico, pero también lo es que se lo han buscado con
insistencia: de la seriedad con que el fantasma de un idiota confunde
su penar con una misión diabólica en “Victorio Ferri
cuenta un cuento”, a la felicidad del escritor sordo cuando le toca
sentarse con una señora cuya única conversación consiste
en decir “Is good” en “El oscuro hermano gemelo”,
pasando por la tontera del dictado divino en “La pantera”,
hay siempre en los cuentos de Pitol un espíritu de mofa que previene
contra tomárselos demasiado en serio.
El autor es, en el sentido anterior, un lector maestro de la gestualidad
tan cara a las literaturas del XIX y tan olvidada por la pereza del XX,
que quién sabe a qué hora dictó que había
que escribir de manera eficaz, transparente y democrática. Pitol
ha estudiado con un cuidado único en la lengua la manera en que
se desplazan las criaturas de James, la forma torcida en que los madrileños
de Pérez Galdós expresan los vicios que creen ocultar, la
lentitud con que Chéjov descompone a sus víctimas. Y lo
ha puesto todo al servicio de una prosa que se alza hasta una parodia
de lo sublime, para después gozarse en el ramalazo de la caída.
Sus personajes, herederos uno tras otro del Príncipe Myshkin de
Dostoievsky, siempre aparecen protegidos por toda clase de credenciales
y siempre son traicionados por las manías que creen normales. Han
hecho del autogol una forma de vida, pero, sobre todo, una obra de arte.
Como todos los comediantes con rango clásico, Pitol sabe cuándo
entrar a escena y cuándo salir, cuándo abrir la llave del
delirio y cuándo cerrarla para que tenga sentido, dónde
poner una bomba de tiempo: un tramo del relato que lo explique cuando
pase la risa, casi siempre cuando ya terminamos de leer.
Hay una historia memorable en el diario habanero con que concluye El mago
de Viena: siendo muy joven y de camino a Europa en barco, Pitol pasa por
Cuba. Durante su primera noche en La Habana levanta una borrachera de
marino y pierde la conciencia. A la mañana siguiente amanece con
unos zapatos ajenos, lo cual le preocupa hasta que descubre que son italianos,
nuevos, están magníficamente cortados y le quedan a la perfección.
Para el autor de la Trilogía del carnaval el genio que mueve la
literatura es el de la correspondencia: lo experimentado, según
dice él mismo, es apenas “un conjunto de fragmentos de sueños
no del todo entendidos”. La escritura está ahí para
generar un destilado de racionalidad entre el revoltijo de la experiencia:
que nos queden los zapatos, que sean mejores que los nuestros y que nos
gane la risa.
* Ó
Álvaro Enrigue, en Letras libres num.
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