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Esta
afirmación maravilló a todo el mundo.
—La Martin es judía —dijo de pronto el joven
Hans Miklas.
Todos lo miraron sorprendidos y se produjo un incómodo silencio.
—Miklas es delicioso —dijo la Motz, e intentó
reír.
Kroge arrugó la frente, maravillado y asqueado al propio
tiempo, mientras la señora Von Herzfeld meneaba la cabeza.
La pausa resultaba larga y penosa; el joven Miklas se apoyaba, pálido
y altivo, contra la barra. El director Kroge replicó:
—¿A qué viene eso? —y adoptó un
gesto furibundo.
Un actor joven que hasta ese momento había estado hablando
con Papaíto Hansemann dijo, enérgico y conciliador:
—¡Venga, Miklas, déjalo! Eso le puede ocurrir
a cualquiera. Tú eres un buen muchacho.
Al mismo tiempo daba palmadas en el hombro del joven, y sonreía
tan cordialmente, que todos asintieron; incluso Kroge se permitió
una risilla, aunque un poco envarado: se dio una palmada en el muslo,
inclinó la parte superior del cuerpo hacia adelante y pareció
de pronto muy divertido. Miklas seguía serio; volvió
el rostro hacia un lado, los labios apretados.
—De todas formas, es judía —insistió,
tan bajo que nadie le oyó; sólo Otto Ulrichs, que
acababa de salvar la situación con naturalidad, lo escuchó
y le reprendió con una seria mirada.
El director Kroge, tras haber demostrado que sabía tomar
el desliz de Miklas por su lado cómico, hizo una seña
a Ulrichs y dijo:
—¡Ah, Ulrichs, acérquese, por favor!
Ulrichs se sentó a la mesa con los directores y la señora
von Herzfeld.
—No es que intente meterme en sus asuntos, de verdad que no.
—Kroge dejó ver que la situación le resultaba
penosa—. Pero cada vez es más frecuente que hable usted
en reuniones comunistas. Ayer volvió a participar en una
de ellas. Esto le daña a usted, Ulrichs, y también
a nosotros. —Bajó el tono—. Ya sabe usted cuán
burgueses son los periódicos —dijo—. La gente
es suspicaz cuando uno de nuestros miembros se expone políticamente.
Esto nos puede perjudicar, Ulrichs.
Kroge bebía coñac con displicencia y tenía
las mejillas arreboladas.
—Me alegra, señor director, que desee usted hablar
conmigo de este tema —respondió Ulrichs, tranquilo—.
Por supuesto, yo también he reflexionado sobre ello. Quizá
sea mejor que nos separemos, señor director, y crea que no
me resulta fácil proponerle esto. Pero no puedo renunciar
a mi actividad política. Por el bien de ustedes, creo que
tendría que rescindir mi contrato, aunque eso sería
para mí un gran sacrificio, puesto que me gusta estar aquí.
Hablaba con voz agradable, tenue, cálida. Y mientras hablaba,
Kroge lo miraba con simpatía paternal en su rostro lleno
de fuerza. Otto Ulrichs era un hombre bien parecido. Su frente ancha,
suave, de la que se separaba el cabello negro, y los ojos castaños,
rasgados, inteligentes y alegres, inspiraban confianza. El director
se soliviantó:
—¡Pero Ulrichs —exclamó—, eso no
hace falta mencionarlo! ¡Usted sabe de sobra que no le dejaría
ir!
—No podríamos prescindir de usted —añadió
Schmitz.
El hombre gordo sorprendía de vez en cuando por su voz, clara
y atractiva, que brillaba extraordinariamente. La Herzfeld asintió.
—Sólo le pido un poco de discreción —aseguró
Kroge.
Ulrichs dijo, cordial:
—Sois todos muy amables conmigo, de verdad, muy amables, y
voy a intentar no comprometeros demasiado.
La Herzfeld sonrió y dijo:
—Ya ha de saber que nosotros simpatizamos ampliamente con
usted desde el punto de vista político.
El hombre con el que había estado casada en Frankfurt, y
cuyo apellido conservaba, era también comunista. Era mucho
más joven que ella y la había abandonado. Ahora trabajaba
como director de cine de Moscú.
—Ampliamente —precisó Kroge con el dedo índice
alzado, como si estuviera impartiendo una lección—.
Aunque no del todo, no en todos los aspectos. No todos nuestros
sueños se han hecho realidad en Moscú. ¿Pueden
realizarse los sueños, las esperanzas, las exigencias del
espíritu bajo una dictadura?
Ulrichs contestó con seriedad y sus ojos adquirieron una
expresión casi amenazadora.
—No sólo los intelectuales, o los que se hacen llamar
así, tienen esperanzas, exigencias. Más urgentes son
las exigencias del proletariado. Tal como está hoy el mundo,
éstas sólo se podrán realizar mediante la dictadura.
En este punto el gerente Schmitz esbozó un gesto confuso.
Ulrichs, para dar a la conversación un tono más ligero,
dijo sonriente:
—Por cierto, ayer el Teatro de los Artistas casi estuvo representado
por su miembro más destacado. Hendrik quería haber
hablado en la reunión, pero en el último momento le
fue imposible asistir.
—A Höfgen siempre le será imposible asistir en
el último momento si se trata de algo que pueda suponer un
obstáculo en su carrera.
Kroge hizo con la boca un gesto despectivo mientras decía
esto. Hedda von Herzfeld lo miraba suplicante y con aire de preocupación.
Pero sonrió aliviada cuando Ulrichs dijo:
—Hendrik es de los nuestros. Es de los nuestros —repitió—.
Y lo demostrará con hechos. Su obra será el Teatro
Revolucionario, que se inaugurará este mes.
—Pero aún no está inaugurado —Kroge sonrió
malévolo—. Hasta ahora no existe de él más
que papel de cartas con el bello membrete Teatro Revolucionario.
Pero imaginemos que se llega a inaugurar. ¿Cree usted que
Höfgen se arriesgará a debutar con una obra revolucionaria?
Ulrichs respondió con vehemencia:
—¡Naturalmente que lo creo! Ya hemos escogido la obra,
y sin duda es una obra revolucionaria.
Kroge mostró, con gesto y ademán, que dudaba de ello:
—Ya veremos.
Hedda von Herzfeld, que observó el repentino e intenso enrojecimiento
de Ulrichs, creyó oportuno cambiar de conversación.
—¿Qué significará esa fantástica
y ligera afirmación de Miklas? ¿Será cierto
que el chico es antisemita y tiene algo que ver con los nacionalsocialistas?
Al pronunciar la palabra nacionalsocialista su rostro se contrajo
con una mueca de asco, como si hubiera tocado una rata muerta. Schmitz
miró despectivo; por su parte, Kroge dijo:
—¡Uno de éstos es justo lo que nos faltaba!
Ulrichs, mirando de reojo, se aseguró de que Miklas no podía
oírlo, antes de aclarar con voz apagada:
—Hans es un buen muchacho. Lo sé, he hablado con él
muchas veces. De un joven como él hay que ocuparse mucho
y con paciencia; así se le podría reclutar para una
buena causa. No creo que esté perdido para nosotros. Su rebeldía,
su descontento general han caído en mal lugar, ¿me
explico?
Hedda asintió. Ulrichs prosiguió:
—El pensamiento de una persona tan joven está confundido,
no ve nada con claridad. Como Miklas, pulula por ahí un montón
de gente impregnada de odio, de un sano odio hacia lo que existe.
Pero si tiene mala suerte, un chico así cae en manos equivocadas
y éstas corrompen su sano odio. Le cuentan que los judíos
tienen la culpa de todo, y le hablan del Tratado de Versalles, y
él se cree toda esa basura, olvidando quiénes tienen
en verdad la culpa, aquí y en todas partes. Ésta es
la conocida maniobra de desorientación, y tiene éxito
con todas estas cabezas jóvenes, confusas, que nada saben
y no pueden discurrir coherentemente. Y al final nos encontramos
ante un nuevo desgraciado que se deja tachar de nacionalsocialista.
Los cuatro miraron a Hans Miklas, que se había sentado en
una pequeña mesa, en la esquina más alejada de la
estancia, con la gorda y vieja apuntadora señora Efeu, con
Willi Böck, el joven guardarropista, y con el portero del teatro,
el señor Knurr. De éste se decía que llevaba
escondida en la solapa de la chaqueta una cruz gamada y que tenía
su piso lleno de fotos del Führer nacionalsocialista que no
se atrevía a colgar en su garita de portero. El señor
Knurr sostenía acaloradas discusiones y disputas con los
trabajadores comunistas del teatro, que, por su parte, no frecuentaban
la H. K. sino que tenían una mesa reservada en el bar de
enfrente, donde a veces los visitaba Ulrichs. Höfgen no se
atrevía casi nunca a ir a la mesa de los trabajadores; temía
que éstos se rieran de su monóculo. Por otra parte,
se quejaba de que le resultaba incómoda la presencia del
nacionalsocialista Knurr.
—¡Ese condenado pequeño burgués —decía
Höfgen de él—, que espera a su dirigente y salvador
como una virgen al hombre que la deje embarazada! Me dan retortijones
cuando paso por su garita y pienso en la cruz gamada que lleva bajo
la solapa…
—Naturalmente, ha tenido una infancia espantosa —dijo
Otto Ulrichs, que aún hablaba de Miklas—. Algo me ha
contado sobre ella. Creció en algún triste lugar de
la baja Baviera. El padre cayó en la Gran Guerra, y la madre
parece una persona nerviosa y poco razonable; armó un buen
jaleo, fácil de imaginar, cuando el joven anunció
que quería trabajar en el teatro. Él es ambicioso
y trabajador y tiene talento; ha aprendido muchísimo, más
que la mayoría de nosotros. En un principio quería
ser músico, aprendió el contrapunto y toca bien el
piano, sabe hacer acrobacias y bailar cloqué, y tocar el
acordeón, y… todo. Trabaja las veinticuatro horas del
día, aunque seguro que está enfermo: su tos suena
de espanto. Como es lógico, piensa que se le relega a un
segundo plano, que no obtiene el éxito que se merece y que
carga con los peores papeles. Cree que estamos conjurados contra
él por sus convicciones políticas.
Ulrichs seguía mirando, atento y serio, al joven Miklas.
—Noventa y cinco marcos de sueldo al mes —dijo de pronto,
mirando amenazador al gerente Schmitz, que, intranquilo, se echó
hacia atrás en su silla—, con eso resulta difícil
seguir siendo decente.
También la Herzfeld miraba atentamente a Miklas.
Hans se solía sentar con el guardarropista Böck, la
apuntadora Efeu y el señor Knurr siempre que se sentía
indignamente perjudicado por la dirección del Teatro de los
Artistas, a la que calificaba de “judaizante” y “marxista”
cuando estaba con sus correligionarios. Por encima de todos, odiaba
a Höfgen, aquel “asqueroso comunista de salón”.
Höfgen era, según las palabras de Miklas, celoso y altanero;
Höfgen tenía delirios de grandeza y quería arrebatar
todos sus papeles, sobre todo a él, a Miklas.
—Es una faena que no me haya dejado el Moritz Stiefel —decía
amargado— si él mismo dirige El despertar de la primavera.
¿Por qué tiene que hacer también el mejor papel?
No deja nada para ninguno de nosotros. Y sobre todo, es demasiado
gordo y viejo para el Moritz. Tendrá un aspecto grotesco
con los pantalones cortos.
Miklas miraba con frustración sus propias piernas, delgadas
y musculosas.
El guardarropista Böck, un muchacho tonto, de ojos acuosos
y cabellos rubios y duros, cortados a cepillo, reía sobre
su vaso de cerveza: nadie sabía si del aspecto cómico
que Höfgen tendría vestido de bachiller, o de la impotente
furia del joven Miklas. Efeu, la apuntadora, se mostraba indignada;
coincidía con Miklas en que aquello había sido una
mala faena. El interés maternal que la mujer vieja y gorda
sentía hacia el joven le reportaba a éste ventajas
prácticas. Por otra parte, también simpatizaba políticamente
con él. Le zurcía los calcetines, le invitaba a cenar,
le regalaba embutidos, jamón y conservas.
—Para que engordes, muchacho —le decía mirándolo
con ternura, aunque le gustase precisamente la delgadez de su magro
cuerpo entrenado, no muy alto.
Cuando el espeso cabello rubio se le despeinaba por la nuca, la
Efeu decía:
—¡Pareces un golfillo! —y sacaba un peine de la
bolsa.
Hans Miklas parecía realmente un golfillo al que no le iban
las cosas demasiado bien, pero que reprimía tercamente su
agresividad. Su vida era agotadora: ensayaba todo el día,
exigía demasiado de su delgado cuerpo, y de ahí venían
posiblemente su irritabilidad y la expresión ausente de su
joven rostro… Ese rostro tenía mal color; bajo los
fuertes pómulos, las mejillas se hundían, formando
negros hoyos. Alrededor de los claros ojos las ojeras eran casi
negras. Por el contrario, su frente pura e infantil parecía
rodeada de una pálida y sensible claridad, y también
la boca brillaba, demasiado roja, pero de forma poco sana; en los
labios salientes y carnosos parecía concentrarse la sangre
ausente en todo el rostro. Bajo aquellos encantadores labios, de
los que la apuntadora Efeu no podía separar a veces la mirada,
decepcionaba el mentón, demasiado débil, corto, caído.
—Esta mañana en el ensayo tenías un aspecto
horrible —le decía la Efeu, preocupada—. ¡Esas
mejillas tan hundidas! ¡Y qué tos! Era bronca, daba
lástima.
Miklas no soportaba la compasión; sólo aceptaba gustoso
las dádivas en que ésta se traducía, aunque
fuera con palabras lacónicas. Simplemente, ignoraba la cháchara
de la Efeu. Preguntó a Böck:
—¿Es cierto que Höfgen permaneció toda
la velada escondido en su camerino, detrás de un biombo?
Böck no quería hablar de ello. A Miklas le encantaba
que Höfgen mostrara un comportamiento tan necio.
—Ya lo decía yo. ¡Es un bufón! —rió
triunfal—. ¡Y todo por culpa de una judía que
anda con la cabeza metida entre los hombros!
Encorvaba la espalda, imitando el aspecto de la Martin, la Efeu
se divertía cordialmente.
—¡Y una criatura así pretende ser estrella!
Con su irónica exclamación se podía referir
tanto a la Martin como a Höfgen. Los dos pertenecían,
a su juicio, a la misma pandilla privilegiada, no alemana, reprobable.
—¡La Martin! —siguió con el joven rostro
enfadado, sufrido, atractivo, hundido entre las no muy limpias manos—.
También ella usará esas frases de comunista de salón,
pero cobrando sus mil marcos por velada. ¡Menuda pandilla!
¡Pero a todos ésos se les quitará de en medio!
También Höfgen tendrá que ir haciéndose
a la idea.
En general, no solía hablar allí de esas cosas tan
peligrosas, especialmente cuando Kroge estaba cerca. Pero hoy no
se había podido contener, aunque procuró mantener
un tono susurrante al tiempo que vehemente. La Efeu y Knurr asintieron,
mientras Böck los miraba con ojos acuosos.
—Ya llegará el día —dijo Miklas, en voz
baja pero apasionada y con un brillo febril en sus ojos claros y
rodeados de negras ojeras.
Tuvo entonces un terrible acceso de tos y la Efeu le dio palmadas
en la espalda y los hombros.
—De nuevo suena horriblemente bronca, como si viniera de lo
más profundo del pecho —dijo asustada.
El angosto local estaba lleno de humo.
—El aire es tan denso que podríamos cortarlo con un
cuchillo —se quejó la Motz—. Esto no lo resiste
ni el más fuerte. ¡Y mi voz! Hijos, mañana me
veréis agonizar en la sala de espera del otorrino.
Nadie tenía ganas de verla agonizar, Rahel Mohrenwitz exclamó
irónica:
—¡Horror, nuestra cantante de gorgoritos!
En respuesta recibió una mirada irritada de la Motz, que
ya tenía algo en contra de Rahel: Petersen sabía por
qué. El día antes lo habían encontrado de nuevo
en el camerino de la fatal muchacha, y la Motz no había podido
contener las lágrimas. Pero hoy parecía no estar dispuesta
a dejarse aguar la velada por aquella simplona que se creía
alguien con su monóculo y su estrafalario peinado. Por el
contrario, cruzó las manos sobre el regazo y observó
con humor tranquilo:
—¡Qué ambiente más agradable! ¿No
es cierto, Papaíto Hansemann? —hizo guiños al
dueño del bar, al que debía aún 27 marcos,
y que por eso ni se inmutó. A continuación la actriz
se disgustó, porque Petersen había pedido un filete
y un huevo.
—¡Como si unas salchichas no le bastaran!
En sus ojos había lágrimas de ira. Entre Motz y Petersen
había siempre discusiones, porque el actor, según
opinión de su amiga, era un derrochador. Siempre pedía
cosas caras y las propinas que dejaba eran excesivas. La Motz, fuera
de sus casillas, preguntó a la Mohrenwitz si Petersen la
había invitado a una copa de champán.
—¡Veuve Cliquot extrafino! —pronunció con
toda enemistad la marca del champán, pero con tal finura
que la legitimaba en su papel de dama de sociedad. Esto ofendió
a la Mohrenwitz.
—¡Pero bueno! —replicó—. ¿Es
una broma?
El monóculo se le cayó del ojo. Su rostro, que ya
no parecía de chica fatal, enrojeció del disgusto.
Kroge miraba extrañado. La señora von Herzfeld sonreía
irónica. El bello Bonetti dio unos golpecitos en el hombro
de la Motz y en el de la Mohrenwitz, que se había acercado
con gesto de buscar disputa.
—¡No os peleéis, chiquillas! —les dijo;
alrededor de su boca las arrugas parecían más cansadas
y aburridas—. No sacaréis nada en limpio. Mejor será
que juguemos a las cartas.
En ese momento se oyeron voces. Todos miraron hacia la puerta. Dora
Martin estaba en el umbral. Detrás de ella se apretujaba
su compañía, al modo que en escena el séquito
detrás de la reina.
Dora Martin reía y saludaba a todos los miembros del Teatro
de los Artistas, mientras hablaba con su ronca voz de aquella forma
tan personal que copiaban miles y miles de jóvenes actrices
en todo el país: alargando una palabra en cada frase.
—¡Hijos, estamos invitados a un banquete aburridísimo;
es una verdadera lástima, pero tenemos que asistir!
Parecía parodiar su propia forma de hablar, por lo gratuito
de las palabras que alargaba. Pero a todos les sonó agradable,
incluso a aquellos que no podían ver a la Martin, por ejemplo
al joven Miklas. No se podía negar que su presencia causaba
siempre gran efecto. Sus profundos ojos, muy abiertos, infantiles,
enigmáticos bajo la frente amplia e inteligente, confundían
y encantaban. Hasta Hansemann dejó escapar una risa tonta,
deslumbrada. La Herzfeld, que había sido amiga de la Martin,
la llamó:
—¡Qué pena, Dorita! ¿No puedes sentarte
un poco con nosotros?
El respeto en que se tenía a Hedda aumentó al oírla
tutear a la Martin. Pero ésta negó con su sonriente
rostro, que casi desaparecía en el cuello alzado del abrigo
de piel marrón, con los hombros muy levantados:
—¡Una gran pena! —suspiró, y al menear
la cabeza voló su rojiza melena rizada, libre de sombrero—.
¡Ya llegamos demasiado tarde!
Entonces alguien se abrió paso a sus espaldas, por entre
su séquito. Era Hendrik Höfgen. Lucía el esmoquin
que usaba en escena para los papeles mundanos, y que de cerca se
veía rozado y lleno de manchas. Sobre los hombros le caía
un pañuelo de seda blanco. Jadeaba, con las mejillas y la
frente vivamente ruborizadas. La nerviosa risa que lo sacudía
producía una impresión intranquilizadora, mientras
él, con apresuramiento, se inclinaba sobre la mano de la
diva, todo ello con cierta sinceridad afectada.
—Disculpe —dijo, con la cara, en la que sorprendentemente
aún se mantenía el monóculo, inclinada sobre
la mano de la actriz—. He llegado demasiado tarde. ¿Qué
pensará usted de mí? ¡Ha estado fantástica…!
—dijo presa de la risa, y con el rostro cada vez más
rojo—. Pero no quería que se fuera usted —al
fin se enderezó— sin decirle cómo he disfrutado
de esta velada. ¡Qué maravillosa ha estado esta noche!
Repentinamente la cómica situación que le había
provocado aquel acceso de risa pareció disolverse y esbozó
un gesto serio.
Ahora era a Dora Martin a la que le apetecía reír,
y lo hizo alegre y encantadora.
—¡Tramposo! —parecía que no iba a terminar
nunca la “o” alargada—. ¡Usted no ha estado
en el teatro! ¡Se mantuvo escondido! —le pegó
ligeramente con el guante de piel—. Pero no importa —sonrió—.
Creo que tiene usted talento.
Höfgen se asustó tanto de aquella sorprendente afirmación
que sus mejillas palidecieron. Con una voz que parecía en
pleno deshielo, dijo:
—¿Yo? ¿Talento? Sólo son rumores sin
probar…
También él sabía alargar las vocales. Su coquetería
al hablar tenía estilo propio, no necesitaba copiar a nadie.
Si Dora Martin arrullaba con su voz, él, de puro amaneramiento,
cantaba. Al tiempo sonreía como lo hacía cuando, en
los ensayos, en alguna escena tenía que encantar a la dama:
descubría los dientes y era bastante malicioso. Él
la llamaba sonrisa “canallesca” (“Canallesca,
¿entiendes, querida?: ¡canallesca!”, advertía
a Rahel Mohrenwitz o a Angelika Siebert, y les hacía una
demostración). Dora Martin también enseñaba
sus dientes, pero mientras su boca hacía un gesto de bebé
y la cabeza se hundía coqueta entre los hombros levantados,
sus ojos grandes, inteligentes, tristes, a los que no se podía
mentir, escrutaban el rostro de Höfgen.
—Usted demostrará su talento —musitó.
Y por un segundo fue seria no sólo su mirada, sino también
su cara. Con el rostro serio, casi amenazador, asentía. Höfgen,
que hasta hacía un cuarto de hora había estado escondido
tras el biombo, aguantó aquella mirada. Después, la
Martin volvió a reír:
—¡Llegamos con demasiado retraso!
Saludó y se marchó con su séquito.
El encuentro con Dora Martin había puesto a Höfgen de
un humor excelente, festivo. De su semblante surgía un brillo
indulgente. Todos lo miraban, ahora casi con tanta admiración
como anteriormente a la diva de Berlín. Antes de saludar
al director Kroge y a la señora von Herzfeld, se acercó
al guardarropista Böck:
—Escucha, pequeño Böck —dijo con afectación,
las manos hundidas en los bolsillos de los pantalones, los hombros
levantados y en los labios la sonrisa “canallesca”—.
Tienes que prestarme por lo menos siete marcos y medio. Quiero cenar
decentemente e intuyo que Papaíto Hansemann exige hoy pago
al contado.
Sus ojos irisados como piedras preciosas enviaron una mirada suspicaz
a Hansemann, que estaba sentado, con la nariz amoratada, detrás
de la barra.
Böck se había levantado. Sus ojos se habían vuelto
más acuosos y sus mejillas más rojas de miedo a los
ojos de Höfgen, honestos por un lado y horribles por el otro.
Mientras Böck rebuscaba en los bolsillos, nervioso y mudo,
y Miklas observaba el trance con mirada hostil y tensa, la pequeña
Angelika se adelantó apresuradamente:
—Hendrik, ¡si necesitas dinero, yo puedo prestarte cincuenta
marcos hasta el día uno! —dijo, tímida.
Los ojos de Höfgen se volvieron, fríos como el hielo.
Arrogante, le espetó por encima del hombro:
—No te mezcles en negocios de hombres, pequeña mía.
Böck me lo presta con gusto.
El guardarropista asintió con excitación, mientras
la Siebert, con los ojos húmedos, se retiraba. Höfgen
se metió en el bolsillo las monedas de plata de Böck,
sin siquiera darle las gracias. Miklas, Knurr y Efeu miraban con
ceño adusto, Böck no salía de su asombro y Angelika
sollozaba, mientras él, con paso cadencioso, el pañuelo
de seda blanca aún sobre el hombro, atravesaba el local.
—Papi Schmitz me deja morir de hambre —dijo con la cabeza
vuelta hacia la mesa de los directores y sonriendo victorioso.
Desde la mesa lo saludaron algunos “¡Hola!”; hasta
Kroge se impuso una cordialidad ruidosa un tanto falsa.
—¿Qué hay, viejo pecador? ¿Cómo
le va? ¿Ha pasado una buena velada?
Alrededor de su boca de gato surgieron pronunciadas arrugas, casi
como las de la Motz, y sus ojos adquirieron un brillo falso; de
repente se le notó que no sólo escribía ensayos
político-culturales e himnos en verso, sino que desde hacía
más de treinta años trabajaba en el teatro. Höfgen
y Otto Ulrichs se dieron la mano con afectación y en silencio,
largamente. El gerente Schmitz hizo una broma intrascendente, con
voz suave y agradable; la señora Von Herzfeld sonreía
irónicamente mientras sus ojos castaños, húmedos
de fervor y casi suplicantes, se dirigían a Hendrik. Él
se dejó aconsejar por ella a la hora de elegir la cena, lo
que le dio a Hedda pie para aproximarse a él, acercándole
sus pechos, que respiraban profundamente. Su sonrisa canallesca
parecía no asustarla: estaba acostumbrada a ella, le gustaba.
Cuando Papaíto Hansemann hubo tomado nota, Höfgen empezó
a hablar de su puesta en escena de El despertar de la primavera.
—Me parece que quedará muy bien—dijo mientras
sus ojos inquisitivos resbalaban por el local, sobre los actores,
como los de un general sobre sus tropas.
—En la Wendla, la Siebert no puede estropear nada; Bonetti
no hace un Melchior Gabor ideal, pero lo saca adelante; nuestra
poseída Mohrenwitz da una Ilse de primera.
No ocurría muy a menudo que hablara así, sin efectismos,
en serio y concentrado en el asunto como ahora, Kroge lo escuchaba
con atención, no sin sorpresa. Fue la Herzfeld la que de
nuevo deshizo el encantamiento al observar, entre sarcástica
y aduladora, con su empolvado rostro de melocotón muy cerca
del de Höfgen:
—Y en lo que se refiere al Moritz Stiefel, acaba de ser confirmado
por la persona más indicada para ello, por la propia Dora,
que el joven actor al que hemos confiado el papel no es del todo
malo…
Kroge arrugó el ceño; Höfgen por su parte simuló
comprender la indirecta.
—¿Y cómo va a estar usted de señora Gabor,
querida? —preguntó a la Herzfeld directamente.
Fue una burla abierta y áspera. Que Hedda era una actriz
con poco talento era bien sabido, así como que esto era para
ella un sufrimiento. A todos les gustaba bromear sobre su empecinamiento
en no dejar el teatro y ni siquiera reducir sus actuaciones a discretos
papeles de madre. Ante la insolencia de Hendrik intentó encogerse
de hombros con indiferencia; pero su semblante, ya no tan joven,
adquirió un fuerte tono rojo, casi violeta. Kroge se dio
cuenta, y el corazón se le encogió con una compasión
próxima a la ternura. Kroge había mantenido un romance
con la Herzfeld años atrás.
Para cambiar de tema, o para volver al único tema que de
verdad le interesaba, Ulrichs empezó a hablar, sin preocuparse
de la hilación, del Teatro Revolucionario.
El Teatro Revolucionario estaba planteado como una serie de representaciones
los domingos por la mañana, bajo la dirección de Hendrik
Höfgen y el patrocinio de una organización comunista.
Ulrichs, para el cual el teatro era ante todo y sobre todo un instrumento
político, había puesto una tenaz pasión en
el proyecto.
—La obra escogida para la inauguración es muy indicada.
La he estudiado otra vez con detenimiento. En el partido hay mucho
interés hacia nuestra idea.
Al tiempo que lo explicaba, miraba a Höfgen con aire de complicidad,
sin ver a Kroge, ni a Schmitz, ni a la Herzfeld, pero orgulloso
de que todos lo oyeran y de la impresión que pudiera causarles.
—Sin embargo, a mí el partido no me pagará daños
y perjuicios si el público de Hamburgo boicotea mi teatro
—rezongaba Kroge, a quien pensar en el Teatro Revolucionario
llenaba de enojo y escepticismo—. En 1918 te podías
permitir un experimento así, pero hoy…
Höfgen y Ulrichs cambiaron una mirada que contenía un
acuerdo secreto, valiente, y no mucha atención hacia los
temores de pequeño burgués que aducía Kroge.
Esta mirada fue larga. La señora Von Herzfeld, que la observó,
sufría. Por fin, Höfgen se dirigió con tono paternal
y condescendiente a Kroge y a Schmitz.
—El Teatro Revolucionario no nos perjudicará, seguro
que no, ¡créalo, Papá Schmitz! Lo verdaderamente
bueno no compromete jamás. ¡Y el Teatro Revolucionario
será bueno, magnífico! Una empresa tras la que hay
creencias auténticas, un entusiasmo verdadero, convencerá
a todos, hasta los enemigos enmudecerán ante esta manifestación
de nuestras ardientes convicciones.
Sus ojos brillaban, miraban ligeramente de soslayo y parecían
observar arrobados la lejanía, donde se toman las grandes
decisiones. Adelantaba orgullosamente el mentón; en su rostro
pálido, echado hacia atrás, sensible, aparecía
el fulgor del que está seguro de su victoria. “Está
realmente conmovido —pensó Hedda von Herzfeld—.
Por mucho talento que tenga, esto no es una representación.”
Miraba triunfalmente a Kroge, que no podía ocultar cierta
emoción. Ulrichs tenía un aire solemne.
Mientras todos estaban como ausentes por efecto de su emocionado
entusiasmo, Höfgen cambió de pronto de postura y expresión.
Inesperadamente empezó a reír, mientras señalaba
la fotografía de un “héroe maduro” que
colgaba de la pared, junto a la mesa: brazos amenazadoramente cruzados,
mirada leal bajo las negras cejas, gruesa barba y un magnífico
jubón de cazador. Hendrik no podía dejar de reír,
por lo cómico que le parecía el viejo personaje. Entre
risas, después de que Hedda le diera unos golpecitos en la
espalda, ya que parecía que iba a ahogarse con la ensalada,
contó que él mismo había tenido un aspecto
semejante, casi igual, yendo de gira con el Teatro Ambulante del
Norte de Alemania.
—Cuando aún era un muchacho —dijo alegremente—
aparentaba ser un hombre hecho y derecho. Hacía papeles de
padre, y por el escenario andaba siempre encorvado, de la turbación
que sentía. En Los bandidos me dieron el papel del viejo
Moor. Hice un viejo Moor estupendo. Cada uno de mis hijos era veinte
años mayor que yo.
Cuando reía tan alto y contaba anécdotas del Teatro
Ambulante, desde todas las mesas se acercaban los colegas: ya se
sabía que iban a empezar las historias, pero no las viejas
conocidas sino otras nuevas, y seguramente buenas. Hendrik raras
veces se repetía.
La Motz se frotó las manos de placer, enseñó
el oro del interior de su boca y exclamó con jovialidad:
—¡Ahora empieza lo divertido!
A continuación lanzó una mirada glacial a Petersen,
que había pedido un coñac doble. Rahel Mohrenwitz,
Angelika Siebert y el bello Bonetti estaban pendientes de los labios
de Hendrik. Hasta Miklas escuchaba, aun contra su voluntad; las
refinadas bromas del odiado personaje le arrancaban pequeñas
risas gruñonas. Como su favorito protestón se divertía,
también la gorda Efeu se alegró. Jadeando, acercó
su silla al sillón de Hendrik y murmuró:
—Si no les importa a los señores…
Dejó descansar sus agujas de punto y se hizo bocina con la
mano derecha para que a su sordera no se le escapase nada.
Fue una velada maravillosa. Höfgen estuvo en plena forma. Encantaba,
brillaba. Como si hubiera tenido un numeroso público ante
sí en lugar de aquel puñado de colegas, derrochó,
con altiva generosidad, chistes, encanto y anécdotas. ¡La
cantidad de cosas que le habían sucedido en aquel Teatro
Ambulante donde le daban papeles de padre! La Motz ya ni podía
respirar, de tanto reírse.
—¡Hijos, ya no puedo más! —gritaba.
Y como Bonetti la abanicaba, entre pícaro y galante, con
el pañuelito, no se dio cuenta de que Petersen había
pedido de nuevo aguardiente. Cuando Höfgen empezó a
imitar a la joven sentimental del Teatro Ambulante con voz chillona,
gestos veleidosos y ojos terriblemente estrábicos, hasta
Hansemann perdió su aspecto pétreo, y el señor
Knurr tuvo que ocultar su risa tras el pañuelo. Un triunfo
mayor no se podía obtener de la situación. Höfgen
se interrumpió. También la Motz se puso seria al ver
lo ebrio que estaba Petersen. Kroge hizo señas de retirarse.
Eran las dos de la mañana. Como despedida, la Mohrenwitz,
que siempre tenía ocurrencias originales, le regaló
a Hendrik su boquilla para los cigarrillos, un objeto decorativo
pero sin valor.
—Por lo muy divertido que has estado esta noche, Hendrik.
Su monóculo relampagueaba frente al de él. A Angelika
Siebert, de pie junto a Bonetti, se le puso la nariz pálida
de celos y se le llenaron los ojos de lágrimas con algún
destello maligno.
La señora Von Herfeld había pedido a Hendrik que la
acompañara a tomar una taza de café. En el local,
vacío ya, Hansemann empezó a apagar las luces. A Hedda
aquella semioscuridad la favorecía: su cara blanda y ancha,
de ojos suaves e inteligentes, parecía ahora más joven.
Ése no era ya el rostro ensombrecido de la mujer intelectual
que envejecía. Las mejillas ya no estaban cubiertas de pelusilla,
sino que eran tersas. La sonrisa de los labios entreabiertos con
desidia oriental no resultaba ya irónica, sino casi seductora.
Tranquila y cariñosa, la señora Von Herzfeld miraba
a Hendrik Höfgen. No se daba cuenta de que ella misma estaba
mucho más atractiva que de ordinario; sólo se fijaba
en el rostro de Hendrik, con el rasgo de sufrimiento en las sienes
y el noble mentón, que, pálido y patente, se recortaba
en la penumbra. Disfrutaba de ello.
Hendrik había apoyado los codos sobre la mesa y unido la
yema de los dedos extendidos. Se permitía esta exigente postura
como si tuviera manos largas, especialmente bonitas; pero sus manos
no eran largas sino que, con su rudeza poco bella, parecían
llevar la contraria a los rasgos de las sienes. El dorso de las
manos era grueso y estaba cubierto por un vello rojizo, y gruesos
eran también los largos dedos, rematados por uñas
cuadradas no demasiado limpias. Precisamente eran las uñas
las que daban a aquellas manos su carácter innoble, poco
agradable. Parecían hechas de un material malo: no tenían
brillo, ni forma, ni convexidad.
Estos defectos permanecían ocultos en la favorecedora penumbra.
En contraposición, los ojos verdosos causaban una impresión
enigmática y atractiva con su mirada ensoñadora, perdida.
—¿Qué piensa, Hendrik? –preguntó
la Herzfeld con voz tierna y sofocada, tras un largo silencio.
—Pienso que Dora Martin no está en lo cierto…
—contestó Höfgen, también en voz baja.
Hedda lo dejó hablar en la penumbra, por encima de sus manos
juntas, sin preguntar o contradecir.
—Yo no voy a demostrar mi talento —se quejó—.
Porque no tengo nada que demostrar. Nunca seré un actor de
primera categoría. Soy un provinciano.
Enmudeció, apretó los labios, como si él mismo
se hubiera asustado ante la confesión a que le empujaba aquella
hora extraña.
—¿Y qué más? —preguntó la
señora Von Herzfeld con tono de suave reproche—. ¿No
piensa usted en nada más? ¿Siempre en eso?
Como él continuó en silencio, ella pensó: “Sí,
ciertamente, esto es lo único que le interesa de verdad.
Lo del teatro político de antes y su entusiasmo por la revolución
no eran más que una comedia.” Esa constatación
la decepcionó, pero de alguna manera también la satisfizo.
Los ojos de él brillaban, pero no tenía respuestas.
—¿No se da cuenta de cómo tortura a la pequeña
Angelika? —preguntó la mujer—. ¿No siente
que hace daño a otras personas? De alguna forma tendrá
usted que pagar todo esto —no apartaba de él la mirada,
una mirada de reproche y de búsqueda—. De alguna forma
tendrá usted que expiarlo, y amar.
Enseguida le pareció excesivo haber hablado así. Se
había extralimitado, no se había controlado. Rápidamente
Hedda desvió su rostro del de Höfgen. Se sorprendió
de que no la castigara ni con una sonrisa malévola ni con
una palabra burlona. Su mirada permaneció brillante y fija,
dirigida a la oscuridad, como si buscara en ella respuestas a preguntas
urgentes, y la visión de un futuro que no tuviera otra finalidad
que hacerle grande a él.
II.
La clase de baile
Hendrik
había fijado el comienzo del ensayo del día siguiente
a las nueve y media. Puntualmente se fueron reuniendo todos los
miembros de la compañía que tomaban parte en El despertar
de la primavera, algunos en el amplio escenario, otros en el patio
de butacas. Tras haber esperado un cuarto de hora, la señora
Von Herzfeld decidió ir en busca de Höfgen al despacho,
donde estaba hablando con Kroge y Schmitz desde las nueve.
Ya al verlo aparecer todos se dieron cuenta de que estaba de un
humor imposible. Nada quedaba en él del alegre conversador
de la víspera. Llevaba los hombros alzados nerviosamente,
las manos hundidas en los bolsillos de los pantalones. Cruzó
apresuradamente el patio de butacas y, con tono de urgencia, pidió
un ejemplar del texto.
—Me he dejado el mío en casa.
Con voz amargada, reprochaba a todos que él, Hendrik, se
hubiera despistado al salir de casa.
—¿Es que nadie tiene un cuadernillo de ésos
para mí? —la voz le salió ahogada y muy cortante.
La pequeña Angelika le ofreció el suyo.
—Ya no lo necesito —dijo ruborizándose—.
Me sé mi texto.
—¡Eso espero! —observó lacónico
Hendrik, en lugar de darle las gracias. Y le volvió la espalda.
Su rostro parecía macilento en contraste con el pañuelo
rojo que llevaba en lugar de camisa—o sobre la camisa, ocultándola—.
Uno de los ojos miraba, con el párpado entornado, despectivo
y enfadado; ante el otro brillaba el monóculo. Todos se estremecieron
cuando, con voz de mando clara, penetrante y algo metálica,
ordenó:
—Empecemos, señores.
Mientras en el escenario se trabajaba, él recorría
el patio de butacas. Hizo leer a Miklas, cuyo papel requería
poco trabajo, el Moritz Stiefel, el papel que se había reservado
para sí. Esto fue un acto de refinada maldad, pues el pobre
Miklas hubiera dado la vida por hacer el Moritz. Höfgen, provocadoramente
soberbio, hacía ver a los colegas que él no necesitaba
preparar o ensayar: era el director, estaba por encima de ello;
su profesionalidad era tan grande como su genio, su propio papel
era algo secundario; hasta el ensayo general no se vería
ni se oiría cómo interpretaría el Moritz Stiefel,
cómo daría vida al sombrío colegial, amante
desesperado y suicida.
Por el contrario, demostraba lo que se podía conseguir de
la muchacha Wendla, del muchacho Melchior, de la maternal señora
Gabor. Hendrik saltó con sorprendente agilidad al escenario
y se convirtió en la delicada muchacha que sale por la mañana
al jardín y quiere abrazar el mundo, pues piensa en el amado;
en el muchacho ávido de vida, orgulloso; en la inteligente
madre, llena de preocupaciones. Ora mostraba una apariencia infantil,
ora parecía un anciano. Era un magnífico actor.
Cuando hubo demostrado al bello Bonetti, que alzaba las cejas con
una mezcla de respeto y disgusto, o a la tímida Angelika,
que luchaba por contener las lágrimas, todo lo que se podía
conseguir de sus papeles con sólo tener el talento necesario,
hizo un gesto cansado y despectivo, se ajustó el monóculo
y volvió al patio de butacas. Desde allí siguió
explicando, organizando, criticando. A nadie libraba de sus juicios
cínicamente despectivos. Incluso la señora Von Herzfeld
recibió su sermón, que acogió con una sonrisa
irónica. La pequeña Angelika había tenido que
esconderse, con los ojos llenos de lágrimas, entre los decorados.
En la frente de Bonetti la furia marcaba las venas. Pero el más
profundamente irritado era Hans Miklas; su rostro, descompuesto
por la cólera, parecía llenarse de oscuras cavernas.
Como todos sufrían, el humor de Hendrik mejoró sensiblemente.
Durante la pausa de mediodía, en la cantina charló
animadamente con la señora Von Herzfeld. A las dos y media
llamó a los actores para volver al trabajo. Hacia las tres
y media en el rostro del bello Bonetti se dibujó un rictus
de hastío, metió las manos en los bolsillos del pantalón
y gruñó como un niño malcriado:
—¿Es que no va a terminar nunca este suplicio?
Höfgen le lanzó una mirada cortante con sus ojos fríos
como el hielo, y le respondió:
—¡Eso lo decidiré yo! —Y alzó su
mentón.
Mostró a la amedrentada compañía el rostro
de un noble y nervioso tirano, que sin embargo recordaba la expresión
macilenta de un gobernante enervado, ya entrado en años.
Todos le temían: especialmente la pequeña Angelika,
a la que le corrían dulces gotas de sudor por la espalda.
La humillante inmovilidad duró unos segundos y se oyeron
los resoplidos con que el grupo reaccionó ante el siguiente
gesto de su señor. Hendrik se dignó dar una palmada
y echar la cabeza hacia atrás con magnánima jovialidad.
—Continuemos, señores —su voz tenía un
irresistible timbre metálico—. ¿Dónde
habíamos quedado?
La siguiente escena se ensayó con sumisión, pero una
vez acabada Hendrik miró el reloj: eran las cuatro menos
cuarto, y al comprobarlo sintió un retortijón en el
estómago. A las cuatro tenía una cita con Juliette
en su piso. Su sonrisa resultó forzada cuando dijo con palabras
precipitadas que el ensayo había concluido. Con un gesto
de la mano rechazó al joven Miklas, que se acercaba a preguntarle
algo con gesto malhumorado. Corrió a través del oscuro
patio de butacas hacia la salida; rápidamente anduvo el camino
entre la salida y la cantina; entró casi sin respiración
en la H. K., cogió del perchero su blando sombrero gris y
se marchó.
El abrigo se lo puso en la calle al mismo tiempo que discurría:
“Si voy a pie, llegaré un par de minutos tarde, por
muy deprisa que vaya; Juliettchen me preparará un recibimiento
terrible. En taxi llegaría a tiempo; con el tranvía
probablemente también. Pero no llevo más que una moneda
de cinco marcos, y eso es lo menos que puedo ofrecer a Juliette.
El taxi no es posible, tampoco el tranvía; me quedarían
cuatro ochenta y cinco, demasiado poco para Juliettchen, y encima
en monedas, lo que me ha prohibido enérgicamente.”
Mientras pensaba seguía corriendo; en el fondo no se había
planteado seriamente tomar un taxi o un tranvía, ya que su
amiga se habría enfadado de verdad con la calderilla, mientras
que su fingida ira por el retraso era un rito habitual de su convivencia.
Hacía un día de invierno claro y muy frío.
Hendrik tiritaba embutido en su ligero abrigo de cuero, que había
olvidado abotonar. Especialmente notaba el hielo en las manos y
los pies: no llevaba guantes, y los zapatos abrochados tipo sandalia
que calzaba no eran los más indicados para la estación.
Para combatir el frío y llegar antes, caminaba a grandes
zancadas, que tendían a convertirse en curiosos saltitos.
Muchos transeúntes miraban al estrafalario joven con una
sonrisa o con desaprobación: sobre sus ligeros y originales
zapatos se movía con una agilidad en parte bufonesca, en
parte divina. Y no sólo andaba a saltitos, sino además
tarareaba, alternando Mozart con canciones de moda. Y acompañaba
los tarareos y los saltitos con toda clase de gestos, cosa también
inusual. Ahora jugaba a pelota con un ramillete de violetas que
había encontrado en el ojal de su abrigo. De seguro que se
lo había regalado una de sus admiradoras de la compañía,
probablemente un delicado presente de la pequeña Angelika.
Hendrik pensó en aquella criatura corta de vista y afable,
mientras él se convertía en motivo de diversión
o de enfado para la gente con sus saltos y tarareos. No se dio cuenta
de que una dama burguesa hizo señas a otra y le comentó:
—Ése parece salido del teatro.
A lo que la otra contestó riendo:
—Claro, actúa siempre en el Teatro de los Artistas,
se llama Höfgen. Fíjese, querida, ¡qué
movimientos más divertidos hace y cómo parlotea consigo
mismo!
Las dos rieron, y en la otra acera rieron también un par
de adolescentes. Pero Hendrik, que por su soberbia y su oficio estaba
acostumbrado a registrar y observar la reacción de las personas
ante sus gestos, no se fijó esta vez ni en las damas ni en
los mozalbetes. La carrera a través del frío y la
alegría por su encuentro con Juliette le habían transportado
a un estado de ligera embriaguez. ¡Rara vez disfrutaba de
un humor tan entusiástico! Antes sí, antes le ocurría
muy a menudo, casi siempre así, tan inspirado y olvidado
de sí mismo: cuando, con veinte años, hacía
papeles de padre y de héroe maduro en un teatro ambulante.
En aquella época había conocido días divertidos.
Entonces su alegría y su espíritu travieso eran más
fuertes que su ambición. De ello hacía mucho tiempo,
pero no tanto como pretendía él. ¿Tanto había
cambiado en realidad? ¿Era aún alegre y travieso?
Tampoco ahora, en plena euforia, sentía absolutamente ninguna
ambición. Si ahora se hubieran materializado conceptos como
“ambición” o “importante carrera”,
no hubiera hecho más que reírse. En ese instante sólo
le importaba que el aire era frío soleado, que él
mismo era joven aún, que corría, que su bufanda ondeaba
y que muy pronto se reuniría con su queridísima Juliette.
El buen humor le hacía sentirse bien dispuesto, por ejemplo,
para con Angelika. Si con frecuencia la irritaba y humillaba, ahora
pensaba en ella casi con ternura. “Una chica buena, sí,
una muy buena; esta noche le regalaré algo, para que también
ella esté contenta. ¿Podría convivir con Angelika?
Sí, sería una existencia cómoda, mucho más
que con mi Juliette.” Pero incluso en esos momentos de benevolencia
tuvo que reír por haber comparado a Angelika con Juliette.
¡A la pobre pequeña Siebert con la gran Juliette, que
era exactamente lo que él necesitaba! Se disculpó
mentalmente con Juliette. Mientras tanto, había llegado ya
al portal de su casa.
La anticuada villa, en cuyo entresuelo alquilaba una habitación,
estaba situada en una de aquellas calles tranquilas que treinta
años antes habían contado entre las más elegantes
de la ciudad. La inflación había empobrecido a la
mayor parte de habitantes de aquel distinguido barrio; sus villas,
con terrazas y frontispicios, tenían aspecto inhóspito
y abandonado, como los jardines que las rodeaban.
También la viuda del cónsul Mönkeberg, a la que
Hendrik pagaba cuarenta marcos al mes por una amplia habitación,
pasaba sus estrecheces, a pesar de lo cual había continuado
siendo una dama intachable, orgullosa, que llevaba con dignidad
sus viejos vestidos de mangas abombadas y su chal de blonda, con
un peinado liso, en el que ni un cabello osaba rebelarse, y alrededor
de cuyos delgados labios las pequeñas arrugas eran un signo
de ironía, no de amargura. La viuda Mönkeberg estaba
por encima de las excentricidades y los comportamientos de sus inquilinos;
no la asustaban, sino que, por el contrario, buscaba en ellos el
lado gracioso. En el círculo de sus amigas, todas mayores,
con el mismo refinamiento, la misma pobreza y casi el mismo aspecto
que ella, solía contar, con un humor seco, anécdotas
de sus inquilinos.
—A veces sube la escalera a la pata coja —decía
riendo, casi con tristeza—. Y cuando sale de paseo se sienta
a menudo en la acera, ¡figúrense ustedes: sobre los
sucios adoquines!, porque tiene miedo de tropezar y caerse.
Mientras sus amigas movían las grises cabezas, perplejas
y divertidas a la vez, y hacían crujir sus mantillas, la
viuda del cónsul añadía conciliadora:
—¿Qué quieren ustedes, queridas? Es un artista…
Quizá un artista importante.
La anciana hablaba despacio y movía sus enjutos, blancos
dedos, en los que hacía más de diez años no
lucía anillos, sobre las blancas puntillas del mantel.
Hendrik se sentía inseguro en presencia de la señora
Mönkeberg; su buena cuna y su pasado lo intimidaban. Por eso
no le resultó agradable tropezarse con la anciana en el vestíbulo.
Ante su imponente figura se inhibió un poco; se colocó
la bufanda de seda roja y se ajustó el monóculo.
—Buenas noches, señora, ¿cómo está
usted? —dijo con voz cantarina que no se elevó al final
de la fórmula de cortesía, con la cual acentuaba el
carácter convencional y vacío de la frase. Acompañó
la cortés pregunta con una breve inclinación, a la
que dio un estilo casi cortesano con su elegante dejadez.
La viuda Mönkeberg no sonrió; sólo las arruguitas
de experta ironía se marcaron un poco más alrededor
de los ojos y de los delgados labios al contestar:
—Apresúrese, querido señor, su profesora le
espera desde hace un cuarto de hora.
La malévola pequeña pausa que hizo antes de la palabra
profesora hizo que Hendrik sintiera ardor en su cara: “Seguro
que me he puesto colorado —pensó con vergüenza
y enfado—. Pero ella no lo ha notado en la penumbra”,
intentó tranquilizarse, mientras se retiraba con la perfecta
cortesía de un grande de España.
—Muchas gracias, señora —dijo, y abrió
la puerta de su habitación.
En la estancia reinaba una penumbra rosa; sólo estaba encendida
la lámpara que había sobre la mesita redonda y baja,
al lado del sofá-cama, que estaba cubierta con seda de colores.
Envuelto en la matizada penumbra, Hendrik llamó con voz suave,
humilde, temblorosa:
—Princesa Tebab, ¿dónde estás?
Desde una esquina oscura le contestó una voz fuerte, profunda,
enconada:
—Aquí, cerdo, ¿dónde voy a estar?
—Oh, gracias —musitó Hendrik, que había
permanecido junto a la puerta con la cabeza gacha—. Sí…
ahora te veo… Estoy encantado de verte…
—¿Qué hora es? —gritó la mujer
desde la esquina.
—Alrededor de las cuatro… creo —Hendrik se estremeció.
—¡Alrededor de las cuatro! ¡Alrededor de las cuatro!
—se quejó la maligna persona que seguía invisible
en la penumbra—. ¡Muy gracioso! ¡Es estupendo!
Hablaba con marcado dialecto del Norte. Su voz era tan ronca como
la de un marinero que bebiera, fumara y jurara demasiado.
—Son las cuatro y cuarto —puntualizó en voz muy
baja. Con el mismo tono, que no auguraba nada bueno, ordenó—:
¿Querrías acercarte un poco a mí, Heinz? ¡Sólo
un poquito! Pero ¡primero enciende la luz!
Al oírse llamar Heinz, Hendrik se estremeció como
si le hubieran dado un golpe. No permitía a nadie llamarle
así, ni siquiera a su madre: sólo Juliette osaba hacerlo.
Excepto ella, nadie sabía en la ciudad que su verdadero nombre
era Heinz. ¿En qué dulce y débil hora se lo
había confiado? Heinz era el nombre por el que todos lo habían
llamado hasta los dieciocho años. Cuando comprendió
claramente que quería ser actor y famoso, cambió ese
nombre por el más escogido de Hendrik. ¡Qué
difícil había sido lograr que la familia se acostumbrara
a ese poco corriente Hendrik y lo tomara en serio! ¡Cuántas
cartas había dejado sin contestar, porque empezaban “Mi
querido Heinz”, hasta que Bella, su madre, y Josy, su hermana,
se acostumbraron al nuevo nombre! Con los amigos de la infancia
que habían seguido obstinados con el Heinz, había
roto rigurosamente todo contacto; a fin de cuentas, tampoco tenía
mucho valor la relación con personas que se empeñaban
en recordar penosas anécdotas de un pasado insípido,
entre carcajadas de un humor sin tacto.
El joven actor Höfgen había tenido que librar una amarga
batalla con agentes, administradores de teatro y redactores de revistas
para que escribieran correctamente su nombre artístico. Temblaba
de ira y disgusto cuando se veía mencionado en un programa
o una crítica como Henrik. La pequeña “d”
en el centro del nombre que había elegido tenía para
él un significado muy especial, mágico. En el momento
en que consiguiera ser conocido por todo el mundo como Hendrik,
habría llegado a la meta, sería un hombre hecho y
derecho.
Tan predominante papel tenía el nombre en los ambiciosos
pensamientos de Hendrik Höfgen, que más que una denominación
personal era una tarea, un deber. Y a pesar de ello consentía
que Juliette, desde su oscura esquina, lo llamara amenazadora utilizando
el abandonado y aborrecido “Heinz”.
Obedeció sus dos órdenes; encendió la luz,
de manera que la claridad le cegó los ojos, y dio un par
de pasos, con la cabeza gacha, hacia Juliette. Se detuvo a un metro
de ella, pero tampoco esto fue suficiente. Ella, con ronca e intranquilizadora
amabilidad y los dientes apretados, murmuró:
—Acércate más, jovencito.
Y como él no se moviera de su sitio, lo llamó como
a un perro, con tono adulador, para castigarlo cruelmente.
—¡Más cerca, bonito! ¡Venga! ¡Sin
miedo!
Hendrik seguía sin moverse, con la cabeza aún baja;
los hombros y los brazos colgaban indolentes; alrededor de las sienes
y las cejas surgía un rasgo tenso, de sufrimiento; las ventanas
de la nariz, ensanchadas, percibían un penetrante perfume,
dulce y vulgar, que se mezclaba de manera excitante y penosa con
otro más salvaje y nada dulce, el olor de un cuerpo.
Como a la muchacha la aburría e irritaba la postura lastimera
de él, hizo sonar su iracunda voz como un ronco lamento de
la selva:
—¡No pongas esa cara de mierdica! ¡Ánimo,
hombre! —Majestuosamente, añadió—: Mírame
a la cara.
Él alzó lentamente la cabeza, mientras se acentuaba
el rasgo de sufrimiento. En el rostro macilento, los ojos azul verdosos
estaban muy abiertos, de gozo o de miedo. Sin habla, miraba fijamente
a la princesa Tebab, a su Venus Negra.
Negra lo era sólo por parte de madre —su padre había
sido un ingeniero de Hamburgo—; pero la sangre negra había
demostrado ser en ella más fuerte que la blanca; no tenía
aspecto de mestiza, sino casi de pura raza. El color de su piel
tosca, en algunos puntos agrietada, era pardo oscuro, y en determinadas
zonas, como en la hundida frente o en el dorso de las delgadas manos,
casi negro. La naturaleza sólo había aclarado la palma
de las manos, mientras que ella misma, a base de maquillaje, había
cambiado el color de la parte superior de las mejillas: sobre los
pómulos fuertes, brutalmente acusados, el pálido colorete
se extendía como un rubor tísico. También llevaba
maquillados los ojos: las cejas, afeitadas y sustituidas por trazos
de carboncillo; las pestañas, alargadas artificialmente;
sobre los párpados, sombras azuladas hasta las delgadas cejas.
Por el contrario, había dejado de su color natural los carnosos
labios. Los resplandecientes dientes, que descubría al reír
o reprender, parecían toscos como la piel de las manos y
el cuello, y de un tono violeta que contrastaba, por lo turbio,
con el sano rojo de las encías y la lengua. En su rostro,
dominado por ojos vivos, crueles, inteligentes, y por brillantes
dientes, no se notaba la nariz, plana y hundida, hasta que se miraba
detenidamente. Esta nariz, en efecto, parecía inexistente;
no era como una prominencia en aquella máscara salvaje pero
atractiva, sino como una depresión.
Como fondo del rostro en extremo primitivo de Juliette se habría
esperado un paisaje selvático en lugar de aquella habitación
burguesa con muebles de terciopelo, figurillas y lámparas
con pantallas de seda. Pero el decorado no era lo único defraudante,
sino la coronación de la cabeza misma: el cabello. No era
negro y crespo como hubiera correspondido a esa frente y esos labios;
por el contrario, sorprendía porque era lacio, de tono rubio
mate. El peinado era muy sencillo, con raya al medio. La morenita
se complacía en decir que su cabello siempre había
sido así, que no había cambiado nada en él:
su color y características los había heredado de su
padre, el ingeniero Martens, de Hamburgo.
Que un hombre con ese apellido y profesión hubiera sido su
padre parecía cierto, o al menos nadie lo discutía.
Por cierto, Martens había muerto años atrás.
Una temporada de trabajo en el interior de África no le había
sentado bien. Debilitado por la malaria, con el corazón arruinado
por las inyecciones de quinina y el exceso de alcohol, regresó
a Hamburgo para morir rápida e inadvertidamente. La negrita
que había sido su amante quedó en el Congo, así
como la criatura, negra de piel, de la que decía ser el padre.
La noticia de la muerte del ingeniero no llegó hasta África.
Poco después Juliette perdió también a su madre,
y se puso en camino hacia la remota y supuestamente maravillosa
Alemania. Esperaba disfrutar allí del amor paterno. Pero
ni siquiera pudo localizar la tumba del ingeniero. Los restos mortales
de su pobre padre se habían perdido, al igual que su recuerdo.
Fue una suerte para la pobre Juliette saber bailar claqué:
lo había aprendido entre los suyos. Así consiguió
en Hamburgo un contrato en uno de los mejores locales del licencioso
barrio de San Pablo. Probablemente esta enérgica e inteligente
mujer se habría mantenido allí, e incluso hubiera
hecho una carrera honrosa, de no haber sido por su ardiente temperamento
y por su tendencia irresistible a las bebidas fuertes. Le gustaba,
y no podía evitarlo, atacar a sus conocidos o colegas con
una fusta de montar si no estaban totalmente de acuerdo con ella.
Una costumbre que al principio divertía en San Pablo, pero
que acabó siendo demasiado original y molesta.
Juliette fue despedida, y conoció con rapidez alucinante
lo que generalmente se conoce como “hundirse por etapas”,
es decir, tuvo que mostrar sus artes en locales cada vez más
pequeños y de dudosa categoría. Sus ingresos disminuyeron
tanto que pronto se vio obligada a completarlos con otras ganancias.
¿Y qué otra ocupación podía haber para
ella sino la de los vespertinos paseos por la Reeperbahn y calles
adyacentes? Su bello y oscuro cuerpo, que ella movía con
paso firme, orgulloso, casi altanero, no era de los peores ejemplares
en aquella patética venta de cuerpos que allí se ofrecía,
noche tras noche, a los marineros como a los pobres y a los honorables
ciudadanos de Hamburgo.
El actor Höfgen no había conocido a la Venus Negra en
la calle sino en un bar estrecho, lleno del humo y jaleo de marineros
borrachos, donde ella, por tres marcos cada noche, exhibía
su cuerpo y su artístico cloqué. En el programa del
sombrío cabaret la bailarina negra Juliette Martens figuraba
como “Princesa Tebab”, nombre que sólo podía
utilizar en su vida artística, aunque afirmase tener derecho
a él en su vida privada. Si daba uno crédito a sus
afirmaciones, su difunta madre, la amante abandonada del ingeniero
hamburgués, tenía sangre real: era hija de un rey
negro riquísimo, generoso, pero que, desgraciadamente, había
sido devorado por sus enemigos a una edad relativamente temprana.
En lo que respecta a Hendrik Höfgen, lo que de ella le impresionó
no fue su título, aunque también éste le había
gustado, sino sus vivaces y crueles ojos, y sus musculosas piernas
de color chocolate. Cuando terminó el número de la
Princesa Tebab, Hendrik se acercó a su camerino para hacerle
una oferta un tanto sorprendente: deseaba que le diera clases de
baile.
—Hoy en día un actor tiene que estar tan entrenado
como un acróbata —había añadido Höfgen
a modo de aclaración.
Pero la princesa no parecía prestar atención a sus
explicaciones. Sin concederse tampoco a sí misma la posibilidad
de extrañarse, fijó el precio por hora, y la primera
cita.
Éste fue el comienzo de las relaciones entre Hendrik Höfgen
y Juliette Martens. La morena era “la maestra”, es decir,
el ama, y ante ella estaba el hombre pálido como “alumno”,
el que obedece, el que se rebaja, el que recibe con el mismo ánimo
el frecuente castigo y la rara, mezquina alabanza.
—Mírame —exigía la princesa Tebab.
Y movía terriblemente los ojos, mientras los de él,
solícitos y temerosos, pendían del gesto dominante
de ella.
—¡Qué guapa estás hoy! —balbuceó
él finalmente.
—¡Déjate de tonterías! No estoy más
guapa que otras veces —repuso ella, enfadada, mientras se
alisaba los pliegues de la falda, que le llegaba por encima de la
rodilla.
De las medias de seda negra no se veía más que una
pequeña franja; las botas de caña alta, de suave charol
verde, le cubrían las pantorrillas. Además de las
bonitas botas y de la corta falda, la princesa llevaba una chaquetilla
de cuero gris, con el cuello alzado. En los brazos negros, nervudos,
tintineaban anchas pulseras de latón. La pieza más
elegante de su atuendo era la fusta de montar, un regalo de Hendrik.
Era de piel trenzada y color rojo fuego. Juliette golpeaba con ella
las botas de alta caña con un ritmo duro y amenazador.
—Has llegado con un cuarto de hora de retraso —dijo
tras una larga pausa—.
¿Cuántas veces he de advertírtelo, querido?
—Frunció con enfado la frente estrecha, abombada—.
¡Basta ya! Estoy harta. ¡Dame tus pezuñas!
Hendrik levantó lentamente las manos, girando hacia arriba
las palmas. No retiraba sus ojos, abiertos e hipnotizados, de la
caricatura gesticulante y espantosa, de la amada.
—Uno, dos, tres… —contó ella con voz chillona,
mientras levantaba la fusta.
El trenzado de la fusta cayó cruel, de través, sobre
la palma de las manos, en las que aparecieron de inmediato cardenales
rojos. El dolor que él sintió fue tan fuerte que se
le llenaron los ojos de lágrimas. Torció la boca;
al primer golpe había soltado un grito ahogado, pero se dominó
y permaneció en pie, pálido y petrificado.
—Para empezar, has tenido bastante.
Juliette esbozó una sonrisa cansada que, desde luego, iba
en contra de las reglas del juego: no tenía nada de caricatura
cruel, sólo burla y algo de compasión.
—¡Cámbiate de ropa! Vamos a trabajar—dijo.
No había ningún biombo detrás del cual él
pudiera mudarse. Con los párpados caídos, mirando
con desinterés, Juliette observó sus movimientos.
Tenía que quitarse toda la ropa y mostrarle a ella su cuerpo
claro, demasiado gordo ya, cubierto de vello rojizo, antes de embutirse
en la camisa sin mangas a rayas azules y blancas, y en el pantaloncito
de gimnasia negro. Finalmente quedó ante ella con aquel poco
digno atuendo al que llamaba “traje de entrenamiento”,
y que se componía de zapatos negros, abiertos, blancos calcetines,
coquetamente enrollados sobre los tobillos, pantaloncillo de satén
negro y brillante —como los de los muchachos en clase de gimnasia—
y camisa rayada, que dejaba desnudos brazos y cuello.
Ella lo estudió, crítica y fría:
—Has engordado desde la semana pasada, querido —y golpeó
burlona las botas verdes con la fusta.
—Perdona… —suplicó él.
Su pálido rostro, con la línea dura del mentón,
las sensibles sienes y los hermosos ojos suplicantes, mantuvo su
seriedad, y su cuerpo una casi trágica dignidad, a pesar
de la grotesca vestimenta.
La negra se ocupó del gramófono. En medio de la música
de jazz, que comenzó a sonar de pronto, ordenó hoscamente:
—Empieza ya.
Hizo rechinar los blancos dientes y movió los ojos furibunda:
éste era, exactamente, el juego de gestos que él esperaba
y deseaba.
Su rostro estaba ante él como la terrible máscara
de un dios extraño que tiene su trono en medio de la selva
y que exige con su castañetear de dientes y su movimiento
de ojos un sacrificio humano. Se lo ofrecen, a sus pies salpica
la sangre, humea con su nariz aplastada el conocido olor dulzón
y contonea su cuerpo al ritmo del salvaje tam-tam. Alrededor de
él, sus esclavos bailan una vibrante danza orgiástica.
Mueven con violencia brazos y piernas, saltan, se mecen, alcanzan
el paroxismo; su grito se convierte en un suspiro de placer, el
respiro en jadeo, y acaban exhaustos. Se dejan caer ante los pies
del dios negro al que aman, al que admiran ciegamente, de la única
forma en que los hombres pueden amar y admirar a Aquel al que han
ofrecido lo más valioso: sangre.
Hendrik había empezado a bailar con lentitud. Pero…
¿dónde estaba la ligereza triunfal que el público
y los colegas admiraban en él? Había desaparecido;
sólo con gran sufrimiento parecía conseguir mover
los pies, sólo sufrimiento que, naturalmente, también
suponía placer: así lo revelaba la ensimismada sonrisa
de sus labios apretados y su mirada embriagada.
Juliette, por su parte, no tenía intención de bailar.
No hacía más que animarle con palmas, gritos toscos
y el balanceo rítmico de su cuerpo.
—¡Más rápido, más rápido!
¿Qué tienes hoy en los huesos? ¿Y tú
pretendes ser un hombre? ¿Pretendes ser actor y cobrar dinero
por dejarte ver? ¡No eres más que un patético
pedazo de miseria!
La fusta restalló sobre las caderas y los brazos. Esta vez
los ojos no se le llenaron de lágrimas, sino que permanecieron
secos y ardientes. Sólo temblaron sus apretados labios. Y
la princesa Tebab le fustigó de nuevo.
Continuó durante media hora, sin interrupción, como
si se tratara de un entrenamiento formal y no de una perversa diversión.
Finalmente jadeó con violencia. Alcanzó el paroxismo.
Su rostro quedó cubierto de sudor. Con dificultad, dijo:
—Estoy mareado. ¿Puedo dejarlo ya?
—Tienes que seguir saltando, por lo menos, un cuarto de hora—ordenó
ella, consultando el reloj.
Sonó de nuevo la música. Juliette marcaba frenéticas
palmas. Hendrik intentó otra vez el zapateado. Pero sus atormentados
pies se rebelaron dentro de los coquetos zapatos y los coquetos
calcetinitos. Se movió un poco y luego se quedó inmóvil,
quitándose el sudor de la frente con mano temblorosa.
—¿Qué tonterías son ésas? ¿Te
detienes sin mi permiso? ¿Cómo te atreves?
Dirigió la roja fusta hacia su cara, y él se retiró
justo a tiempo para no recibir el terrible golpe. Hubiera sido demasiado
aparecer por la noche en el teatro con un morado desde la frente
hasta la barbilla. A pesar del ensimismamiento en que se encontraba,
sabía que no podía permitirse una cosa así.
—¡Déjalo! —dijo. Y añadió,
mientras se separaba de ella—: Basta por hoy.
Ella comprendió que la sesión había terminado.
Guardó silencio. Con un suspiro de alivio, le miró
mientras se ponía la bata forrada de seda roja, que por cierto
estaba rota en varios sitios. Se echó en la tumbona.
El sofá que utilizaba como cama por la noche estaba cubierto
durante el día con paños y cojines de colores. Junto
al canapé se encontraba la lámpara sobre la mesita
redonda.
—Apaga la luz y ven aquí, Juliette —pidió
Hendrik con voz melodiosa y quejumbrosa.
Ella se acercó en medio de la penumbra rosa.
—Muy bien —suspiró cuando ella se detuvo a su
lado.
—¿Te ha gustado? —preguntó ella secamente.
Había encendido un cigarrillo, y le daba fuego a él,
que fumaba de la larga y ordinaria boquilla regalo de Rahel Mohrenwitz.
—Estoy rendido —admitió él.
Ella esbozó una sonrisa bondadosa y comprensiva.
—Estupendo —dijo, inclinándose hacia él.
Hendrik había puesto su ancha y pálida mano cubierta
de vello rojizo sobre la brillante rodilla de seda negra. Dijo,
soñador:
—¡Qué desagradables resultan mis manos, tan vulgares,
sobre tus maravillosas piernas, cariño!
—¡En ti todo es desagradable, cerdito: cabeza, pies,
manos, todo! —le aseguró ella con ternura ronroneante.
Luego se deslizó junto a él. Se había quitado
la chaquetita de piel gris; debajo llevaba una blusa camisera de
seda brillante, a cuadros rojos y negros.
—Te querré siempre —dijo él, rendido—.
Eres fuerte, eres pura —y miró sus pechos, duros y
puntiagudos, que resaltaban bajo la ceñida seda.
—No sabes lo que dices —repuso ella, despectiva—.
Eso es lo que te imaginas. Algunas personas necesitan imaginar cosas
así, para sentirse bien.
Él buscaba con sus dedos las suaves y altas botas.
—Pero yo sé que te querré siempre —replicó
él con los ojos cerrados—. Nunca encontraré
otra mujer como tu. Tú eres la mujer de mi vida, princesa
Tebab.
Ella mecía desconfiada su rostro oscuro, serio, sobre el
de él, pálido, cansado.
—Pero aun así no me dejas ir al teatro cuando actúas.
—A pesar de ello, actúo sólo para ti. Sólo
para ti, mi Juliette. De ti tomo mi fuerza.
—No admito que me lo prohíbas. Iré al teatro
quieras o no. La próxima vez estaré sentada en el
patio de butacas, y reiré cuando salgas a escena, tontainas.
—¡Eso ni en broma! —repuso él rápidamente.
Asustado, abrió los ojos y se incorporó. La visión
de su Venus Negra pareció tranquilizarlo. Sonrió,
e incluso empezó a recitar—: Viens-tu du ciel profond
ou sors-tu de l’abîme, o Beauté?
—¿Qué tontería es ésa? —inquirió
ella, impaciente.
—Es de este maravilloso libro —aclaró él,
mostrando una edición francesa, encuadernada en amarillo,
de Les fleurs du mal de Baudelaire, que había junto a la
lámpara, sobre la mesita.
—No lo entiendo.
Pero él siguió recitando:
—Tu marches sur des morts, Beauté, dont tu te moques.
/ De tes bijoux l’Horreur n’est pas le moins charmant.
/ Et Meurtre, parmi tes plus chères breloques, / Sur ton
ventre orgueilleux, danse amoureusement…
—¿Cómo puedes mentir tan estúpidamente?
—dijo ella, y rozó con sus dedos la boca que hablaba.
Él continuó con tono melancólico:
—Tú no me cuentas cómo has vivido, princesa
Tebab. En tu tierra, quiero decir.
—Ya no me acuerdo de nada —replicó ella.
Después lo besó, quizá sólo para evitar
que siguiera haciendo preguntas indiscretas y poéticas: su
boca, muy abierta, animal, con los labios oscuros y enormes, y la
lengua rojo sangre, se acercaba lentamente a la otra boca, ávida,
pálida.
Tan pronto como ella separó el rostro, Hendrik prosiguió:
—No sé si me has comprendido cuando dije que actúo
sólo por ti y para ti.
Mientras él hablaba blanda, soñadoramente, ella acariciaba
con diestros dedos su cabello sedoso, sobre cuya palidez proyectaba
la lámpara un tenue brillo dorado.
No es que tratara su cabello de forma cariñosa, sino que
parecía estar peinándolo.
—Lo he dicho literalmente —continuó él—.
Si a la gente le gusto, si tengo éxito, te lo debo a ti.
Verte, tocarte, princesa Tebab: esto es para mí un tratamiento
milagroso… algo magnífico, un alivio incomparable…
—¡Ah! Tú no sabes más que parlotear y
mentir —replicó ella con aire maternal—. Eres
el mierdica más divertido que he conocido en la vida.
Para obligarlo a callar, llevó las manos a su rostro; las
anchas pulseras tintineaban junto a la barbilla; las palmas comprimían
las mejillas. Por fin él calló. Alojó la cabeza
en el cojín como si quisiera dormir. Al mismo tiempo rodeó
con sus brazos a la muchacha negra, con el ademán del que
busca ayuda. Mientras descansaba en su abrazo, ella dejó
las manos sobre el rostro de él, como si quisiera impedirle
ver la sonrisa tierna e irónica con que lo miraba.
Traducción
de Araceli Castro Martínez. |