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Capítulo
primero
El
barco estaba detenido desde hacía unos minutos. La gente
bajaba agolpada por la estrecha pasarela; abajo, en el muelle, eran
recibidos con profusión de saludos, besos y abrazos. Los
que llegaban se mezclaban rápidamente con los que estaban
esperando, la gente se encontraba con gestos y gritos, y reinaba
una gran confusión de voces y risas. También se derramaban
lágrimas de felicidad, pues había quienes llevaban
largo tiempo en países lejanos y volvían ahora a la
patria nórdica. A la general alegría, casi embriagada,
que siempre produce la llegada de un vapor, se sumaba el placer
de un radiante día de verano. El cielo y el agua eran igualmente
azules, el vuelo de las gaviotas, en cuyo agitado plumaje relampagueaba
la luz, era de una belleza arrebatadora.
La joven llamada Johanna1 aún no se decidía a abandonar
el barco. Estaba en la cubierta y buscaba con los ojos, entre la
muchedumbre de abajo, a una amiga que no encontraba. Era probable
que Karin ni siquiera hubiera venido, pensaba, y su desilusión
era tal que ya no tenía ninguna gana de moverse del lugar.
Pero entonces descubrió a Karin entre los que hacían
señas. Tranquila, seria y digna, en medio del gárrulo
gentío, quizá ya había descubierto desde hacía
tiempo a Johanna entre los pasajeros de la cubierta, pero sólo
ahora sonreía, cuando la mirada de Johanna reparaba en ella.
Esta suave y seria sonrisa le era muy familiar a Johanna; la conocía
desde lejos, y le produjo emoción y bienestar.
Cruzó rápidamente el puente y bajó a la cubierta
intermedida por una escalera, le entregó al empleado que
estaba a la entrada su billete, y descendió por la inclinada
pasarela de desembarque tan deprisa que tropezó y estuvo
a punto de caer. Corría como un muchacho que al fin puede
salir de la escuela. Su cabello, que ondeaba ahora en su frente,
era como el de un muchacho. A cierta distancia uno la hubiera podido
confundir con un bachiller. Bajo la falda corta de lino llevaba
desnudas las rodillas. Su alegría por dejar aquel barco era
enorme. Y no era sólo el barco lo que dejaba tras de sí,
al bajar tan atropelladamente y con tanto entusiasmo por la pasarela.
En su viva alegría se mezclaba un poco de miedo: ¿qué
se iniciaba ahora?
Karin atrapó a la corredora.
—¡Aquí estás! —dijo con una voz
algo velada, dulce y profunda. Johanna rodeó con los brazos
a Karin y la besó.
—¡Qué amable has sido por venir! —exclamó,
todavía abrazándola. Después, ligeramente avergonzada
por tal manifestación de ternura, desacostumbrada entre las
dos, añadió:
—Podría haber ido a vuestra casa en tren, tenía
anotados los enlaces.
Karin preguntó por el equipaje de Johanna. No encontraron
un mozo en aquel momento. Había que llevar al control de
aduana las dos modestas maletas de mano; Johanna estaba muy desorientada
y confusa, y Karin tuvo que encargarse de todo y dirigir las formalidades.
A pesar de toda su dulzura e indolencia, era enérgica y hábil.
Con el funcionario de la aduana hablaba un idioma totalmente extraño
y confuso, y Johanna no concebía que alguna vez pudiera llegar
a entenderlo o incluso a expresarse en él. Johanna, torpe
y confusa, estaba junto a Karin, que actuaba con decisión
y tranquilidad. Por fin despacharon las maletas, y Karin le indicó
al mozo el coche al que tenía que llevarlas. Era el mismo
automóvil con el que Karin había estado el año
pasado en Alemania; una limusina poco llamativa, de cuatro asientos,
verde, cubierta de salpicaduras y polvo.
—Todavía el viejo y buen cacharro —dijo Johanna
con aprobación mientras subía.
Era magnífico volver a tener junto a sí a Karin al
volante. Nadie conducía con mayor seguridad y de forma más
fiable que ella. Johanna la contemplaba divertida y admirativamente
de reojo; cómo le impresionaba esa actitud indolente y contenida,
cómo amaba ese rostro moreno, sensible al tiempo que cerrado,
con sus ojos buenos de color indefinido. (¿Eran gris oscuro
tirando a castaño? ¿O eran de color castaño
claro, a veces con un matiz de azul oscuro?) Johanna ya no sentía
su enorme cansancio, su desasosiego y su agotamiento nervioso. La
cercanía de Karin la reconfortaba y fortalecía, por
lo que no apartaba los ojos de ella y no prestaba atención
a la ciudad extranjera por la que la llevaba.
—¿Adónde vamos? —preguntó—.
¿Al hotel?
Karin, al volante, negó con la cabeza.
—Tenemos una casa aquí —dijo.
Johanna no lo sabía.
—¿Una casa en la ciudad? Pero si siempre estáis
en la hacienda…
Karin sonrió, siempre sin mirar a Johanna, los ojos fijos
en la calzada.
—Sí —dijo—, estamos casi todo el año
fuera. La casa suele estar cerrada casi siempre, pero sí
que la utilizamos unas cuantas semanas en el invierno… Además,
uno cualquiera de nosotros suele venir aquí una vez por semana
—añadió, un tanto pensativa, tras una pausa.
Johanna, que miraba casi sin interrupción a Karin, como si
fuera la única manera de mantenerse en condiciones, miró
ahora a la calle. Era un bulevar ancho y luminoso; en aquel instante
pasaban junto a una iglesia, cuya sobria pintura blanca como la
cal producía un extraño contraste con las formas bizantinas
de sus cúpulas. Por lo demás, era la primera vez que
Johanna reparaba en lo silenciosa que era la ciudad a pesar del
abundante tráfico. Los coches se deslizaban calladamente
unos junto a otros. Algo faltaba. Johanna le preguntó a Karin
qué era.
—Aquí está prohibido tocar el claxon —le
explicó Karin—. Sí, aquí no puede hacerse
ninguna señal, cosa muy razonable, porque así hay
que conducir con más cuidado.
Ella, sin embargo, conducía bastante deprisa. Ahora se detuvo
con brusquedad; estaban en una calle elegante y silenciosa. Había
un parque frente a las fachadas de villas y elegantes casas de alquiler.
Con gran habilidad, Karin había aparcado de frente al primer
intento, perfectamente en paralelo con el bordillo de la acera.
—Qué bien lo he hecho —dijo, y sonrió
contenta.
Se bajaron y cruzaron la acera. La calle estaba desierta; solo había
una niña ante la casa junto a la que se habían detenido,
una niña con ojos de ratón, oscuros y rasgados, que
saltaba a la cuerda. Vestía una blusa amarilla chillona y
sandalias marrón claro, que hacían un sonido agradable
al golpear contra el pavimento.
Johanna le sonrió, pero la niña sólo le devolvió
la mirada de forma seria y esquiva.
—Es curioso el aspecto mongoloide que tienen aquí las
personas —dijo Johanna a Karin, que entretanto había
encontrado ya las llaves de la casa—; esa niña podría
pasar perfectamente por china.
—Pero soy japonesa —replicó la pequeña
en un berlinés puro, aunque reticente y casi con enfado,
con una mueca de enojo.
Johanna se sobresaltó, igual que si un pajarillo hubiera
roto a hablar, y además en berlinés, lo que en Johanna
no podía despertar ningún buen recuerdo. Karin se
rió.
—Es la hija del cónsul general de Japón —dijo,
y la niña asintió con seriedad—. La han traído
aquí desde Berlín. Vamos, ven.
Karin subía ya los primeros escalones; Johanna volvió
a mirar un instante a la pequeña saltadora.
Era una escalera pomposa, agradablemente fría después
del calor de fuera. Johanna sólo se dio cuenta de lo opresivo
que era el aire de la calle al recibir agradecida el frescor del
interior.
—Tenéis calor aquí en el norte —le dijo
a Karin, que subía la escalera deprisa, aunque no corriendo,
sino con pasos regulares y ágiles.
—En el verano sí —replicó Karin, volviendo
la cabeza y sonriendo, sin dejar de subir.
Johanna, que de pronto se sintió cansada, miró una
vez más, con admirativo cariño, el paso elástico
y ligero de la amiga antes de empezar a subir las escaleras.
Tomó una especie de pequeña carrerilla y dio después
grandes zancadas, subiendo siempre los escalones de dos en dos.
No había esperado que sus pasos retumbaran de aquel modo
(los pasos de Karin eran mucho más silenciosos). No había
alfombra sobre los escalones de piedra; era aquello lo que le deba
a la amplia y suntuosa escalera el carácter de una cierta
insípida vaciedad, de una dejadez todavía noble, pero
ya sospechosa: la entrada era como la de un castillo cuyos señores
no pudieran ya mantenerlo conforme a su rango; sigue siendo magnífico,
pero una falta de comodidad y carácter acogedor que no es
posible pasar por alto empieza a traicionar de forma inquietante
la cercanía de la decadencia.
La vivienda que la familia utilizaba como alojamiento ocasional
en la capital era muy grande. Karin condujo a Johanna por un pasillo
y a través de varias habitaciones amplias en las que, cubiertas
por sábanas blancas, había sillones, mesas redondas
de té, canapés y arañas.
—Este es el salón —explicaba Karin al pasar—.
Ese es el comedor. Este de aquí fue el gabinete de trabajo
de papá.
En las frías y semioscuras habitaciones olía aún
a naftalina y polvo, las celosías estaban echadas. En una
habitación —aquella a la que se había referido
Karin como antiguo gabinete de estudio de su padre— la rendija
de las contraventanas entornadas permitía que entrara un
ancho rayo de sol que caía oblicuo a través de la
habitación como un reflector amarillo. En su trémula
claridad danzaban como insectos las motas de polvo. En la pared
situada frente a la ventana aquel rayo caía sobre un cuadro
cuyo paisaje animaba de forma sorprendente. Un prado medianamente
pintado —en él una muchacha con vestido rojo cuidaba
de unas ovejas —se convertía en el único punto
vivo, en la única realidad de ese lugar muerto, oníricamente
desierto.
Karin abrió una ancha puerta blanca; entraron en una habitación
más pequeña en la que había luz.
—Aquí vivo yo —dijo—. Mi habitación
era contigua al gabinete de trabajo de papá.
La habitación de Karin estaba arreglada con mucha austeridad:
una cama, la cómoda blanca, el armario de espejo, un par
de sillas sencillas. Karin se sentó en la cama y se encendió
un cigarrillo.
—¿Quieres un té? —preguntó, y sonrió
a Johanna—. Puedo hacer rápidamente uno.
Johanna se sentó, sin contestar, junto a ella.
—Estoy terriblemente cansada —dijo, y cerró los
ojos.
—¿Del viaje? —inquirió Karin.
Johanna, que no respondió de inmediato, abrió los
ojos al cabo de unos segundos, como si hubiera estado a punto de
dormirse allí mismo de inmediato, o de perder la conciencia.
—No sólo del viaje —dijo al cabo en un tono como
si le costara trabajo admitirlo.
—Ya lo sé —dijo con su voz profunda y delicada
Karin. Acarició ligeramente los hombros de Johanna, caídos
triste y cansadamente hacia adelante.
Johanna se levantó. “Me voy a echar a llorar”,
pensó, y se acercó deprisa hasta la ventana, ante
la que se quedó parada. Miró a la pacífica
y elegante calle del parque. Con todas sus fuerzas trató
de concentrar sus pensamientos en aquella agradable vista. Pero
ante los ojos tenía otra cosa. Apretó las manos con
dolor.
—¿Fue muy duro? —preguntó Karin desde
la cama.
—No hablemos de ello —le contestó Johanna, casi
con cólera.
Hacía casi un año que no se veían, y sólo
se habían escrito unas pocas cartas en ese tiempo, que para
Johanna había sido muy agitado. Pero en ambas quedaba el
recuerdo de una amistad grande y firmemente asentada, a pesar de
que tal amistad sólo había tenido seis meses para
desarrollarse y consolidarse: los seis meses que Karin estudió
en Berlín. Había conocido a Johanna en la universidad,
donde ésta estudiaba economía política, mientras
que Karin se matriculó en historia del arte. Se encontraron
en un curso sobre filosofía y se sentaron juntas varias veces
—un poco por casualidad, un poco a propósito—
antes de hablar la una con la otra. Después empezaron a verse
a diario, hasta que Karin tuvo que marcharse precipitadamente al
norte al recibir un telegrama. Se trataba de la noticia del accidente
mortal de su padre, que lo cambió todo. Johanna acompañó
al puerto del norte de Alemania —de donde salían los
barcos hacia el norte—a Karin, al principio paralizada por
el dolor y luego deshecha en lágrimas. Entonces, en el tren,
Karin le habló por primera vez de su familia: de la hacienda
en la que vivía, de sus hermanos y de su madre. Hasta entonces
no había dicho nada sobre aquello, si acaso una vez, de forma
más general, refiriéndose al paisaje amplio y desierto
de su país, mencionando a su padre con unas pocas palabras
cariñosas. El dolor por esta pérdida fue terrible
para ella; aún se dejaba sentir al año siguiente en
sus escasas y breves cartas.
Cuando Karin y Johanna se separaron no sabían todavía
que el lazo entre ambas se hubiera hecho tan fuerte. Lo notaron
al dejar de verse. Pensaban mucho la una en la otra a pesar de que
ambas se vieron apartadas y ocupadas por los amargos acontecimientos
de su propia vida. Johanna desarrolló, en los meses siguientes
a la partida de Karin, una actividad cada vez más decidida,
valiente y radical en un ámbito en el que antes sólo
había tenido un interés de lo más general y
diletante: el político. Ingresó en un grupo de estudiantes
comunistas, desempeñó trabajos de propaganda, habló
en asambleas; lo que no sólo se debía a su desarrollo
interior y a acontecimientos intelectuales, sino sobre todo a la
nueva y poderosa relación que la unió con uno de los
amigos de su hermano mayor, Georg.
Hasta aquella época se había mantenido apartada del
círculo radical e intolerante formado en torno a su hermano
mayor, escritor filosófico y activo socialista. Se encontró
por primera vez con el periodista, orador y deportista Bruno fuera
de ese círculo político. Su amistad con él
la aproximó también a sus correligionarios, y con
ello a su hermano. Al cabo de unas semanas era en todo una de ellos.
Participaba en su trabajo enérgicamente, cada día
con mayor dedicación.
De este modo la catástrofe que se abatió sobre su
patria en los primeros meses del año siguiente la alcanzó
del modo más personal y radical. Su hermano y alguno de sus
amigos, entre ellos Bruno, pudieron huir al extranjero; algunos
fueron detenidos, otros asesinados. Ella tuvo que mantenerse oculta.
La encontraron y volvieron a ponerla en libertad, y aunque no quería
marcharse, abandonar su puesto, ya se cernía sobre ella la
siguiente detención; fue advertida y tuvo que resolverse
a utilizar los papeles falsos que tenía a su disposición;
abandonó Alemania. A través de un camarada pudo enviar
desde Estocolmo la carta con la que se anunció a Karin.
—No hablemos de ello ahora —dijo Johanna—; ahora
no, más tarde.
Karin no siguió inquiriendo. Tocó suavemente desde
detrás, con ambas manos, la espalda de Johanna:
—Ahora échate.
Johanna hubo de tenderse en la cama; Karin extendió una manta
sobre sus pies y le puso una almohada bajo la cabeza. Se sentó
junto a ella.
—Mi hermano Jens está hoy en la ciudad —le dijo—.
Es mi hermano pequeño, que está aprendiendo agricultura
en la hacienda. Alguien tendrá que hacerlo. Ragnar no aprenderá
nunca.
Rió un poco, pero no sonó muy amable.
—¿Dónde está Ragnar? —dijo somnolienta
Johanna, que había cerrado los ojos.
—También quería venir a la ciudad —le
explicó Karin—, pero ayer volvió a tener un
tropiezo con su coche. Se salió un poco a la cuneta, pasa
a veces. Es terriblemente cómico conduciendo.
Rió y Johanna rió con ella.
—¿Por qué no va entonces contigo, en tu coche?
—le dijo, siempre sin abrir los ojos.
Karin no respondió, sino que se encogió de hombros.
Se levantó y se puso a hacer cosas, primero en el dormitorio,
luego en otras habitaciones de la casa, probablemente en la cocina.
Johanna oyó tintineos y ruidos sordos; adivinó por
los sonidos que Karin preparaba té y ponía pastas
en una bandeja. Mientras Karin iba de un lado para otro canturreando
suavemente, abriendo allí una alacena, extendiendo aquí
un mantel, Johanna mantenía con gran placer los ojos cerrados.
No se dormía, pero la sensación era hermosa, como
la que precede a un buen sueño. Se sentía maravillosamente
protegida en la proximidad de Karin. Existía una seguridad
casi misteriosa en todas las palabras y movimientos de Karin, una
presencia de ánimo delicada y con una decisión amable,
como si nada pudiera afectarla seriamente, y estuviera al amparo
de toda confusión gracias a un talismán especial,
que actuara de modo silencioso y poderoso.
Mientras bebían té, llamaron a la puerta. Karin se
levantó.
—Será Jens —constató—. Sí,
quería venir a recogernos.
Salió a abrirle la puerta a su hermano. Se escuchó,
apenas hubo entrado, su voz sonora y jovial. Hablaba en sueco con
Karin. Johanna, que seguía aún en la cama —Karin
le había dejado la taza y el platillo con las pastas en una
mesita justo al lado de la almohada—, se levantó para
no recibir al hermano de Karin como una enferma. Éste entró
riendo y hablando. Tenía un traje de lana suave de color
claro, era ancho de espaldas, grueso y alto. Lo primero que observó
Johanna en él fue un bigotillo rubio claro cortado a la inglesa.
Se movía con una desenvoltura que traicionaba vanidad, y
sólo sacó las manos de los bolsillos cuando saludó
a Johanna.
—Ésta es mi amigo Johanna —dijo Karin, acariciando
el cabello de la amiga con las yemas de los dedos.
—Encantado, me han hablado mucho de usted —dijo Jens,
y se inclinó cortésmente.
Su alemán tenía un acento ligeramente americano. En
ese momento Johanna sintió por primera vez embarazo ante
el hecho de que por su culpa se tuviera que utilizar una lengua
extranjera. En la conversación con Karin siempre le había
parecido natural, casi nunca le había oído hablar
otra cosa que no fuera alemán. Ella misma no sabía
sueco, y desde luego no el fantástico idioma del país,
que sonaba a magiar, y que por lo demás no era la verdadera
lengua materna de Karin y su familia, de origen sueco.
Karin sirvió té a Jens y se sentó junto a Johanna
en la cama después de pedir permiso riendo. Era un hombre
guapo, y le hubiera gustado a Johanna si sus modos ruidosos no le
resultaran un poco irritantes. Además, planteaba demasiadas
preguntas directas, un tanto carentes de tacto.
—¿Así que no es un viaje de placer el que ha
emprendido, sino que ha huido de Alemania? —preguntó,
alegremente.
Johanna le miró sorprendida; encontró la expresión
de su rostro de una ingenuidad desarmante. Tenía grandes
ojos de color azul claro, algo saltones, con unas cejas ralas y
del color del trigo. No era muy agradable que llevara su cabello
rubio, que al natural quizá fuera hermoso y rizado, en un
peinado a raya atildado y forzado; a los lados y en la nuca se lo
habían dejado muy corto con la máquina (en realidad,
un peinado alemán, pensó Johanna). Su rostro estaba
ligeramente enrojecido, poderoso y virilmente bien formado, con
una nariz recta, una boca muy roja y una barbilla enérgica,
quizá algo pesada. Cuando volvió a dejar su taza de
té en la mesita, Johanna reparó en que tenía
los brazos demasiado largos. Johanna le contestó.
—Sí —dijo—, así es, tuve que marcharme.
—¿Tiene usted un pasaporte? —preguntó
Jens.
—He venido con un pasaporte falso.
—¿Es usted judía? —Jens lo preguntó
con expresión de desconfianza. Karin, que retiraba el servicio
de té, soltó una risita. Johanna, sin embargo, mantuvo
la seriedad.
—Quizá no soy aria.
—¿Qué significa eso? —preguntó
Jens, no con ironía, sino con curiosidad.
—Es algo que no se sabe demasiado bien —le contestó
Johanna—. Le puede pasar a cualquiera.
—¿Pero usted habrá sido educada como cristiana?
—indagó Jens, con cierta severidad.
Johanna tuvo que admitirlo.
—Entonces es usted cristiana —afirmó Jens.
Johanna dijo, desviando la vista repentinamente, con cansancio y
cierta repugnancia:
—Se trata de la raza; de la sangre.
Jens hizo una pequeña pausa respetuosa, mientras parecía
reflexionar. Finalmente, dijo con terquedad:
—Pero usted es rubia.
Johanna tuvo que echarse a reír.
—Sí, si se tratara de eso…
—Yo estuve una vez en Alemania —explicó Jens,
con lentitud y seriedad—, hace dos años. Estuve en
Berlín, Heidelberg y Nuremberg. Es un país muy bello
y muy respetable; romántico pero muy respetable. Sí,
yo siempre he estado a favor de Alemania. Ragnar siempre ha estado
en contra de Alemania —dijo, encogiéndose de hombros—.
En cualquier caso —afirmó concluyendo—, todo
lo que pasa en Alemania tiene que tener un cierto sentido. En Alemania
no ocurre nada sin sentido ni razón.
Johanna no sabía qué replicar; estaba confundida y
algo irritada; por otra parte, no se sentía dispuesta a entrar
en una discusión con él. Karin salvó la situación.
Rápidamente le dijo en sueco unas cuantas frases a su hermano,
que sonrió un poco cortado. Luego manifestó que ya
era tiempo de salir y dar un pequeño paseo por la ciudad.
Jens se volvió extraordinariamente amable, incluso galante.
Dijo:
—Siempre me han parecido encantadoras las damas alemanas,
también usted es encantadora, señorita Johanna. ¿Puedo
llamarla así? —le preguntó cálidamente,
mientras la ayudaba a ponerse la chaqueta. Tenía una sonrisa
atrayente, casi conmovedora. Sus ojos bondadosos brillaban.
En la escalera preguntó cuánto tiempo pensaba pasar
Johanna en este país. Ésta se estremeció; su
respuesta fue vaga.
—No lo sé exactamente —dijo—, no mucho
tiempo probablemente; quizá no más de una semana.
Mis amigos están en París —añadió
con cierto apresuramiento huidizo.
Abajo, en la calle (detrás de la limusina en la que habían
llegado), había un Ford descapotable, bastante baqueteado
pero eficiente. Karin afirmó que no tenía ganas de
conducir, así que se decidieron por el Ford, que pertenecía
a Jens.
—¿Cada uno de vosotros tiene su coche? —preguntó
Johanna mientras subían.
Jens y Karin sonrieron; Jens orgulloso, Karin un poco azorada.
—De lo contrario siempre habría disputas —afirmó.
—Cada uno de nosotros lleva su propia vida —añadió
Jens muy digno—. Yo trabajo en una granja ajena para luego
poder poner la nuestra en condiciones. Pero ahora quiero enseñarle
la ciudad; es una bella ciudad —declaró orgulloso.
Karin se sentó detrás, Johanna delante, junto a Jens,
para que éste pudiera enseñarle las cosas notables
de la ciudad. Avanzaron bastante deprisa a través del tráfico
denso pero silencioso, bajando por unos cuantos bulevares anchos
y luminosos y pasando al lado de unas cúpulas de iglesias
bizantinas y de un edificio gubernamental muy moderno. Jens le mostró
a Johanna unos almacenes, un nuevo edificio del correo de estilo
americano, una estatua ecuestre y una librería de la que
afirmó que era la mayor de Europa. Johanna observó
esta ciudad, la capital extraña de un país extraño,
sin un interés precisamente apasionado. Siempre se había
imaginado los lejanos centros administrativos de la Rusia zarista
de forma parecida a este lugar, con sus plazas demasiado espaciosas,
sus edificios representativos oficiales: con un gobernador en abrigo
de pieles que habla francés en su salón pero que todos
los días ordena repartir golpes de látigo. Johanna
dijo algo al respecto a Jens, algo que éste no pareció
oír con agrado:
—Sí, en tiempos estuvieron aquí los rusos —dijo—.
Los alemanes nos ayudaron entonces contra ellos.2 Los alemanes son
los mejores soldados del mundo.
Poco a poco abandonaron la ciudad y llegaron al campo abierto. La
carretera, que cruzaba un bosque bajo, seguía siendo ancha
y bien pavimentada. Una buena carretera, elogió Johanna,
a lo que Jens, despectivo, casi hosco, replicó:
—Aquí, en los aledaños de la ciudad, las carreteras
son todavía muy decentes; pero más adentro, en el
campo, ¡bah! En Alemania —añadió tras
una breve pausa—, ¡allí sí que hay buenas
carreteras por todas partes!
De pronto se puso a hablar de la música alemana.
—¡Oh, cómo me gusta! —exclamó entusiasmado.
“En realidad, podría ser americano”, pensó
Johanna de pronto. “Tiene la misma ingenuidad enervante pero
desarmante de algunos jóvenes americanos.” Jens, entretanto,
se esforzaba por cantar algunas melodías alemanas; los resultados
dejaban bastante que desear.
—Nie sollst du mich befragen!3 —cantaba retumbante—.
Sí, he oído el Lohengrin, en Munich, en los festivales.
Me he olvidado de contar que también estuve en Munich. Pero
también conozco otra cosa, espere un momento… ¡Es
la primavera, es la primavera, es la primavera de Berlín!
¡Sí, ya lo creo que lo es! —exclamó, algo
absurdamente, y se rió ruidosamente—. He estado dos
años en América —explicó—, y sólo
diez días en Alemania. A pesar de eso, Alemania me parece
mucho más hermosa. Vi y viví tantas cosas entonces
en Alemania. Por ejemplo, una cosa muy rara, en Berlín, cómo
se llamaba, La ópera de los tres cuartos,4 un poco cínica,
pero también hermosa, y cantaban: Ja, da muss man sich doch
einfach hinlegen….5
Volvió a cantar en un tono elevado, con la voz temblorosa,
con un sentimiento a medias paródico, a medias verdadero.
No le disgustó a Johanna, a pesar de que le encontraba un
poco ridículo. Pero su temperamento ingenuo le divertía,
y tenía la virtud de poder distraerla agradablemente de sus
pensamientos.
Karin, que durante todo el tiempo había callado, dijo repentinamente
desde atrás:
—Creo que debemos volver. Johanna tendrá hambre. Vamos
a comer.
—Okey —respondió Jens.
Dieron la vuelta.
El hotel a cuyo restaurante fueron a comer tenía también
el mismo estilo zarista. Polvoriento y suntuoso, con anchas palmeras
algo grises en macetas multicolores, grandes sillones estilo renacimiento,
columnas barrocas, angelotes de yeso que amenazaban con precipitarse
desde el plafón, y un portero solemne con rígidas
patillas blancas y angulosas, que parecían postizas.
Jens seleccionó el menú; hizo que el camarero le informara
y en su cara casi había preocupación a causa de su
concentrada seriedad. Durante este ceremonial Johanna contemplaba
un tapiz que cubría la extensa pared frente a ella. En él
se representaba, con profusión de colores y de forma sumamente
vívida, una tertulia que, era evidente, se encontraba del
mejor humor. Los vestidos de las damas y caballeros indicaban que
la escena se desarrollaba alrededor del año l890. En primer
plano se encontraba una joven figura femenina con elevado peinado,
enormes mangas ahuecadas y un exuberante arranque de los senos,
con un burbujeante vaso de champán en alto (en la imagen
del tapiz se reflejaba incluso la espuma del champán). Mostraba
al espectador un perfil desbordante de alegría pero noble:
la nariz griega, la frente muy bien formada bajo el peinado refinado…
sin embargo, la boca radiante era casi desagradable en su placer
de vivir (el artista del tapiz había empleado aquí
sus hilos rojos más fuertes y brillantes). Junto a ella se
encontraba un caballero en sus mejores años; llevaba una
larga levita negra y patillas morenas, y parecía a punto
de iniciar un discurso de mesa, a la vez sensato y divertido.
Todos reían, ligeros y conmovidos. Johanna miraba a este
sorprendente tapiz como si viera un mundo extraño, enteramente
inexplicable: mitad danza de dioses, mitad casa de fieras. Sentía
un interés tan apasionado por todos sus detalles que olvidó
incluso reírse de su comicidad.
—Sí, este lugar es curioso —dijo Karin finalmente.
Johanna se sobresaltó.
Trajeron las numerosas fuentes de los entremeses; pescaditos, salchichas,
queso, caviar; Jens había pedido además un fuerte
licor. Levantaron los pequeños vasos y brindaron. Jens dijo
algo sobre la cerveza muniquesa, que aquí sin duda no tenían.
Johanna aclaró que no le gustaba beber cerveza. Hablaron
sobre clases de vino; después sobre la preparación
de platos en los diversos países. Jens volvió a hablar
con entusiasmo de algo referente a Berlín, Nuremberg y los
festivales de Munich. La conversación pasó al teatro
en general, Jens se acordó de diversas representaciones a
las que había asistido en el Deutsches Theater6 berlinés
y en otros teatros. Johanna mencionó que el célebre
director que había estado a la cabeza de este teatro ya no
podía trabajar en Alemania, así como tampoco diversos
artistas que Jens había recordado con admiración en
el curso de la conversación. Jens se enteró de esto
con un ligero asombro, sin prestar mayor atención. Karin
le dijo un par de frases en sueco, que parecieron ponerle de mal
humor, incluso irritarle. Replicó con la voz elevada, y su
rostro, acalorado por la degustación de las viandas y el
licor, se puso aún más rojo. Se desencadenó
entonces una breve, viva y para Johanna incomprensible conversación
entre los hermanos.
Finalmente manifestó Jens, tan enfadado que golpeó
con el puño en la mesa —no demasiado fuerte, pero de
todos modos lo suficiente como para que los vasos tintinearan y
les miraran desde algunas mesas vecinas:
—¡Ya eres casi como Ragnar!
Esta frase, dicha en alemán, era lo primero que volvía
a entender Johanna. Karin rió:
—Esto no tiene nada que ver con Ragnar, desde luego —dijo.
Después se volvió a Johanna, explicándole:
—Es que en nuestro país también hay disputas
políticas, habrás de saber: un partido nacionalista
de derecha radical7 desempeña aquí cierto papel, y
Jens siente simpatía por él. En casa no puede hablarse
del asunto porque si no acabamos siempre discutiendo. Tampoco ahora
quería empezar. Lo que le he dicho a Jens era sólo
que esa gente no haría aquí las cosas de forma distinta…
de forma distinta a como lo han hecho en vuestro país.
—¡Son dos cosas que no pueden compararse! —afirmó
vivamente Jens—. Tampoco sé yo si en Alemania el peligro
del bolchevismo estaba tan cerca como aquí. Aquí sólo
estamos a unas pocas horas de San Petersburgo… de Leningrado,
como lo llaman ahora. Tenemos el enemigo en la frontera.
Hablaba con encono.
Johanna tuvo que reírse. Curiosamente, una vez más
no sintió ganas de entrar en una discusión, a pesar
de que el tema era de enorme interés para ella y a pesar
de que estaba mejor informada de lo que suponían los hermanos
sobre el movimiento político en cuestión. Sin embargo,
notaba que una conversación semejante llevaría lejos
y no podría tener ningún resultado. Además,
ya empezaba a notar los efectos del alcohol. Tenía la cabeza
un poco pesada.
Karin propuso que cambiaran de establecimiento. Jens se retiró
discretamente con el maitre de las patillas para pagar la cuenta,
lo que Johanna encontró un tanto patriarcal, pero al mismo
tiempo divertido y muy gentil. Salieron a la calle: la tarde era
caliente y luminosa. Johanna se sorprendió al mirar el reloj
y darse cuenta de que eran ya las nueve y media; por la luz hubiera
pensado que estaba atardeciendo. Volvieron a subir al coche.
Jens les llevó a un gran local típico con jardín.
Desde la calle se pasaba primero a un amplio café en forma
de sala en el que ahora había unas pocas personas, sólo
unos cuantos que jugaban a las cartas y al ajedrez y gente de edad.
Cruzando unas puertas de vidrio abiertas de par en par se pasaba
a una espaciosa terraza en la que las mesas estaban muy juntas y
casi todas ocupadas. Desde la terraza, bajando unos cuantos escalones,
se entraba a un espacioso jardín, en el que también
había mesas; al fondo de ese jardín se había
construido un teatro, ante un patio de bancos sin respaldos. Desde
allí llegaba música; se tocaba una pieza ligera o
una opereta. Podían verse unos cuantos personajes con vestidos
multicolores, brincando y afanosos como marionetas, que se movían
por las lejanas tablas. Una voz de tenor desgranaba lánguidas
notas. Johanna estaba muy dispuesta a escucharlas; sin embargo,
de pronto fueron ahogadas por la música de la orquestina
del baile, que empezó a tocar en la terraza.
Jens había encontrado una mesa cercana a la ruidosa orquestina,
pero desde allí había una vista agradable, tanto de
la terraza como de los jardines que pululaban de gente, una vista
que llegaba hasta el lejano tablado. Se bailaba. Como el gentío
resultaba incómodo en la terraza repleta, también
se bailaba abajo, en el jardín, sobre la gravilla que había
entre las mesas y sillas, a pesar que allí se oían
a la vez, en confusión, la música de la terraza y
la del teatro. Jens le preguntó a Johanna si tenía
ganas de bailar con él.
—En realidad no bailo casi nunca —le contestó,
aunque al mismo tiempo se levantó y se dejó conducir
por él, cruzando la terraza, al jardín. La melodía
que estaban tocando tenía un ritmo de marcha. Jens la seguía
con grandes pasos enérgicos; tarareaba entre los dientes,
en voz baja, la melodía. Bailaba bien y se encontraba de
un humor excelente.
—¡Éstas son las noches claras! —exclamó,
jovial.
Johanna no le contestó, sentía un poco de mareo por
el baile. No tenía una conciencia muy clara de dónde
se encontraba y por qué había venido aquí.
Desaparecía lo que tenía tras ella, pero el presente
tampoco le resultaba muy claro.
Aquí había un jardín, muchos hombres se movían
y se mantenían abrazados. Se bailaba de una forma bastante
apasionada, casi indecente; así le parecía a la confusa
Johanna. Estaban en un país muy lejano, en algún punto
muy al norte. Ciertos acontecimientos terribles y decisivos, que
a uno le afectaban de forma tremendamente poderosa, quedaban muy
lejos. La mayoría de las personas eran aquí rubias,
pero tenían mandíbulas fuertes y prominentes, casi
mongólicas; esto les confería una apariencia verdaderamente
peculiar.
“Vaya, aquí sí que tienen materia los estudiosos
de las razas”, pensó Johanna, y tuvo que echarse a
reír. En este momento Jens la apretó con algo más
de fuerza contra él; su gran mano cálida se movía
por su espalda. La música cesó. Volvieron a subir
los escalones de la terraza. Karin recibió a Johanna con
una sonrisa dulce, por lo demás leve, muy levemente molesta.
Jens quería volver a pedir algo para beber, pero Karin dijo
que no, que Johanna no podía aguantar nada más. Johanna
asintió: era cierto que ya tenía suficiente. Jens
miró a las dos muchachas y riendo, dijo:
—La verdad es que os parecéis. Sí, decididamente
tenéis un cierto parecido. Podríais ser hermanas,
¿sabéis?
Se rió ruidosamente. Karin y Johanna se ruborizaron a la
vez; el rubor cruzó la frente de Johanna como un vivo calor,
las mejillas de Karin enrojecieron con unas manchas de delicado
color rosa.
—Sí —dijo Karin—, también en Berlín
nos dijeron eso una vez…
Karin y Johanna se miraron durante un segundo a los ojos, con mucha
seriedad, inquisitivas, como si cada una buscara su propia imagen
especular en la mirada y en el semblante de la otra.
Tenían en común el sensible y delgado óvalo
del rostro; también era semejante el bello corte de sus grandes
ojos tristes. El delgado semblante de Karin, con el cabello castaño
liso y peinado a raya, recordaba a las imágenes de madonnas
dulces e inteligentes.
El rostro de Johanna era más fresco y semejante al de un
muchacho; su cabello rubio mate, corto, suelto, podía tener
reflejos muy claros, lo que no sólo dependía de cómo
daba en él la luz: tenía la peculiaridad de poder
cambiar de color por sí solo, animándose y apagándose,
por así decirlo. Karin tenía una boca delgada y pálida;
el dibujo del labio superior era de una exquisita belleza. La boca
de Johanna era más ancha, infantil y pesada; los labios eran
un poco ásperos y tenían una inclinación a
adelantarse, lo que le daba a esta boca joven algo torpe, conmovedor,
propio de un escolar. El rasgo menos agraciado del bello y claro
rostro de Johanna era la blanda línea del labio inferior,
que conducía a una barbilla no muy bien modelada, sin demasiada
fuerza de voluntad. La frente clara era muy atractiva, y magnífica
la conformación de la parte posterior de la cabeza, que,
resaltando amplia y noble, parecía pertenecer a un intrépido
y talentoso muchacho.
—Es curioso —dijo Jens—, parecéis al mismo
tiempo opuestas y afines; una especie de afinidad inversa…
—¿Bailamos otra vez? —preguntó entonces,
y Johanna se levantó.
Volvieron a bailar, al principio en medio del gentío, entre
las sillas, pero después Jens fue avanzando hacia un lugar
más tranquilo del jardín. Aquí ya no había
mesas; el ritmo de la música se hizo menos claro. Jens atraía
a Johanna con más fuerza hacia sí; ésta le
dejaba hacer, los ojos cerrados, con abandono. Se maravillaba, casi
se asustaba, de que la importunidad de Jens no le resultara desagradable.
“Estoy de verdad confusa”, pensaba, “totalmente
confusa… tiene que deberse a las nuevas impresiones…
también estoy mareada…”. Volvió a abrir
los ojos cuando Jens dejó de bailar y se quedó junto
a ella. Mantenía el brazo derecho ciñendo sus caderas,
mientras que trataba de atraer hacia él la cara de Johanna
con la mano izquierda. Johanna sintió su olor a alcohol,
nicotina y sudor, notaba su aliento.
“¡Esto está llegando demasiado lejos!”,
pensó, se soltó de un tirón y se apartó
rápidamente. Callada, colérica, avergonzada, cruzó
el jardín, subiendo los escalones hacia la terraza. Jens
corrió tras ella. Llegaron al mismo tiempo donde Karin.
Johanna explicó que quería ver aún algo de
la opereta que representaban abajo, en el jardín. Bajaron
los tres al jardín, pasando al lado de las mesas, y se sentaron
en el último de los bancos de madera sin respaldo. Durante
algunos minutos Karin, Jens y Johanna observaron la acción
que se desarrollaba en el escenario brillantemente iluminado; la
música había cesado, llegaron justo a tiempo de escuchar
el diálogo entre un joven oficial en un fantástico
uniforme de marino y una exuberante dama con un traje de velos oriental.
La conversación tenía acentos patéticos; la
dama, sobre todo, parecía excitada, se arrodillaba en una
postura humillantemente seductora ante el oficial de marina, que
le hablaba dominante y despectivo; cejijunto, miraba por encima
de ella, severo, hacia el público. La dama del harén
que estaba de rodillas llevaba entre los labios (con una coquetería
que en vista de tan dramáticas circunstancias estaba fuera
de lugar) una rosa, la cual se quitaba siempre que le replicaba
al enfadado caballero, pero que, apenas había hablado, volvía
a ponerse con cierta pedantería, dejando que se balanceara.
Mientras que el dominante caballero se dirigía todavía
a ella amenazante, el coro entró de súbito por detrás,
en formación. Estaba compuesto por numerosas muchachas que
llevaban el mismo vaporoso vestido que la arrodillada, las cabezas
envueltas en velos dispuestos como turbantes. Todas elevaron la
mano derecha, en la que todas ellas agitaban una rosa roja muy semejante
a la que su humillada colega llevaba en la boca. Entonces empezaron
a cantar ruidosamente, lo que producía sorpresa y sobresaltaba
un poco. El oficial de marina, hombre con nervios de acero, no se
daba por aludido de este estruendo repentino; ni siquiera se volvió
hacia las damas de cuyas muy abiertas bocas salía estridente
la melodía.
Johanna, Karin y Jens empezaron a reírse al mismo tiempo.
Un marinero que se sentaba delante se volvió ofendido hacia
ellos. Entonces decidieron los tres que ya habían disfrutado
bastante de aquel bello espectáculo.
En la calle dijo Jens que de ninguna manera podían volver
todavía a casa.
—¡Ahora sí que tenemos que pasarlo bien! —exigió,
casi amenazante.
Tenían que encontrar un bar que estuviera abierto toda la
noche para seguir bebiendo con calma. Sus ojos azules y saltones
tenían un brillo trémulo.
—¡Porque nunca volveremos a encontrarnos siendo tan
jóvenes, como se dice en la Hofbräuhaus de Munich! —aclaró,
con un movimiento del brazo amplio y muy calculado, pero que falló
un tanto torpemente. Sin embargo, Johanna no quería.
—Estoy mortalmente cansada, de verdad.
Jens tuvo que renunciar.
Jens dejó a las dos muchachas ante la casa. Por lo que a
él se refería, afirmó que no tenía aún
ganas de dormir. Prefería estar mañana temprano en
la granja en la que trabajaba; además, el viaje en coche
por la noche clara era un placer.
—¡Os visitaré pronto para cuidar de vosotras!
—prometió como despedida. Después habló
unas cuantas frases en sueco con Karin. Besó la mano de Johanna,
pero sin una pasión especial y sin mirarla a los ojos mientras
lo hacía.
Cuando Johanna cruzaba tras Karin las oscuras habitaciones de la
vivienda con las cortinas cerradas se dio cuenta de que le resultaba
difícil poner un pie delante del otro en línea recta.
Sentía una inclinación tan fuerte a andar en zigzag
que no pudo sino ceder a ella. Por lo demás, avanzaba con
la cabeza muy alta, si bien oscilante, a través de las estancias
vacías.
En la habitación de Karin se quitó rápidamente
la ropa. Lanzó las medias a un rincón y se rió.
Después se sentó en la cama de Karin, mirando fijamente
ante sí con ojos vidriosos. Entretanto, Karin se ocupaba
de prepararle un lecho; canturreando quedamente y sin ocuparse de
Johanna, que estaba sentada sin moverse, metió en el dormitorio
un sofá que sacó del gabinete. Sacó ropa de
cama de un armario, extendió las sábanas y puso el
cobertor a una almohada. Cuando todo estuvo listo se sentó
junto a Johanna.
—¿Has bebido demasiado, pobrecita? —preguntó,
y le puso la mano en la frente.
—Un poco demasiado —confesó Johanna, consciente
de su culpa.
El contacto frío de la mano de Karin y el sonido tranquilo
de su voz tuvieron la virtud de serenarla casi por completo. Puso
su cabeza contra la espalda de Karin y cerró los ojos. Sintió
un mareo al hacerlo; pero no tanto como había temido. Karin
y Johanna se sentaron algunos minutos sin hablar.
—¿Se propasó Jens? —preguntó Karin
finalmente—. Muchas veces, su comportamiento con las chicas
no es muy delicado. Por lo demás es un buen muchacho.
De repente, a Johanna le pareció turbador y penoso el recuerdo
de que había estado a punto de dejar que Jens la besara.
Únicamente dijo:
—¿Propasarse? No… ¿Por qué?
Y añadió, puesto que Karin no contestaba:
—De verdad, es un chico muy agradable.
Apretó la cabeza con más fuerza contra el hombro de
Karin, mientras hablaba con una lengua bastante pesada.
—Tienes mucho que contarme —dijo Karin—. Más
tarde, con el tiempo.
Había comenzado a acariciar el cabello de Johanna. Acarició
también su frente y sus orejas; después dejó
la mano sobre la parte posterior de la cabeza de Johanna.
—Sí —dijo Johanna, con los ojos cerrados (hablaba
casi como en sueños)—, en realidad no debería
hablarse de otra cosa. Sólo de ello. Pero no puedo, Karin…
no puedo. Es tan terriblemente difícil —suspiró
profundamente—. Para mis padres es también tan terriblemente
difícil —añadió con voz somnolienta—.
Y para el pobre Georg. Bruno está en París, gracias
a Dios. Deberías conocerle…
Karin no tenía la menor idea de quién era Bruno. Continuó
acariciando el hermoso cabello de Johanna.
Ésta se abrazó con más fuerza al cuello de
Karin.
—Ahora hay momentos —susurró—, ahora hay
momentos en los que todo me parece tan absurdo, tan locamente absurdo…
Entonces pienso: ¿pero por qué estás aquí?
Podrías estar exactamente igual en cualquier otro lugar.
Pienso entonces: ¿por qué no permaneciste en Alemania?
Te hubieran podido matar en Alemania, quizá hubiera sido
eso lo mejor. En esos momentos siento como si me cayera, como si
cayera sin parar. Es terrible, sabes… Y escucha —exclamó—,
escucha, pronto va a pasar algo terrible para todos nosotros. Estamos
indefensos frente a ello… ¡va a llegar! —levantó
el rostro aterrado y miró hacia Karin con ojos que parecían
ver ya aquello tan terrible que se estaba aproximando: estaban como
cegados por su espantoso aspecto.
—¡Ay, Karin, querida Karin! —dijo la pobre Johanna.
Sin embargo, el rostro de Karin estaba velado por una paz incomprensible.
Karin juntó su suave y frío semblante con el de Johanna,
por el que corrían las lágrimas.
—Pobre querida —dijo—, tenemos que soportarlo.
Tocó la mejilla caliente y húmeda de Johanna con sus
labios; tocó con sus labios la boca. La atrajo más
íntimamente hacia ella. Su abrazo no era ya el dulce gesto
de las amigas que por la tarde conversaban en confianza. El abrazo
que las mantenía unidas era distinto.
En su camaradería no había antes nada de esto. Pero
como ahora estaba ahí y tenía tal fuerza, Johanna,
la llorosa, dejó que ocurriera… agradeciendo entre
sollozos la infinita ternura con la que Karin puso su cabeza sobre
la almohada.
Traducción
de Jesús Alborés |