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El
Sol todo lo anima; hace bailar a las estrellas.
Si no te mueve también a ti, no eres parte del Todo.
Angelus
Silesius
Desde
la muerte de su marido, Christiane, con sus cuatro hijos, vivía
todo el año en el campo, cerca de un pequeño pueblo
bávaro, no lejos de las montañas. Estaban cómodamente
instalados en una villa confortable sobre cuyo rojo tejado una veleta
con figura de gallo giraba al viento. El jardín que rodeaba
la casa era grande. La parte delantera estaba bien cuidada, con
senderos y arriates redondos; pero hacia atrás, el jardín
adquiría un aire cada vez más salvaje a medida que
se aproximaba a su linde con el gran bosque, del que le separaba
únicamente una valla de tela metálica.
En medio del bosque se levantaba un asilo para niños ciegos,
a los que se podía ver casi todo el día jugando o
moviéndose con sus ojos blancos, sin mirada, entre las sombras
de los árboles, vigilados por algunas enfermeras, pero a
veces solos, paseando hábilmente a tientas acompañados
de perros.
Al abandonar el jardín por su parte delantera se encontraba
uno en la gris carretera que descendía en suaves curvas hacia
el pueblo. También era posible llegar hasta allí atravesando
los prados por un sendero que serpenteaba entre sus lomas.
Los cuatro niños se llaman Renate, Heiner, Fridolin y Liseta.
Renate tiene nueve años, Heiner ocho, Fridolin siete y Liseta
cinco. Mamá tiene treinta y uno. En su cumpleaños
tuvieron que esforzarse en encontrar treinta y una velas blancas.
Cuando, a la hora de acostarse, mamá se acercaba a sus camas
para darles las buenas noches, a veces aparecía tan maravillosa
que no podían dejar de amarla, hasta tal punto, que a la
luz del día tal vez se hubieran avergonzado de su excesiva
emoción. Cuando estaba sentada en el dormitorio de las niñas,
Heiner la reclamaba en seguida con tanta excitación, que
ella se veía forzada a desprenderse suavemente de Renate
y Liseta. Luego, Heiner le besaba las manos y no cabía en
sí de ternura. Cortejándola como un enamorado, la
inundaba de palabras cariñosas.
—Eres tan hermosa… —decía una y otra vez—.
Eres mil veces hermosa.
El lenguaje no era suficiente para él. La acariciaba con
inventadas palabras de cariño inspiradas por una admiración
sin límites, hasta que mamá, riendo, se liberaba de
su abrazo.
Durante el día, en ocasiones, la vida con mamá no
era tan agradable. Cuando estaba fatigada, sus ojos se enturbiaban
y a menudo un dolor de cabeza la obligaba a tumbarse en la galería.
Con voz cansada alejaba a los niños cuando éstos la
abrumaban con sus confusas peticiones.
—Id al jardín —decía en tono vacío—.
Allí está vuestro verdadero reino; allí podéis
desahogaros…
Es verdad que a este desahogo se oponían dos fastidiosos
obstáculos. Uno es el profesor Burkhardt, un joven seguro
de sí mismo, de pelo castaño y buen humor, que acude
a diario con una pequeña carpeta de cuero bajo el brazo para
dar clase durante dos horas a Heiner y Renate. Como persona, el
profesor Burkhardt no es realmente odioso, pero lo que tiene que
hacer con ellos resulta demasiado aburrido. El cuaderno de aritmética
y el librito de religión son igualmente repulsivos, y el
profesor Burkhardt, si los deberes están mal hechos, tiene
la costumbre de amenazar con lo peor.
—Te haré ir a la escuela del pueblo —promete
con aire severo—. Mañana a las ocho estarás
sentado en mi clase; se terminaron nuestras lecciones particulares.
Si mañana no te has aprendido el tema, todos se reirán
de ti.
Los ojos de Renate y Heiner se oscurecen por la angustia y sus asustadas
miradas se encuentran. Todos se reirán, de eso están
firmemente convencidos. Los niños de la calle también
se ríen mucho cuando los cuatro hermanos se pasean con caras
sombrías y a la defensiva dentro de sus blusones de colores,
mientras la niñera, que hace calceta, les sirve de protección.
Durante los ratos que el profesor Burkhardt pasa con los mayores,
las energías vitales de los pequeños parecen reducirse,
casi apagarse. Solos, les falta imaginación para sus grandes
y atrevidas diversiones habituales; así que permanecen sentados,
pequeños y abandonados, ocupados en estúpidos juegos
de dados, o bien, desganados, hacen compañía a Afra,
la cordial cocinera, que hunde resueltamente sus manos en la masa
para el pastel.
Naturalmente, la niñera, la señorita Konstantine Bachmann,
es un enemigo mucho peor y más peligroso que el profesor
Burkhardt. Porque mientras que el poder del pedagogo dura solamente
dos horas diarias, la molesta intervención de la señorita
Konstantine Bachmann puede tener lugar en cualquier momento. Con
la calceta entre los dedos, una profunda indiferencia en su blanca
cara ligeramente hinchada, aparece de improviso entre los arbustos,
bajando su mirada aburrida y levemente molesta sobre estas labores
que despacha con tan irritante celeridad. ¿No parece el mismísimo
maligno, el enemigo, el principio del Mal, así, de pie, con
su deslucida chaqueta de punto, su falda azul y su ondulado peinado
de un rubio apagado?
—¿Qué clase de travesuras estáis haciendo
ahora? —pregunta despectiva y fría.
Mirad, ahora levanta el pie levemente; mirad, ya empuja suavemente
algo que era de la mayor importancia, como si quisiera, con desgana,
comprobar su solidez.
Había sido un edificio en la arena, una ciudad entera, el
palacio de un califa.
Cuando la señorita Konstantine estaba de buen humor, también
sabía ser alegre y amena, y entonces los niños, agradecidos,
se reían de cada una de sus bromas. En aquellas horas escogidas
solía contar cosas de Düsseldorf, su ciudad natal; pronunciaba
este nombre casi sensualmente, modulando con sumo cuidado, como
si se tratase de la palabra más fina de nuestro idioma, con
una “D” inicial más que suave, voluptuosa. Incluso
contaba pequeñas anécdotas familiares efusivamente,
historias divertidas de su señora madre y de su hermana casada.
—Imaginad —charlaba alegremente entonces—: una
noche, tarde ya, llego a casa. Había bebido tal vez un poco
más de lo que pedía mi sed, y mi hermana Liesbeth,
la muy pilla, se había escondido en mi cama. Pero una de
sus manos estaba sobre la mesita de noche; quizá la había
puesto allí en sueños. Y yo, a oscuras, buscaba tanteando
la lamparita, cuando noto los dedos de mi hermana. ¿Y sabéis
lo que creí? Pensé que me había dejado allí
unas salchichas para que las saboreara al llegar cansada a casa.
Estuve a punto de ir a buscar un cuchillito para cortarlas. ¡Ja,
ja! ¡Cómo habría chillado Liesbeth! Sí,
sí —se reía, jovial y divertida—. Así
eran las cosas en mi Düsseldorf…
Pero ay de los niños si más tarde, en algún
momento inoportuno, bromeaban sobre los dedos de salchicha de su
hermana Esto resultaba tan ofensivo para ella, que no les hablaba
durante el resto del día. Sólo decía: “Eso
es un insulto para toda mi familia”.
Lo peor era cuando recibía una carta desagradable de su novio.
Entonces se mostraba del todo intratable. Por cualquier nimiedad
reñía a la pequeña Liseta hasta que ésta
empezaba a llorar, y cuando lo había logrado, le daba un
cachete y siseaba furiosa:
—Para que sepas por qué berreas.
No estaba bien que en estos casos mamá diese la razón
a la señorita Konstantine. Cuando los niños venían
a quejarse, sólo sonreía y decía que la señorita
Konstantine ya sabría por qué lo hacía. Pero,
de todos modos, consolaba a Liseta.
En aquellos momentos casi podían odiar a mamá, aunque
no lo hubieran admitido por nada del mundo. “¡Es injusta!”,
susurraban los niños, indignados. Pero la bella mamá
permanecía sentada, con la mirada vacía, las manos
en el regazo, afligida porque intuía que sus hijos ahora
rebeldes se le convertían en completos extraños durante
esos minutos.
En verano era cuando mamá parecía más adorable.
Iba a bañarse con los niños, dejando de lado, a la
izquierda, el sendero a través del prado. Después
de haber andado un trozo en dirección al pueblo, se llegaba
al estanque Klammer, que se extendía negro y cenagoso entre
los severos abetos. Ni los abetos del bosque eran tan oscuros y
majestuosos como éstos, que solemnemente daban sombra al
agua. Pero el estanque se volvía más amable gracias
a que sobre su superficie oscurecida flotaban nenúfares redondos
como platos.
Los niños amaban sobre todo el olor de la caseta de madera
donde se vestían. Era un olor extrañamente familiar,
a fango, agradablemente mezclado con los efluvios de trajes de baño
y albornoces puestos a secar. Los niños lo aspiraban, olisqueando,
aunque les parecía poco apetitoso, incluso indecente, casi
perverso.
Mamá estaba sentada en traje de baño sobre el trampolín.
Todos los señores la miraban con curiosidad desde la zona
de los caballeros, pero ella mantenía la vista baja. Sus
magníficas piernas brillaban blancas al sol, y era embriagador
observar cómo levantaba los brazos y cómo, con una
sonrisa aturdida, expectante, extrañamente muerta a la vez
que curiosa alrededor de su boca entreabierta, con los brazos en
alto, bajaba lentamente desde la caseta la resbaladiza escalera
de madera, escalón tras escalón, hasta que el agua,
negra y helada, acariciaba sus pies y ella, feliz y con un escalofrío,
se inclinaba para entregar por entero su cuerpo a estas caricias.
Los cuatro niños estaban sentados en hilera sobre el tronco
que separaba la zona de los que no sabían nadar de la del
agua peligrosamente profunda. Los cuatro balanceaban sus delgadas
piernas y se salpicaban entre gritos que resonaban por encima del
estanque.
Renate era la única de ellos que se atrevía a nadar
de verdad. Muy seria y cuidadosamente se tumbaba en el agua, firmemente
convencida de que se hundiría si se olvidaba de uno solo
de los movimientos que le habían enseñado. Sin la
menor concesión, contaba con sus labios azulados —uno,
dos; uno, dos— y se movía valientemente. Pero Heiner
se defendía con temor cuando se le sugería que hiciera
algo parecido, y se negaba con insistencia, preocupado por su vida.
La fea cuidadora de los baños estaba de pie en la orilla
y bromeaba con ellos.
Tendidos en una cuerda se secaban bañadores rojos, cómicamente
hinchados por el viento. En la zona de los caballeros, los hombres
permanecían delante de sus casetas envueltos en albornoces
de colores, charlando y fumando sus puros. Otros resoplaban en el
agua más fuerte de lo necesario, con el pecho cubierto de
vello negro.
Pero mamá nadaba a lo lejos, entre los nenúfares y
los juncos. Movía la cabeza y reía levantando una
mano del agua, impulsándose con la otra, avanzando y parpadeando
frente al sol.
En
verano iban a buscar bayas. En medio del bosque, mamá, rodeada
de muchas zarzas, permanecía sentada sobre el tocón
de un árbol, apática, aturdida por el calor. Los cuatro
niños corrían agachados de un lado a otro, recogiendo
y buscando con excitación, ya que era cuestión de
honor el ser el primero en llevarle a mamá el vaso lleno.
Mamá vertía su contenido en el pequeño cesto
que tenía a su lado, pero el cesto no era tan pequeño
como parecía y se necesitaban muchos vasos colmados de bayas
para llenarlo a medias.
En esto también Renate era la más útil y eficiente.
Con las piernas cubiertas de rasguños, daba vigorosas zancadas,
sin importarle tener que agacharse. El oscuro y enmarañado
pelo enmarcaba su melancólico rostro de chico. Viéndola
hacer su trabajo, tan delgada y taciturna, parecía un resuelto
y serio niño mendigo.
Heiner, sin embargo, prefería jugar con las hierbas. Con
frecuencia se sentaba en alguna parte al sol, murmurando y tarareando,
ensimismado y feliz. Si se le llamaba la atención y se le
reñía por su pereza, inmediatamente se mostraba dispuesto
a un amable arrepentimiento.
Fridolin era el único de los niños no realmente guapo.
Su cara parecía la de un nomo: una pequeña y retorcida
mueca cómicamente enmarcada por un cabello lacio y sedoso,
una boca demasiado ancha y el cuello corto. Pero quizá era
precisamente él la fuerza impulsora para todo lo que se emprendía.
Su personalidad era ciertamente igual a la de Heiner, al que, sin
embargo, se rendía y servía. Cuando se trataba de
buscar bayas, él también era muy trabajador; su celo
tenía una intensidad inquietante, terrible, que contrastaba
con la eficacia racional y melancólica de Renate.
Liseta, con sus grandes ojos, permanecía casi siempre cerca
de mamá, sintiéndose aún demasiado tierna y
frágil para participar plenamente en los deberes y tareas
de los mayores.
En el camino de vuelta a casa se debía tener cuidado en no
acercarse a la parte del bosque donde se encontraba el asilo para
ciegos. Mamá se asustaba hasta ponerse a temblar si veía
de repente a uno de aquellos niños de ojos blancos, sin expresión
ni mirada, deambulando contento con su bondadosa cuidadora.
En aquellos atardeceres de verano, mamá les parecía
a sus hijos más bella que todas las hadas y emperatrices.
Después de la cena se paseaba cansadamente por el jardín,
que a la puesta del sol se transfiguraba en verde oro. Miraba hacia
las montañas para ver si parecían lejanas o cercanas
y hablaba del tiempo que podría hacer al día siguiente.
En el óvalo de su cara, sus ojos tenían un brillo
irisado, y su mirada se deslizaba vacía y tierna por encima
de las cosas. Tampoco los niños retenían por mucho
tiempo esta mirada que los acariciaba con cariño, pero ausente,
casi asustada.
Cuando llegaban los cálidos y fuertes vientos del sur, que
los niños amaban apasionadamente, mamá casi siempre
se ponía enferma. Permanecía acostada, con compresas
frescas en la frente, y le parecía que las montañas
se le acercaban para ahogarla cuando se las encontraba de pronto
tan próximas y tan verdes justo delante de su ventana.
Mientras tanto, los niños corrían alborozados por
el jardín y se lanzaban llenos de júbilo con los brazos
en alto contra el cálido huracán. Corrían,
el pelo ondeando al viento, como una cadena de embriagados bajando
por los prados, con un brillo de éxtasis en la mirada. Y
mamá, en la galería, casi tenía miedo de estos
hijos desconocidos.
El
invierno, sin embargo, cuando delante de los prados blancos se erguían
los abetos negros y gélidos y el estanque estaba helado,
era la época más singular para la familia. Entonces
se tenían que quedar en casa casi todo el día, y por
la noche se sentaban con libros alrededor de la chimenea. Mamá
llevaba una bata de terciopelo y se estremecía, friolera.
La señorita Konstantine necesitaba ponerse varios chales
para proteger su delicada salud. Luxi, el perro, era muy viejo y
enclenque, un inválido de pelambre gris que ya había
tenido el cariño de papá. La temporada fría
le deprimía mucho y se la pasaba malhumorado acurrucado en
su rincón. Solamente la rolliza cocinera Afra permanecía
alegre y fuerte. Ella acompañaba a los niños para
jugar en la nieve, llevándose un trineo enorme y pesado en
el que había sitio para ocho. Detrás de la casa del
campesino Zwicker tenían su pista para deslizarse. Pero esta
pista era demasiado empinada y los montículos de los topos
la hacían peligrosa, por lo que pocas veces se llegaba abajo
sin haber dado antes varias vueltas de campana. Afra chillaba de
alegría y de terror con su voz hombruna mientras todos rodaban
por la nieve. Arriba aparecía mamá, que les había
seguido inquieta, lamentándose, como si aquello fuera el
fin de todo. La familia del campesino Zwicker al completo estaba
delante de su propiedad, burlándose insolentemente.
En invierno, los niños leían con gran dedicación
novelas de piratas o la versión abreviada para jóvenes
de la saga de Los Nibelungos. En la mesa, las citas de sus lecturas
suponían una agradable diversión, que resultaba confusa
y desconcertante para los mayores. “Ya sé —decía
Heiner reflexivamente a su hermana mayor—, le falta la mantequilla
para untar su pan, Madre Backrogge, pero a mí también,
Dios mío, a mí también.” Esto salía
en “El capitán Spieker y su grumete”. O bien
Fridolin declamaba con énfasis: “Así, Hagen
von Tronje lloró la primera lágrima de su vida. Lloró
por Volker von Alcey, que era el maestro de la risa”.
Entonces se les ocurría componer sus propias poesías.
Sobre todo Heiner se pasaba muchas horas delante de sus cuadernos
y se enfadaba cuando era molestado. Luego leía baladas horripilantes
y atroces, como por ejemplo ésta:
—El
arrogante joven Sündebad
perdió el lunes su propiedad.
Se lamentaba con gritos, lloroso,
lo que era del todo espantoso.
Luego en el sofá se tumbaba
a la sombra que le daba
una hoja de roble allí plantada.
Mas de repente, crac, bum, tarumba,
el techo encima de él se derrumba.
El joven apuesto se vio perdido.
Gritó: “¿Para qué habré nacido?
¡Para luego estar muerto y acabado,
por el pie de Dios aplastado!”.
Así perecía el desdichado,
en su habitáculo chafado.
Fridolin
admiraba mucho aquellas poesías, y Renate tampoco tenía
nada que objetar sobre ellas. Mas, para la madre, todo aquello resultaba
extraño y enigmático; comprendía casi tan poco
como había comprendido a su difunto esposo. Realmente, los
niños se le parecían en muchas cosas. Cada uno de
ellos había heredado una parte distinta de él, pero
todos tenían en común una imaginación inagotable
que vagaba sin conocer fronteras, así como una cierta seriedad
y un cierto rigor.
Ambas cosas también les venían de él, pero
al mismo tiempo, y por cierto bastante inesperadamente, surgían
de vez en cuando elementos del carácter más dulce
de la madre. La mezcla de sangre era un asunto misterioso.
El padre había muerto antes de nacer Liseta. En la habitación
de Christiane, encima de la cabecera de su cama, sobre un paño
de terciopelo negro como fondo, colgaba su mascarilla mortuoria.
Con una gran nariz y una boca implacable cerrada en un rictus amargo,
con mirada severa y soñadora, la mascarilla dominaba la habitación
de la viuda. El marido había sido un famoso filósofo,
pero ella no conocía ni uno solo de sus libros. Él
le había prohibido terminantemente leerlos. Eran, además,
demasiado difíciles para su comprensión. En su despacho,
negro, cuya decoración ella, por reverencia y desde su muerte,
había dejado sin tocar, sus obras llenaban oscuros estantes.
Toda Europa hablaba de sus escritos turbadores y radicales.
Cuando le conoció, su marido era sacerdote católico.
El escándalo que se originó a raíz de su abandono
de la Iglesia había sido terrible. Su espantosa y abominable
rebeldía llegó a atemorizar incluso al Papa, al que
amenazó en un panfleto monstruoso. Sin embargo, inexplicablemente,
vistió hasta su muerte un traje negro cerrado hasta el cuello
y nunca apartó de su escritorio su rosario blanco. En su
testamento se encontró la orden estricta de poner este rosario
en su ataúd. Desde su calamitoso enfrentamiento con la Iglesia,
el filósofo se dedicó únicamente a Christiane,
de cuyo origen nadie conocía el menor detalle.
¿Quién era mamá? Los niños no se planteaban
la cuestión. No sabían si existía un abuelo
o una abuela. Sólo conocían a un tío que un
día, sorpresivamente, había venido a visitarlos. Era
el hermano menor de mamá, un actor de los escenarios de las
grandes ciudades. En cuanto a mamá, ¿quién
podía hablar mal de ella? Era una preciosísima y misteriosa
dama de la burguesía que se había retirado a la soledad
absoluta del campo para dedicarse exclusivamente a la educación
de sus hijos y al recuerdo respetuoso de su marido. Las pocas visitas
que se anunciaban eran rechazadas por la señorita Konstantine
por muy de lejos que hubieran venido, y ni siquiera llegaban a ver
personalmente a mamá. En invierno, mamá era todavía
más inactiva que de costumbre. Andaba mucho por la casa,
canturreando, sonriente, y se pasaba horas enteras sentada en su
habitación leyendo la Biblia. A veces, cerca de la ventana,
inclinada sobre paños oscuros e inútiles, se ocupaba
en labores de ganchillo, moviendo sus manos en silencio.
Se levantó para ir a la habitación de los niños.
Los cuatro estaban acurrucados en la penumbra, mientras Fridolin
contaba a la sordina algo sobre la princesa de los fantasmas, Mee-Mee,
cuyas risitas y susurros podían oírse por las noches.
Pero de repente todos hablaron de hasta dónde pueden contarse
los números, ya que era imposible pasar del trillón.
Hablaban excitadamente todos a la vez.
—¡Tiene que ser posible continuar! —exclamaba
Renate, indignada—. ¿Dónde puede ponerse el
final? Os lo suplico: ¿dónde puede estar el final?
Y Heiner inventó un número nuevo, el mayor, el inconmensurablemente
alto.
—“Infinito-Pox” —dijo fervorosamente—;
viene después del trillón y luego lo hay siempre.
Infinito-Pox: lo hay siempre…
Mamá estaba de pie en el umbral de la habitación y
los miraba con ojos asustados. ¿En qué clase de aquelarre
se había metido? Con seguridad, aquello era parecido a las
cosas de las que hablaban los misteriosos y prohibidos libros de
su esposo.
Los niños se distraían en invierno con esta clase
de especulaciones. Mas para sus verdaderos, grandes y maravillosos
juegos, tenían que esperar a que llegase la primavera.
2
¿Qué
podía haber más complicado, más variado, encantador
e intrincado que los juegos que ellos mismos inventaban? Los vivían
durante el día con toda la seriedad del mundo y eran más
cercanos y familiares a su propia realidad que a aquella otra, a
menudo molesta, de la señorita Konstantine y del profesor
Burkhardt. Un nuevo cosmos se formaba alrededor de ellos cuando
estaban sentados juntos, con la mirada absorta en la caja de arena,
o más lejos, cerca del depósito de agua, o en el mismo
límite del jardín que comenzaba a hacerse extraño,
convirtiéndose en algo casi inquietante por la proximidad
de los niños de ojos blancos.
Heiner era de entre todos el que más juegos inventaba. Con
su blusón rojo vivo bordado de colores, estaba en cuclillas,
gesticulando en medio de la hierba, con el pelo dorado alrededor
del bello rostro. En las manos tenía siempre dos palitos,
a los que pelaba la corteza y que debían tener exactamente
la misma longitud. Luego se trataba de evitar catástrofes,
de proteger un reino amenazado por crueles invasiones. Fridolin
era un buen ayudante. Su devoción se parecía a la
astucia y se adivinaban motivaciones demoníacas en su sumisión
rayana en la esclavitud. Su imaginación es extravagante:
se le ocurren ideas desconcertantes y extremas. Mientras que Heiner
se contenta con príncipes, arzobispos y monarcas, Fridolin
prefiere trabajar con verdugos, locos y silenciosas brujas. De todos
los árboles surgen garras, en todas partes hay peligro, todo
está minado de cuevas, los enanos están en camino.
Pero cuando sus juegos han llegado a las regiones más altas
y vertiginosas, Heiner, en un dorado alarde de desfachatez, afirma
contundentemente que él es Dios. Pero Fridolin le hace saber,
desde abajo, ambiguamente y con picardía, que él es
el semidiós. ¿Y quién se atrevería a
determinar en este punto cuál de ellos es más importante,
el más poderoso?
Eran muchos los reinos a proteger de los que ellos eran los únicos
responsables. En realidad, en estos países, los cuatro niños
no eran soberanos en el sentido estricto.
Más bien estaban por encima de los partidos políticos,
como si fueran un consejo superior, una última instancia.
Dedicaban toda su protección a su reino preferido, el de
los üsen. Es el país al que pertenecen, sobre todo,
los animales, todo lo que parece un poco desamparado o posee grandes
ojos conmovedores, como las pesadas vacas del señor Gunderling,
de mirada tan apesadumbrada; el viejo perro Luxi; algunos bebés
que están sentados, sucios, asombrados y abandonados en las
eras de las casas campesinas, o también el pobre elefante
del libro de cuentos, excesivamente gordo. Luxi es el rey del país
Üse y lleva la corona con dignidad. Bien es verdad que hay
que ayudarle un poco a gobernar, ya que la torpeza y una suave pérdida
de facultades son propias de este pueblo.
Klie-Klie es la monarquía de los pérfidos chicos de
la calle. ¿No suena ese “Klie-Klie” a risas malignas,
a silbidos penetrantes, a tirar piedras y a grosera y descarada
alevosía? Los pueblos de Üse y Klie-Klie están
enemistados; lo habían estado siempre y desde el principio.
¿Cómo podría ser de otro modo? Las luchas sangrientas
ya existían en tiempos remotos.
Últimamente, sin embargo, un nuevo enemigo ha surgido, cada
día más sospechoso y merecedor de ser combatido: Wuffig,
el país de los mayores, la república molesta y poderosa,
donde la señorita Konstantine es la presidenta. Las dependientas
de las tiendas son los ministros y las profesoras de piano atormentan
al pueblo. Un auténtico país de señoras, desapasionado
pero cruel. ¿No hay horas desagradables en las que incluso
mamá tiene algo que ver con él? Wuffig, el país
de los mayores, es, ni más ni menos, aún peor que
Klie-Klie.
Wuffig y Klie-Klie han formado una alianza. ¿Qué puede
salir de bueno de esto? El país Üse está amenazado,
esto es seguro, y los niños se han reunido, agitados. No
hace mucho, cuando el país de Üse tuvo su última
derrota, que casi había sido la definitiva, Kuli, el pequeño
rey-elefante gordo, había sido la víctima en aquella
ocasión: Herbert, el peor de los niños de la calle,
lo apuñaló durante el solemne banquete real. Como
consecuencia estalló un gran tumulto, la revolución.
Ahora se trataba de evitar todo aquello.
Más delgada incluso que un chico, el enmarañado pelo
moreno cortado “a lo paje” y con la blusa desgarrada,
Renate se apoya en el columpio, toda ella en tensión, toda
ella voluntad de acción.
—¡Estáis dudando! —exclama enérgicamente—.
¡Debemos intervenir! ¡Les daremos una paliza a los de
Klie-Klie!
Heiner, en cuclillas en la arena, asustado, juega con las hierbas
y se resiste, rechazando con una sonrisa tanta energía. Fridolin,
en un confuso aparte, deja caer que dispone de algunos verdugos
y brujas. Y Liseta, naturalmente, permanece pasiva y preciosa, escuchando
todo con ojos muy abiertos, como una delicada majestad del país
de Üse.
Renate frunce el entrecejo con expresión huraña y
hace silbar combativamente su varita como una fusta.
—¡Esta vez acabaremos con ellos! —exige con crueldad
de amazona.
Pero Heiner, ensimismado, acaricia con suavidad sus brillantes rizos.
Sin atreverse a sostener la mirada retadora de su hermana, dedica
una tímida sonrisa a la arena delante de él.
—Klie-Klie es muy poderoso…
Pero de un solo golpe puede cambiarse todo. Desaparecen los reinos
en guerra, desaparecen los peligros y las siniestras conspiraciones.
La casa se convierte en un lujoso barco de vapor, y el jardín,
en la cubierta de paseo. Todo tiene un aire muy adulto, muy elegante;
el viaje los lleva a Asia. Fuera se ondulan los prados como un verdoso
mar de olas. Todos llevan nombres de personas mayores, son ricos
y no tienen que renunciar al menor deseo. Fridolin se llama señor
Von Löwenzahn y es millonario. Heiner se hace llamar señor
Steinrück y, naturalmente, posee billones. Las conversaciones
discurren en pequeños grupos, los comentarios están
llenos de inspiración. La baronesa Baudessin, antes Renate,
ha adoptado una manera de ser deportiva, a la americana, y su pequeña
dama de compañía, la señorita Liseta von Hirselmann,
debe permanecer en un segundo plano, por lo que, en secreto, despotrica
un poco.
—Ay —dice el señor Von Steinrück, gangueando
con afectación—, este barco ofrece tantas cosas…
Todas las noches tres funciones teatrales y tres conciertos. Díganme,
¿adónde iremos a parar con tanto lujo?
Pero, sea como sea, la intrépida baronesa prefiere cabalgar
al atardecer por el puente con su corcel.
Incluso las muñecas, normalmente tan inútiles y rígidas,
se incluyen en esta vida mundana. Sobre todo doña Madamita,
con su vestido rosado y su peluca rubia, tiene un importante papel,
y es la más delicada. Bobbelchen, el hijo del señor
Steinrück, es, desgraciadamente, un libertino y, por lo tanto,
ya está calvo. Su padre cuenta con irritación que
hay veces que visita en una sola noche los tres teatros y todos
los conciertos, lo que es de una frivolidad tan desmedida, que la
baronesa Baudessin recomienda castigarle con una buena tunda.
La señorita Konstantine es “la dama del barco”.
Uno no la aprecia mucho, pero ¿qué daño puede
hacer en realidad? Con la ayuda de una hábil conversación
es posible llegar a ignorar su personalidad “wuffig”.
Mirad, ahora el vapor atraca. Estamos en la isla Karo, en el Gran
Océano. ¿Qué tal un paseo por tierra? ¿No
correspondería a las reglas de urbanidad solicitar a la “dama
del barco” su compañía?
Pero desde otro punto de vista ocurre que la señorita Konstantine,
malhumorada, viene a buscarlos para dar un paseo.
Juntos andan por la mal pavimentada calle del pueblo, cuyas casas
están pintadas al modo antiguo. Los santos, en sus fantásticas
vestiduras con pliegues de vivos colores, amenazan desde las fachadas
de las casas y, con los brazos elevados, realizan milagros. Hordas
de chicos invaden las calles. Pero los cuatro hermanos, prendidos
en su juego, charlan animadamente entre ellos, como embrujados.
La señorita Konstantine habla con las señoras de la
mercería mientras hace calceta. Los hermanos, con sus fantásticos
blusones, se mantienen apartados, formando un extraño grupo.
Detrás de las montañas surgen oscuros nubarrones,
y los niños se apretujan entre ellos como temiendo que la
tormenta estalle en cualquier momento. ¿O tiemblan quizá
ante las bendiciones que sobre sus cabezas imparten aquellos santos
con los brazos ampulosamente levantados? Su violento conjuro casi
parece una maldición. Mientras tanto, los chicos de la calle
deliberan entre ellos buscando la mejor forma de molestarlos.
Liseta mira alrededor, embobada y bonita como un pequeño
ángel inofensivo. Heiner sonríe amable y distante,
inclinándose galantemente hacia Renate
—Una ciudad encantadora El Cairo. ¿No está de
acuerdo, querida baronesa?
Pero Renate, bajo su pelo enmarañado, se limita a echar miradas
desafiantes alrededor.
Fridolin, mientras tanto y como si no quisiera contradecir directamente
a Heiner, advierte en voz baja, ambiguamente y con una mirada cobarde
y oblicua:
—De todas formas, aquí parece que sólo viven
caníbales y enanos…
Y esto los hace enmudecer a todos.
3
Durante
el paseo de los niños, Christiane recibió en el salón
una tarjeta de visita con la que Afra anunciaba a un joven caballero
que esperaba afuera. Mamá bajó la vista sobre ella
con tanta altivez como si los hombres de la piscina la hubiesen
estado mirando de forma improcedente.
—Ya sabe usted que no recibo a nadie —dijo severamente,
apartando la tarjeta.
Estaba sentada con la cabeza inexorablemente agachada y los labios
ligeramente apretados, como una abadesa que hubiese sido abordada
con un recado impúdico. Ni siquiera había leído
lo que allí estaba escrito; únicamente había
advertido de modo vago que el nombre del joven caballero era Til.
—El señor es de carácter insistente —le
decía, desconcertada, la rolliza Afra. No sería fácil
deshacerse de él.
La señora estaba extrañamente irritada. Cansada y
asqueada, volvió la cara hacia la ventana. Sólo dijo:
—Pues hágale pasar.
El joven era muy delgado y no muy alto. Su vestimenta era un poco
demasiado elegante y algo descuidada; una camisa de seda azul y
zapatos desgastados. Le llamaron la atención sus cejas. Eran
sorprendentemente espesas y arqueadas; parecía como si las
tuviese levantadas permanentemente, lo que confería a sus
ojos una expresión abierta, algo infantil y asustada. Pero
estos ojos así agrandados y de mirada amplia poseían
un azul magníficamente intenso, perturbador.
Christiane permaneció sentada al lado de la ventana con aire
severo, espiritual.
—¿Qué desea usted? —preguntó en
voz baja y ofreciéndole asiento con un gesto casi ofensivo.
El joven hablaba vivamente, con mucha cortesía, pero sin
apartar de Christiane sus candorosos e inquietantes ojos.
—Desde hace mucho tiempo soy un apasionado admirador de su
difunto esposo
—dijo con soltura e interés—. No sabría
qué habría sido de mí, humana y anímicamente,
sin su obra. Así que, como usted comprenderá, sentí
el deseo ardiente y perentorio de conocer la casa donde pasó
los últimos años de su vida, su biblioteca, tal vez
retratos suyos, y, sobre todo, a usted, señora mía
—dijo con una leve inclinación cortés y una
sonrisa galante y juvenil—, ya que usted estaba tan estrechamente
unida a él.
Hablaba con muy buenas maneras y extremada corrección, pero
con demasiada rapidez y una extraña e infantil franqueza
que producía un efecto conmovedor y algo cómico.
—¿Es usted también un escritor filosófico?
—preguntó Christiane, todavía con su aire de
dama distante; pero ahora sus ojos resbalaban por su expresiva cara
según hablaba, y alrededor de su boca flotaba aquella sonrisa
expectante, muerta y curiosa.
Su pregunta hizo sonreír con halago al joven.
—Sí, sí, según se mire —respondió
rápidamente—. Escribo toda clase de cosas, hago toda
clase de cosas…
Pocos minutos después fueron recorriendo juntos la casa para
que él contemplara todo lo que pudiera recordar a su difunto
maestro. Permanecieron uno al lado del otro en la penumbra de su
negro despacho.
—Sí, aquí todo permanece en el mismo lugar,
exactamente tal como él lo dejó —dijo Christiane
en voz baja—. Todos sus libros, su abrecartas, el gran tintero…
Sólo había dos cuadros colgados: sobre el escritorio,
la fotografía sepia de un Cristo gótico temprano que,
contorsionado por el dolor, impartía su bendición
desde la cruz, y, un poco más lejos, una gran fotografía
de Christiane de novia, con la cara echada hacia atrás y
medio oculta por el velo, con una sonrisa expectante y felizmente
aturdida en los labios.
—Sí, él la amó mucho —dijo Til
con devoción, mirando fijamente la fotografía.
La viuda contestó, triste y orgullosa:
—Al final me convertí en una especie de símbolo
para él.
Dijo la palabra “símbolo” insegura, con dificultad,
como si no supiera su significado. Til, de súbito, la miró
de lleno a la cara. La encontró asustada, allí, en
medio de los libros y delante de las fotografías. Y vio por
primera vez su extraordinaria belleza. Sin que viniera a cuento,
observó:
—Este Cristo también lo tengo yo… Sí,
sabía que su marido la amaba mucho…
Después subieron al piso de arriba, donde encima de la cabecera
de la ancha cama de caoba colgaba la mascarilla sobre el paño
de terciopelo negro. Sin decir una palabra, Til, con los ojos abiertos
como los de un niño, miraba con fijeza el blanco rostro,
como si a partir de entonces en toda su vida no debiera olvidar
ningún detalle de aquella cara.
—Hasta su final pareció un sacerdote —rompió
Christiane el silencio tímidamente.
Til contestó con lentitud, como si tuviese miedo:
—Pero al final ya no creía en nada. Su única
convicción era que todos los valores de nuestra cultura estaban
muertos, acabados, que nos esperaba una catástrofe gigantesca,
la limpieza decisiva, el diluvio bolchevique…
—Durante los últimos años fue un nihilista —dijo
Christiane, apenada y vacía.
Til, sin escucharla, seguía el hilo de sus pensamientos
—La lectura de sus libros me convirtieron al bolchevismo…
—¡Ah!, ¿sí? ¿Es usted bolchevique?
—preguntó Christiane, turbada.
El joven forastero contestó con una breve risa:
—Sí, entre otras cosas.
Estaban de pie uno junto al otro ante la mascarilla, que miraba
por encima de ellos en profundo silencio. Su conversación
seguía confusa y a trompicones.
—Pero sus libros más bellos siguen siendo los muy católicos
—dijo él después de una pausa, sonriendo de
otra manera—. Los amo por encima de todo.
Y Til inquirió bruscamente, con interés y acento práctico:
—¿Cuando le conoció usted era todavía
sacerdote?
Ella, pesarosa, dijo bajando los ojos:
—Me temo que precisamente por mi causa abandonó la
Santa Iglesia. Y nunca lo he podido comprender. Soy una cristiana
creyente.
Oyó decir al joven a su lado con voz fría, desamparada:
—Yo ya no creo en Dios.
Ella no se atrevió a mirarle a la cara, pero sabía
que sus ojos se habían vuelto mortalmente tristes. En ese
momento sintió por primera vez ternura hacia él.
Christiane le pidió que se quedara a tomar el té.
En seguida se sentaron en la galería, en la mesita redonda,
el uno frente al otro. Christiane, observándole, se dijo
que en realidad no era guapo ni siquiera apuesto. Su boca era demasiado
gordezuela y su nariz no tenía forma noble. Pero su pelo,
rubio oscuro, con raya descuidada, caía bellamente sobre
su frente, que era hermosa, y muy hermosos también sus ojos.
Su boca, mirándola bien, también lo era. En el fondo,
su boca era tan bonita e infantil como sus ojos.
Los niños volvían de su paseo. Se presentaron, y querían
pastel. Primero ponían las caras inaccesibles con las que
solían asustar a las visitas. Sobre todo Renate, que fruncía
el entrecejo en un gesto de mal augurio. Fridolin con sorprendentes
maneras perfectas y con la soltura del contrahecho, preguntó
haciendo una torcida y ligera inclinación:
—¿No estaremos molestando? —La pregunta hizo
reír cordialmente al joven visitante.
Til se hizo pronto muy amigo de los niños. No tenía
esa manía de los mayores de hacer preguntas que presuponían
que las respuestas eran indiferentes, o que usaban un tono paternalista
y retórico, al que los niños solían contestar
brevemente y con mal humor. Los miraba con atención, hablando
con ellos como si fueran sus pequeños e interesantes iguales.
Al punto se animaron todos. Fridolin le explicaba que en realidad
se llamaba señor Löwenzahn y que era uno de los empresarios
más ricos del continente.
Christiane se mezcló en la conversación mostrando
una conmovedora y dulce alegría. En sus mejillas aparecieron
hoyuelos y sus ojos brillaban nacarados.
Preguntó a Til cuánto tiempo podía quedarse
y cuándo se le esperaba de vuelta en la ciudad. Pero nadie
le esperaba, sólo su hermano, pero éste estaba muriéndose,
y, cuando llegase su fin, ya recibiría un telegrama. ¿Que
se estaba muriendo? Christiane se sentía asustada y entristecida.
—El pobre… —dijo con suavidad—. Seguramente
aún es joven.
Pero Til no quiso continuar en ese terreno.
—Es enojoso —dijo brevemente—. Nunca puedo alejarme
mucho de la ciudad donde está hospitalizado. Me retiene desde
hace semanas. Todo puede acabar cualquier día.
Christiane creía no haber entendido bien. El tono de sus
palabras le daba escalofríos.
—¿No está cerca su madre? —preguntó
con cierto temor.
Pero él contestó con dureza:
—No. Nuestros padres han muerto. Mi hermano y yo no tenemos
a nadie.
De repente ella reconoció en sus ojos la mirada que tenía
cuando antes habló de su fe perdida.
Pensaba quedarse algunos días, informó como por descuido.
Se alojaba en el Café am Wald, que no estaba lejos de la
casa de Christiane.
—Tengo la intención de trabajar un poco —añadió
lentamente, con la mirada perdida—. Debo terminar algo, una
pequeña novela… Sí, a veces escribo, por dinero,
en realidad sólo por dinero…
En su boca, la palabra “dinero” adquiría un sonido
inquietante, lleno de odio y al mismo tiempo voluptuoso.
—Necesito mucho dinero —añadió, y sus
ojos parecieron oscurecerse por la ira—. Nunca tengo dinero.
¿Comprende usted lo que esto significa? Es terrible, créame;
es más repugnante que la sarna. El dinero es el mismísimo
principio de la vida, y ha sido devaluado. Se ha convertido en algo
repulsivo, vomitivo, alcanzable sólo para el Mal, inalcanzable
para mí, completamente inalcanzable. No se queda conmigo,
compréndame bien; se me escapa, no me quiere, se enamora
de otras personas, a mí no me soporta.
De pronto, alargando un pie por debajo de la mesa, enseñó
un zapato gastado.
—También necesito zapatos nuevos. —Y al decirlo,
su risa sonó áspera y amenazadora.
—A veces gano dinero —presumía riendo aún—,
pero mis necesidades son complicadas. Hay tantas cosas que se pueden
comprar…
Los cuatro niños seguían mirando el zapato que cruelmente
exhibía. Era puntiagudo, de forma atrevida, elegante en tiempos
pasados. Tenía sus bordes coquetamente adornados con dibujos
formados por pequeños agujeros.
Pero Til ya estaba de nuevo alegre. Con sorprendente franqueza hablaba
de sí mismo. Christiane le miraba sonriente, y los niños
permanecían sentados atentos como si estuviesen en la ópera.
—Al principio fui Wandervogel* —les decía—,
desde los dieciséis hasta los dieciocho años. Llevaba
una camisa verdosa y estaba muy convencido de que con un poco de
ética se podía arreglar cualquier entuerto. Estoy
seguro de que fue mi época más feliz.
Les contaba en cuántos sitios había vivido desde entonces;
hablaba de París y de Berlín, de El Cairo y de Madrid.
Esto le había pasado en Nueva York y aquello en Túnez.
Cuando Christiane le preguntó por su edad, contestó:
“Veintiuno”, sorprendiéndose de que ella se riera.
Durante su charla volvía una y otra vez sobre el tema del
difunto señor de la casa, su maestro desaparecido, bajando
la voz con reverencia cada vez que lo mencionaba.
—¿Tenía sentido del humor? —preguntó
con cierta desconfianza en voz baja—. Sí, sí
—se contestaba a sí mismo—, ya me lo imagino;
a veces irónico, increíblemente irónico.
Quiso saber cuál de los niños se le parecía
y en qué aspectos.
—Ya me lo figuro. Renate tiene sus ojos oscuros y seguramente
mucho de su dignidad. Fridolin habrá heredado su particular
aire socarrón. Seguramente Heiner nos lo recuerda también
en muchos matices, aunque exteriormente no se le parece. Pero yo
creo que ésta debía ser su forma de mirar…
Hablaba en voz baja, para que los niños no le oyeran. No
se dirigía ni siquiera a mamá; hablaba para sí,
con suavidad y ternura.
En medio de la conversación miró el reloj y se dio
cuenta de que ya era tarde. Se disculpó por tener que marcharse
y volvió a ser cortés y convencional. Se le ocurrían
las palabras triviales y adecuadas: “Ha sido una velada encantadora,
señora mía” y “Realmente, todo ha resultado
de un interés extraordinario para mí”.
Ella, en un gesto distinguido y un poco pasado de moda, le ofreció
la mano para que la besara. Sonriendo dijo que esperaba volver a
verle. Él esperaba lo mismo.
Inclinó rápidamente su cabeza sobre la mano tendida,
pero cuando volvió a levantarla miró por encima de
Christiane, prendiendo sus ojos, muy abiertos, en el paisaje.
Llevaba calado hasta la frente un sombrero de suave fieltro gris
claro y sostenía con soltura un cigarrillo en la boca. Su
aspecto inspiraba cierto recelo, quizá resultaba demasiado
cosmopolita, como uno de esos que se pasan la vida en los cafés
y en la calle con las manos en los bolsillos, desplegando cierta
gracia desmañada e insolente.
—Buenas noches, señora mía—repitió,
y su sonrisa pasó de largo, mientras que ella con la suya
intentaba captar su mirada.
Los niños preguntaron si podían acompañar al
caballero hasta el Café am Wald.
Anduvieron a su lado por el trozo de carretera que llevaba hasta
el pueblo. Casi estaba oscuro. Él no les habló, y
tampoco sacó las manos de sus bolsillos. Silbaba una melodía
grandiosa y triste que subía y bajaba, aleteando arriba y
abajo y haciéndose unas veces suave y otras fuerte. La dejaba
volar y ondear alrededor como un pájaro negro y solitario
al que permitiera hacerle compañía.
Delante de la entrada del hotel se despidió de los niños
amable y sereno. Sólo se inclinó hacia Heiner, acariciándole
ligeramente el pelo.
Los niños no hablaron mucho durante el camino de vuelta.
Cuando llegaron a casa, mamá ya se había retirado.
Había encargado a la señorita Konstantine que les
dijera que estaba cansada y que los saludara en su nombre.
Traducción
de Roswitha S. von Harttung
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