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Capítulo
Primero
Una ciudad pequeña
Put
thousands together
Less bad
But the cage less gay.
Hobbes
La
pequeña ciudad de Verrières es acaso una de las más
bonitas del Franco Condado. Sus casas blancas, con los puntiagudos
tejados de tejas encarnadas, se extienden por la falda de una de
sus colinas, cuyas más leves sinuosidades están subrayadas
por manchones de recios castaños. Varios centenares de pies
más abajo de las fortificaciones antaño construidas
por los españoles, corre el Doubs.
Verrières está protegido del Norte por una alta montaña,
una de las estribaciones del Jura. En cuanto llegan los primeros
fríos, las cimas truncadas del Verra se cubren de nieve.
Un torrente que se precipita desde la montaña atraviesa Verrières
antes de morir en el Doubs, y pone en movimiento gran número
de aserraderos. Es ésta una industria muy elemental y que
proporciona cierto bienestar a la mayoría de los habitantes
de la comarca, más campesinos que ciudadanos. Pero lo que
ha enriquecido a esta pequeña ciudad no son los aserraderos.
Es a la fábrica de telas estampadas, llamadas de Mulhouse,
a lo que se debe este desahogo general de las fortunas que, desde
la caída de Napoleón, ha permitido reconstruir las
fachadas de casi todas las casas de Verrières.
Apenas ha llegado uno a Verrières, se siente aturdido por
el estrépito de una máquina ruidosa y tremebunda en
apariencia. Una rueda movida por el agua del torrente levanta veinte
pesados martillos que vuelven a caer con un estruendo que hace temblar
el pavimento. Cada uno de estos martillos fabrica cada día
qué sé yo cuántos miles de clavos. Unas mozuelas
frescas y bonitas presentan a los golpes de estos enormes martillos
los trocitos de hierro que rápidamente quedan transformados
en clavos. Este trabajo, tan duro en apariencia, es uno de los que
más llaman la atención del viajero que por primera
vez penetra en las montañas que separan Francia de Suiza.
Si, al entrar en Verrières, pregunta el viajero a quién
pertenece esta hermosa fábrica de clavos que ensordece a
las gentes que suben por la Grande-Rue, le contestan con dejo despacioso:
—¡Eh! Es del señor alcalde.
Por pocos instantes que se detenga el viajero en esta Grande-Rue
de Verrières, que se sube desde la orilla del Doubs en dirección
a la cumbre de la colina, se puede apostar ciento contra uno que
verá aparecer a un hombre alto con aire atareado e importante.
Todos los sombreros se alzan rápidamente a su paso. Tiene
el pelo canoso y viste de gris. Es caballero de varias órdenes,
posee una frente amplia, una nariz aquilina y, en conjunto, su rostro
no carece de cierta regularidad: hasta se nota, a primera vista,
que además de la dignidad de alcalde, tiene esa especie de
atractivo que puede hallarse aún en personas de cuarenta
y ocho o cincuenta años. Mas el viajero parisiense no tarda
en notar cierto aire de satisfacción de sí mismo y
de suficiencia, unido a un no sé qué de limitado y
de falta de inventiva. Se sabe, en fin, que el talento de este hombre
no pasa de hacer que le paguen con gran puntualidad lo que le deben
y de pagar lo más tarde posible lo que debe él.
Tal es el alcalde de Verrières, monsieur de Rênal.
Atraviesa la calle con aire grave, entra en la alcaldía y
desaparece de la vista del viajero. Pero si éste continúa
su paseo, cien pasos más arriba descubre una casa de aspecto
bastante hermoso y, a través de una verja cercana al edificio,
unos magníficos jardines. Más allá, una línea
del horizonte formada por las colinas de Borgoña parece hecha
de encargo para recreo de los ojos. Esta vista hace olvidar al viajero
la pestilente atmósfera de los pequeños intereses
de dinero que ya comienza a asfixiarle.
Le informan de que esta casa pertenece a monsieur de Rênal.
La hermosa morada de piedra sillería que está acabando
en estos momentos se la debe el alcalde de Verrières a los
beneficios obtenidos de su gran fábrica de clavos. Dicen
que monsieur de Rênal desciende de una antigua familia española
establecida en el país mucho antes de la conquista de Luis
XIV.
Desde 1815 se avergüenza de ser industrial: 1815 le hizo alcalde
de Verrières. Los muros en terraplén que sostienen
las diversas parcelas del magnífico jardín que de
bancal en bancal desciende hasta el Doubs, son también la
recompensa a la ciencia del señor de Rênal en el comercio
del hierro.
No esperéis hallar en Francia esos pintorescos jardines que
rodean las ciudades industriales de Alemania: Leipzig, Francfort,
Nuremberg, etc. En el Franco Condado, cuantos más muros se
levantan, cuanto más se eriza la propiedad de piedras colocadas
unas encima de otras, más derechos se adquieren al respeto
de sus vecinos. Los jardines del señor de Rênal, con
muchísimos muros, son admirados además porque algunas
de las parcelas que ocupan las ha comprado a peso de oro.
Por ejemplo, aquel aserradero cuya singular situación a la
orilla del Doubs os llamó la atención al entrar en
Verrières y en la que habéis leído el nombre
de Sorel escrito en caracteres gigantescos sobre una tabla que domina
el tejado, ocupaba hace seis años el lugar en que actualmente
se levanta el muro del cuarto terraplén de los jardines del
señor de Rênal.
A pesar de su orgullo, el señor alcalde tuvo que dar muchos
pasos cerca del viejo Sorel, campesino duro y tenaz; debió
de costarle hermosos luises de oro conseguir que trasladara su fábrica
a otro sitio. En cuanto al riachuelo público que movía
la sierra, monsieur de Rênal, gracias a la influencia de que
goza en París, consiguió que fuese desviado. Esta
gracia la obtuvo después de las elecciones de 182…
Dio a Sorel cuatro arpentas por una, quinientos pasos más
abajo, a la orilla del Doubs. Y aunque esta situación era
mucho más ventajosa para su comercio de tablas de pino, el
viejo Sorel, como le llaman desde que es rico, tuvo el secreto de
obtener de la impaciencia y de la manía de propietario que
animaba a su vecino una suma de seis mil francos.
Verdad es que este trato ha sido criticado por las buenas cabezas
del lugar. Una vez —era un domingo, hace de esto cuatro años—,
al volver de la iglesia monsieur de Rênal, en atuendo de alcalde,
vio de lejos que el viejo Sorel, rodeado de sus tres hijos, se sonreía
mirándole. Aquella sonrisa iluminó con una claridad
fatal el alma del señor alcalde; desde entonces cree que
habría podido obtener el cambio con mayor ventaja.
Para ganar en Verrières la consideración pública,
lo esencial es no adoptar —sin dejar por eso de construir
muchos muros— algún plano traído de Italia por
esos albañiles que cada primavera atraviesan los puertos
del Jura camino de París. Semejante innovación echaría
sobre el imprudente constructor una eterna fama de fantasioso, y
perdería para siempre la estimación de las personas
sensatas y moderadas que distribuyen las consideraciones en el Franco
Condado.
De hecho, esas gentes sensatas ejercen el más molesto despotismo;
y a causa precisamente de esta fea palabra resulta insoportable
la estancia en las ciudades pequeñas para quien ha vivido
en esa gran república que se llama París. La tiranía
de la opinión —¡y qué opinión!—
es tan estúpida en las ciudades pequeñas de Francia
como en los Estados Unidos.
Capítulo II
Un alcalde
Y
la importancia, señor, ¿no es nada?
El respeto de los tontos, el pasmo de los niños,
la envidia de los ricos, el desprecio del discreto.
Barnave
Por
fortuna para la fama de monsieur de Rênal como administrador,
en el paseo público que bordea la colina a cien pies sobre
el curso del Doubs hacía falta un inmenso muro de contención.
Este paseo debe a tan admirable situación una de las vistas
más pintorescas de Francia. Pero, todas las primaveras, las
lluvias abren surcos en la calzada, ahondan precipicios y lo hacen
impracticable. Este inconveniente, sentido por todos, puso a monsieur
de Rênal en la venturosa necesidad de inmortalizar su administración
con un muro de veinte pies de alto y de treinta o cuarenta de largo.
El parapeto de este muro obligó a monsieur de Rênal
a hacer tres viajes a París, pues el penúltimo ministro
del Interior se había declarado enemigo mortal del paseo
de Verrières; el parapeto de este muro levanta ahora cuatro
pies por encima del suelo. Y, como para desafiar a todos los ministros
presentes y pasados, en este momento lo están ornando con
unas losas de piedra sillería.
¡Cuántas veces, pensando en los bailes de París
dejados la víspera y con el pecho apoyado en estos grandes
bloques de piedra de un hermoso gris tirando a azul, he sumergido
la mirada en el valle del Doubs! Allá lejos, a la orilla
izquierda, serpentean cinco o seis valles en el fondo de los cuales
la vista alcanza a distinguir muy bien pequeños riachuelos.
Se les ve perderse en el Doubs después de correr de cascada
en cascada. El sol calienta mucho en estas montañas; cuando
cae a plomo, unos magníficos plátanos protegen en
esta terraza la abstraída contemplación del viajero.
Su rápido crecimiento y su hermoso verde tirando a azul se
le deben a esa tierra removida que el señor alcalde ha hecho
poner detrás de su inmenso muro de contención, pues
a pesar de la oposición del consejo municipal, ha ensanchado
el paseo en más de seis pies (aunque él sea ultra
y yo liberal, me merece alabanza; en su opinión y en la de
monsieur Valenod, el venturoso director del refugio de mendigos
de Verrières, gracias a su ensanchamiento, puede esta terraza
sostener la comparación con la de Saint-Germain-en-Lave).
En cuanto a mí, sólo una objeción tengo que
hacer al Paseo de la Fidelidad; se lee este nombre oficial en quince
o veinte lugares, sobre placas de mármol que han valido una
cruz más a monsieur de Rênal; lo que yo reprocharía
al Paseo de la Fidelidad es la manera bárbara con que la
autoridad hace podar y rapar hasta lo vivo estos recios plátanos.
En vez de parecerse, con sus cabezas bajas, redondas y chaparras,
a la más vulgar de las plantas hortícolas, no desearían
otra cosa que exhibir esas formas magníficas que tienen en
Inglaterra. Pero la voluntad del señor alcalde es despótica,
y dos veces al año todos los árboles pertenecientes
al municipio son despiadadamente amputados. Los liberales del lugar
pretenden, pero exageran, que la mano del jardinero oficial es mucho
más severa desde que el señor vicario Meslon ha tomado
la costumbre de apropiarse los productos de la poda.
Este joven eclesiástico fue enviado a Besançon hace
unos años para vigilar al abate Chêlan y a otros curas
de los alrededores. Un viejo cirujano castrense del ejército
de Italia, retirado en Verrières y que en vida era a la vez,
según el señor alcalde, jacobino y bonapartista, se
atrevió un día a ir a quejársele de la mutilación
periódica de estos hermosos árboles.
—A mí me gusta la sombra —contestó monsieur
de Rênal con el matiz de altivez que conviene cuando se habla
a un cirujano miembro de la Legión de Honor—; a mí
me gusta la sombra; mando podar mis árboles para que me den
sombra, y no comprendo cómo un árbol puede existir
para otra cosa a no ser que rente, como el útil nogal.
Esta es la gran palabra que lo decide todo en Verrières:
rentar, ella sola representa el pensamiento habitual de más
de las tres cuartas partes de la población.
Rentar es la razón que todo lo decide en esta pequeña
ciudad que os parece tan bonita.
En el primer momento, el viajero que llega, seducido por la belleza
de los valles lozanos y profundos que la rodean, se figura que sus
habitantes son sensibles a lo bello, como hablan hasta demasiado
de la belleza de su país, no se puede negar que cuenta mucho
para ellos; pero es porque atrae a algunos forasteros cuyo dinero
enriquece a los fondistas, lo cual, gracias al mecanismo del impuesto
de consumos, constituye una renta para la ciudad.
En un hermoso día de otoño, paseaba el señor
de Rênal por el Paseo de la Fidelidad dando el brazo a su
esposa. Sin dejar de escuchar a su marido, que hablaba con un aire
solemne, los ojos de madame de Rênal seguían con inquietud
los movimientos de tres niños. El mayor, que tendría
unos once años, insistía demasiado en acercarse al
parapeto con visible intención de encaramarse a él.
Una voz dulce pronunciaba el nombre de Adolfo, y el niño
renunciaba a su ambicioso proyecto.
Madame de Rênal parecía una mujer de treinta años,
pero bastante bonita todavía.
—Pudiera muy bien ocurrir que tenga que arrepentirse ese caballerito
de París— decía monsieur de Rênal en un
tono ofendido y con las mejillas más pálidas aún
que de costumbre—. No me faltan algunos amigos en Palacio…
Mas aunque me proponga dedicar doscientas páginas a hablaros
de la provincia, no llegaré al bárbaro extremo de
haceros soportar en toda su extensión y con todos sus sapientísimos
rodeos un diálogo provinciano.
El tal caballerete de París, tan odioso para el alcalde de
Verrières, no era otro que monsieur Appert, que dos días
antes se las había arreglado para introducirse no sólo
en la cárcel y en el refugio de mendigos de Verrières,
sino también en el hospital administrado gratuitamente por
el alcalde y los principales propietarios de la localidad.
—Pero —dijo con timidez madame de Rênal—,
¿qué daño puede haceros ese señor de
París, puesto que administráis los bienes de los pobres
con la más escrupulosa probidad?
—No viene más que a suscitar las críticas, y
luego hará insertar artículos en los periódicos
del liberalismo.
—Nunca los leéis, querido.
—Pero nos hablan de esos artículos jacobinos; todo
eso nos entretiene y nos impide hacer el bien1. Yo no perdonaré
nunca al cura.
Capítulo III
Los intereses de los pobres
Un
cura virtuoso y ajeno a la intriga
es una providencia para la localidad.
Fleury
Conviene saber que el cura de Verrières, anciano de ochenta
años que debía al aire de estas montañas una
salud y un carácter de hierro, tenía derecho a visitar
a cualquier hora la cárcel, el hospital y el refugio de mendigos.
Monsieur Appert, que venía recomendado al cura desde París,
había tenido la prudencia de llegar a esta ciudad pequeña
y, por tanto, curiosa a las seis en punto de la mañana. Inmediatamente
se había dirigido al presbiterio.
Leída la carta que le escribía el señor marqués
de La Mole, par de Francia y el propietario más rico de la
provincia, el cura Chêlan se quedó pensativo.
“Soy viejo y aquí me quieren —se dijo al fin
a media voz—. ¡No se atreverán!” Y mirando
luego al señor de París con unos ojos en que, a pesar
de la avanzada edad, brillaba ese fuego sagrado que revela el placer
de acometer una bella acción un poco peligrosa:
—Venid conmigo, caballero, y hacedme la merced de no emitir,
delante del carcelero y sobre todo de los vigilantes del refugio
de mendigos, ninguna opinión sobre las cosas que vamos a
ver.
Monsieur Appert comprendió que estaba ante un hombre de corazón;
siguió al venerable cura, visitó la cárcel,
el hospicio, el refugio, hizo muchas preguntas y, a pesar de las
poco satisfactorias respuestas, no se permitió el menor gesto
de censura.
La visita duró varias horas. El cura invitó a comer
a monsieur Appert, pero éste se excusó diciendo que
tenía que escribir unas cartas: no quería comprometer
más a su generoso compañero. A eso de las tres los
dos señores fueron a terminar la inspección del refugio
de mendigos y, luego, tornaron a la cárcel. A la puerta de
ésta encontraron al carcelero, una especie de gigante de
seis pies de estatura y con las piernas en paréntesis, el
terror hacía aún más horrendo su innoble rostro.
—¡Oh, señor! —dijo al cura en cuanto le
vio—, ¿no es monsieur Appert ese caballero que viene
con vos?
—¿Por qué? —repuso el cura.
—Es que desde ayer tengo orden muy precisa del señor
prefecto, enviada por un gendarme que ha debido de galopar toda
la noche, de no permitir que monsieur Appert entre en la cárcel.
—Pongo en vuestro conocimiento, maese Noiroud —dijo
el cura— que este viajero que viene conmigo es monsieur Appert.
¿Reconocéis que tengo derecho a entrar en la cárcel
a cualquier hora del día o de la noche, y acompañado
por quien me plazca?
—Sí, señor cura —musitó el carcelero
bajando la cabeza como un bulldog que obedece a regañadientes
por miedo al palo—. Pero tengo mujer e hijos, señor
cura, y si me denuncian seré destituido; vivo solamente de
mi empleo.
—También a mí me contrariaría mucho perder
el mío —repuso el buen cura con la voz cada vez más
conmovida.
—¡Buena diferencia va! —replicó con viveza
el carcelero—. Ya sabemos que vos, señor cura, tenéis
ochocientas libras de renta, una buena hacienda al sol…
Tales son los hechos que, comentados y exagerados de veinte diversos
modos, agitaban desde hacía dos días las pasiones
malévolas de la pequeña ciudad de Verrières.
En aquel mismo momento eran tema de la leve discusión que
monsieur de Rênal sostenía con su mujer. Por la mañana,
acompañado de monsieur Valenod, director del refugio de mendigos,
se había apersonado en casa del cura con el fin de testimoniarle
su más vivo descontento. A monsieur Chêlan no le protegía
nadie, y se daba cuenta de todo el alcance de sus palabras.
—Pues bien, señores: con mis ochenta años seré
el tercer cura destituido en estas cercanías. Hace cincuenta
y seis años que estoy aquí; he bautizado a casi todos
los habitantes de la ciudad, que no era más que un poblacho
cuando yo llegué.
Todos los días caso a muchachos a cuyos abuelos casé
también antaño. Verrières es mi familia, pero
cuando vi llegar al forastero, me dije para mí: “Este
hombre, que viene de París, puede muy bien ser un liberal,
pues es planta que abunda; pero, ¿qué mal puede hacer
a nuestros pobres y a nuestros presos?”
Y ante los reproches, cada vez más vivos, de monsieur de
Rênal y, sobre todo, de monsieur de Valenod, el director del
refugio de mendigos:
—Pues bien, señores, haced que me destituyan —exclamó
el anciano cura con temblorosa voz—. No por eso dejaré
de habitar en la comarca. Todo el mundo sabe que hace cuarenta y
ocho años heredé una tierra que renta ochocientas
libras, viviré de esta renta. Yo no hago economías
en mi empleo, señores, y acaso por eso no me produce gran
susto oír que me lo van a quitar.
Monsieur de Rênal se llevaba muy bien con su mujer, mas no
sabía qué contestar a aquella idea que ella le repetía
tímidamente: “¿Qué daño puede
hacer a los presos ese señor de París?”, y estaba
a punto de enfadarse del todo, cuando su esposa lanzó un
grito. El segundo de sus hijos acababa de subir el parapeto del
muro y ya corría por él, sin reparar en que este muro
se elevaba más de veinte pies sobre la viña que hay
al lado opuesto. Por temor de asustar a su hijo y de que se cayera,
madame de Rênal no se atrevía a dirigirle la palabra.
Por fin, el niño, que reía muy satisfecho su proeza,
al mirar a su madre y ver su palidez, saltó al paseo y corrió
hacia ella. Se ganó una buena reprimenda.
Este pequeño incidente cambió el curso de la conversación.
—Estoy completamente decidido a traer a mi casa a Sorel, el
hijo del aserrador de tablas —manifestó monsieur de
Rênal—; se cuidará de los niños, que comienzan
a ser demasiado malos para nosotros. Es un joven sacerdote, o como
si lo fuera, buen latinista y hará adelantar a los niños,
pues, según dice el cura, tiene mucho carácter. Le
daré trescientos francos y la comida. Tenía yo algunas
dudas sobre su moralidad, pues era el benjamín de ese viejo
cirujano, miembro de la Legión de Honor, que con el pretexto
de ser su primo, vino a vivir como huésped a casa de los
Sorel. En el fondo este hombre podía muy bien no ser sino
un agente secreto de los liberales; decía que el aire de
nuestras montañas le iba muy bien para su asma, pero eso
no es cosa probada. Hizo todas las campañas de Bonaparte
en Italia, y hasta, según se dice, había firmado el
no por el imperio, en tiempos. Ese liberal enseñaba latín
al hijo de Sorel y le ha dejado cierta cantidad de libros que había
traído consigo. Debido a esto, jamás se me hubiera
ocurrido poner al hijo del carpintero al lado de nuestros hijos;
mas el cura, justamente la víspera de la escena que acaba
de indisponernos para siempre, me dijo que ese Sorel lleva tres
años estudiando Teología, con el propósito
de entrar en el seminario; de modo que no es liberal, es latinista.
Esta solución nos conviene por más de un concepto
—continuó monsieur de Rênal mirando a su mujer
con aire diplomático—; el Valenod está muy orgulloso
de los dos magníficos normandos que acaba de adquirir para
su calesa. Pero no tiene preceptor para sus hijos.
—Bien pudiera ser que nos quitara éste.
—¿Entonces apruebas mi proyecto? —dijo monsieur
de Rênal, agradeciendo a su mujer con una sonrisa la excelente
idea que acababa de sugerirle—. Pues es cosa decidida.
—¡Dios mío, con qué rapidez decides las
cosas, querido!
—Porque yo soy un hombre de carácter, y bien que lo
ha visto el cura. Digamos las cosas claras: aquí estamos
rodeados de liberales. Todos esos comerciantes de tejidos me tienen
envidia, estoy seguro; dos o tres de ellos se están haciendo
ricos. ¡Pues bien! Me place que vean a los hijos de monsieur
de Rênal ir de paseo acompañados de su preceptor. Es
cosa que impondrá respeto. Mi abuelo nos contaba a menudo
que en su niñez había tenido un preceptor. Podrá
costarme cien escudos, pero es un gasto que debe ser clasificado
como necesario para sostener nuestro rango.
Esta súbita resolución dejó a madame de Rênal
muy pensativa.
Era una mujer alta, bien formada, que había sido la belleza
de la comarca, como se dice en estas montañas. Los ojos de
un parisiense descubrirían en ella un cierto aire de simplicidad
y de juventud en su modo de andar, una gracia ingenua, llena de
inocencia y de vida, que podría llegar a despertar ideas
de una placentera voluptuosidad. De haberse reconocido esta clase
de éxito, habríase sentido muy avergonzada. Ni la
afectación ni la coquetería rozaron jamás su
corazón. Se decía que monsieur Valenod, el opulento
director del refugio, le había hecho la corte pero sin resultado,
y esto había dado a su virtud una singular aureola, pues
monsieur Valenod, joven y de estatura aventajada, musculoso, colorado
de rostro y con unas soberbias patillas negras, era uno de esos
seres ordinarios, insolentes y estrepitosos que en provincias se
llama un hombre guapo.
A madame de Rênal, muy tímida y de un carácter
muy desigual en apariencia, le resultaban particularmente desagradables
el movimiento continuo y las voces de monsieur Valenod. Su alejamiento
de lo que en Verrières se llama alegría le había
valido la fama de ser una gran orgullosa por naturaleza. Sin habérselo
propuesto, le causó gran contento comprobar que los habitantes
de la ciudad frecuentaban menos su casa. No ocultaremos que pasaba
por tonta a los ojos de las damas de Verrières, porque, sin
ningún designio político con relación a su
marido, dejaba escapar las mejores ocasiones de que le compraran
preciosos sombreros de París o de Besançon. Con tal
de que la dejaran errar sola por su hermoso jardín, no se
quejaba jamás.
Era un alma ingenua, que no se había permitido nunca ni siquiera
juzgar a su marido y confesarse que la aburría. Daba por
supuesto, sin decírselo a sí misma explícitamente,
que entre marido y mujer no existían relaciones más
dulces. Amaba especialmente a su marido cuando le hablaba él
de sus proyectos sobre los hijos, que destinaba el uno a la espada,
el segundo a la magistratura y el tercero a la iglesia. En último
término, le parecía monsieur de Rênal mucho
menos aburrido que todos los hombres que conocía.
Este juicio conyugal era razonable. El alcalde de Verrières
debía su reputación de talento y sobre todo de buen
tono a media docena de frases ingeniosas que había heredado
de un tío. El viejo capitán de Rênal servía
antes de la revolución en el regimiento de Infantería
del duque de Orleáns y, cuando iba a París, era recibido
en los salones del príncipe. Allí había conocido
a madame de Montesson, a la famosa madame de Genlis, a Ducret, el
inventor del Palais-Royal. Estos personajes figuraban a cada paso
en las anécdotas de monsieur de Rênal. Mas, poco a
poco, recordar aquellas cosas tan delicadas de contar había
llegado a constituir un trabajo para él y desde hacía
algún tiempo, sólo en las grandes ocasiones repetía
sus anécdotas relativas a la casa de Orléans. Como
además era muy fino, excepto cuando se hablaba de dinero,
se le consideraba, con razón, como el personaje más
aristocrático de Verrières.
Capítulo IV
Padre e hijo
E
sara mia colpa,
Se cosi è?
Machiavelli
“¡Realmente
mi mujer tiene una gran cabeza! —se decía el alcalde
de Verrières al bajar a las seis de la mañana del
día siguiente al aserradero Sorel—. Aunque no se lo
haya dicho, por conservar la superioridad que me corresponde, no
se me había ocurrido que si no tomo yo a ese curita Sorel,
que, según dicen, domina el latín como un ángel,
el director del refugio, esa alma en pena, podría muy bien
tener la misma idea que yo y birlármelo. ¡Con qué
tono de suficiencia hablaría del preceptor de sus hijos!…
¿Y este preceptor llevará sotana cuando esté
en mi casa?”
Absorto estaba en esta duda monsieur de Rênal, cuando vio
de lejos a un campesino, de cerca de seis pies de estatura, que,
desde el amanecer, parecía muy atareado en medir piezas de
madera amontonadas a la orilla del Doubs, en el camino de sirga.
El aldeano no parecía muy satisfecho de ver acercarse al
señor alcalde, pues aquellas traviesas obstruían el
camino y estaban colocadas contra las ordenanzas.
Sorel, pues no era otro, quedó muy sorprendido y muy contento
de la singular proposición que con respecto a su hijo Julián
le hacía monsieur de Rênal. Pero le escuchó
sin que en él se alterara ese aire de tristeza y de indiferencia
con que tan hábilmente saben disfrazar su zorrería
los habitantes de esas montañas. Esclavos en tiempos de la
dominación española, conservan todavía ese
gesto especial de la fisonomía del fel-lah de Egipto.
Al principio, la respuesta de Sorel no fue sino una larga retahila
de todas las fórmulas de respeto que sabía de carretilla.
Mientras recitaba estas vanas palabras, con una torpe sonrisa que
acentuaba el aire de falsedad y casi de bribonería natural
en su rostro, la mente activa del viejo lugareño trataba
de descubrir la razón que pudiera tener un hombre tan distinguido
para llevarse a su casa al bergante de su hijo. Estaba muy descontento
de Julián, y precisamente, por este hijo le ofrecía
monsieur de Rênal los insólitos gajes de trescientos
francos al año, comida y hasta ropa. Esta última condición,
que Sorel había tenido la súbita y genial idea de
proponer, fue aceptada asimismo por monsieur de Rênal.
Semejantes pretensiones intrigaron al alcalde. “Desde el momento
en que Sorel no se muestra entusiasmado y favorecido en grado sumo
por mi proposición, como naturalmente debiera estarlo, resulta
claro —se dijo— que ha recibido otras de distinto origen;
¿y de quién podrían ser sino de Valenod?”
Monsieur de Rênal apremió a Sorel para concluir inmediatamente
el trato, pero fue en vano: la astucia del viejo campesino se resistió
tenazmente; deseaba, según decía, consultar a su hijo.
¡Como si en provincias un padre rico consultara a un hijo
que nada posee, a no ser por pura fórmula!…
Un aserradero se compone de un cobertizo al borde de un riachuelo.
El tejado se apoya en una armazón de madera que, a su vez,
está sostenida por cuatro pilares de madera también.
A ocho o diez pies de altura, en medio del cobertizo, baja y sube
una sierra, contra la cual un mecanismo muy sencillo empuja una
pieza de madera. Una rueda movida por el riachuelo pone en marcha
este doble mecanismo: el de la sierra que sube y baja y el que va
impulsando la pieza de madera hacia la sierra, la que la convierte
en tablas.
Cerca ya de su fábrica, el viejo Sorel llamó a Julián
con su voz estentórea. Nadie respondió. Sólo
vio a sus hijos mayores, especie de gigantes que, armados de pesadas
hachas, escuadraban los troncos de pino para luego llevarlos a la
sierra.
Cuidando de seguir exactamente la señal negra previamente
trazada sobre el tronco, a cada hachazo se desprendían enormes
trozos. No oyeron la voz del padre. Este se encaminó al cobertizo,
penetró en el mismo y buscó en vano a Julián
en el lugar en que debiera hallarse, cerca de la sierra. Lo divisó
a una altura de cinco o seis pies, montado en una de las vigas del
techo. En vez de atender con el mayor cuidado a la marcha de todo
el mecanismo, Julián estaba leyendo. Nada más irritante
para el viejo Sorel; habría perdonado a Julián su
endeblez corporal, tan poco a propósito para trabajos fuertes
y tan distinta de la reciedumbre de sus hermanos; pero esta manía
de la lectura le resultaba odiosa: él no sabía leer.
Fue inútil que llamara a Julián dos o tres veces.
Mucho más que el ruido de la sierra, la atención que
el muchacho consagraba a su libro le impedía oír la
voz terrible de su padre. Cansado de gritar, y a pesar de sus años,
éste saltó con agilidad sobre el árbol sometido
a la acción de la sierra y de allí a la viga transversal
que sostenía el tejado. Un violento manotazo echó
a volar hasta al arroyo el libro que Julián tenía
en sus manos; un segundo golpe no menos violento sobre la cabeza
del muchacho le hizo perder el equilibrio. Estuvo a punto de caer
de doce a quince pies, en mitad de las palancas de la máquina
en acción, que le hubiese triturado, pero su padre lo sostuvo
con la mano izquierda.
—¿De manera, holgazán, que te vas a poner a
leer todos los días tus malditos libros mientras estás
al cuidado de la sierra? ¡Léelos, si te da la gana,
por la noche, cuando vas a perder el tiempo a casa del cura!
Julián, aunque aturdido por el golpe y ensangrentado, fue
a ocupar su puesto oficial, junto a la sierra. Se le saltaban las
lágrimas, no tanto por el dolor físico como por la
pérdida de su adorado libro.
—Baja, animal, que tengo que hablar contigo.
También ahora el ruido de la máquina impidió
a Julián oír esta orden. Su padre, que había
bajado ya, no quiso tomarse el trabajo de volver a subir sobre el
mecanismo, fue a buscar un largo palo de varear nueces y le tocó
en el hombro. Apenas llegó al suelo el muchacho, el viejo
Sorel le echó con rudeza por delante, camino de la casa.
“¡Sabe Dios lo que me va a hacer!”, se decía
el mozuelo.
Al pasar, echó una triste mirada al arroyo en que había
caído su libro; era el que más quería de todos,
el Memorial de Santa Elena.
Iba con las mejillas encarnadas y los ojos bajos. Era un muchachuelo
de dieciocho a diecinueve años, débil en apariencia,
facciones irregulares, pero delicadas, nariz aquilina. Sus grandes
ojos negros, que en los momentos tranquilos trasuntaban reflexión
y apasionamiento, estaban animados ahora por la expresión
del odio más feroz. Como los cabellos, de un castaño
oscuro, partían de muy abajo, enmarcaban una frente pequeña
y, en los momentos de cólera, le daban un aspecto malévolo.
Entre las innúmeras variedades de la fisonomía humana,
no puede existir una caracterizada por una singularidad más
impresionante. Su cuerpo esbelto y firme revelaba más ligereza
que vigor. Desde la primera infancia, su aire en extremo reflexivo
y su gran palidez habían hecho pensar a su padre que el chico
no iba a vivir, o que, si vivía, sería una carga para
la familia. Objeto del desprecio de todos en la casa, él
por su parte, odiaba a sus hermanos y a su padre. En los juegos
domingueros de la plaza pública, resultaba siempre vencido.
Desde hacía escasamente un año su linda cara comenzaba
a valerle algunos votos favorables entre las muchachas. Despreciado
de todos como un ser débil, Julián había adorado
a aquel viejo cirujano castrense que un día tuvo el valor
de hablar de los plátanos al alcalde.
Este hombre pagaba algunas veces al padre el jornal de su hijo y
le enseñaba latín e historia, es decir, lo que sabía
de historia: la campaña de 1796 en Italia. Al morir, le había
legado su cruz de la Legión de Honor, los atrasos de su medio
sueldo y treinta o cuarenta volúmenes, el más precioso
de los cuales acababa de saltar al arroyo público, desviado
por influencia del señor alcalde.
Apenas dentro de la casa, sintió Julián que le agarraba
por el hombro la poderosa mano de su padre; se echó a temblar
a la espera de unos cuantos mamporros.
—Contéstame sin mentir —le gritó al oído
la voz dura del viejo campesino, en tanto que su mano le hizo girar
como maneja la de un niño un soldado de plomo.
Los grandes ojos negros y llenos de lágrimas de Julián
se cruzaron con los ojillos grises del viejo carpintero, que parecía
querer leer hasta el fondo de su alma.
Traducción
de Consuelo Berges
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